La corona de hierba (5 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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Ella soltó una risita y volvió a quedarse quieta.

—Mira, yo no conozco a ese Cicerón, pero conozco a mi sobrino Cayo Julio César y te digo que no es un niño «normal». Ya sé que más que nada esa palabra se utiliza para referirse a la gente mentalmente afectada, pero creo que también puede significar lo contrario.

—Julia, cuanto mayor te haces, más charlatana te vuelves —replicó el cansado Mario.

—El pequeño César —prosiguió ella sin hacer caso— aún no tiene dos años y es como si tuviese cien. Dice palabras altisonantes en frases perfectamente construidas y conoce el significado preciso de los vocablos.

De pronto, Mario se despertó del todo y ya no estaba cansado. Se irguíó para mirar a su esposa, cuyo sereno rostro quedaba delineado por el débil fulgor de la lamparilla. ¡Su sobrino! ¡El sobrino llamado Cayo! La profecía de Marta la síría, anunciada la primera vez que la conoció en el palacio cartaginés de Gauda. Le había predicho que sería el primer hombre de Roma y siete veces cónsul, pero había añadído que no sería el más grande entre los romanos. ¡
Lo sería un sobrino de su mujer llamado Cayo
! En aquel entonces, él se había dicho ¡por encima de mi cadáver», nadie va a hacerme sombra. Y ahora ese niño era una realidad.

Volvió a tumbarse y el cansancio se le transformó en dolor de piernas. Había dedicado demasiado tiempo, energía y pasión a aquella batalla por convertirse en el primer hombre de Roma, para aguantar mansamente que el brillo de su apellido quedase ensombrecido por un aristócrata precoz que llegaría a la mayoría cuando él, Cayo Mario, fuese demasiado viejo para oponérsele, o quizá ya estuviera muerto. Por mucho que amase a su esposa y por muy humildemente que admitiera que era su apellido aristocrático lo que le había servido para obtener su primer consulado, no le complacía ver a aquel sobrino, sangre de los César, ascender más alto que él.

Había logrado seis consulados, lo que significaba que le faltaba uno. Nadie de la esfera política de Roma creía seriamente que Mario pudiera recuperar su pasada gloria, aquellos años de Alción en los que las centurias le votaban, tres veces
in absentia
, convencidos de que él era el único que podía salvar a Roma de los germanos. Pues sí, la había salvado. ¿Y cómo se lo habían agradecido? Con un aluvión de impedimentos, censuras y críticas destructivas, con la perenne enemistad de Lutacio Catulo César, de Metelo Numídico el Meneítos, de una poderosa facción senatorial conchabada únicamente para derrocarle. Hombrecillos con sonoros apellidos, abrumados por el criterio de que su amada Roma había sido salvada por un despreciable hombre nuevo, un palurdo itálico que no hablaba griego, como había dicho muchos años atrás Metelo el Meneítos.

Pues no había acabado. Con infarto o sin infarto, Cayo Mario sería cónsul por séptima vez y pasaría a los libros de historia como el romano más ilustre de la república. Y tampoco iba a dejar que ningún guapito de pelo rubio, descendiente de la diosa Venus, entrara en los libros de historia antes que él; no lo iban a consentir ni el patricio Cayo Mario ni el romano Cayo Mario.

—¡Ya arreglaré yo a ese niño! —dijo en voz alta, dando un apretón a Julia.

—¿A qué viene esto? —dijo ella.

—Dentro de unos días nos vamos a Pessinus; tú, yo y nuestro hijo —replicó Mario.

—¡Oh, Cayo Mario! —exclamó ella, sentándose en la cama—. ¿De veras? ¡Qué estupendo! ¿De verdad que vas a llevarnos contigo?

—Claro, mujer. A mí me tienen sin cuidado las convenciones. Estaremos fuera dos o tres años, y a mi edad es mucho tiempo para estar sin ver a mi esposa y a mi hijo. Quizá si fuera más joven lo haría. Y como viajo como un
privatus
, no existe obstáculo oficial para que lleve a mi familia conmigo. Soy yo quien paga la cuenta —añadió, conteniendo la risa.

—¡Oh, Cayo Mario! —repitió ella sin atinar a decir otra cosa.

—Visitaremos Atenas, Esmirna, Pérgamo, Nicomedia y cien ciudades más.

—¿Y Tarsus? —inquirió ella animada—. ¡Ah, siempre he tenido ganas de ver mundo!

El sueño vencía irremisiblemente a Mario y sus párpados se cerraron y su maxilar inferior cedió.

Julia siguió parloteando unos instantes hasta que se le agotaron los superlativos y se sentó contenta, agarrándose las rodillas, para volverse hacia Mario sonriéndole con ternura.

—Amor mío, no creo que… —dijo delicadamente.

El primer ronquido de Mario fue la respuesta. Como buena esposa tras doce años, meneó la cabeza apaciblemente sin dejar de sonreír y se dio la vuelta hacia la derecha.

Después de apagar el último rescoldo de la revuelta de esclavos de Sicilia, Manio Aquilio había regresado a Roma si no triunfante, sí en óptimas condiciones para recibir una ovación en el Senado. Que no pudiera obtener un triunfo era debido a la naturaleza del rival, que por tratarse de civiles esclavos no tenía categoría de ejército de nación enemiga; las guerras civiles y las guerras serviles recibían rango especial en el código militar romano. Ser encargado por el Senado para aplastar una sublevación civil no era menos honroso y esforzado que enfrentarse a un ejército enemigo, pero al general no se le otorgaba el derecho a reclamar un triunfo. El triunfo era el modo de mostrar al pueblo romano las ganancias de la guerra: los prisioneros, el dinero requisado, el botín de todo tipo, desde clavos de oro arrancados de las puertas de algún monarca, hasta cargamentos de canela e incienso; porque todo lo pillado enriquecía las arcas romanas, y el pueblo podía ver con sus propios ojos lo beneficiosa que era una guerra si se era romano. Es decir, si se era romano y se ganaba. Pero en las rebeliones civiles y de esclavos no había ganancias; sólo pérdidas. Las propiedades que caían en manos del enemigo y que se recuperaban tenían que devolverse a sus dueños y el Estado no podía exigirles un porcentaje.

Así hubo que inventar la ovación, que, como el triunfo, la constituía un desfile sobre el mismo itinerario. Sin embargo, el general no iba montado en el antiguo carro triunfal, no se pintaba la cara ni llevaba el ropaje triunfal; no sonaban trompetas, únicamente el gorjeo menos emotivo de las flautas, y, en lugar de un toro, el Gran Dios recibía una oveja en sacrificio, compartiendo con el general una ceremonia de calidad inferior.

La ovación había satisfecho plenamente a Manio Aquilio. Una vez festejado, ocupó su lugar en el Senado y, en su condición de consular —antiguo cónsul— le pidieron su opinión por delante de otro consular de igual categoría, pero que no había celebrado ningún triunfo ni ovación. Lastrado por el rencor que guardaban hacia un familiar, otro Manio Aquilio, en principio, él ya había desesperado de alcanzar el consulado. Sí, había cosas difíciles de borrar cuando la familia de uno era modestamente noble, y el hecho era que el padre de Manío Aquilio, tras las guerras que siguieron a la muerte del rey Atalo III de Pérgamo, había vendido más de la mitad del territorio de Frigia al padre del actual rey Mitrídates del Ponto por una suma de oro que se había embolsado en beneficio propio. Por derecho, el territorio habría debido ser destinado, junto con las propiedades del rey Atalo, a formar la provincia romana de Asia, pues el rey Atalo había dejado su reino en herencia a Roma. Atrasada y con una población tan ignorante que no daba esclavos de categoría, Frigia no le había parecido a Manio Aquilio padre una gran pérdida para Roma. Pero los personajes del Senado y del Foro con fuerte influencia no habían perdonado al viejo ni habían olvidado el incidente cuando el joven Manio Aquilio entró en la arena política.

Alcanzar el pretorado había sido difícil y había costado la mayor parte de lo que quedaba de aquel oro póntico, pues el padre no había sido frugal ni prudente. Así, cuando al joven Manio Aquilio se le presentó la áurea oportunidad, la aprovechó sin pensárselo dos veces. Después que los germanos derrotasen al lamentable dúo de Cepio y Malio Máximo en la Galia Transalpina —con la consiguiente amenaza de invadir Italia a través del valle del Rhodanus— había sido el pretor Manio Aquilio quien había propuesto que Cayo Mario fuese elegido cónsul
in absentia
para que pudiese gozar del
imperium
necesario para hacer frente a la amenaza. Su iniciativa había dejado a Mario en deuda con él; una deuda que Cayo Mario se apresuró complacido a liquidar.

Como consecuencia, Manio Aquilio había sido legado de Mario, contribuyendo a la derrota de los teutones en Aquae Sextiae, y al llevar a Roma la noticia de tan ansiada victoria le habían elegido segundo cónsul para el quinto mandato del propio Mario. Una vez concluido su año de consulado había llevado a Sicilia dos de las legiones veteranas de su general, soberbiamente entrenadas, para cauterizar la enconada llaga de la sublevación de esclavos que ya duraba varios años y constituía un grave peligro para el abastecimiento de trigo a Roma.

Al regresar a Roma y recibir la ovación, alimentaba esperanzas de presentarse a las elecciones de censor cuando llegara el momento de elegir dos nuevos, pero los personajes realmente influyentes en el Senado y en el Foro esperaban el momento propicio, y como el propio Mario había caído como consecuencia del intento de Lucio Apuleyo Saturnino de apoderarse de Roma, Manio Aquilio se vio desvalido y obligado a comparecer ante el tribunal de extorsiones constituido por un tribuno de la plebe con mucha influencia, el tribuno de la plebe Publio Servilio Vatia, y amigos poderosos entre los caballeros que actuaban de jurados y presidentes en los principales tribunales. Aunque no pertenecía a los Servilios patricios, Vatia era de una importante familia noble plebeya y tenía grandes ambiciones.

El juicio se celebró en un Foro soliviantado por diversos acontecimientos, el primero de ellos las jornadas de Saturnino; si bien todos esperaban que con su muerte no volviera a producirse más violencia ni asesinatos de magistrados. Pese a todo había habido violencia y asesinatos, fundamentalmente como consecuencia de las iniciativas del hijo de Metelo el Numídico, o Meneítos joven, por vengarse de los enemigos de su padre. Por los ingentes esfuerzos para lograr el regreso de su padre a Roma, el hijo se había ganado un sobrenombre de mayor categoría que el del progenitor y, por sus desvelos, ahora era Quinto Cecilio Metelo Pío. Y habiendo concluido con éxito su lucha, Metelo Pío se había propuesto hacer sufrir a los enemigos del Meneítos, incluido Manio Aquilio, innegable hombre de paja de Mario.

El público en la Asamblea de la plebe era escaso y poca gente se veía en aquella zona del bajo Foro romano, el cual la asamblea había escogido para la constitución del tribunal de extorsión.

—Este asunto es sumamente ridículo —dijo Publio Rutilio Rufo a Cayo Mario cuando acudieron el último día del juicio de Manio Aquilio—. ¡Era una guerra contra esclavos! Dudo mucho que pudiera cogerse botín entre Lilibaeum y Siracusa, y menos aún que esos terratenientes trigueros no vigilaran de cerca a Manio Aquilio para que no tuviera la menor oportunidad de quedarse ni con una moneda de bronce.

—Es el método que utiliza Meneítos hijo para atacarme —dijo Mario, encogiéndose de hombros—. Manio Aquilio sabe perfectamente que está purgando el haberme prestado apoyo.

—Y el castigo por haber vendido su padre casi toda Frigia —añadió Rutilio Rufo.

—Cierto.

El juicio se desarrollaba según el nuevo procedimiento estipulado por Cayo Servilio Glaucia con su legislación de devolver los tribunales a los caballeros, excluyendo de ellos a los senadores, salvo como defensores. En los días anteriores se había nombrado el jurado, constituido por cincuenta y un miembros de entre los hombres de negocios más importantes, el fiscal y la defensa, tras efectuar sus alegatos provisionales, y habían hecho comparecer a los testigos; en aquella última jornada el fiscal expondría durante dos horas las conclusiones acusatorias, la defensa tendría la palabra durante tres horas, para que, a continuación, el jurado deliberase el veredicto.

Servilio Vatia había actuado bien en nombre del Estado, tanto más cuanto que él era un buen abogado y contaba con buenos ayudantes, pero no había duda de que el público, mucho más numeroso, congregado para la última sesión estaba allí para oír la artillería pesada de los abogados defensores de Manio Aquilio.

El primero en tomar la palabra fue el bizco César Estrabón, joven y malévolo, de gran experiencia y con excelentes dotes naturales para la retórica más refinada. Le siguió otro tan capaz que se había ganado el sobrenombre de Orator: Lucio Licinio Craso Orator. Y Craso Orator cedió la palabra a otro que también respondía al sobrenombre de Orator: Marco Antonio Orator. El haber adquirido tal sobrenombre no se debía exclusivamente a que fuesen consumados oradores públicos, sino a su minucioso conocimiento de los recursos de la retórica y de las fases adecuadas a seguir en un discurso. Craso Orator poseía mejores conocimientos jurídicos, pero Antonio Orator hablaba mejor.

—Por un pelo —dijo Rutilio Rufo al concluir su discurso Craso Orator y comenzar el suyo Antonio Orator.

Mario se limitó a responder con un carraspeo; centraba su atención en el discurso de Antonio Orator para no perderse una palabra. Por supuesto no era Manio Aquilio quien había pagado abogados de semejante talla, y todos lo sabían. Era Cayo Mario quien había contribuido económicamente a la defensa, pues, aunque según la ley y la costumbre los abogados no podían cobrar, sí podían aceptar un regalo ofrecido en señal de agradecimiento por su buena actuación. Y conforme la república pasó de sus años jóvenes a edad más madura, se había generalizado aquel hábito de hacer regalos a los abogados. Al principio, el obsequio consistía en una obra de arte o un mueble, pero en los últimos tiempos se hacía ya con dinero. Naturalmente, nadie hablaba de ello, y era como si aquello no existiese.

—¡Qué mala memoria tenéis, caballeros del jurado! —clamaba Antonio Orator—. Vamos, estrujaos el cerebro y pensad en unos años atrás, cuando la muchedumbre del censo por cabezas llenaba nuestro querido Foro con el vientre tan vacío como los graneros. ¿No recordáis que algunos de vosotros —en el jurado había inevitablemente media docena de importantes comerciantes del trigo— cobrabais a no menos de cincuenta sestercios el
modius
del poco grano que guardabais en vuestros silos privados? Cuando la muchedumbre se congregaba día tras dia a mirarnos, gritando de indignación. Sí, en aquel entonces, Sicilia, nuestra panera, era un desastre, una Ilíada de infortunios…

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