La corona de hierba (40 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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—¿Y no puede tu madre seguir enseñándote dos o tres años más?

—Creo que debí de volverla loca con mis preguntas cuando era pequeño y por eso me puso un tutor.

—Aún lo eres.

—Más pequeño —replicó el niño sin intimidarse.

—Qué precoz —comentó Sila.

—¡No pronunciéis esa palabra, por favor!

—¿Por qué no, pequeño César? ¿Qué sabes tú, con seis años, de los matices de las palabras?

—De ésa sé de sobra que casi siempre se aplica a niñas altivas que hablan como sus abuelas —contestó el pequeño, muy seguro de sí mismo.

—¡Ajá! —dijo Sila, ya más interesado—. Eso no lo has leído en ningún libro, ¿verdad? Así que tienes ojos con los que alimentas de información tu mente y estableces deducciones.

—Naturalmente —contestó el pequeño sorprendido.

—Ya está bien. Ahora marchaos —dijo Aurelia.

Los niños salieron y el pequeño César siguió sonriendo a Sila por encima del hombro hasta que se encontró con la mirada de la madre.

—Si no se quema, será un adorno para su clase o una espina —dijo Sila.

—Esperemos lo primero —comentó Aurelia.

—No lo sé —añadió Sila, riendo.

—Vas a presentarte a pretor —dijo Aurelia por cambiar de tema, pensando que Sila ya estaría harto de niños.

—Sí.

—Tío Publio dice que obtendrás el cargo.

—¡Pues esperemos que sea más Tiresias que Casandra!

Y fue como Tiresias; cuando se hizo el recuento de votos, Sila no sólo era pretor, sino que, al ser el más votado, obtuvo el cargo de
praetor urbanus
. Aunque en circunstancias normales los cometidos del pretor urbano eran exclusivamente los tribunales y las peticiones de querellas, se le concedió poder para actuar
in loco consularis
(si los dos cónsules estaban ausentes o incapacitados para gobernar) y defender Roma al frente de sus ejércitos en caso de ataque, promulgar leyes y dirigir el Tesoro.

La noticia de que iba a ser pretor urbano consternó profundamente a Sila. El pretor urbano no podía ausentarse de Roma más de diez días seguidos; así, el cargo le impedía tener un refugio y se veía obligado a permanecer en la ciudad, con todas las tentaciones de su vida anterior y conviviendo con una mujer a la que despreciaba. Sin embargo, había encontrado un apoyo que nunca habría podido imaginar en la persona de su hijo. El joven Sila sería su amigo, le acompañaría al Foro y estaría todas las noches en casa para hablar y reír con él. ¡Qué parecido era a su primo César! De aspecto, sí; y también era listo, aunque no a la manera del pequeño César. Sila tenía el convencimiento de que no le habría gustado que su hijo hubiese sido tan inteligente como el pequeño César.

Las elecciones causaron mayor revuelo que el detalle de que Sila saliese en cabeza de la lista de pretores, un revuelo que tuvo su faceta divertida para los que no se vieron directamente afectados. Lucio Marcio Filipo había anunciado su candidatura a cónsul, convencido de que era la estrella en medio de mediocridades; pero el primer puesto fue para Cayo Valerio Flaco, hermano menor del censor Lucio Valerio Flaco. Bueno, no estaba mal. Al menos, Valerio Flaco era un patricio de familia influyente. ¡Pero el segundo cónsul resultó ser nada menos que el execrable hombre nuevo Marco Herenio! Y los alaridos que lanzó el ofendido Filipo pudieron oírse en Caersoli, juraban los habituales del Foro, conteniendo la risa. Todos sabían en qué radicaba el fallo, incluido Filipo; el origen eran las observaciones que había hecho Publio Rutilío Rufo en su discurso a favor de una
lex Licinia Mucia
más flexible, pues hasta entonces habían olvidado que Cayo Mario había comprado a Filipo cuando era tribuno de la plebe. Pero ya había transcurrido tiempo de sobra desde el discurso y la candidatura consular de Filípo y la gente lo había vuelto a olvidar.

—¡Me vengaré de Rutilio Rufo por esto! —perjuró Filipo a Cepio.

—Nos vengaremos los dos —dijo Cepio, que también le guardaba rencor.

Pocos días antes de que concluyera aquel año, Livia Drusa dio a luz un niño, Marco Porcio Catón Saloniano hijo, un bebé delgadito y llorón con el pelo rojo de los Catones, cuello largo y una narizota ganchuda que desentonaba en aquella carita. Llegó de nalgas a este mundo, negándose a colaborar en el parto, por lo que éste fue laborioso y las comadronas y los médicos tuvieron que rajar y agobiar a la madre para extraerlo de la vagina.


Domina
—dijo el griego Apolodoro Siculo, con el rostro iluminado por una sonrisa—, el niño ha sufrido muy poco; no tiene magullamientos, tumefacciones ni morados. Ahora bien, os advierto que si se comporta en la vida igual que al venir a este mundo, será una persona difícil.

Demasiado exhausta para contestar, Livia Drusa le dirigíó una débil sonrisa y en lo más profundo de su ser brotó el deseo de no tener más hijos. Era la primera vez que sufría tanto en un parto.

Antes de que permitieran a los otros hijos verla, transcurrieron unos días, durante los cuales Cratipo tuvo que encargarse solo de una casa sin ama.

Como era de prever, Servilia no pasó de la puerta y no quiso conocer a su hermanastro. Lilla —sobradamente adoctrinada aquellos días por la hermana— quiso adoptar una actitud distanciada, pero acabó por ceder a las carantoñas de su madre y llegó a acariciar y besar al recién nacido. Porcia, llamada
Porcella
, con sus catorce meses, era muy pequeña para la visita posparto, pero el pequeño Cepio, de tres años, tuvo acceso al dormitorio y se quedó extasiado. Su diminuto hermanito le encantó y no cesó de pedir que le dejasen cogerlo en brazos, acunarlo y besarlo.

—Va a ser mío —dijo el pequeño Cepio, resistiéndose a la nodriza que quería apartarle.

—Te lo doy, Quinto —dijo Livia Drusa, profundamente agradecida de que uno de los gemelos le hubiera tomado tanto afecto—. Tú le cuidarás.

Aunque no había entrado en la habitación, Servilia permaneció junto a la puerta hasta que hicieron salir a Lilla y al pequeño Cepio y luego se acercó unos pasos a la cama para fijar con desdén los ojos en su madre, satisfecha al ver aquella cara ojerosa y agotada.

—Vas a morirte —dijo con suficiencia.

Livia Drusa se quedó pasmada.

—¡Bobadas! —replicó tajante.

—Morirás —insistió la pequeña—. He deseado que suceda y sucederá. Lo deseé con tía Servilia Cepionis y se murió.

—Es una tontería y no está bien decir esas cosas —replicó la madre, con el corazón latiéndole aceleradamente—. Los deseos no sirven para que las cosas sucedan, Servilia. Si suceden y lo has deseado, es por simple coincidencia. ¡El Destino y la Fortuna son quienes lo propician, no tú! Tú no tienes entidad suficiente para atraer la atención del Destino y la Fortuna.

—¡Es inútil que intentes convencerme! ¡Sé echar mal de ojo y cuando maldigo a alguien, se muere! —replicó la niña con regocijo, saliendo del cuarto.

Livia Drusa permaneció callada con los ojos cerrados. No se sentía bien; no se había sentido bien desde el nacimiento del pequeño Catón, pero no podía creer que fuera por culpa de Servilia. O al menos eso se dijo para convencerse.

No obstante, en los días que siguieron su estado fue deteriorándose de forma alarmante. Tuvieron que buscar un ama de cría para el pequeño, al que sacaron del dormitorio, y el pequeño Cepio se hizo cargo de él sin pérdida de tiempo.

—Temo por su vida, Marco Livio —cloqueó Apolodoro Sículo a Druso—. No es una hemorragia masiva, pero no hay manera de hacerla remitir. Tiene fiebre y hay un flujo fétido mezclado en la sangre.

—Pero ¿por qué me sucede esto? —exclamó Druso, enjugándose las lágrimas—. ¿Por qué se me mueren todos?

Pregunta que nadie podía contestar, y Druso tampoco dio crédito al mal de ojo de Servilia cuando se lo contó Cratipo, que odiaba a la niña. En cualquier caso, Livia Drusa siguió empeorando.

Lo peor de todo, pensó Druso, es que en la casa no había ninguna mujer de categoría superior a la de las esclavas. Catón Saloniano pasaba el mayor tiempo posible con su esposa, pero a Servilia había que tenerla apartada y a Druso y Catón les parecía que Livia Drusa buscaba algo o alguien que no estaba allí. Servilia Cepionis, probablemente. Druso se echó a llorar y tomó una decisión.

Al día siguiente fue a visitar una casa en la que nunca había estado: la de Mamerco Emilio Lépido Liviano, su hermano. A pesar de que su padre le había dicho que no era hijo suyo. ¡Cuánto tiempo hacía de eso! ¿Le recibiría?

—Quiero hablar con Cornelia Escipionis —dijo.

El portero, que ya había abierto la boca dispuesto a decir que el dueño de la casa no estaba, la cerró y asintió con la cabeza. Druso fue conducido al
atrium
y aguardó unos instantes.

No reconoció a la mujer avejentada que entró con paso vacilante. Llevaba el pelo recogido en un moño gris y vestía prendas de diversos colores al azar; era fuerte y de rostro escurrido y más bien feo. Druso pensó que se parecía mucho a los bustos de Escipión el Africano que había en el Foro. Lo cual no era de extrañar, dado su próximo parentesco.

—¿Marco Livio? —inquirió con una hermosa voz grave y melosa.

—Sí —contestó él, sin saber cómo iniciar la conversación.

—¡Cuánto te pareces a tu padre! —dijo ella, sin tono alguno de reproche, sentándose en el borde de una camilla y señalándole una silla enfrente—. Siéntate, hijo.

—Supongo que te estarás preguntando qué me ha traído aquí —dijo, sintiendo un nudo en la garganta y haciendo ímprobos esfuerzos por no perder la compostura.

—Algo muy grave, qué duda cabe —replicó ella.

—Se trata de mi hermana, está muriéndose.

La mujer cambió radicalmente de actitud y se puso en pie.

—Pues no hay tiempo que perder, Marco Livio. Deja que le diga a mi nuera lo que pasa y nos vamos.

Druso ni siquiera sabía que tenía una nuera, y es muy posible que ella tampoco supiera que la esposa de él había muerto. A su hermano Mamerco le conocía vagamente de verle por el Foro, aunque nunca se hablaban; por los diez años de diferencia de edad, sabía que Mamerco aún no podía entrar en el Senado. Pero, al parecer, estaba casado.

—¿Tienes una nuera? —dijo a su madre cuando salían de la casa.

—Desde hace poco —contestó Cornelia Escipionis, con una voz huera muy distinta a la habitual—. Mamerco se casó con una de las hermanas de Apio Claudio Pulcher el año pasado.

—Mi esposa murió —dijo él, de pronto.

—Sí, me enteré. Ahora siento no haber ido a verte, pero creí sinceramente que no sería muy bien recibida en tales circunstancias, y yo soy muy orgullosa. Demasiado, lo sé.

—Supongo que habría debido ser yo el que viniera a verte.

—Algo así.

—No se me ocurrió.

—Es comprensible —añadió ella con una mueca—. Es curioso que te hayas rebajado por tu hermana y no por ti.

—Así es el mundo. El nuestro, al menos.

—¿Cuánto le queda a mi hija?

—No lo sabemos. Los médicos dicen que poco, pero ella sigue resistiendo. Por otra parte, siente un gran terror. No sé de qué o por qué. A los romanos no los atemoriza la muerte.

—O eso decimos, Marco Livio. Pero por debajo de la apariencia de la falta de temor, siempre existe el terror de lo desconocido.

—La muerte no es algo desconocido.

—¿Tú no lo crees? Quizá más bien sea que la vida es dulce.

—A veces.

—¿No puedes llamarme madre? —Inquirió ella tras un carraspeo.

—¿Por qué? Te fuiste de casa cuando tenía diez años y mi hermana cinco.

—No podía seguir viviendo con aquel hombre.

—No me extraña —dijo Druso con sequedad—. No era la clase de persona capaz de aguantar que le pusieran los cuernos.

—¿Lo dices por tu hermano Mamerco?

—¿Quién si no?

—Es tu hermano legal, Marco Livio.

—Eso es lo que mi hermana insiste en decirle a su hija respecto al pequeño —replicó Druso—. Pero basta con ver al pequeño Cepio para que hasta el más ingenuo se dé cuenta de quién es hijo.

—Pues te sugiero que mires con mayor atención a Mamerco, porque es un auténtico Livio Druso y no un Cornelio Escipión. O un Emilio Lépido —añadió tras una pausa.

Habían llegado a la casa de Druso. Una vez que el portero les franqueó la puerta. Cornelia Escipionis miró en derredor atemorizada.

—Nunca había visto esta casa —dijo—. Realmente tu padre tenía un gusto maravilloso.

—Es una lástima que no tuviera un afecto maravilloso.

La madre desvió la mirada y no contestó.

Que la amargada maldición de Servilia influyera o no en el Destino y la Fortuna, Livia Drusa llegó a creer que sí; veía que se moría y no sabía por qué causa. Había traído sin complicaciones cuatro hijos al mundo, ¿por qué tenía que ser distinto en el caso del quinto? Lo habitual es que fuera más fácil.

Cuando la robusta anciana apareció en la puerta de la habitación, Livia Drusa se la quedó mirando, preguntándose a quién se le habría ocurrido hacerle gastar sus energías con una extraña. La desconocida entró con los brazos abiertos.

—Livia Drusa, soy tu madre —dijo la recién llegada, sentándose en el borde de la cama y abrazándola.

Las dos rompieron a llorar, tanto por lo inesperado del encuentro como por los años perdidos; luego, Cornelia Escipionis arregló la cama a su hija y se sentó al lado en una silla.

Los ojos ya obnubilados de la enferma absorbieron anhelantes aquel rostro escipiónico, el porte de matrona y el sencillo peinado.

—Tengo entendido que eras muy guapa, madre —dijo.

—Una devoradora de hombres, quieres decir…

—Mi padre… y mi hermano…

Cornelia Escipionis le dio una palmadita en la mano, sonriente.

—Bah, son Livios Drusos, ¿qué más puede decirse? «¡Yo amo la vida, hija! Me gusta reír y no tomarme las cosas en serio; y conocía a muchos hombres y mujeres, ¡pero sólo en plan de amistad! Lo que sucede es que en Roma una mujer no puede tener amigos sin que medio mundo te achaque algo más que simple afinidad intelectual. Sin excluir, como se vio, a tu propio padre, mi esposo. A pesar de ello, yo me consideraba con todo derecho a ver a mis amistades masculinas y femeninas cuando quería. Desde luego no me gustaba el chismorreo ni que tu padre siempre creyese de antemano las murmuraciones en vez de mis explicaciones. ¡Nunca me defendió!

—¡Así que nunca tuviste amantes! —dijo Livia Drusa.

—No mientras vivía con tu padre; no. Era la maledicencia de los demás, no maldad mía. Por eso comprendí que si seguía con tu padre me moriría. Y así, al nacer Mamerco, dejé que tu padre creyese que era hijo del viejo Mamerco Emilio Lépido, que era uno de mis amigos más queridos, y cuando el viejo Mamerco pidió adoptar al niño, tu padre consintió de inmediato… a condición de que yo me fuese. Pero nunca se divorció de mí, ¿no es extraño? El viejo Mamerco era viudo y le encantó recibir a la madre del hijo que había adoptado. Fui a vivir a una casa mucho más alegre, Livia Drusa, y fui la fiel esposa del viejo Mamerco hasta su muerte.

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