La corona de hierba (18 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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—Sí, claro, a menos que llegara el cónsul, el
imperium
del gobernador le permite anular dentro de la provincia cualquier directriz de Roma —dijo Mario—. Sin embargo, os habéis enfrentado a los censores Y los
Publicani
pueden argüir que tienen contratas legales, lo mismo que el Tesoro. Al entrar nuevos censores habrán extendido nuevas contratas… ¿Habéis podido hacer llegar vuestros datos a Roma a tiempo de que influyesen en la corrección de las sumas estipuladas en las nuevas contratas?

—Desgraciadamente, no —contestó Rutilio Rufo—. Ésa es otra de las razones por las que Quinto Mucio ha tenido que irse, pues a él le parece que podrá influir en los dos nuevos censores para que anulen las contratas de la provincia de Asia y extiendan otras nuevas.

—Eso no debería irritar a los
publicani
, siempre que el Tesoro acepte reducir sus ingresos —dijo Mario—. Ya verás cómo Quinto Mucio encuentra más dificultades con el Tesoro que con los recaudadores. Al fin y al cabo los
publicani
podrán realizar buenos beneficios si no tienen que pagar al Tesoro cantidades absurdas, ¿no?

—Exacto —asintió Rutilio Rufo—. En eso basamos nuestras esperanzas una vez que Quinto Mucio consiga meter en la dura cabeza de los senadores y los tribunos del Tesoro que Roma no puede seguir esperando recibir de la provincia de Asia lo que actualmente recauda.

—¿Quién crees que va a protestar más?

—El primero de todos, Sexto Perquitieno. Él obtendrá un buen beneficio, pero ya no podrá llevarse obras de arte de incalculable valor cuando la gente no pueda pagar los impuestos. Después, algunos personajes del Senado que están muy comprometidos con los grupos de presión de caballeros y que tal vez hayan adquirido también valiosas obras de arte. Cneo Domicio Ahenobarbo, pontífice máximo, por ejemplo, Catulo César, el Meneítos, me imagino, Escipión Nasica y algunos de los Licinios Crasos, aunque no el Orator.

—¿Y el portavoz del Senado?

—Supongo que Escauro apoyará a Quinto Mucio. O al menos nosotros confiamos en ello, Cayo Mario. Hay que reconocer que Escauro es un romano recto, a la antigua —añadió Rutilio Rufo conteniendo una risita—. Además, todos sus clientes están en la Galia itálica y no tiene intereses personales en la provincia de Asia; a él sólo le gusta nombrar reyes y cosas por el estilo. ¿Recaudación de impuestos? ¡Sórdido asunto! Y tampoco es coleccionista de obras de arte.

Dejando a un Publio Rutilio Rufo mucho más contento y sumido en sus propias preocupaciones en el palacio del gobernador (pues se negó a abandonar su puesto), Cayo Mario llevó a su familia a la villa de Halicarnaso para pasar un agradable invierno, rompiendo la monotonía con un viaje a Rodas.

Que pudieran navegar de Halicarnaso a Tarsos se debió estrictamente a los desvelos de Marco Antonio Orator, que había puesto fin, al menos provisionalmente, a las actividades de los piratas de Panfilia y Cilicia, pues antes de la campaña de Antonio Orator la simple idea de un viaje por mar habría sido una locura, ya que no había presa que los piratas codiciaran más que un senador romano, sobre todo de la importancia de Cayo Mario, ya que habrían podido exigir un rescate de veinte o treinta talentos de plata.

El barco bordeó la costa y el viaje duró más de un mes. Las ciudades de Licia recibieron alborozadas a Mario y a su familia, igual que la gran ciudad de Atalcia en Panfilia. Nunca habían visto unas montañas como aquéllas, tan próximas al mar, ni siquiera en la marcha costera hacia la Galia, comentó Mario. Sus cumbres nevadas rozaban el cielo y sus pies se bañaban en las aguas.

Los pinares de la región eran fastuosos, pues jamás habían sido talados; sólo Chipre, no muy lejos de su ruta, tenía madera de sobra para suplir las necesidades de toda la zona, incluido Egipto. No era de extrañar, pensó Mario conforme transcurrían los días, que la piratería hubiese medrado allí, pues los recovecos de la costa y las imponentes montañas proveían de excelentes calas y puertecillos ocultos. Coracesium, que había sido la capital de los piratas, era tan idónea al efecto que se habría dicho un don de los dioses. Constaba de un espolón coronado por una fortaleza, prácticamente rodeado por el mar. Antonio se había apoderado de ella merced a la traición desde dentro. Mirando sus fuertes bastiones, Mario se estrujó el cerebro pensando algún modo de tomarla.

Finalmente llegaron a Tarsos, unas millas aguas arriba del plácido Cidrto, y por tanto al abrigo del mar abierto pero con función de puerto. Era una ciudad fuertemente amurallada, en la que, naturalmente, los ilustres huéspedes se alojaron en el palacio. La primavera se adelantaba en aquella parte de Asia Menor y en Tarsos ya hacía calor; Julia insinuó que no le gustaría quedarse en aquel horno cuando Mario iniciase su viaje por tierra a Capadocia.

A finales de invierno le había llegado carta a Halicarnaso del rey de Capadocia, Ariarates VII, prometiéndole que él en persona llegaría a Tarsos a finales de marzo y con sumo placer y mucha honra le escoltaría desde aquella ciudad hasta Eusebia Mazaca. Sabiendo que el joven rey estaría esperándole, a Mario le consumía la impaciencia viendo que el viaje se prolongaba tanto, pero no tuvo valor para negarle a Julia los caprichos de unas excursiones a Olba y a las cascadas próximas a Side. Pero cuando llegaron a Tarsos, a mediados de abril, el pequeño rey no estaba allí ni se sabía nada de él.

Varias cartas despachadas a Mazaca no obtuvieron respuesta; de hecho, no regresó ninguno de los correos y Mario comenzó a preocuparse, aunque no lo manifestó ante Julia y su hijo; pero su preocupación creció cuando Julia insistió en hacer con él el viaje a Capadocia. Era evidente que no podía llevarla consigo ni dejarla allí, sometida al caluroso verano. La situación se complicó dada la peligrosa y ambigua situación de Cilicia en aquella región. El país, que había sido posesión egipcia, había pasado después a manos de Siria, para vivir a continuación una época de abandono, período durante el cual las confederaciones de piratas habían ido usurpando casi todo su poder, incluso sobre las fértiles llanuras llamadas Pedia, al este de Tarsos.

La dinastía seléucida de Siria se iba diezmando en una serie de guerras ciViles entre hermanos y pretendientes al trono, y en aquel entonces había dos reyes en la Siria del norte: Antíoco Gripo y Antíoco Ciziceno, quienes se hallaban tan ocupados luchando por la posesión de Antioquía y Damasco que durante años se habían visto obligados a dejar el resto del país en barbecho, con el resultado de que los judíos, los idumeos y los nabateos habían fundado reinos independientes en el sur y Cilicia estaba muy abandonada.

Por eso al llegar Marco Antonio Orator a Tarsos con la intención de utilizarla como base se encontró con una Cilicia madura para la conquista y, dotado de
imperium
para ello, la declaró provincia dependiente de Roma. Pero a su marcha dejó un gobernador que le sustituyera y Cilicia volvió a caer en el olvido. Las ciudades griegas bien pobladas y seguras, que se habían constituido en entidades económicas, sobrevivieron bien, y Tarsos era una de ellas. Pero entre estas poblaciones había regiones enteras en las que nadie gobernaba en nombre de nadie, dominaban tiranos o las gentes decían simplemente que ahora eran de Roma. Mario no tardó en llegar a la conclusión de que tendrían que pasar muchos años para que los piratas recuperasen su poderío. Entretanto, los magistrados locales se congratularon de recibir al que creían el nuevo gobernador.

Cuanto más aguardaba recibir noticias del rey Ariarates, más claro le resultaba que quizá le llamasen para emprender algo desesperado en Capadocia o un asunto que requiriese mucho tiempo. Por eso su mujer y su hijo eran en ese momento su mayor preocupación. Dejarlos en Tarsos, expuestos al riesgo de las enfermedades
estivales
, estaba descartado, igual que llevarlos a Capadocia. Y cuando pensaba en hacerlos regresar por mar a Halicarnaso, la imagen de la inexpugnable fortaleza de Coracesium ensombrecía sus pensamientos y le inducía a imaginar un sucesor del rey pirata. ¿Qué hacer? Nada sabemos de esta parte del mundo, se dijo, pero está claro que tenemos que explorarla; el extremo oriental del Mediterráneo va sin timón y una tempestad va a hacerlo naufragar.

Cuando ya casi terminaba el mes de mayo sin que hubiese noticias de Ariarates, Mario adoptó una decisión.

—Haz el equipaje —dijo a Julia más secamente de lo que quería—. Voy a llevarme al pequeño, pero no a Mazaca. En cuanto estemos a suficiente altura y el clima sea más fresco, y esperemos que más saludable, vais a quedaros en algún lugar adecuado y yo continuaré solo a Capadocia.

Julia quiso discutir, pero se contuvo. Aunque nunca había visto a Mario en el campo de batalla, le habían llegado rumores de su autocracia militar; y ahora recordaba ciertos comentarios de un problema que le obsesionaba y que estaba relacionado con Capadocia.

Dos días más tarde partían, escoltados por un grupo de la milicia local al mando de un joven griego de Tarsos a quien Mario había cobrado gran afición, igual que Julia. Detalle más que favorable, como se vería después. En este viaje no andaba nadie a pie porque el itinerario discurría por un paso de montaña llamado las Puertas de Cilicia y era elevado y difícil. Encaramada en una silla de lado en un asno, Julia consideró que valía la pena la incomodidad por disfrutar de aquel magnífico paisaje durante el ascenso. Avanzaban por estrechos senderos en medio de enormes montañas y cuanto más ascendían, más profunda se hacía la nieve. Casi resultaba increíble que tres días antes hubiera estado quejándose del calor costero y ahora tuviera que buscar en los cofres ropa de abrigo. El tiempo se mantuvo sereno y soleado, pero cuando cruzaban pinares se helaban de frío, por lo que deseaban llegar a los tramos sin vegetación llenos de barrancos y turbulentos torrentes que desembocaban en un crecido río que discurría veloz entre espuma y remolinos.

A los cuatro días de salir de Tarsos ya casi habían alcanzado la altura máxima. En un estrecho valle, Mario encontró un campamento de indígenas que habían acudido desde la llanura con sus rebaños de ovejas a los pastos de verano, y allí dejó a Julia y al pequeño Mario con la escolta de la milicia. El joven griego de Tarsos, que se llamaba Morsimo, recibió orden de cuidarlos y protegerlos; con una buena suma compró la voluntad de los nómadas y Julia se vio dueña de una de sus grandes tiendas de cuero marrón.

—En cuanto me acostumbre al olor, estaré cómoda —dijo a Mario antes de que se fuera—. Dentro no se pasa frío, y tengo entendido que unos cuantos pastores han ido a comprar más grano y provisiones. Vete y no te preocupes de mí ni del pequeño, que por lo visto quiere hacerse pastor. Morsimo nos cuidará estupendamente. Lo único que siento, esposo mío, es que hayamos resultado una carga para ti.

Y así se puso en camino Mario, tan sólo acompañado de dos de sus esclavos y un guía que le asignó Morsimo y que al parecer prefería proseguir viaje con el romano en vez de quedarse atrás. Por lo que Mario pudo entender, aquellos valles interiores y las escasas altiplanicies por las que pasó estaban a unos mil ochocientos metros, lo no era una altura excesiva como para causar mal de montaña y dolor de cabeza, pero sí para dificultar bastante el cabalgar. Aún les quedaba un largo camino hasta Eusebia Mazaca, que, según le dijo el guía, era el único núcleo urbano en el interior de Capadocia.

El sol se había puesto en el momento en que coronaban la vertiente hidrográfica de los ríos que vertían en la Cilicia pediana y los que contribuían a la enorme longitud y caudal del Halis, y siguieron cabalgando en medio de aguanieve, niebla y lluvia. Frío, con llagas de tanto cabalgar, muerto de cansancio, Mario aguantaba las horas de viaje con las piernas colgando y dando gracias por tener la piel de la cara interna de los muslos lo bastante endurecida para que no se le desgarrara por el roce.

Al tercer día volvieron a ver el sol. Las inmensas llanuras se le antojaron lugar idóneo para el ganado, pues eran herbosas y casi sin bosques. Capadocia, le dijo el guía, no tenía buenas tierras ni un clima adecuado para que creciesen grandes bosques, pero se cultivaba excelente trigo labrando el suelo.

—¿Y por qué no lo labran? —inquirió Mario.

—Hay poca gente —contestó el guía encogiéndose de hombros—. Cultivan lo que pueden y un poco más para venderlo en el Halis, por el que remontan las barcazas mercantes. Pero no pueden venderlo en Cilicia porque el camino es muy malo. ¿Para qué van a preocuparse, si comen bien y están contentos?

Esa fue casi la única conversación que sostuvo Mario con el guía durante el camino; incluso por la noche, cuando se guarecían en tiendas de cuero marrón de algunos pastores nómadas o en casas de adobe de alguna aldea, hablaban poco. Las montañas se sucedían más próximas o más lejanas, pero nunca eran menos elevadas, menos verdes o menos nevadas.

Luego, cuando el guía dijo que Mazaca se encontraba sólo a cuatrocientos estadios (que Mario tradujo en cincuenta millas romanas), entraron en una región tan extraña, que él lamentó que no la viera Julia. Seguían las llanuras onduladas, pero interrumpidas por barrancos serpenteantes llenos de torres cónicas que parecía que habían sido cuidadosamente construidas con arcilla multicolor, una vasta región de juguete edificada por un niño gigante loco. En algunas zonas, las torres estaban rematadas por enormes piedras planas; Mario imaginó que se balanceaban, dado lo precariamente que se sostenían en los escasos pináculos de las torres. ¡Ah, maravilla! Sus ojos comenzaban a distinguir ventanas y puertas en algunas de aquellas estructuras naturales tan extrañas.

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