La corona de hierba (138 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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—Te doy de nuevo las gracias, tío —dijo el pequeño.

Pasaban en aquel momento ante los
rostra
, y Mario se detuvo para extender el brazo hacia las docenas de macabros trofeos que rodeaban la tribuna de oradores.

—¡Mirad eso! —exclamó regocijado—. ¿No es un espectáculo?

—Sí, ya lo creo —replicó César.

El hijo siguió caminando a buen paso, sin fijarse —pensó el padre— de que caminaban otros con él. César,miró hacia atrás y vio que los seguía Lucio Decumio a una discreta distancia. El pequeño no habría debido acudir sólo a tan horrible lugar y, pese a lo mucho que le desagradaba Lucio Decumio, le alegró verle cerca al cuidado de su hijo.

—¿Cuánto tiempo hace que es cónsul? —inquirió de pronto el pequeño—. ¿Cuatro días? ¡Pues parece una eternidad! Yo nunca había visto llorar a mi madre. Hay cadáveres por todas partes, la mitad del Esquilino ha ardido… los
rostra
están bordeados de cabezas, hay sangre por doquier, los bardiotas, como él los llama, no hacían más que pellizcar los pechos a las mujeres y hartarse de vino. ¡Qué glorioso séptimo consulado! ¡Homero debe andar por la sima que rodea los Campos Elíseos ansiando un buen trago de sangre para cantar la gloria de las hazañas del séptimo consulado de Cayo Mario!

¿Cómo contestar a semejante diatriba? Como nunca estaba en casa y no entendía a fondo a su hijo, César no sabía qué decir.

Cuando llegaron a casa, el niño irrumpió precipitadamente, adelantándose al padre, y, en medio del vestíbulo, vociferó:

—¡Madre!

César oyó el ruido que hacía una pluma de caña al caer, y Aurelia salió precipitadamente de su despacho con cara de espanto. Apenas quedaban restos de su belleza: estaba delgada, con bolsas negras bajo los ojos, la cara fofa y los labios desfigurados.

Clavaba los ojos en el pequeño César, pero en cuanto vio que estaba indemne, se hundió y le temblaron las piernas al ver por quién venía acompañado.

—¡Cayo Julio! —exclamó.

Él la sujetó antes de que cayera, abrazándola.

—¡Ah, cuánto me alegro de que hayas vuelto! —dijo entre los amplios pliegues de la toga de viaje de su esposo—. ¡Es una pesadilla!

—¡Acabaréis de una vez…! —espetó el pequeño.

Sus padres se volvieron a mirarle.

—Tengo que decirte algo, madre —añadió él, sin preocuparle otra cosa que su gran turbación.

—¿Qué? —inquirió ella distraída, recuperándose de la fuerte impresión de ver a su hijo ileso y a su marido en casa.

—¿Sabes lo que me ha hecho?

—¿Quién, tu padre?

El pequeño hizo un gesto de solemne desprecio.

—¡No, él no! Él únicamente lo ha aprobado, como yo esperaba. ¡No, me refiero a mi querido, amable y previsor tío, Cayo Mario!

—¿Qué te ha hecho Cayo Mario? —inquirió ella con calma, temblando por dentro.

—¡Me ha nombrado
flamen
dialis
! Tengo que casarme con la hija de siete años de Lucio Cinna mañana al amanecer, y luego tomar inmediatamente posesión del cargo —dijo el pequeño entre dientes.

Aurelia se quedó estupefacta y no sabía qué decir. Su reacción inmediata fue de profundo alivio, después del temor que se había apoderado de ella cuando Cayo Mario había ordenado que fuese el pequeño al bajo Foro. Desde que había salido de casa, había estado sumando la misma columna en el libro de registro, pensando en los horrores que ella sólo conocía de oídas y que ahora su hijo iba a ver: las cabezas de los
rostra
, los cadáveres. El viejo loco.

El pequeño se cansó de esperar un comentario y volvió a hablar.

—No podré ir a la guerra para hacerle sombra en eso; no podré presentarme a cónsul para rivalizar con él; no tendré la oportunidad de que me llamen cuarto fundador de Roma y tendré que pasar el resto de mis días musitando plegarias en un lenguaje que ya nadie entiende, limpiando el templo, estando a disposición de cualquier Lucio Tiddlypuss que necesite purificar su casa… ¡y llevando vestiduras absurdas! —Alzó sus manos de palma cuadrada y largos dedos, hermosamente masculinas, en un gesto de impotencia—. ¡Ese viejo me ha arrebatado lo que por cuna me pertenecía, para figurar él con mayor relieve en los libros de historia!

Ni César ni Aurelia conocían muy bien los mecanismos mentales de su hijo, ni habían tenido el privilegio de saber sus ilusiones para el porvenir, y escuchando aquella apasionada protesta trataban de imaginar un medio para hacerle comprender que lo que había sucedido no tenía vuelta atrás y era inevitable. Había que hacerle ver que lo mejor que podía hacer en aquellas circunstancias era aceptar su destino airosamente.

—¡No seas absurdo! —dijo su padre, optando por la dureza.

Y su madre hizo lo propio, porque era como ella le educaba, enseñándole el deber, la obediencia, la humildad y la discreción; todas las virtudes romanas de que él carecía.

—¡No seas absurdo! —añadió ella—. ¿Tú crees de verdad que podrías rivalizar con Cayo Mario? ¡No hay quien pueda hacerlo!

—¿Rivalizar con Cayo Mario? —repitió el pequeño—. ¡Haré palidecer su brillo como el sol hace con la luna!

—Si así es como consideras ese gran privilegio, Cayo, hijo —replicó ella—, ha hecho muy bien Cayo Mario en darte ese cargo. Es la base que necesitas para afirmar tu posición en Roma.

—¡Yo no quiero una posición asegurada! —clamó el pequeño—. ¡Quiero ganármela! ¡Quiero que mi posición sea el resultado de mis esfuerzos! ¿Qué satisfacción puede aportar un cargo más viejo que la propia Roma, una posición concedida por alguien que únicamente piensa en defender su fama?

—Eres desagradecido —comentó el padre, con gesto severo.

—¡Oh, padre! ¿Cómo puedes ser tan obtuso? ¡Yo no he cometido ninguna falta, sino Cayo Mario! ¡Yo soy quien siempre he sido! ¡No soy desagradecido! Al darme esta carga, que tendré que encontrar el medio para deshacerme de ella, Cayo Mario no ha hecho nada para granjearse mi gratitud! Sus motivaciones son tan impuras como egoístas.

—¿Quieres dejar de darte esa exagerada importancia? —exclamó Aurelia con desesperación—. ¡Hijo, te he venido diciendo desde que eras tan pequeño que tenía que llevarte en brazos que tus ideas son ampulosas y tus ambiciones desaforadas!

—¿Y eso qué importa? —replicó el pequeño, con mayor desesperación aún—. ¡Madre, el único que puede juzgar eso soy yo! ¡Y es una consideración que únicamente se hace al final de la vida… no antes de comenzarla! ¡Y ahora ya no puedo comenzarla!

—Cayo, hijo —terció el padre, tratando de darle otro enfoque al asunto—, no nos queda otro remedio. Tú has estado en el Foro y has visto lo que ha sucedido. ¡Si Lucio Cinna, que es el primer cónsul, considera prudente hacer lo que dice Cayo Mario, yo no puedo oponerme! No sólo tengo que pensar en ti, sino también en tu madre y las niñas. Cayo Mario no es ni sombra de lo que fue y está trastornado, pero tiene el poder.

—Si, eso ya lo veo —contestó el pequeño, calmándose algo—. En ese aspecto no tengo ningún deseo de superarle… ni de emularle. Yo jamás haré que corra la sangre por las calles de Roma.

Tan insensible como práctica, Aurelia consideró zanjada la discusión.

—Así está mejor, hijo —dijo, asintiendo con la cabeza—. Te guste o no, vas a ser
flamen dialis
.

El pequeño miró sucesivamente al hermoso y ajado rostro de su madre y al no menos cansado de su padre con los labios muy prietos y ojos poco afectuosos y no se sintió protegido y menos aún comprendido. De lo que no se daba cuenta era de que él era poco comprensivo con el razonamiento de sus padres.

—¿Puedo marcharme? —inquirió.

—Pero procura no tropezarte con ningún bardiota y no te vayas más allá del local de Lucio Decumio —dijo Aurelia.

—Sólo voy a ver a Cayo Matio.

Se dirigió a la puerta que daba al jardín del pozo de luces de la ínsula: ya era más alto que su madre, esbelto y muy ancho de hombros.

—Pobre —dijo César, que entendía un poco su postura.

—Ahora ya tiene el futuro asegurado —dijo Aurelia, tensa—. Temo por él, Cayo Julio. No sabe contenerse.

Cayo Matio era el hijo del caballero Cayo Matio, y tenía casi la misma edad que el joven César; habían nacido en la misma casa con el patio de por medio, y se habían criado juntos. Su futuro siempre había sido distinto, lo mismo que sus ilusiones infantiles, pero se conocían como si fueran hermanos y se llevaban mutuamente mucho mejor de lo que suele ser común entre hermanos.

Cayo Matio era más bajo que César hijo, de tez más blanca, rostro atractivo, con boca de gesto amable, y era igual que su padre en todos los aspectos: le atraía el comercio y las leyes mercantiles y estaba encantado de dedicarse a ello de mayor; le encantaba también el jardín y era un manitas para la jardinería.

Se hallaba cavando feliz en «su» rincón del jardín, cuando vio salir a su amigo por la puerta del piso e inmediatamente supo que sucedía algo. Dejó la azada y se incorporó, sacudiéndose la tierra de la túnica porque su madre no quería que entrase en casa sucio, y luego se limpió las manos en la parte delantera.

—¿Qué te pasa? —preguntó muy tranquilo.

—¡Dame la enhorabuena,
Pustula
! —dijo el joven César con voz cantarina—. ¡Soy el nuevo
flamen
dialis
!

—¡Madre mía! —exclamó Matio, a quien su amigo daba el mote de «Grano» desde pequeño porque siempre había sido mucho más bajo, y se agachó para seguir cavando—. Es una pena,
Pavo
—añadió en tono de gran simpatía. Llamaba
Pavo
real a César hijo desde muy pequeños, un día en que sus madres los habían llevado con sus hermanas de excursión a la colina Pinciana, donde había
Pavo
s reales paseándose y abriendo la cola como complemento a la espuma de los almendros en flor y la alfombra de narcisos. Y desde entonces se había quedado con el apodo.

El joven César se sentó en cuclillas junto a Cayo Matio, tratando de contener las lágrimas, porque ahora la tristeza sucedía a la indignación.

—¡Yo que pensaba ganar la corona de hierba con menos años que Quinto Sertorio! ¡y que pensaba ser el más grande general de la historia… más que Alejandro Magno! Y más veces cónsul que Cayo Mario. ¡Con una
dignitas
sin par!

—Siendo
flamen dialis
, tienes una gran
dignitas
.

—No para mí. La gente respeta el cargo, no al que lo posee.

Matio lanzó un suspiro y volvió a dejar la azada.

—Vamos a ver a Lucio Decumio —dijo.

Como era la idea más oportuna, el joven César se incorporó y dijo contento:

—Sí, vamos.

Salieron al Subura Minor por el piso de Matio y subieron por el lateral en cuesta del edificio hasta el cruce con el vicus Patricius. Allí, en el vértice de la ínsula de Aurelia, estaba el local de la cofradía de Lucio Decumio que éste había regentado durante veinte años.

Se encontraba allí, naturalmente. Desde el día de año nuevo no se había movido más que para cuidar de Aurelia y sus hijos.

—¡Vaya, vaya, el
Pavo
y el
Grano
! —exclamó jubiloso desde la mesa del fondo en la que estaba sentado—. ¿Un vaso de agua con un chorrito de vino?

Pero ni el joven César ni Matio tenían ganas de vino; movieron la cabeza y se sentaron callados en el banco, enfrente de Lucio Decumio, que les sirvió dos copas de agua.

—Estás muy serio. Ya me figuré que algo pasaba con Cayo Mario. ¿Qué ha sido? —inquirió el suburano, mirando con sus afectuosos ojillos al joven César.

—Cayo Mario me ha nombrado
flamen dialis
.

Por fin el muchacho veía la reacción que tanto había esperado, pues Lucio Decumio se quedó petrificado, y luego estalló indignado.

—¡Ese vejestorio rencoroso!

—¿Verdad que si?

—Claro,
Pavo
, te has tirado todos esos meses cuidándole y te conoce de sobra. Eso está claro, porque no es tonto, aunque esté como una regadera.

—¿Qué voy a hacer, Lucio Decumio?

Durante un buen rato, el encargado de la cofradía del cruce no dijo nada y se mordió el labio, pensativo. Luego, su aguda mirada se posó en el rostro del joven y sonrió.

—¡Ahora no lo sabes,
Pavo
, pero ya se te ocurrirá! —dijo con alegría—. ¿A qué viene esa murria? Nadie sabe urdir las cosas mejor que tú cuando conviene. Tú, que tan bien vislumbrabas tu futuro sin ningún temor, ¿vas a acoquinarte ahora? Estás sorprendido, muchacho, sencillamente, pero yo te conozco mejor que Cayo Mario y sé que encontrarás una solución. Al fin y al cabo, joven César, esto es Roma, no Alejandría. Y en Roma siempre hay alguna trampa legal.

Cayo Matio Pustula escuchaba sin decir palabra. Su padre se dedicaba a los contratos y las escrituras de propiedad y sabía mejor que nadie lo cierto que era. Pero… Si, eso era cierto en el caso de contratos y leyes, pero el sacerdocio de Júpiter quedaba al margen de toda artimaña legal porque tenía más antigüedad que las Doce Tablas, y no cabía duda de que
Pavo
César lo sabía perfectamente.

Y Lucio Decumio. Pero el suburano, que era más sensible que los padres del muchacho, se daba cuenta de que era esencial darle alguna esperanza, porque de lo contrario era como condenarle a lanzarse sobre la espada que ahora tenía prohibido tocar. Y Cayo Mario debía saber perfectamente que el joven César no era la persona adecuada para ocupar aquel cargo sacerdotal, porque quizá era un muchacho enormemente supersticioso, pero la religión le aburría. Verse enclaustrado de aquella manera, impedido por leyes y preceptos, le mataría. Sería capaz de matarse por escapar a tal destino.

—Mañana, antes de la toma de posesión, tengo que casarme —dijo el muchacho haciendo una mueca.

—¿Con Cosutia?

—No, con ella no. No tiene alcurnia suficiente para ser
flaminica dialis
, Lucio Decumio. Me iba a casar con ella sólo por el dinero. Para ser
flamen dialis
tengo que casarme con una patricia. Así que me van a dar a la hija de Lucio Cinna. Tiene siete años.

—Bueno, eso tampoco importa, ¿no crees? Mejor que tenga siete que no dieciocho, pavíto.

—Quizá —replicó el muchacho, frunciendo los labios y asintiendo con la cabeza—. Tienes razón, Lucio Decumio; ya encontraré una solución.

Pero los acontecimientos del día siguiente frustraron sus esperanzas, y el joven César comprendió lo bien que Cayo Mario le había atrapado. Todos habían temido el paseo desde el Subura al Palatino, pero habían dedicado dieciocho horas seguidas a hacer una limpieza general, como comunicó Lucio Decumio al angustiado muchacho cuando comentaron qué rodeo debían dar para evitar el centro de la ciudad, más por tranquilidad de su madre y sus dos hermanas, ya que él ya había visto lo peor.

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