La corona de hierba (135 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
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—¿Lo juras? —inquirió el Meneitos, malicioso.

—No puedo, Quinto Cecilio —respondió ruborizado Cinna, moviendo la cabeza—. Lo más que puedo garantizarte es que haré personalmente todo lo posible porque no haya julcios por traición, baño de sangre ni confiscación de propiedades.

Metelo Pío desvió levemente la cabeza para mirar de frente al silencioso Cayo Mario.

—¿Quieres decir, Lucio Cinna, que tú, ¡el cónsul!, eres incapaz de controlar a los de tu bando?

—Puedo controlarlos —respondió Cinna con firmeza, después de dudar un instante.

—Entonces, ¿lo juras?

—No, no lo juro —insistió Cinna con gran dignidad y enrojeciendo de turbación; se levantó de la silla para dar a entender que la entrevista había concluido, para después acompañar a Metelo Pío hasta el puente de la isla del Tíber. Hubo un momento en que se vieron solos—. Quinto Cecilio —añadió inquieto—, puedo controlar a mis partidarios, pero, de todos modos, preferiría que Cneo Octavio no estuviese en el Foro, que no le viera nadie… Por si acaso. Es una remota posibilidad. ¡Puedo controlar a mis partidarios! Pero es preferible que Cneo Octavio no se deje ver. ¡Díselo!

—Lo haré —contestó el Meneitos.

Mario se puso a su altura con una carrerilla renqueante, deseoso de interrumpir aquel diálogo en privado. Había en él algo nuevo de siniestro cariz simiesco y se le notaba menos aquel aire temible de poder que siempre había irradiado, incluso en la época en que el padre del Meneitos había sido comandante suyo en Numidia y Metelo Pío un simple cadete.

—¿Cuándo pensáis tú y Cayo Mario entrar en la ciudad? —inquirió Catulo César a Cinna cuando ya los dos grupos estaban a punto de despedirse.

Antes de que Cinna pudiese contestar, Cayo Mario rompió su silencio con un bufido de desprecio.

—Lucio Cinna puede entrar en la ciudad, como cónsul legal que es, cuando quiera. Pero yo permaneceré aquí con el ejército hasta que las acusaciones contra mi y mis amigos hayan sido legalmente anuladas.

Cinna apenas esperó a que Metelo Pío y su séquito comenzaran a cruzar el puente de la isla del Tíber para preguntar secamente a Mario:

—¿Qué es eso de que te quedas con el ejército hasta que tus cargos hayan sido anulados?

El viejo se le quedó mirando con aire más inhumano que humano; un monstruo como Mormolice o Lamia, que sonreía con ojos relucientes, velados en parte por la maraña de sus cejas, más espesas que antaño porque había adoptado la costumbre de arrancárselas.

—¡Mi querido Lucio Cinna, es a Cayo Mario a quien sigue el ejército, no a ti! De no ser por mí, la tropa se habría pasado al otro bando y habría vencido Octavio. ¡Piénsalo! Si entro en la ciudad figurando aun en las tablillas como proscrito bajo sentencia de muerte, ¿qué os impediría a ti y a Octavio limar vuestras diferencias ejecutando la sentencia? ¡Menuda ruina sería para mí! Ahí estaría yo, un simple
privatus
, aguardando humildemente a que los cónsules y el Senado, ¡un organismo al que ya no pertenezco!, me absolviesen de delitos inexistentes. Vamos a ver: ¿tú crees que es una
boni
ta situación para Cayo Mario? —añadió, dándole una paternalista palmada en el hombro—. ¡No, Lucio Cinna, disfruta tú solito de ese momento de gloria y entra en Roma! Yo me quedo donde estoy. Con mi ejército, que no el tuyo.

—¿Quieres decir que utilizarías el ejército… mi ejército, contra mi, el cónsul legal? —inquirió Cinna rebulléndose nervioso.

—Anímate, que no llegaré a tanto —contestó Mario riendo—. Digamos más bien que el ejército tiene sumo interés en ver que Cayo Mario recibe lo que merece.

—¿Y qué es exactamente lo que Cayo Mario merece?

—En las calendas de enero seré el nuevo primer cónsul. Y tú, naturalmente, mi colega.

—¡Yo no puedo ser cónsul otra vez! —musitó Cinna aterrado.

—¡Bobadas! ¡Claro que puedes! ¡Y ahora, vete! —replicó Mario, en el mismo tono que habría empleado con un niño inoportuno.

Cinna fue a ver a Sertorio y a Carbón, que habían asistido a las negociaciones, y les contó lo que acababa de decirle Mario.

—Ahora no digas que no te lo advertí —dijo Sertorio muy serio.

—¿Qué podemos hacer? —gimió Cinna, desesperado—. ¡Tiene razón; el ejército está con él!

—Mis dos legiones, no —replicó Sertorio.

—Insuficientes para oponérsele —dijo Carbón.

—¿Qué podemos hacer? —volvió a gemir Cinna.

—De momento, nada. Deja que el viejo se salga con la suya y sea cónsul por séptima vez —dijo Carbón, apretando los dientes—. Ya nos encargaremos de él cuando tengamos Roma.

Sertorio no hizo ningún comentario más; estaba muy ensimismado pensando en qué actitud adoptar. Todos ellos eran en cierto modo más ruines, más perversos, más viles, más egoístas y más codiciosos. Se les había contagiado de Cayo Mario y se lo contagiaban entre sí. En cuanto a mí, se dijo, no sé si voy a participar en esta sórdida e incalificable conspiración por el poder. Roma es soberana, pero por culpa de Lucio Cornelio Sila hay quienes creen que pueden ser soberanos por encima de Roma.

Cuando Metelo Pío comunicó sucintamente el consejo de Cinna para que Octavio no se hiciera ver, todos comprendieron lo que se avecinaba. Fue una de las pocas reuniones a las que asistió Escévola, pontífice máximo, y todos notaron que se retiraba a un segundo plano, tratando de no tomar parte en los acontecimientos. Probablemente, pensó Metelo Pío, porque vislumbraba la victoria de Cayo Mario y su hija seguía estando prometida a Mario hijo.

—Bueno —dijo Catulo César con un suspiro—, sugiero que todos los jóvenes abandonen Roma antes de que entre Lucio Cinna. Necesitaremos a todos los jóvenes
boni
en el futuro… esos horrendos personajes de Cinna y Mario no durarán eternamente, y algún día regresará Lucio Sila. — Hizo una pausa—. Yo creo que es preferible que los viejos nos quedemos en Roma corriendo el riesgo. Yo, desde luego, no tengo ningunas ganas de vivir la epopeya de Cayo Mario, aunque me garantizasen que no tendría que pasar por el incidente de las marismas de Liris.

—¿Tú qué dices? —inquirió el Meneítos, mirando a Mamerco.

—Yo creo —contestó éste reflexivo— que tú debes marcharte, Quinto Cecilio; de verdad. Yo, de momento, me quedo. No soy un personaje tan importante.

—Muy bien, me voy —dijo Metelo Pío decidido.

—Y yo —terció el primer cónsul Octavio con fuerte voz.

Todos se volvieron sorprendidos hacia él.

—Me sentaré en la presidencia de un tribunal en la guarnición del Janículo —añadió Octavio— a esperar acontecimientos. Así, si deciden derramar mi sangre, no profanarán las piedras de Roma.

Nadie osó oponérsele. Era la consecuencia inevitable del Día de Octavio.

Al día siguiente al amanecer, Lucio Cornelio Cinna, con la
toga praetexta
y precedido de los doce lictores, entraba en Roma a pie, cruzando los puentes que unían ambas orillas del Tíber con la isla del centro.

Pero Cayo Marcio Censorino, al enterarse de dónde había ido Cneo Octavio Ruso, por una confidencia de un amigo que tenía en la ciudad, reunió una tropa de caballería númida y se encaminó a la fortaleza del Janículo. Nadie había autorizado aquella iniciativa y lo cierto es que nadie estaba al corriente, y menos aún Cinna. Que Censorino asumiese la responsabilidad de lo que pensaba hacer, era culpa de Cinna; porque sus oficiales más intransigentes habían llegado a la conclusión de que al entrar en la ciudad se sometería a hombres como Catulo César y Escévola, pontífice máximo, y así toda la campaña para recuperar su autoridad en Roma no habría sido más que una insípida maniobra. Pero Octavio, al menos, no escaparía, se juró Censorino.

Hallando franca la entrada a la fortaleza (Octavio había despedido a la guardia), Censorino cruzó la empalizada exterior con sus quinientos jinetes.

Y allí encontró sentado, en el tribunal de la ciudadela, a Cneo Octavio Ruso, negando tercamente con la cabeza a las súplicas de su lictor principal para que huyese. Al oir el ruido de cascos, Octavio se volvió y adoptó una actitud digna en su silla curul, mientras sus lictores empalidecían.

Cayo Marcio Censorino, prescindiendo de los palafreneros, desmontó espada en mano, subió a zancadas los peldaños del tribunal, se fue despacio hasta Octavio, le agarró del pelo con la mano izquierda y de un fuerte tirón derribó a sus pies al primer cónsul, que no opuso resistencia. Mientras los lictores, aterrados, se miraban impotentes, Censorino alzó la espada con ambas manos y la descargó con todas sus fuerzas sobre el cuello de Octavio.

Dos soldados recogieron la sangrante cabeza, de expresión curiosamente tranquila, y la clavaron en una lanza, que enarboló el propio Censorino, mientras ordenaba al escuadrón regresar a la llanura del Vaticano, pues había una orden concreta que no pensaba desobedecer: el edicto de Cinna prohibía a toda clase de tropa cruzar el
pomerium
. Entregó la espada, el casco y la coraza a su ayudante, montó en el caballo con cota de cuero y se dirigió al Foro, esgrimiendo la lanza. Sin decir palabra, la alzó todo lo que pudo para mostrar al sorprendido Cinna la cabeza de Octavio.

La primera reacción del cónsul fue de terror, pero se sobrepuso y extendió los brazos con las palmas por delante, rechazando el horripilante obsequio. Luego pensó en Mario, que aguardaba al otro lado del río, y en todas las miradas fijas en él y en su conocido lugarteniente Censorino. Lanzó un profundo sollozo, cerró los ojos, afligido, y se dispuso a hacer frente a las consecuencias de su marcha sobre Roma.

—Expónla en los
rostra
—dijo a Censorino—. ¡Éste es el único acto de violencia que apruebo! —gritó a continuación volviéndose hacia la multitud silenciosa—. Prometí que Cneo Octavio Ruso no viviría para verme recuperar mi cargo de cónsul. ¡Fue él, junto con Lucio Sila, quien dio comienzo a esta costumbre! Ellos pusieron la cabeza de mi amigo Publio Sulpicio donde está ésa ahora. ¡Es de rigor que Octavio prosiga la costumbre, igual que Lucio Sila cuando regrese! ¡Mirad bien a Cneo Octavio, pueblo de Roma! Mirad bien la cabeza de quien acarreó todo este dolor, hambre y sufrimiento matando en el Campo de Marte a más de seis mil ciudadanos que estaban legalmente reunidos en asamblea. ¡Roma ha quedado vengada! ¡No habrá más sangre! ¡Y la sangre de Cneo Octavio no ha sido derramada dentro del
pomerium
!

No era del todo exacto, pero quedaba bien.

En el plazo de una semana, las leyes de Lucio Cornelio Sila habían dejado de existir. Sombra de lo que había sido, la asamblea centuriada siguió el ejemplo de Sila y legisló una promulgación de las leyes más rápida de lo que permitía la
lex Caecilia Didia prima
. Una vez recuperados sus poderes tradicionales, la Asamblea plebeya se reunió para elegir nuevos tribunos de la plebe, pues el mandato de los antiguos hacía tiempo que había expirado. A ello siguió una avalancha legislativa: los ciudadanos itálicos y de la Galia itálica, aunque no los libertos de Roma, fueron distribuidos entre las treinta y cinco tribus sin ninguna excepción ni cláusula limitativa; Cinna había decidido no arriesgarse: quedaron distribuidos entre las treinta y cinco tribus sin reservas ni estipulaciones especiales; Cayo Mario y los demás proscritos recuperaron sus cargos y propiedades; a Cayo Mario se le concedió un
imperium
proconsular; se abolieron las dos nuevas tribus de Pisón Frugi; todos los desterrados en virtud de la primera comisión variana fueron rehabilitados y, lo que era aún más importante, a Cayo Mario se le concedió el mando de la guerra en Oriente contra Mitrídates del Ponto y sus aliados.

Las elecciones de los ediles plebeyos se celebraron en la Asamblea plebeya, tras lo cual se convocó la asamblea de todo el pueblo para elegir ediles curules, cuestores y tribunos de los soldados. Aunque ya pasaban tres o cuatro años de los treinta, Cayo Flavio Fimbria, Publio Annio y Cayo Marcio Censorino fueron elegidos cuestores e ingresaron acto seguido en el Senado, sin que ningún censor considerase prudente protestar.

En olor de extrema santidad, Cinna ordenó a las centurias que se reunieran para elegir magistrados curules; convocó la asamblea en el Aventino, fuera del
pomerium
, ya que Sertorio seguía acampado con dos legiones en el Campo de Marte. Fue una triste asamblea de apenas seiscientos miembros de las clases, la mayoría senadores y caballeros ancianos, que sumisamente votaron a los dos únicos candidatos: Lucio Cornelio Cinna y Cayo Mario,
in absentia
. Se habían guardado las formas y la elección fue legal. Cayo Mario volvía a ser cónsul de Roma por séptima vez y por cuarta vez in absentía. Se había cumplido la profecía.

No obstante, Cinna tuvo su pequeño desquite. A él le eligieron primer cónsul, por delante de Mario. Luego, se celebraron las elecciones a pretores. Sólo había seis nombres para ocupar los seis cargos, pero volvieron a guardarse las formas y el voto fue legal. Roma contaba con el debido elenco de magistrados aunque hubiese habido escasez de candidatos. Ahora Cinna podía dedicarse a rectificar los daños de los últimos meses, daños que Roma difícilmente podía soportar después de la prolongada guerra contra los itálicos y la pérdida de Oriente.

Como un animal acorralado, la ciudad permaneció tranquila y alerta durante el resto de diciembre, mientras los ejércitos que la rodeaban cambiaban de terreno y se reestructuraban. Las fuerzas samnitas regresaron a Aesernia y Nola, y esta ciudad volvió a cerrar sus puertas, pues Cayo Mario había alegremente dado permiso a Apio Claudio Pulcher para que regresase con su vieja legión a asediarla de nuevo. Aunque Sertorio tenía su legión, convenció a sus hombres para que volvieran con un comandante al que despreciaban, y la vio emprender camino hacia Campania sin lamentarlo. Muchos de los veteranos que se habían alistado para servir con su antiguo general, regresaban también a sus casas, incluidas las dos cohortes que habían zarpado de Cercina con Mario al saber que Cinna pasaba a la acción.

Reducido a una legión, Sertorio permaneció en el Campo de Marte como un gato que se hace el dormido, manteniéndose apartado de Cayo Mario, que había decidido conservar su guardia personal de cinco mil esclavos y antiguos esclavos. ¿Qué te traes entre manos, viejo canalla?, se preguntaba Sertorio. Has espantado deliberadamente a todos los buenos elementos y te has quedado con los que son capaces de secundarte en cualquier atrocidad.

Cayo Mario entró finalmente en Roma el día de año nuevo como cónsul legalmente elegido, montado en un caballo blanco, con la toga bordada de púrpura y una corona de roble. A su lado cabalgaba el gigantesco esclavo cimbro Burgundus con una magnífica coraza dorada y una espada, montado en un caballo bastema tan grande, que sus cascos eran como cubos. Tras él caminaban cinco mil esclavos y antiguos esclavos, todos con cota de cuero y espada; no eran auténticos soldados, pero tampoco paisanos.

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