La corona de hierba (11 page)

Read La corona de hierba Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: La corona de hierba
11.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No tiene el rostro amoratado —dijo Apolodoro Siculus en su afectado griego a Metelo Pío y a Sila—. ¡Cosa que no entiendo, porque, por otra parte, presenta todos los síntomas del morbo pulmonar agudo! —Y asintió con la cabeza, mientras su ayudante aplicaba una materia negra y pegajosa a un trozo cuadrado de tejido de lana—. Es la mejor cataplasma; le absorberá los elementos nocivos. Consta de raspadura de cardenillo, litargiro de plomo debidamente separado, alumbre, brea seca y resina de pino, todo ello mezclado en la debida proporción con aceite y vinagre. ¡Ya está!

La cataplasma estaba lista. Apolodoro de Sicilia la aplicó al pecho desnudo del Meneítos y aguardó con calma digna de elogio a que el emplasto surtiera efecto.

Pero era un remedio vano, igual que la poción y la sangría; poco a poco, Metelo el Numídico fue aflojando el vínculo con la vida a través de la mano de Sila. Con el rostro congestionado y ojos que no veían, pasó de la parálisis al coma y murió.

Mientras Sila abandonaba el cuarto, oyó que el pequeño físico siciliano decía tímidamente a Metelo Pío:


Domine
, debe practicarse una autopsia.

A lo que el afligido Meneítos contestó:

—¿Qué? ¿Pensáis, griego incompetente, que además de matarle podéis descuartizarle? ¡No; mi padre irá a la pira mortuoria intacto!

Con los ojos fijos en la espalda de Sila, el Meneítos se abrió paso entre el grupo de médicos y le siguió hasta el vestíbulo.

—¡Lucio Cornelio!

Sila se volvió despacio con gesto de aflicción, para que lo viese Metelo Pío, y lágrimas en las mejillas.

—¡Mi querido Quinto Pío! —musitó.

El Meneítos se mantenía en pie por efecto de la impresión, ya casi no lloraba.

—¡No puedo creer que mi padre haya muerto!

—De un modo repentino —dijo Sila, meneando la cabeza y con un sollozo—. ¡Repentinamente, Quinto Pío! ¡Con lo bien que se encontraba…! Vine a visitarle para ofrecerle mis respetos y me invitó a cenar. ¡Estábamos pasándolo tan bien…! Y, luego, al final de la cena, ya veis…

—¿Por qué, por qué, por qué? —exclamó el Meneítos rompiendo a llorar de nuevo—. ¡Acababa de regresar, y aún no era un anciano!

Sila atrajo afablemente a Metelo Pío contra sí y le hizo apoyar la convulsa cabeza en su hombro izquierdo, acariciándole el pelo con la mano derecha. Pero los ojos que miraban por encima de aquella cabeza reclinada reflejaban la inmensa satisfacción obtenida por una gran emoción física. ¿Qué otra cosa podría hacer para igualar aquella experiencia sin par? Por primera vez había participado en la fase final de una muerte, superando la categoría de simple instigador. En esta ocasión había sido su ministro.

El mayordomo salió del
triclinium
y vio al hijo de su amo muerto, consolado por un hombre que fulgía como Apolo. Parpadeó y meneó la cabeza. Imaginaciones.

—Debo irme —dijo Sila al mayordomo—. Hazte cargo de él y avisa a los demás familiares.

Afuera, en el clivus Victoriae, Sila permaneció un instante parado para que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Y riendo apaciblemente para sus adentros, tomó en dirección al templo de la Magna Mater. Cuando vio las fauces enrejadas de un sumidero, dejó caer en él el frasquito vacío.

—¡
Vale
, Meneítos, Meneítos! —aulló, alzando las manos al cielo sombrío—. ¡Ah, me siento mejor!

—¡Por Júpiter! —exclamó Cayo Mario dejando en la mesa la carta de Sila y mirando a su esposa.

—¿Qué sucede?

—Ha muerto el Meneítos.

La refinada matrona, de quien el hijo pensaba que podía pasarle algo si oía una exclamación más fuerte que ¡Edepol!, no se inmutó. Estaba acostumbrada desde los primeros días de su matrimonio a oír aplicar el denigrante mote a Quinto Cecilio Metelo el Numídico.

—¡Oh, qué lástima! —dijo, sin saber lo que su esposo habría deseado que dijera.

—¿Lástima? ¡Es casi demasiado estupendo para ser verdad! —replicó Mario, cogiendo el rollo y estirándolo para volver a leerlo. Y una vez descifrado aquel galimatías, lo leyó más coherentemente y en voz alta a Julia, en un tono que traicionaba su euforia:

Toda Roma acudió al funeral, que ha sido algo que hará época. Yo no recuerdo nada semejante, aunque a mí no me interesaban mucho esas ceremonias, desde cuando la pira crematoria de Escipión Emiliano.

El Meneítos está abatido por el dolor y ha quedado definitivamente marcado con el sobrenombre de Pío con tanto llanto y quejido de una puerta a otra de Roma. Los antepasados de los Cecilio Metelos eran muy sencillos si sus imágenes son de fiar, y supongo que lo son. Algunos de los actores que las portaban saltaban y brincaban como una especie de híbrido de rana, grillo y gamo, y yo me paré a pensar de dónde procederían los Cecilio Metelos. Desde luego, de algún sitio raro.

Ahora no me quito al Meneítos de encima; seguramente porque yo estaba en su casa cuando el óbito, y como su querido tata no me soltaba la mano, debe pensar que se habían allanado todas las diferencias entre su padre y yo. No le he comentado que la invitación a cenar fue algo improvisado. Un dato interesante; durante todo el tiempo en que su tata agonizaba, y aún después, el Meneítos no tartamudeó una sola vez. Ten en cuenta que ese impedimento le apareció después de la batalla de Arausio, por lo que hay que suponer que es un tic nervioso de la lengua más que un defecto congénito. Dice que actualmente le molesta mucho si lo recuerda o tiene que efectuar un discurso formal. ¡Me lo imagino dirigiendo la ceremonia religiosa! ¡Me moriría de risa viendo a todos rebullirse impacientes mientras él se trababa y tenía que volver a empezar!

Te escribo ésta en vísperas de marchar a la Hispania Citerior, para participar en lo que es de esperar sea una guerra victoriosa. Según los informes, los celtíberos están sublevados y los lusitanos causan estragos en la provincia ulterior, donde mi primo lejano Cornelio Dolabella ha obtenido un par de victorias sin aplastar del todo la rebelión.

Los tribunos de los soldados ya están elegidos y con Tito Didio viene también Quinto Sertorio. Casi como en los viejos tiempos, salvo que nuestro comandante es un hombre nuevo muy distinto a Cayo Mario, y menos relevante. Escribiré siempre que haya noticias que dar, pero también espero que me escribas y me digas qué clase de hombre es Mitrídates.

—¿Qué hacía Lucio Cornelio cenando con Quinto Cecilio? —inquirió Julia, curiosa.

—Sospecho que solicitaba favores —respondió Mario, malhumorado.

—¡Oh, no me digas, Cayo Mario!

—¿Y por qué no iba a hacerlo, Julia— No se lo reprocho. El Meneítos está… estaba muy bien situado y actualmente tenía mayor influencia que yo. En tales circunstancias, el pobre Lucio Cornelio no puede recurrir a Escauro, y también entiendo que no se haya querido vincular a Catulo César —dijo Mario con un suspiro moviendo la cabeza—. De todos modos, Julia, te anticipo que Lucio Cornelio acabará en excelentes relaciones con todos ellos.

—¡Entonces no es amigo tuyo!

—Probablemente no.

—¡No lo entiendo! Antes os entendíais muy bien.

—Sí —contestó Mario con toda intención—. No obstante, cariño, no era el entendimiento de dos hombres atraídos por una afinidad natural de ideas y de espíritu. El viejo César pensaba de él como yo, que no hay nadie mejor para tenerle al lado en momentos de peligro o cuando hay trabajo que hacer. Y es fácil mantener una relación placentera con un hombre así. Pero dudo mucho que Lucio Cornelio disfrute con una amistad como la que yo mantengo con Publio Rutilio Rufo, por ejemplo. Ya me entiendes, cuando se siente igual simpatía por los defectos y peculiaridades que por las grandes cualidades. Lucio Cornelio es incapaz de estar sentado en silencio en un banco con un amigo por la simple complacencia de su compañía. Ese comportamiento no forma parte de su naturaleza.

—¿Y cuál es su naturaleza, Cayo Mario?

—Nadie lo sabe —replicó Mario riendo y meneando la cabeza—. Aun después de los años que le conozco apenas he podido profundizar.

—Creo que sí podrías —dijo Julia, sagaz—, pero lo que pasa es que no quieres. O no quieres decírmelo a mí —añadió acercándose a él—. Aurelia es amiga suya.

—Ya lo he notado —añadió Mario con sequedad.

—¡Pero no vayas a creer que hay nada entre ellos porque no lo hay! Lo que sucede es que si hay alguien a quien Lucio Cornelio confía sus intimidades, es precisamente ella.

—Humm —farfulló Mario, poniendo fin a la conversación.

Pasaban el invierno en Halicarnaso por haber llegado a Asia Menor muy a final de temporada para emprender viaje por tierra desde la costa egea hasta Pessinus. En Atenas se habían detenido un tiempo porque les había gustado y desde allí habían ido a Delfos para visitar el templo de Apolo, aunque Mario se había negado a
consulta
r a la Pitonisa.

Julia le había preguntado, sorprendida, el porqué.

—Nadie puede acosar a los dioses —respondió él—. A mí ya me han profetizado bastante, y si pido más revelaciones sobre el futuro los dioses me volverán la espalda.

—¿Y no podrías preguntar en nombre del pequeño Mario?

—No —contestó él.

Habían visitado también Epidauro, en el Peloponeso, y allí, después de admirar los edificios y las magníficas esculturas de Trasímedes de Paros, Mario se sometió al diagnóstico del sueño que efectuaban los sacerdotes de Esculapio, bebiendo obedientemente la poción y retirándose a los dormitorios anexos al gran templo para pasar la noche. Lamentablemente no recordó sus sueños y lo único que pudieron hacer los sacerdotes fue darle recomendaciones para que perdiera peso, haciendo más ejercicio y procurase evitar agobios mentales.

—Para mí no son más que unos charlatanes —comentó Mario con desdén, después de ofrecer al dios una costosa copa de oro y piedras preciosas.

—Pues a mí me parecen razonables —espetó Julia con los ojos fijos en aquella cintura desbordada.

Por eso era octubre cuando zarparon desde el Pireo en una gran nave que hacía la travesía entre Grecia y Éfeso. Pero aquel Éfeso lleno de montículos no había complacido a Cayo Mario, que lanzaba bufidos de indignación por entre aquellos pedruscos, y que en seguida se procuró pasaje para un barco rumbo a Halicarnaso.

Allí, quizá en la más bella ciudad portuaria del Egeo en la provincia romana de Asia, Mario se dispuso a pasar el invierno en una villa alquilada, con buena servidumbre y un baño caliente de agua de mar, pues, aunque el sol lucía casi todo el tiempo, hacía demasiado frío para el baño natural. Los poderosos muros, las torres y la fortaleza, los imponentes edificios públicos le hacían sentirse seguro y como en Roma, pese a que en Roma no había una construcción tan esplendorosa como el Mausoleo, la tumba que la esposa-hermana Artemisa había mandado construir en memoria del difunto rey Mausolo.

Cuando la primavera ya estaba avanzada, emprendieron la peregrinación a Pessinus, no sin protestas por parte de Julia y del pequeño Mario, que querían quedarse junto al mar a pasar el verano. Era de rigor que no consiguieran lo que se proponían. Tanto invasores como peregrinos seguían la ruta por el valle del río Meandro, entre la costa de Asia Menor y la Anatolia central. Igual hizo Mario con su familia, maravillados de la prosperidad y sofisticación de los diversos distritos por los que pasaron. Tras dejar atrás las fascinantes formaciones cristalinas y las aguas termales de Hierápolis, en donde trabajaban la lana negra, fijando el codiciado color mediante las sales de las aguas, cruzaron las inmensas y accidentadas montañas —siguiendo el curso del Meandro— y se adentraron en los bosques de Frigia.

Sin embargo, Pessinus estaba situado en una meseta sin bosques, aunque ya verdeaba el trigo cuando ellos llegaron. Al igual que la mayoría de los grandes santuarios de la Anatolia central —les explicó el guía—, el templo de la Magna Mater de Pessinus poseía muchas tierras y grandes contingentes de esclavos, por lo que era lo bastante rico y autónomo para funcionar como un estado cualquiera; la única diferencia era que los sacerdotes gobernaban en nombre de la díosa y conservaban las riquezas del santuario para mantener el poder de la deidad.

Esperaban una especie de Delfos entre impresionantes montañas, y por ello les chocó saber que Pessinus estaba por debajo del nivel de la meseta y era un profundo barranco de un blanco radiante por sus casas encaladas. El recinto del santuario estaba en el extremo norte, más angosto y menos fértil que el trozo de terreno de varias millas que se extendía hacia el sur, y se hallaba construido junto a un riachuelo primaveral que desembocaba en el río Sangario.

Los edificios de la ciudad, el templo y el santuario rezumaban antigüedad, pese a que las construcciones que ellos contemplaban eran griegas de estilo y fecha, y el gran templo, erguido sobre un risco en el valle, abría abruptamente su fachada en una escalinata de doscientos setenta grados en la que se sentaban los peregrinos a hablar con los sacerdotes.

—Nuestro onfalo lo tenéis en Roma, Cayo Mario —dijo el
archigallos
Batacio—. Os lo regalamos cuando pasabais apuros. Por eso cuando Aníbal huyó a Asia Menor no se le ocurrió acercarse a Pessinus.

Recordando la carta de Publio Rutilio Rufo respecto a la visita de Batacio y sus acompañantes a Roma en la época en que se temía la invasión germana, Mario se tomaba a aquel hombre ligeramente a broma, actitud que Batacio pronto advirtió.

—¿Es mi estado de castración lo que os hace sonreír? —inquirió.

—No sabía que lo fuerais,
archigallos
—respondió Mario, parpadeando.

—No se puede servir a Kubaba Cibeles sin estar emasculado, Cayo Mario. Incluso su consorte Attis tuvo que someterse a ese gran sacrificio —respondió Batacio.

—Creía que a Attis le habían castrado por yacer con otra mujer —dijo Mario, sintiéndose obligado a comentar algo y por no querer embarcarse en una conversación sobre amputaciones viriles, aunque estaba claro que el sacerdote sí quería hablar.

—¡No! —replicó Batacio—. Esa historia es una patraña griega. Sólo en Frigia mantenemos pura la adoración y, con ello, el conocimiento de la diosa. Nosotros somos sus auténticos fieles y aquí nos llegó de Carquemis en tiempos que se pierden en la memoria —añadió, apartándose del sol Y situándose en el pórtico del gran templo, apagando así el brillo de sus vestiduras de brocado de oro y de sus innumerables joyas.

Pasaron a la
cella
de la deidad para que Mario admirase la estatua.

Other books

Christmas Bodyguard by Margaret Daley
Demon's Fall by Lee, Karalynn
Rebecca Hagan Lee by Gossamer
THE SOUND OF MURDER by Cindy Brown
Her Teen Dream by Archer, Devon Vaughn
The Taste of Penny by Jeff Parker
The Council of Mirrors by Michael Buckley
Dorothy Garlock by A Gentle Giving