Read La conspiración del Vaticano Online
Authors: Kai Meyer
Los dos monjes permanecieron largo rato mirándose encarnizadamente, hasta que Remeo agitó, finalmente, la cabeza.
—Vamos, tenemos que ir a buscarlo.
—¿Eso significa que seguimos adelante? —gritó Lorin mirando hacia abajo.
—No creo que haya regresado hacia arriba. De ser así, habría hablado con nosotros primero.
«Algo lo ha atrapado» pensó Santino, «Mientras dormía; lo ha cogido y se lo ha llevado».
—Bien —dijo Lorin—, entonces vamos.
Reunió rápidamente todas sus cosas. Lorin se negó a dejar atrás la mochila de Pascale, por lo que se colocó la suya a la espalda y tomó la de su amigo entre las manos. Remeo se colocó la cámara al hombro. Lorin le dirigió una mirada indignada al comprobar que el aparato había estado grabando todo el tiempo, pero no dijo nada.
El descenso continuó.
En ninguna parte hallaron ninguna pista del desaparecido. Una y otra vez, Remeo colocaba la cámara sobre la barandilla y la dirigía al abismo, sin embargo, en ningún momento parecía que la escalera tuviera un final, sino que continuaba y continuaba indefinidamente hacia abajo, cada vez más profundo y más allá del alcance del foco.
De vez en cuando discutían, generalmente porque Lorin le hacía algún reproche a Remeo. Santino supuso que ambos se obstinaban en la esperanza de que Pascale hubiera salido huyendo hacia arriba en un ataque de pánico, daba igual si consideraban plausible tal idea o no. Los seres humanos hacen muchas cosas inconcebibles cuando se sienten en peligro de muerte: era una solución cómoda, que les daba coraje para seguir adelante.
Santino se puso de pie. Se acercó al lavabo, dejó correr el agua fría y hundió la cara en ella hasta que no pudo contener más la respiración y un aluvión de burbujas resbalaron por su rostro hacia la superficie. Miró sus rasgos, brillantes por la humedad, en el pequeño espejo y comprobó que apenas parecía él mismo. Siempre había sido delgado y enjuto, pero ahora sus mejillas se le hundían en la cara. Las bolsas bajo los ojos eran tan oscuras como si se las hubiera hecho con maquillaje. Su pelo, muy corto y negro como el de los siete queridos hermanos que había dejado en Calabria, brillaba por la grasa, aun cuando hacía pocas horas que se había duchado.
«Regresa», susurró una voz en su mente, que cada vez se parecía más a la de Remeo, «Habla con el abad Dorian, pídele perdón por todo y después reza hasta que te sangren los labios».
Pero si hiciera eso, ellos le seguirían. Nadie podía protegerle, ni Dorian ni los demás capuchinos.
Estaba condenado, como si le hubieran impuesto penitencia. Todo era en vano.
Al otro lado de la ventana, se oyó un bufido; un profundo, sonoro y animal bufido.
Santino se volvió y miró por el cristal. «¿Qué...?», empezó, pero se interrumpió completamente a mitad de la frase.
El bufido se repitió, pero esta vez no provenía de fuera. Estaba en la habitación, y salía del altavoz del reproductor de vídeo.
Se echó en la cama y miró la pantalla. El nerviosismo prácticamente le tenía sin aliento. La imagen saltaba salvajemente de un lado para otro, de izquierda a derecha y vuelta otra vez.
—¿Qué era eso? —balbuceaba Lorin—, por el amor de Dios, ¿qué era eso?
Remeo no respondió. El foco de la cámara pasaba rápidamente de escalón en escalón, de arriba abajo, buscando el origen de aquellos rugidos. Debían de haber sido muy potentes si aquel micrófono había podido captarlos de forma tan clara. O encontrarse muy cerca.
El rostro de Lorin era la viva imagen del terror.
—Lo has oído, ¿verdad?
—Sí —replicó Remeo con voz débil—, lo he oído.
—¿Venía de arriba o de abajo?
La imagen se agitó cuando Remeo negó con la cabeza.
—No lo sé —su tono delataba el alcance de su confusión.
—Parecía... un animal —dijo Lorin.
—¿Qué clase de animal podría vivir aquí abajo?
«No era cualquier animal», pensó Santino, estremeciéndose, «Era un toro; el bufido de un toro».
Lorin se aproximó hasta situarse justo delante de la cámara. Su voz apenas resonaba más que un casi incompresible susurro.
—¿Crees que ha sido eso lo que se ha llevado a Pascale?
—No sabemos siquiera si algo se lo ha llevado en realidad.
—Pero lo piensas, ¿verdad? Piensas lo mismo que yo.
—No sé lo que debería pensar.
Lorin volvió la vista de la cámara al rostro de Remeo, y de ahí, de nuevo al objetivo.
—Moriremos aquí abajo —dijo en voz baja y sorprendentemente tranquilo, casi aliviado—. Moriremos igual que Pascale.
—¡Pascale no está muerto! —le reprochó Remeo.
—¿No? —exclamó Lorin en una risa estridente—. Entonces, ¿dónde está? ¿Y qué ruido era ese?
Durante un momento, ambos enmudecieron y prestaron atención a los sonidos del abismo. Santino subió al máximo el regulador de volumen con dedos temblorosos.
Lejanos, muy lejanos, resonaron entrecortados unos golpes de gran violencia. Primero, parecían sacudidas, pero después fueron asemejándose cada vez más a unas pisadas apresuradas.
Como un pataleo.
Entonces, tan repentinamente como se había iniciado, se interrumpió.
—Se... se ha acabado —balbuceó Lorin.
Remeo no respondió; en su lugar, escuchó con mayor atención.
—Se acabó —repitió Lorin.
—¡Calla!
El silencio se apoderó de la escalera de caracol durante un minuto, dos, tres.
Entonces, el bufido retumbó de nuevo, esta vez más sonoro y más cercano.
Ninguno de los dos monjes de la imagen reaccionó. Lorin contempló más detenidamente el vacío, y Remeo se echó la cámara al hombro con mucho cuidado, como si no hubiera oído el bramido.
Entonces, Santino lo comprendió.
Saltó de la cama y corrió a la ventana. Presionó el rostro contra el cristal frío y después lo apartó tan pronto como vio que el vidrio se empañaba.
Se había equivocado. El blanquecino vaho de la ventana surgía de detrás del cristal, no de dentro. Era el humo de la basura todavía ardiendo, que aún no se había consumido por completo.
Abajo, en la calle, desfigurado y borroso por la humareda, había algo que se movía. Una silueta negra se deslizó con rapidez por la plaza, quizá un automóvil, quizá alguna otra cosa.
El bramido se escuchó de nuevo.
Santino sabía qué hacer. Apagó el aparato, lo metió en la bolsa y cerró la cremallera. En cuestión de segundos había salido al pasillo y se apresuraba hacia la salida de emergencia, bajaba por la estrecha escalerilla y aterrizaba en el patio interior detrás de la pensión.
Mientras cruzaba el arco de la puerta, creyó oír tras de sí el colérico rugido del toro, tan alto, que los adoquines bajo sus pies vibraron; tan furioso, que su corazón se contrajo y se tambaleó, mareado, hasta que tropezó, cayó cuan largo era y estuvo cerca de destrozar el reproductor de vídeo. En el último momento, dio la vuelta de tal forma que protegió la bolsa con su cuerpo.
El bufido no volvió a repetirse, pero Santino siguió luchando contra el pánico y corrió y corrió tan rápido como su pierna inválida se lo permitió, huyendo de un enemigo poderoso e invisible hacia el gris atardecer.
Minutos después ya no supo dónde se encontraba, perdido en un laberinto de extraños callejones que no había visto nunca en su vida. Era como si la propia ciudad se hubiera transformado, desplazado, en un mágico proceso de reconstrucción sutil.
¿Seguía siendo Roma, o era un lugar salido de sus pesadillas, la caricatura de una metrópolis tan antigua como la humanidad, el reflejo en piedra de todos sus miedos?
Extenuado, se sentó en la entrada de una casa, dobló las rodillas y abrazó fuertemente la pesada bolsa.
A través de un velo de lágrimas, vio la calle tras él, la dirección en la que había venido.
Estaba completamente desierta, abandonada y tranquila.
Ya había oscurecido cuando Júpiter entró en la casa de la Shuvani. Coralina le abrió la puerta y se le adelantó cuando subían juntos hacia el cuarto de estar.
—Tengo una sorpresa para ti —dijo, misteriosa. Eso era algo que parecía divertirla mucho.
—¿Qué tipo de sorpresa?
No contestó, sino que permaneció junto a la puerta y dejó a Júpiter entrar primero.
La mesa redonda de madera frente a la ventana estaba cubierta, en los platos humeaba la comida. Los demás acababan de empezar, no por descortesía, sino porque tenían un invitado que, por lo que se veía, necesitaba desesperadamente cada bocado que daba.
Un anciano al que Júpiter no había visto nunca antes estaba sentado frente a un plato lleno. Hambriento, se echaba la comida a la boca sin reparar en la aparición del recién llegado.
La Shuvani se sentaba en el siguiente puesto, y miró a Júpiter con el ceño fruncido. Pudo entender a primera vista que la situación no le gustaba lo más mínimo. Invitar a aquel tipo tan extraño había sido, claramente, idea de Coralina.
—Tenemos visita —dijo la Shuvani, glacial.
—Y... ¿Con quién tenemos el honor?
El anciano siguió sin levantar la vista. En lugar de eso, se sirvió un tercer pimiento bien relleno en su plato y se abalanzó sobre él.
—Su nombre es Cristoforo —dijo Coralina—. Es pintor.
—El arte es poco lucrativo, ¿eh?
Ella arqueó un ojo con gesto reprobatorio.
—Cuando hayas visto lo que ha pintado, quizá te ahorres los cinismos.
Júpiter se dirigió al anciano. Apretó su mano sin esperanza de ninguna reacción por parte del artista. Para su sorpresa, Cristoforo renunció brevemente a su banquete, estrechó la mano de Júpiter sin mirarle a la cara y volvió a comer precipitadamente.
—Júpiter —se presentó el investigador.
—Siempre es de noche —contestó Cristoforo —en la Casa de Dédalo.
Júpiter miró aturdido a Coralina, que se encogió de hombros, sin comprender.
—Es la tercera vez que dice eso. Siempre la misma frase.
—Nada más —continuó la Shuvani—. Ni siquiera un «muchas gracias».
Con un gesto lleno de reproche observó a Cristoforo comer y, probablemente, se dedicó a calcular con exactitud lo que le costaría la alimentación del desgreñado anciano.
«Siempre es de noche en la Casa de Dédalo».
Júpiter se colocó de cuclillas junto al pintor.
—¿Qué ha querido decir con eso?
Cristoforo no le miró.
—No tiene sentido —repuso Coralina, sentándose frente a su plato y sirviéndose un pimiento. Júpiter se maravillaba de que pudiera comer con aquel anciano de maneras poco trabajadas y desagradable olor corporal sentado a su mesa. Él, desde luego, había perdido el apetito.
—Bien —repuso—, entonces acláramelo. ¿Qué está haciendo él aquí?
—Coralina se lo ha encontrado por ahí —gruñó la Shuvani.
—¡Abuela! —exclamó su nieta, escandalizada—. Lo dices casi como si fuera un paraguas que alguien hubiera perdido por la calle.
—Al menos un paraguas no come, y se le puede limpiar en un minutito con un paño mojado.
Júpiter observó las manos del artista. Bajo sus uñas reposaban restos de tiza de mil colores, como diminutos arco iris al final de unos dedos asombrosamente largos y delgados.
—He vuelto a la iglesia —comenzó Coralina, para después continuar contándoles todo lo que había visto. Les habló de Landini y el cardenal Von Thaden, de la precipitada huida con Cristoforo y del cuadro que el pintor había dibujado en el asfalto.
—¿Y estás completamente segura de que era el mismo motivo? —preguntó Júpiter.
—Sin ninguna duda.
Cristoforo siguió comiendo, inmutable. Si había seguido la conversación en algún momento, no daba muestras de ello. ¿Se estaba riendo secretamente de sus anfitriones? ¿Qué es lo que sabía realmente sobre la imagen que dibujó?
—Cristoforo —le dijo Júpiter—, tiene usted que decirnos dónde vio ese cuadro.
El pintor no reaccionó.
—Eso es justo lo que hemos estado intentando desde hace una hora —repuso Coralina, dejando a un lado la mitad de su pimiento—. No tiene sentido.
Como si aquella última frase hubiera resultado ser una especie de contraseña, Cristoforo echó su silla para atrás y se puso de pie. Durante un instante, miró aturdido a la mesa, para después irse volviendo a los presentes.
—Siempre es de noche en la Casa de Dédalo —dijo una vez más.
Así que nada, ni una palabra de agradecimiento, ni de despedida. Rodeó a Coralina y se dirigió a la puerta.
Júpiter maldijo en voz alta y quiso levantarse precipitadamente, pero Coralina le retuvo.
—No —le ordenó—, así no. No podemos retenerle violentamente.
—¿Quién ha hablado de violencia? —exclamó Júpiter agitando la cabeza—. ¡Pero no podemos dejarle marchar!
—¿Y
por qué no? —quiso saber la Shuvani—. Está loco. No puede ser un peligro para nosotros.
—Obviamente sigues sin entenderlo —respondió Júpiter con brusquedad—. Sabe algo acerca de la plancha. Desde luego, más que nosotros.
—Puede que sea así, Júpiter —repuso la Shuvani, asintiendo circunspecta—, pero solo queremos vender ese chisme, no escribir una tesis doctoral sobre el tema.
Mientras él y la Shuvani discutían pros y contras, Coralina siguió al pintor por las escaleras. Al investigador no le gustaba la ligereza con la que la anciana se tomaba toda la situación. Implicaba algo más que la venta ilegal de una obra de arte, si bien era incapaz de precisar qué era exactamente lo que le creaba esa certeza. La repentina aparición en escena del peculiar artista podría suponer un nuevo paso en la resolución del misterio.
Siguió a Coralina y a Cristoforo hacia la planta baja y vio cómo el anciano salía a la calle a través de la puerta de la tienda. Coralina le decía algo a lo que él no daba respuesta alguna. Iba a cerrar la puerta tras ella cuando Júpiter la alcanzó y sujetó el picaporte con la mano.
—¡Espera! No podemos dejarle ir así como así.
—¡Ah! ¿No? Entonces, ¿qué pretendes hacer? —le miró con ojos muy abiertos, antes de dejar surgir una fina sonrisa en sus labios—. ¿Sacarle la verdad a golpes?
Júpiter no supo qué responder y eso le irritó. Iba a seguir al anciano cuando ella le retuvo. Los dedos de la joven se clavaban de tal forma en el antebrazo del investigador, que llegaban a hacerle daño. La fuerza de Coralina le sorprendió.
—Déjale ir —repuso—, no te dirá nada.
—Entonces, ¿para qué lo has traído aquí?