—Te traigo oro. Tal vez lo cure.
Bega rechinó los dientes. ¿Acaso los fieles del faraón habrían acabado obteniendo lo imposible?
—Dirijámonos a la acacia —ordenó Sesostris.
La procesión se organizó en silencio.
Esperando que el valioso metal fuera eficaz y disipara la pesadilla, Isis entró en primer lugar en el campo de fuerzas delimitado por las cuatro jóvenes acacias plantadas alrededor del árbol de vida y que correspondían a los puntos cardinales.
A sus pies, vertió agua y leche.
Luego, el rey se aproximó y tocó el tronco con el oro procedente del desierto de Coptos. Ninguna reacción se produjo, ningún calor corrió por las venas de la acacia.
El mismo fracaso se repitió con las demás muestras enviadas por el general Sepi.
Mientras que la aflicción se apoderaba de la concurrencia, Bega se alegraba ante aquella derrota, aunque lucía un rostro desalentado.
—Majestad, no sólo necesitamos el oro regenerador para curar el árbol, sino también para fabricar los objetos rituales sin los que los misterios osiriacos no podrían celebrarse con rectitud —recordó el Calvo.
—Las investigaciones que se llevan a cabo en Nubia sólo están empezando. Si alguien puede encontrar ese metal indispensable, ése es Sepi. Ahora, iniciemos a dos nuevos seguidores de Maat en el «Círculo de oro» de Abydos. Que Khnum-Hotep y Djehuty se retiren a una celda del templo de Osiris y allí mediten.
Hacía mucho tiempo que el «Círculo de oro» no se había reunido al completo, en torno a las cuatro mesas de ofrendas que marcaban la inalterable voluntad de sus miembros de consagrar su vida a la transmisión de la espiritualidad osiriaca. Sesostris pensaba en Sekari, que se encargaba de garantizar la seguridad de su hijo adoptivo, en el general Nesmontu, ocupado en consolidar la paz en la región sirio-palestina, y en el general Sepi, cuya misión se anunciaba más difícil aún de lo previsto.
Crueles ausencias, pero el rey sabía que habrían aprobado sin reservas las iniciaciones de Khnum-Hotep y de Djehuty, dos antiguos oponentes que se habían convertido en sus fieles servidores y, más allá de su persona, en los de la institución faraónica, única garantía del mantenimiento de Maat en la tierra.
Pese a los peligros que amenazaban al país y a la profunda decepción provocada por el reciente fracaso, las dos ceremonias se desarrollaron serenamente, como si los participantes estuvieran fuera del tiempo. Khnum-Hotep se colocó en el septentrión, acompañado por Senankh, y Djehuty a occidente, junto al Calvo.
El banquete estaba ya tocando a su fin cuando un miembro de los servicios de seguridad anunció la llegada de un teniente procedente de Nubia. El monarca lo recibió de inmediato.
El oficial habría preferido luchar contra unos guerreros desenfrenados más que comparecer ante el gigante, cuya mirada no se atrevió a sostener.
—Majestad, traigo muy malas noticias.
—No me ocultes nada, sobre todo.
—Las minas de oro de Nubia o son inaccesibles o se han convertido en una trampa. Y, más grave aún, el general Sepi ha muerto.
Como de costumbre, el rey no demostró ni un ápice de su emoción. Aquélla era la primera vez que deploraba la desaparición de un miembro del «Círculo de oro» de Abydos. El sitial de Sepi no sería ocupado nunca más, nadie lo sustituiría. Había cumplido sin desfallecer sus deberes sagrados y había formado a Iker, abriendo su espíritu a las múltiples dimensiones del oficio de escriba. Dotado de una inteligencia excepcional, valeroso hasta la temeridad, Sepi se había mostrado decisivo en el proceso de reunificación de Egipto, impidiendo a Djehuty cometer irreparables errores.
—¿Cuáles fueron las circunstancias de su defunción?
—Majestad, el general prosiguió la exploración hacia el gran sur en compañía de un voluntario. Antes de sucumbir a una insolación, el infeliz nos dio unas confusas explicaciones. A su entender, Sepi fue víctima de los monstruos del desierto. Pero soy de la opinión de que se trata, más bien, de bandidos nubios que han destruido las instalaciones mineras. La región no es segura, no hay posibilidad alguna de encontrarlos.
—Te equivocas —replicó el rey—. Detendré a los asesinos del general Sepi y los castigaré. ¿Protegisteis correctamente sus despojos?
—Por supuesto, majestad. Enterramos el cuerpo a la entrada del uadi Allaki.
—Regresa allí con un momificador y lleva a Sepi a la provincia de Tot.
Furiosa, Bina tenía, sin embargo, que obedecer órdenes. A su modo de ver, habría sido de mayor utilidad en el Fayum que refugiándose en Menfis. Pero nadie, ni siquiera ella, podía discutir una decisión del Anunciador.
Tras haber huido a toda prisa, el viaje en barco había transcurrido bien. Gracias a su rapidez, la muchacha había salvado a los mejores elementos de su tropa, mandando a los menos expertos a una muerte cierta. Se reprochaba a sí misma haber subestimado a Iker; nunca más cometería ese error. Lo consideraba fogoso y decidido, pero creía, sin embargo, que el joven era frágil y manipulable.
Craso error.
Al convertirse en hijo real, Iker se afirmaba como un enemigo irreductible. En vez de ser despedido por Sesostris y devuelto a su provincia natal, el joven escriba se convertía en su brazo armado, al que el faraón había confiado la tarea de reducir a la nada la organización terrorista de Kahun, al margen de un procedimiento convencional.
i Y pensar que la intervención de Iker había tenido lugar sólo unas horas antes de que los asiáticos tomaran la ciudad! Sin duda, el Anunciador consideraría a Bina responsable de tan mala suerte. Y, en ese caso, sus días estaban contados. Sin embargo, la hermosa morena no temía enfrentarse con él ni explicarse. Acusaría, incluso, a sus aliados de Menfis de imprevisión.
Un pelirrojo de mirada maligna recibió a Bina en el puerto. De acuerdo con las consignas de seguridad, los asiáticos se habían dispersado antes de entrar en la capital, pues la policía buscaría uno o varios grupos de extranjeros.
—Te pareces al retrato que me han hecho de ti, niña.
—Ya no soy una niña. Y tú, oculta mejor tu cuchillo de sílex. Una mirada experta lo descubrirá fácilmente.
Una mueca deformó los labios de Shab
el Retorcido
.
—Camina unos pasos detrás de mí, niña, y no me pierdas de vista. No es hora de arrullar ante los varones.
Dado el número de ociosos que paseaban por las calles de Menfis no era difícil pasar desapercibido. Bina se metió entre la multitud y siguió a su guía en actitud alerta.
Cuando
el Retorcido
se metió en una tienda, ella lo imitó.
La puerta se cerró de inmediato a sus espaldas.
—Tengo que registrarte, niña.
—¡No vas a tocarme!
—Son las normas. No hacemos excepción alguna.
Sin bajar los ojos, Bina se quitó la túnica y la ropa interior. Desnuda, desafió a Shab
el Retorcido
.
—Como puedes comprobar, no oculto arma alguna. Devuélveme mis vestidos.
El pelirrojo se los echó a la cara. La hermosa morena volvió a vestirse lentamente.
—Sube al primer piso —le ordenó, severo.
La irónica sonrisa de Bina desapareció. Su próximo interlocutor sería mucho más peligroso que ese mirón.
La estancia estaba sumida en una oscuridad casi completa.
Inmóvil, nerviosa, la muchacha sintió una presencia. En las tinieblas vio dos puntos rojos.
—Sé bienvenida —dijo la dulce voz del Anunciador—. Sólo divisas mis ojos; yo, en cambio, te veo muy bien. Eres hermosa, astuta y valiente, pero no has dado aún toda tu medida.
—No soy responsable del fracaso de Kahun, señor, pues no fui avisada del regreso de Iker ni de su verdadera misión. Nos resultó imposible apoderarnos de la ciudad según el plan previsto. Decidí preservar nuestros mejores hombres antes que verlos perecer a todos en un combate perdido de antemano.
Siguió un largo silencio.
Temblorosa, con los puños cerrados, Bina aguardó el veredicto.
—Nada te reprocho, muchacha. En tan delicadas circunstancias has dado pruebas de iniciativa y has salvado la mayoría de las armas fabricadas en Kahun por nuestros adeptos. Nuestra organización de Menfis está ahora muy bien equipada y podremos ayudar mejor a nuestros hermanos de Canaán.
Bina respiró con más facilidad, pero no se sintió satisfecha con ese elogio.
—¡Señor, mi lugar no es éste! Podría haber sido más útil dirigiéndome al templo, junto al gran lago. Esa fase de nuestra empresa se anuncia ardua, y no estoy segura de que Ibcha, a pesar de su decisión, sea capaz de llevarla a cabo.
Los puntos rojos llamearon.
—Que tu talento no te arrastre a la desobediencia. Soy yo el que manda, Bina, y sólo yo, pues nadie más escucha la voz de Dios. Él me otorga la amplitud de miras
necesaria para dirigir nuestra estrategia según Su voluntad. Tú, como los demás discípulos, debes doblegarte ante ella sin rechistar.
Bina nunca permitía que un hombre la domeñara. Con el Anunciador, en cambio, era distinto. El se afirmaba como un auténtico jefe, inspirado por una fuerza superior que, tras haber arrasado Egipto, se extendería al mundo entero. Matar, destruir, torturar era algo que no turbaba a la joven asiática, puesto que no había otro medio de hacer triunfar la causa a la que consagraba su existencia. Vengaría, así, a su pueblo humillado.
—Aquí vas a serme más útil —prosiguió el Anunciador—, pues voy a dotarte de nuevos poderes. Hasta ahora, sólo has combatido con tus propias cualidades. No bastarán ante nuestros temibles adversarios. Acércate, Bina.
Por unos breves instantes, ella sintió deseos de huir. ¡Qué vergüenza ceder ante el pánico, tan cerca de un maestro supremo!
Avanzó.
El fulgor de los ojos se intensificó. De pronto, Bina tuvo la impresión de que un pico de halcón se hundía en su frente y unas garras en sus brazos. A pesar de la intensidad del ataque, la muchacha no sintió dolor alguno.
Habría jurado que una tibia sangre corría por todo su cuerpo, de la cabeza a los pies.
—Mi carne está ahora en tu carne, mi sangre en tu sangre. Te conviertes así en reina de las tinieblas.
Incrédulos aún, Medes y Gergu contemplaban el minúsculo tatuaje que representaba la cabeza de Seth, grabada en la palma de su mano.
—De modo que no lo hemos soñado —concluyó Gergu abalanzándose sobre una copa de cerveza—. ¿Creéis que ese Anunciador es sólo un hombre? ¡Es un demonio brotado del corazón de la noche!
—Es mucho más que eso, amigo mío, mucho más. Es el mal, ese mal que me fascina desde siempre y que la ley de Maat intenta ahogar. Hemos dado ya grandes pasos juntos, y la alianza con Bega nos permitía entrever hermosas perspectivas. Pero el Anunciador tiene otra dimensión. Con él llevaremos a cabo prodigios.
—Pues yo dejaría que lo lograse a solas.
—Nos necesita. Por muy poderoso que sea tiene que apoyarse en hombres seguros, buenos conocedores del país y de su administración. Nuestro papel será, pues, primordial. El Anunciador no nos ha elegido por casualidad, y ocuparemos los primeros lugares en el futuro gobierno de Egipto. A él le corresponde correr el máximo riesgo para eliminar a Sesostris; a nosotros, el fruto de la victoria.
Menos optimista que Medes, Gergu temía tanto al Anunciador que obedecería sus órdenes al pie de la letra.
—Ve al puerto —exigió Medes— e intenta saber si está anunciado el navio del faraón.
No comprendía por qué la pareja real, el visir y los principales personajes del Estado habían abandonado Menfis. Mientras él se encargaba de los asuntos en curso, Sobek el Protector garantizaba la seguridad de la capital. Sin duda, éste sabía mucho sobre el objetivo de esa expedición y su duración, pero preguntárselo habría despertado su desconfianza. Medes debía seguir portándose como un perfecto secretario de la Casa del Rey, trabajador, competente y discreto.
De pronto, el palacio se agitó y todo el personal salió de su sopor.
Desde la ventana de su despacho, Medes contempló el regreso de Sesostris y de sus ministros. La Casa del Rey fue convocada en seguida, y su secretario tuvo que dar minuciosa cuenta de su gestión. El visir le hizo numerosas preguntas, y no se le dirigió reproche alguno.
Todo el mundo tenía el rostro grave, marcado por una profunda tristeza.
—¿Qué has sabido? —preguntó Medes a Gergu.
—¡Es curiosa, entre los marinos, esa necesidad de contar sus viajes! El faraón viene de Abydos.
—Ve a ver a Bega. Nos revelará qué ha ocurrido allí.
—Sé que el rey se ha detenido en Khemenu, la capital de la provincia de la Liebre, para celebrar allí los funerales del general Sepi, cuyo cuerpo fue llevado en un barco que procedía del sur.
—Sesostris pierde a un hombre valioso. ¿Se conocen las causas de su muerte?
—Al parecer, cayó en manos de los nubios. Algunos mineros y prospectores asistían a la ceremonia, y Sepi gozó de un sarcófago excepcional.
—Nubia, mineros, prospectores… ¡Seguro que Sepi buscaba el oro sanador! Sólo Bega podrá decirnos si lo ha encontrado.
De acuerdo con el proceso habitual, Gergu se dirigió a Abydos para entregar a los permanentes productos de calidad superior y recibir el nuevo encargo de Bega. El sacerdote había considerado oportuno aguardar el regreso a la normalidad antes de reanudar el tráfico de estelas. Durante la estancia del rey y de sus ministros, el aumento de los efectivos militares y policiales impedía cualquier transacción.
Las informaciones de Bega eran para alegrarse: ninguna de las muestras de oro proporcionadas por Sepi había curado al árbol de vida.
Añadiéndose a ese desesperante fracaso, la desaparición del general debilitaba al monarca, que, según Bega, tenía que limitarse a proteger mágicamente la acacia de Osiris, sin poder salvarla.
Cada vez más, Egipto se parecía a un coloso con el corazón enfermo. Al obligarlo a realizar agotadores esfuerzos, el Anunciador provocaría, antes o después, una crisis fatal. La puerta del templo estaría entonces abierta de par en par, y Medes se apoderaría de sus misterios.
Contempló de nuevo la palma de su mano.
Él, un aliado de Seth, vencería a Osiris.
—¿Sin novedad?
—Ninguna, majestad —respondió Sobek el Protector—. Y eso no me gusta.
—¿Por qué estás tan descontento de tu propia eficacia?
—A través del alcalde de Kahun, el hijo real, Iker, nos avisó de que algunos terroristas se habían dirigido a Menfis. Mis hombres no han interceptado a ninguno. Tres hipótesis: o los asiáticos, especialmente hábiles, se han infiltrado sin ser descubiertos, gracias a una organización instalada en la capital, o se han marchado a otra parte, o Iker ha mentido.