La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (4 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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Más todavía se aumentaron mis dudas cuando pude distinguir entre el ruido de las aclamaciones, además de la palabra quizizi, otras dos,
igana iguru
, que iban a mí dirigidas. ¿Habría tal vez en la religión de aquel pueblo la creencia en la venida de un «hombre de lo alto»? O dada la abundancia de símbolos en uso entre los africanos, el nombre Igana Iguru ¿designaría a un hombre de carne y hueso con el cual me confundían? Y ¿cómo era posible esta confusión?

Pero fuese como fuese, yo estaba decidido a ir hasta el fin, tanto más cuanto que el azar se ponía de mi parte. Precedido y acompañado de los indígenas, que no bajarían de mil, entré triunfalmente en la ciudad, que, según supe después, lleva el nombre de Ancu-Myera, por su situación «entre el bosque y el río», y está habitada por pescadores mayas, que sostienen por la vía fluvial un activo comercio con los pueblos del interior, con los que cambian los productos de la pesca por frutas, granos y artículos industriales.

El que hacía de jefe, y luego resultó ser rey y llamarse Ucucu, me condujo al centro de la ciudad, donde se alza, completamente aislado, su palacio, una cabaña o
tembé
de gran extensión, adornado con innumerables aberturas cuadradas y redondas, y defendido por una verja de toscos barrotes de hierro. El techo, tanto del palacio como de las restantes cabañas, es de caballete, denotando cierta influencia europea, pues las tribus, separadas de toda influencia exterior, construyen sus cabañas circulares y de techos cónicos, sin ninguna empalizada defensiva.

Montado siempre sobre el sesudo y tranquilo paquidermo me detuvieron a la puerta misma del tembé, dando frente a un cadalso, alrededor del cual se agrupaban ansiosos los súbditos de Ucucu, de todo sexo y edad. Tanto hombres como mujeres iban vestidos de una amplia túnica flotante, sujeta por debajo de los sobacos y larga hasta las rodillas. Las piernas y brazos completamente desnudos, y la cabeza cubierta por ancho cobertizo en pirámide, formado con cuatro hojas anchas y picudas de cierta especie de palmera. Algunos pequeñuelos estaban completamente desnudos, y en cambio ciertas personas de distinción llevaban, además de las prendas descritas, algunos adornos raros, injertados en la túnica de una manera caprichosa, amén de los brazaletes y collares.

El tipo general de los hombres es el huma, o sea el mismo de los guerreros, aunque de talla más mediana y de facciones más adulteradas por las operaciones quirúrgicas a que se someten para embellecerse; el de las mujeres es bastante agraciado, pero las afea mucho el excesivo desarrollo de los pechos, que se procura estirar hasta que llegan a las ingles. La razón de esta moda es sumamente práctica, pues las mayas amamantan a sus hijos sin abandonar sus faenas ordinarias. Siéntanse en el suelo o en taburete muy bajo, y cruzando las piernas en forma de tijera, colocan en el hueco a sus crías, que sin ningún esfuerzo ni molestia se encuentran en posesión constante de los pechos maternales.

Esperaba lleno de ansiedad el desenlace de aquel espectáculo, que no comprendía, cuando un grupo de hombres armados de lanzas cortas y de machetes apareció conduciendo prisioneros a un hombre joven y de buen parecer y a un asno de poca talla y de pelo claro como de cebra, de la que acaso procediera alguno de sus ascendientes. Ambos prisioneros subieron al cadalso, que se levantaba muy poco del suelo, y a seguida Ucucu habló para someter a mi arbitrio aquel juicio, nuevo en los fastos judiciales de Ancu-Myera. Sucesivamente hablaron dos hombres del séquito del rey para defender al hombre y al asno, que impasibles presenciaban aquella ceremonia forense.

Según pude colegir, el crimen consistía en la profanación del tembé, donde se hacen las ofrendas al funesto espíritu Rubango, única sombra de divinidad en quien creen todos los mayas. Realizado el crimen, había surgido una duda grave acerca de quién fuese el responsable, si el asno, autor material del hecho, o su dueño, culpable por negligencia. Por esta razón el conflicto había sido reservado al Igana Iguru, el gran juez y gran sacerdote.

No es nuevo el caso de que un juez se entere de un proceso merced a lo que oye decir a los contendientes, pero sí era para mí nuevo, original, inaudito, todo aquello que presenciaba. En un pueblo que yo tenía por semisalvaje descubría de improviso la existencia de un poder judicial grande, sabio y ambulante para mayor comodidad de los súbditos; descubría la existencia de principios jurídicos admirables, que constituyen el anhelo de los más adelantados penalistas de Europa, como son la igualdad de todos los seres creados ante la ley y el jurado popular, conforme a los sanos principios de la más pura democracia.

Oídos los discursos, vi que todas las miradas estaban pendientes de mi boca, y me hice cargo de que había llegado el momento de juzgar. La decisión era fácil, porque se veía a las claras que la opinión general estaba con el último de los abogados, con el abogado del asno, y aun no faltó quien gritara: «¡
Afuiri Muigo
!», lo que equivalía a pedir la muerte. Así, pues, mis primeras frases en Ancu-Myera, frases que me pesarían como losa de plomo si no hubiera descargado la responsabilidad de ellas sobre los indígenas, fueron para condenar a Muigo, que así se llamaba el desventurado reo humano. —¡Afuiri Muigo! —dije en tono solemne; y un inmenso clamor salió de todas aquellas bocazas africanas, en el que se mezclaba la satisfacción, el odio, y sobre todo la admiración por mi sabiduría. Sin más preámbulos los sayones cortaron la cabeza a Muigo y se llevaron el asno, que lanzaba rebuznos no sé si de alegría o de dolor.

Según costumbre nacional, los acontecimientos extraordinarios, sean tristes o alegres, se celebran con regocijos públicos. El acontecimiento del día era mi presencia en la ciudad, y para festejarla se habían suspendido desde el amanecer todas las faenas de la pesca y dado suelta a los siervos. Previa invitación de Ucucu, descendí del hipopótamo como magistrado que deja su tribunal, y penetré en la morada regia.

Estaba ésta construida a la manera de las cortijadas de mi tierra: dentro de la verja de hierro se levanta, hasta una altura de doce palmos, una galería cuadrangular, donde tienen sus habitaciones el rey, sus hijos y sus siervos. En el espacio cerrado por estas galerías, cuya cabida no bajará de dos fanegas de marco real, hay numerosos tembés y templetes rústicos, diseminados sin regularidad, donde se contiene cuanto es necesario para la comodidad, recreo e higiene del señor. En las habitaciones de éste resplandecía un gran aseo, y se respiraba esa atmósfera de sencillez y tosquedad reveladora de una gran pureza de costumbres.

Después de refrigerarnos con algunas libaciones de fresco vino de banano, a una indicación mía, Ucucu me llevó al interior del palacio para mostrarme sus riquezas. Entretanto, sus acompañantes, casi todos funcionarios públicos, quedaron conversando sobre asuntos de gobierno. Nuestra primera visita fue a un kiosco, donde pude ver más de un centenar de loros de varias pintas, todos muy vivarachos y charlatanes. Una de las aficiones, acaso la principal, de los mayas, es la cría de loros, a los que maestros muy hábiles que hay para el caso, instruyen en diversas gracias, chistes y aun largos discursos. Ucucu me mostró particularmente algunos de aquellos oradores, que, según él, se expresaban con tanta facilidad que pudieran ser tenidos por personas de juicio y ser escuchados como oráculos. A esto asentí yo, pero indicándole que no siempre la sabiduría acompaña a la fácil elocución; aun entre los hombres, que son los seres más sabios de la tierra, suele encontrarse alguno que no es tan sabio como los demás, y que se distingue porque habla más que los otros. Pues así como con el estómago ligero se anda con más agilidad, con la cabeza vacía la boca se abre y las palabras escapan velozmente.

Desde el kiosco de los loros fuimos al harén, que Ucucu no tuvo reparo en enseñarme. El harén es una copia reducida del palacio, aunque sin ventanas ni claraboyas al exterior. Las diversas habitaciones toman sus luces de un patio anchísimo, plantado de árboles de sombra y separado de las habitaciones por galerías descubiertas, semejantes a los cenadores andaluces. Cada mujer tiene su habitación de día, en la que vive con sus hijos hasta que éstos cumplen los cuatro años y pasan a poder del padre, que los confía a ciertos pedagogos o siervos, que saben relatar de coro la historia del reino, única ciencia que se considera necesaria, porque sirve para entusiasmar a la plebe y para olvidar las miserias del presente con el recuerdo de las grandezas del pasado.

El último año, los habitantes de Ancu-Myera fueron apaleados y lanceados por un grupo de guerreros que, no teniendo enemigos exteriores que combatir, debían librar batalla con los habitantes del interior para no perder el ardor bélico. Tal fue la desesperación de los de Ancu-Myera ante su vergonzosa derrota, que muchos querían abandonar la ciudad, y lo hubieran realizado sin una arenga enérgica de Ucucu, gran conocedor de la Historia, en que les recordó la del valiente Usana, el rey Sol, que, de simple pescador, llegó a ser rey de todos los reyes mayas, a reunir grandes riquezas y a dejar un recuerdo imperecedero. Con esto el pueblo recobró su animación habitual, llegando, por último, a olvidar el agravio cuando se comprendió que sus causas habían sido la profanación de la casa de Rubango y el deseo de venganza de éste. Así se explica el furor popular contra Muigo, la patriótica indignación que yo torpemente había juzgado en los primeros momentos como salvaje brutalidad.

Después de pasar un largo y tortuoso corredor llegamos al patio del harén, en donde había dos docenas de mujeres que cantaban con voz cadenciosa y dormilona una canción en que se repetía con frecuencia el nombre de Ucucu. Cada día se recita una canción diferente para ensalzar las últimas hazañas del señor, y la de este día era como sigue:

Felicidad a Ucucu, al valiente muanango.

Con el canto del gallo (ucucu) fue Ucucu al Unzu.

En la mano llevaba el
inchumo
(especie de lanza),

Pero la pesca de Ucucu no fue el
anzú
(pez):

Ha matado al terrible
angüé
(leopardo).

El principal deber de una
muntu
, de la mujer en general, es cantar las alabanzas de un hombre del esposo, del padre o del hijo, según las circunstancias. La honestidad de la mujer exige que ésta, ya sea con sinceridad, ya con hipocresía (si es que tan bajo sentimiento cabe en el corazón de estas mujeres), tenga siempre en sus labios el nombre de aquel que la mantiene.

Sin ser psicólogos, los mayas conocen la virtud extraordinaria de la repetición de una palabra, y saben que la mujer ama y respeta por la fuerza de la costumbre. Para ellos, las pruebas de amor que a nosotros nos satisfacen y nos enloquecen serían motivo de irrisión, pues entenderían que la mujer que libremente ama, libremente deja de amar. Como a los animales domésticos se les impone la obligación del trabajo, a la mujer se le impone la del amor, cuyas formas exteriores son el servicio del esposo y la cría de los hijos. La mujer holgazana es vendida como sierva para los trabajos agrícolas; la estéril es devuelta a su antigua familia, mediante la devolución de la mitad del precio dotal. Pero si la mujer es hermosa (y para el gusto del país las hay hermosísimas) se la dispensa la holgazanería y la esterilidad, y entra a formar parte de los harenes ricos, que se honran teniendo algunas mujeres de lujo.

Al mismo tiempo que las mujeres de Ucucu entonaban su canción, inventada bien de mañana por uno de los siervos pedagogos, se entretenían en sus quehaceres; sólo tres dormitaban tendidas sobre pieles de leopardo; las demás estaban sentadas y tejían con fibras vegetales una pleita, de la que se forma después la tela para las túnicas, o amamantaban a sus pequeñuelos, o lavoteaban en una pocilga varias prendas de vestir. En medio del patio, unos cuantos negrillos se entretenían jugando con la arena, completamente desnudos. Algunas de las mujeres estaban también desnudas, y a nuestra llegada entraron a engalanarse, no por pudor, sino por deferencia a Ucucu. El pudor no existe, quizás porque la piel, sin ser negra, es excesivamente morena y carece de matices para reflejarlo. De esta observación he deducido yo que acaso lo que llamamos pudor sea, más que una cualidad espiritual, una propiedad del cutis, una caprichosa irritabilidad del tejido pigmentario.

Una de las mujeres que, tumbadas sobre pieles, holgaban, especie de matrona de carnes abundantísimas, después de obtener la venia de Ucucu, me dirigió la palabra para pedirme noticias de la corte de Maya, donde había nacido y pasado su juventud. Yo procuré salir del paso con respuestas ambiguas que no descubrieran mi superchería y que me proporcionasen alguna luz sobre mi verdadera situación. Esto ofrecía serias dificultades, porque Niezi, o Estrella (que así se llamaba la matrona), se expresaba en un lenguaje rápido y confuso, muy diferente del que hasta entonces había yo oído.

A lo que pude entender, el Igana Iguru, cuyo título y preeminencias usurpaba yo en aquellos momentos, era el primer magistrado o sacerdote del rey Quiganza, y su misión, además de presidir los sacrificios era recorrer de tiempo en tiempo todas las ciudades del reino y decidir, como supremo juez, las cuestiones judiciales arduas. Niezi había sido en primeras nupcias esposa de un Igana Iguru llamado Arimi, el hombre «elocuente», cuya muerte fue misteriosa. Habiendo llegado cerca de Mbúa, se apeó del hipopótamo sagrado y se dirigió a la gruta de Rubango, que hay en el lago Unzu, para hacer una ofrenda e inspirarse antes de entrar en la ciudad y condenar a muerte al culpable reyezuelo Muno. Al cabo de cinco días, el hipopótamo fue encontrado solo en el bosque, y en la gruta la túnica y las sandalias de Arimi, que, bañándose en el lago, había sido devorado por un cocodrilo, según anunció el espíritu de Rubango por boca de Muana, hermano de Arimi, sucesor de su dignidad, y condenado poco después a muerte por el rey. A este hecho debieron la libertad las mujeres del Igana Iguru, entre ellas Niezi, vendida por su padre a Ucucu. El nuevo lgana Iguru fue el hijo del ardiente rey Moru, Viaco, cuya muerte ignoraban los hijos de Ancu-Myera, bien que se alegrasen de ella, como todos los mayas, pues a la crueldad de Viaco había sucedido la piedad, de que yo daba tantas señales.

Esta charla me puso al corriente de la situación, y, como hombre que se resuelve a jugar el todo por el todo, adopté mi plan, convencido de que los mayores imposibles se logran con audacia cuando se cuenta con inteligencias pobres y exaltadas, propicias a aceptar más fácilmente lo absurdo que lo razonable.

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