La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid (29 page)

BOOK: La conquista del reino de Maya por el último conquistador español Pío Cid
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Aunque la gloriosa batalla de Unya, que colocó a Mujanda a la altura del inmortal Usana, parecía resolver la contienda a nuestro favor, las tropas desearon tomar de nuevo la ofensiva, particularmente cuando se supo que entre las quince derrotas y el triunfo final habían muerto dos generales, cinco centuriones, cuarenta jefes de escuadra y más de mil soldados de número, con cuyas vacantes hubo gran movimiento en las escalas e ingresaron cerca de mil cien soldados voluntarios en el ejército regular, previo el juramento de la poliandria. Pero antes de proseguir las operaciones creí preciso remediar dos deficiencias capitales notadas, entre otras muchas, en la organización de nuestras tropas. Faltaba un cuerpo de administración militar que las abasteciese de todo lo necesario y evitase las numerosas deserciones ocasionadas por la carencia de mujeres, de alimentos y en particular del tan apetecido alcohol, y faltaba, asimismo, un servicio de información rápida entre el ejército y las ciudades más próximas al centro de operaciones.

Al regresar a Maya tomé el camino de Bangola, y asesorado por su reyezuelo Lisu, el de los grandes ojos, encargué a los más hábiles herreros la construcción de cien carretillas con tapaderas de cierre muy ajustado, que pudiesen servir para el transporte de líquidos, y ordené que las confiarán a las mujeres de los ruandas, para que acompañaran al ejército como cantineras. Para el servicio de correos utilicé, con excelente inspiración, el velocípedo, que después sirvió también para la exploración en las avanzadas, y vino a suplir la falta de caballería. Con dos ruedas, poco más grandes que las que se hacían para las carretillas, y un montaje lo más sólido y sencillo posible, quedaba formada una bicicleta, de marcha un poco brusca pero de gran duración. Esta novedad se extendió al vuelo por todo el país, y los mayas, cuyas aptitudes eran universales, hicieron grandes progresos; en este género de locomoción. Al poco tiempo pude notar, sin embargo, que el nuevo ejercicio les dañaba en su constitución física, pues el hábito de andar muy inclinados sobre ruedas les infundía vehementes deseos de andar luego a cuatro pies. También sus facultades intelectuales, y esto es más sensible, se debilitaban, y llegué a deducir de ello que la evolución cerebral debe depender de la posición del cuerpo y que si el hombre abandonara la estación bípeda por la cuadrúpeda, volvería prontamente a su estado originario de animalidad. Estas observaciones no pretendo generalizarlas; ni creo que hallen comprobación en los velocipedistas civilizados; los mayas están más cerca que éstos del estado animal, y vuelven a él más fácilmente.

Realizadas tan importantes comisiones, regresé a la corte para celebrar el segundo ucuezi, el cual fue turbado por un acontecimiento trascendental y previsto por mí, aunque no para tan cercana fecha: la muerte repentina de Mujanda en pleno día y rodeado de sus súbditos, primera e ilustre víctima de una enfermedad desconocida hasta entonces: el
delírium tremens
. Acto seguido procedí a la proclamación del nuevo rey, Josimiré, y a la designación de regentes que, durante su menor edad, rubricasen los acuerdos del Real Consejo. Como las mujeres están excluidas de los cargos públicos, no había que contar con la vieja Mpizi, a la que yo hubiera dado la preferencia, y entre los hombres, dada la importancia del cargo y la conveniencia de proveerlo sin tardanza, la elección debía recaer sobre uno de los tres consejeros que se hallaban presentes, el gran mímico Catana y el gigantesco Mjudsu, hijos del elocuente Arimi, y Asato, hijo del cabezudo Quiganza y aspirante al trono. Para no elegir sólo a Asato y para no desairarle tampoco, así como para dejar más vacantes de consejeros, opté por la regencia trina, y Catana, Mjudsu y Asato fueron proclamados regentes por el pueblo, con lo cual la mayoría estaba asegurada a mi favor.

Felizmente consumada la transmisión legal del poder, di permiso a todos los súbditos del nuevo rey para que se entregasen sin reserva a su sincero dolor por la pérdida del gran héroe de Unya, muerto en el apogeo de su grandeza y de su popularidad. Suspendiéronse las fiestas en el circo y todos los espectáculos anunciados para aquel día, y diose libertad a cuarenta siervos accas, acusados de adulterio y destinados a sufrir, unos, la muerte en las astas de los búfalos; otros, el apaleamiento. Después comenzose a formar, en el orden acostumbrado, el cortejo que antes de regresar a la ciudad debía dirigirse a la gruta de Bau-Mau para presenciar el sepelio de los reales despojos (que en Maya sigue inmediatamente a la defunción) y el sacrificio de las mujeres de Mujanda que quisieran acompañar a su esposo al reino de las sombras. Privilegio envidiable, de que gozan sólo las mujeres del rey en el momento preciso en que éste es arrojado en la gruta, pues según las creencias del país, el enterramiento al pie o en el tronco de los baobabs es una especie de purgatorio, que termina cuando la persona enterrada logra llegar por caminos subterráneos a la sima de Bau-Mau, mientras que el sepelio en la gruta representa la gloria inmediata, el más rápido acceso a la mansión de Rubango. Por esto todas las mujeres apetecen ser sacrificadas, y lo serían si no fuera por la oposición del rey sucesor, que retiene a muchas de ellas para ornamento de su harén; pero a la muerte de Mujanda, por la tierna edad de Josimiré, no había obstáculo para que todas realizasen su deseo, avivado aún más porque las muertes violentas del cabezudo Quiganza y del fogoso Viaco no habían permitido la celebración de los sacrificios.

Llegados a la gruta de Bau-Mau, que está cerca de la catarata, los tres consejeros regentes y yo, conductores del cadáver, le despojamos de la túnica, sandalias, penacho, collares, brazaletes y demás adornos, para devolverlo a la tierra en su pureza original, y separando las grandes piedras, que cerraban la ancha abertura de aquel profundísimo agujero, le dejamos caer de cabeza, en medio de la general suspensión de los ánimos. Yo apliqué el oído; y como el silencio era tan solemne, pude percibir un lejano eco, semejante al que produce un acetre al caer en lo hondo de una tinaja; por donde comprendí que la gruta era una especie de pozo natural, en comunicación con el río o quizás con el lago Unzu, por debajo del lecho del Myera.

Encaramándome sobre una de las enormes piedras que habíamos quitado de la boca de la gruta, con el cuchillo reluciente en la diestra, como un viejo druida, me apercibí a consumar el generoso sacrificio de las mujeres del malogrado Mujanda, las cuales se habían puesto presurosas delante de mí, separadas en cuatro grupos, como indicando que hasta la muerte conservarían los odios que en vida se habían tenido. Adelantose la primera la aguanosa Midyezi, hija de Memé, y se despojó rápidamente de todos sus atavíos, y por último de su túnica; ya no era aquella candorosa adolescente que representó con su hermana, la noche de mi llegada a la corte, el patético episodio de la vida del rey Sol, aquel en que el rey de Banga, vencido por Usana, descubre la ficción de su sexo y conquista el corazón del vencedor, sino que era una bella y robusta matrona, de nobles líneas ondulantes, a la que, no sin pena, descargué el golpe fatal, que la envió a la mansión de los muertos. Siguió el segundo grupo, de unas treinta mujeres, capitaneadas por la obesa Carulia, y luego más de cincuenta, agrupadas en torno de la tejedora Rubuca, y por fin otras setenta, dirigidas por la simple Musandé, la hija del carnoso Niama, reyezuelo de Quetiba, y todas fueron una, a una, inmoladas como lo había sido Midyezi, y arrojadas a la insaciable sima de Bau-Mau. Y no se oyó ningún lamento, ni se turbó la sublimidad del espectáculo con ningún acto de cobardía; y aun yo mismo llegué a creer que acaso sea preferible adelantar un poco el momento de la muerte si se ha de morir como morían las ilustres esposas de Mujanda, con tanta nobleza en la actitud y tanta felicidad en el semblante. Así como me repugnaba la muerte impuesta por mandato de la ley, me entusiasmó este sacrificio humano voluntario, y si de mí dependiera, lo restablecería sin vacilar en las naciones civilizadas. En cuanto se dificulta el único sacrifico noble que puede hacer el hombre, el de su vida en aras de su creencia o de su capricho, el ideal se desvanece, y no quedan para constituir las sociedades futuras más que cuatro pobres locos, que aún no han acertado con el modo de suicidarse, y un crecido número de seres materializados por completo, embrutecidos por sus demasiado pacíficas y prolongadas digestiones.

CAPÍTULO XX

De cómo Asato fue nombrado Igana Iguru, y del draconiano proyecto que concibió para corregir la creciente inmoralidad de las costumbres.—Sublevación de los accas.—Paz con el Ancori.

La reina Mpizi no podía acostumbrarse a la soledad en que la había dejado, con la muerte de su hijo mayor, la brusca desaparición de sus ciento cincuenta y cinco nueras; por respeto a las tradiciones no intentó oponerse al para ella tan doloroso sacrificio; pero habíala impresionado vivamente, al regresar a su palacio, el profundo silencio que en todo él reinaba, turbado sólo por el ir y venir de los enanos. La infecundidad del rey había impedido que el palacio real disfrutara del mejor ornamento de una casa maya: los numerosos niños, traviesos, graciosos, juguetones, que inspiraban una dulcísima afección, exenta de penosos cuidados por abundar a bajo precio los artículos de primera necesidad; para mayor desgracia, los hijos que Mujanda había adquirido por accesión habían sido reclamados, al cumplir la edad legal, por los jefes de las familias de que por parte de padre procedían; y las gracias precoces del rey Josimiré, aunque consolaban un tanto a su afligida madre, no podían remediar los inmensos estragos causados por la muerte.

Este particular estado psicológico de la reina Mpizi no es anotado aquí por simple curiosidad o por presentar una excepción del tipo de la suegra, eternamente zaherido de la alocada juventud, sino por las consecuencias políticas que produjo; pues la tristeza y el aburrimiento hicieron concebir a la reina la idea de atraerme al palacio real, y de dar fin a la situación anómala en que, por altos respetos, habíamos ella y yo hasta entonces vivido. La ley maya ordena que la esposa siga al esposo, pero no se opone a que el esposo siga a la esposa; y ya que lo primero no había podido ser, era conveniente realizar lo segundo, ahora que tan gran parte del palacio había quedado desocupada. Yo expuse ante mis mujeres los deseos de Mpizi, y todas se mostraron bien dispuestas al cambio de domicilio, en el que salían mejoradas; en cuanto a la reina Muvi, su entusiasmo no podía ser mayor, pues su naturaleza vehemente atesoraba un inmenso caudal de ternura, de admiración y de orgullo por aquel inocente Josimiré, a cuya gloria y grandeza había ella sacrificado los augustos derechos de la maternidad.

Como en Maya los cargos públicos están ligados muy fuertemente a los atributos exteriores, no era posible que yo continuase ejerciendo el mío una vez que abandonara mi palacio, y con él todas sus pertenencias propias, entre las que ocupaba un lugar preeminente el sagrado hipopótamo, y había que pensar en el nombramiento de un Igana Iguru; y quizá la razón que me decidió más que ninguna otra a acceder a la mudanza, fue el deseo de apartarme de los negocios públicos, de ver desde lejos cómo funcionaba el organismo fabricado por mí. Puesto que un día u otro la muerte podía sorprenderme y la nación se había de ver privada de mis servicios, era prudentísimo hacer antes estos ensayos para corregir lo defectuoso, suprimir lo perjudicial y completar lo deficiente, con lo cual yo podría abandonar el mundo con la conciencia tranquila y con la satisfacción de haber realizado una obra buena y durable.

La elección de nuevo Igana Iguru correspondía a los regentes, y de buena gana hubiera yo influido sobre éstos para que designasen una de las dos personas en quienes tenía más confianza: el listísimo Sungo o su hijo, el astuto Tsetsé; pero la ley exigía que el Igana Iguru fuese hijo o nieto de rey, y Sungo era sólo bisnieto, y Tsetsé tataranieto. Quedaban numerosos descendientes próximos del corpulento Viti, del ardiente Moru y del fogoso Viaco; pero tenían derecho preferente los del último y cabezudo rey Quiganza, entre los que había un solo hijo varón, el regente Asato; y en edad de desempeñar el cargo, varios nietos de línea femenina. Hice elegir, pues, a Asato por respeto a la ley y por apartarlo de la regencia. Los regentes tenían libre entrada en el palacio real, y vivían en la intimidad de Josimiré; y como Asato era presunto heredero de la corona, parecíame arriesgado mantenerle en un puesto en que le sería muy fácil matar a su primito Asato aceptó con gran júbilo la dignidad de Igana Iguru, así como la designación de dos nuevos auxiliares o Igurus que le ayudasen a llevar el pesado fardo de sus atribuciones: el bravo uaganga Angüé, el flechero, antes auxiliar mío en Upala, fue comisionado particularmente para la preparación de los abonos, y el astuto Tsetsé para la fabricación del alcohol. Yo sólo me reservé, por razón de Estado, la facultad de crear los misteriosos rujus y de fabricar las tinturas y la pólvora.

El puesto vacante por el nombramiento de Asato fue concedido a Sungo, con lo cual la regencia quedaba en manos de los tres hermanos, Sungo, Catana, y Mjudsu; y para la prebenda de Boro, en la que el astuto Tsetsé había acumulado tantas riquezas, nombré al jefe de los pedagogos de Maya, al ilustre geógrafo Quingani, que había figurado en la expedición científica al Ancori, y que era el primer ejemplo de lo que pueden el talento y la perseverancia en un Estado democrático. Quingani era natural de Mbúa e hijo de siervos; su madre fue condenada, por robo, a trabajar en los campos del reyezuelo Muno, famoso por su crueldad y por sus tremendos labios, no menores que los de un hipopótamo; y en vista de su holgazanería, los capataces que vigilaban a los siervos la arrojaron viva, sin consideración a lo avanzado de su preñez, en una fosa que había en el valle del Unzu, para que allí muriese de hambre. Pero la fortuna quiso que por aquellos días ocurriese la rebelión de Muno, su deposición y muerte, y la proclamación del nuevo reyezuelo Lisu, y por incidencia la liberación de la pobre sierva; la cual, durante su encierro en el
impace
, había dado a luz el niño que por esta razón recibió el nombre de Quingani, «el hijo del valle». Quingani, no obstante su ruindad y servilismo, llegó a ser el más hábil pedagogo de Lisu y el encargado de la educación de Mujanda, quien, al ser proclamado rey, le recompensó nombrándole pedagogo público y allanándole el camino para más altos honores.

Quedaban cuatro vacantes de consejeros, y antes de abandonar los negocios públicos quise proveerlas entre los más merecedores, para dejar un último y agradable recuerdo de mi influencia. Para la de Sungo, que era del orden de reyezuelos, hice designar al hermano de la reina, Lisu, reyezuelo de Bangola, con obligación de marchar a Unya a dirigir la banda musical; al puesto de Lisu fue ascendido el corredor Churuqui, reyezuelo de Mbúa; el valiente Ucucu pasó de Upala a Mbúa; el narilargo Monyo vino a Upala, en recompensa de los méritos contraídos en la defensa de Unya; a Unya fue el veloz Nionyi, reyezuelo de Ancu-Myera, deseoso de tomar parte en la lucha contra el Ancori; a Ancu-Myera pasó el pacífico Mtata, reyezuelo de la decadente ciudad de Misúa, y este gobierno, rechazado por los reyezuelos de Mpizi, Urimi y Cari, a quienes lo ofrecí, fue admitido por el reyezuelo de Rozica, el despejado Macumu, llamado así por su extremada afición a las habas verdes que en las vegas de Misúa se crían en abundancia; por último, a Rozica fue un reyezuelo de nueva creación, el famoso cantor de las palmeras, Uquindu, siervo de Upala que me fue regalado por el corredor Churuqui, y que, casado con la viuda del siervo Enchúa, víctima de la revolución, había quedado en mi casa como primer pedagogo después de la liberación de los siervos.

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