—Llamaré al doctor Gracián —dijo la enfermera.
—Sí, llámele y dígale que la chica está conmigo en mi casa.
—¿Cómo dice? ¡No estará hablando en serio! ¡No puede hacer eso!
Sin contestar a la enfermera, Fidel tiró de la mano de Woona volviendo a cruzar la puerta del Hospital.
Minutos después, Fidel y Woona abandonaban el ascensor en la segunda planta del edificio de la Comandancia, donde los Aznar tenían su apartamento familiar, puerta con puerta con el apartamento de sus amigos los Balmer.
El viejo Richard Balmer había acudido con su hija Verónica al apartamento de los Aznar, para escuchar de boca de su viejo camarada los planes referentes al próximo desembarco.
¡Hola! —Exclamó el Almirante al ver entrar a Fidel llevando de la mano a la rubia y escultural amazona —. La capturaste, por lo que veo.
—La seguí hasta la terraza. Allí se detuvo asustada sin atreverse a caminar sobre el cristal.
—Es una chica muy guapa —dijo doña Dolores Aznar admirando las proporciones de la salvaje—. ¿Cómo se llama?
—Woona.
—¿Diste cuenta a la policía de que habías capturado a la chica? —preguntó el Almirante.
—Por supuesto. La devolví al Hospital, pero allí querían ponerle una camisa de fuerza. Me negué y la traje aquí. ¿Sabes lo que han estado haciendo con esta pobre gente?
—Espero que no les hayan torturado —dijo el señor Aznar con su mordacidad característica—. ¿Qué hicieron?
—Les pusieron camisas de fuerza, les inyectaron drogas hipnóticas para reducirles, les llevaron ante las pantallas de Rayos Equis y les clavaron otras agujas para extraerles muestras de sangre. —¿Nada más que eso?
—¡Papá, tienes que tratar de ponerte en lugar de estos infelices para comprender lo que significó para ellos!
—Sí, comprendo lo que quieres decir —murmuró el Almirante abandonando su acento festivo—. Ni siquiera a mí me guste que me pinchen con esas malditas agujas.
Sonó el zumbador de la puerta. La selvática Woona pegó un brinco de sobresalto y Fidel fue a abrir. Era el doctor Gracián acompañado de dos celadores que traían una camisa de fuerza. Tanto el doctor como los enfermeros conservaban todavía sus batas blancas. El doctor entró muy enfadado, preguntando a Fidel: —Veamos, ¿dónde tienes a la salvaje?
—Hola doctor —saludó el señor Aznar poniéndose en pie—. Pase, no se quede en la puerta.
En verdad, el médico ya estaba dentro del apartamento. Enrojeció y se disculpó.
—Usted perdone, don Miguel. Se trata de esa chica. Fidel vino con ella al Hospital y luego desatendió las indicaciones de nuestra enfermera jefe, llevándose de nuevo a la salvaje.
—Sí, mal hecho —dijo el Almirante sacudiendo la cabeza—. Al parecer, mi hijo formó una mala opinión de los procedimientos que ustedes están utilizando con los nativos. Más o menos da la impresión de que han estado torturándoles…
—¡Torturándoles! —exclamó el doctor indignado—. No habrá creído usted eso.
—Yo no. Pero bien mirado, si nos colocamos en lugar de los prisioneros, puede que ellos no piensen lo mismo que nosotros.
—Hemos hecho lo que estábamos obligados a hacer. Examinar su esqueleto y sus órganos a través de Rayos Equis, analizar su sangre, sus mucosas y su orina… Gracias a nuestro trabajo sabemos ahora que estas criaturas están biológica y anatómicamente constituidos como nosotros. Hemos llevado a cabo una gran labor, ni más ni menos que lo que se esperaba y exigía de nosotros, y hemos tratado en todo momento de ser pacientes y comprensivos con estos salvajes.
——¿Porqué les llama salvajes, doctor?
Bueno, ¿es que no lo son? —se extrañó Gracián—. Suponga que ellos nos Mamen a nosotros bárbaros. ¿Lo somos? No en nuestro propio concepto, claro que no. Sin embargo, ¿cómo hemos aparecido ante ellos? Los muchachos se presentaron ante ellos vestidos con una forma extraña, salieron de una aeronave que descendía directamente del cielo, y matamos o producimos graves quemaduras a muchos de los nativos con nuestros rayos Zeta. Les trajimos a nuestro autoplaneta, les metimos en un laboratorio y nos dedicamos a examinarlos, sobarlos y pincharles por todos lados como si fueran bichos raros. ¿No seremos nosotros, con razón, más raros que ellos con respecto a nosotros, doctor Gracián? Usted es psicólogo, entre otras muchas cosas. ¿Qué me dice a esto?
—Que es posible que tenga usted mucha razón. Ellos no están en condiciones de comprender nuestras intenciones ni nuestros procedimientos. Soy psicólogo y tuve en cuenta este aspecto del problema. Sin embargo, no existía otro procedimiento para llegar rápidamente a las conclusiones que finalmente pudimos obtener gracias a nuestro trabajo de investigación.
—Pero su trabajo de investigación ya ha terminado, ¿no es cierto? —dijo Fidel—. Ya no hay razón para que la chica siga en el Hospital, encerrada como un animal salvaje en una celda acolchada, prisionera de una camisa de fuerza, rodeada de hombres vestidos de blanco que la contemplan como un bicho raro…
—Quedan otras muchas cosas por investigar —aseguró el doctor—. Necesitamos estudiar su lengua, por ejemplo. Sólo cuando aprendamos su idioma podremos penetrar en su mentalidad, conoceremos su cultura, su sistema social y sus creencias religiosas entre otras muchas cosas. Yo y mis ayudantes hemos empezado y a con la tarea.
—Dígame, doctor —preguntó el señor Aznar—. ¿Sabe ya como se llama esta chica?
—No. Es demasiado pronto. Supongo que habrá de transcurrir un tiempo hasta que vayan calmándose y acostumbrándose a nosotros y a los objetos que nos rodean.
—La chica se llama Woona —dijo el Almirante.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Gracián con incredulidad.
—Ella me lo dijo —contestó Fidel.
—¡Pero si se han negado a cruzar una palabra con nosotros! Y no sólo eso. Tampoco quieren comer, ni beber. Intentaron suicidarse, y en la primera oportunidad nos atacaron y casi nos matan.
—¿Fue ella quien se apoderó de un bisturí y atacó a los hombres de su equipo? —preguntó Fidel.
—En efecto, fue la chica. Nunca debimos compadecernos de su condición de mujer. Es muy peligrosa, se lo aseguro. ¡Y ahí donde la ve tiene la fuerza de un titán!
—Pues yo la veo muy tranquila ahora —dijo el señor Aznar sonriendo irónicamente—. A decir verdad, parecía mucho más tranquila hasta que usted llegó. ¿No es lógico que la chica sienta temor ante usted, asociándole al recuerdo de las agujas hipodérmicas, los Rayos Equis y las camisas de fuerza? Yo no soy psicólogo, doctor. Sin embargo, temo para mí que poco será lo que usted y sus ayudantes consigan de estos nativos. ¿Por qué no permite que se ocupe Fidel de ella? El es joven y no mal parecido, y ella es una mujer al fin y al cabo. Quizás ha encontrado en este majadero su campeón y protector, ¿quién sabe?
—No me opondré a que Fidel haga una prueba. Puede venir mañana al Hospital y colaborar con nosotros.
—Nada de volver al Hospital —dijo el Almirante con rudeza—. La chica se quedará aquí. Espero conseguir con un trato familiar mucho más que ustedes con todas sus retorcidas teorías.
—Muy bien, si ese es su deseo —dijo el doctor con mal disimulado enojo—. Bien entendido que no me hago responsable de cuanto pueda ocurrir.
—¡Vaya, doctor! ¿Se ha enfadado? No lo tome así, no sea chiquillo. No tratamos de competir con usted, sólo se trata de hacer una prueba —dijo el Almirante Aznar.
—Les deseo mucho éxito —dijo secamente el doctor. Y con una leve inclinación de cabeza—. Buenas noches, señora Aznar. Buenas noches a todos.
Salió y se llevó consigo a los celadores. Apenas se hubo cerrado la puerta, el Almirante soltó una carcajada.
—¡Allá va el doctor echando chispas! ¿Por qué serán tan quisquillosos estos doctores cuando alguien intenta interferirse en los asuntos de su competencia?
—Suponte que el doctor Gracián quisiera indicarte la mejor manera de llevar el autoplaneta a un rumbo determinado —dijo el señor Richard Balmer—. ¿Qué dirías a eso?
—Le mandaría a paseo, sencillamente. Pero no es lo mismo, ¡qué caray! Yo no he estudiado psicología ni sociología, pero he vivido muchos años, igual que tú, y creo saber algo acerca de las reacciones del espíritu humano. Dicen que los prisioneros se niegan a comer. ¿Significa eso que se han declarado en huelga de hambre, o sencillamente que no les gusta nuestra comida? ¡Lola, prepara algo de comer para Woona!
—Será mejor que todos comamos con ella —apuntó Fidel—. De lo contrario puede pensar que intentamos envenenarla. Tío Richard, ¿habéis cenado?
Los Balmer no habían cenado y se quedaron con sus amigos, atraídos por la novedad de la presencia de la rubia salvaje. Woona, evidentemente, no se encontraba muy a sus anchas allí, entre gente desconocida, pero de cualquier modo esto debía ser para ella mucho mejor que la celda acolchada del Hospital donde hasta entonces había estado aislada.
La muchacha todo era mirar a su alrededor, observando los muros y los techos, las lámparas y los cuadros que colgaban de unos y otros, los muebles, espejos y cuanto de novedoso era para ella, que era prácticamente todo.
Los cosmonautas no tenían mucho que elegir en su parco repertorio de alimentos. La cena de aquella noche consistía en sopa de mejillones, carne sintética con buñuelos de harina artificial, pan de algas, margarina y melaza.
Puestos los platos sobre la mesa por Verónica, la señora Aznar vino de la cocina con la sopera y todos se sentaron alrededor de la mesa.
Woona, que debía estar ferozmente hambrienta, husmeó el agradable olor que salía con el vaho del plato de sopa. Tomó la cuchara, la examinó con curiosidad y miró a sus indiferentes comensales para observar cómo usaban el instrumento. Finalmente, metió la cuchara en la sopa, la probó… ¡y le gustó!
Terminó Woona rápidamente con su ración, entre grandes sorbos que provocaron la sonrisa comprensiva y complaciente de sus anfitriones, y miró ávidamente a la sopera como queriendo más.
—¿Más? —le preguntó la señora Aznar. Pero la chica no pareció entenderla y doña Dolores le sirvió lo que quedaba en la sopera.
La carne sintética, por el contrario, no fue del gusto de Woona. Para empezar, ni siquiera tenía el aspecto de carne, y su sabor se parecía a la nuez moscada. Woona apartó con repugnancia aquella pasta rojiza presentada en forma de pasta en rodajas, y sólo aceptó, aunque haciendo muecas, una rebanada de pan untada con margarina.
Tampoco le gustó el sucedáneo del café que los cosmonautas tomaban después de las comidas.
—Como no desembarquemos pronto y obtengamos carne «de verdad», ésta se nos muere de hambre —comentó el Almirante Aznar.
Esto suscitó un largo comentario acerca de los planes para el inminente desembarco, tema que había quedado interrumpido cuando Fidel llegó acompañado de Woona.
Fidel y Verónica acompañaron a la indígena a la habitación de los huéspedes. Le mostraron el cuarto de baño y la forma de utilizar los distintos servicios. Aunque echando recelosas miradas al retrete de impoluta blancura, la muchacha encontró muy agradable el agua caliente y fría que salía de los grifos.
Le mostraron la cama, reclinando Fidel la mejilla sobre la palma de la mano para indicarle que aquello era para dormir. Woona comprendió lo que quería decirle y se tiró sobre la cama, mas al sentir que los muelles cedían bajo su cuerpo, pegó un grito de susto y se puso en pie de un brinco. Fidel se echó a reír.
—Apuesto a que nunca has dormido sobre una cama tan blanda —dijo—. Y tendiéndose en el lecho le demostró que no había ningún peligro en su voluptuosa blandura.
Woona volvió a probar con gran lujo de precauciones, hasta que adquirió confianza y empezó a dar saltos, haciendo flexionar los muelles, lo que le causó gran risa.
Fidel, finalmente, le mostró la forma de encender y apagar la lamparilla eléctrica, tirando del cordón que accionaba el interruptor. Woona, siguiendo su mímica, tiró del cordón y apagó. Volvió a tirar y encendió, y como sí hubiera realizado una gran hazaña, miró orgullosamente a sus amigos.
Fidel y Verónica se retiraron cerrando la puerta.
—¿Intentará escapar —preguntó Verónica un poco intrigada?
—Si lo intenta no voy a impedírselo —contestó Fidel.
Pero los Balmer se marcharon una hora más tarde, y en la habitación de los huéspedes todo seguía en silencio. No obstante, antes de retirarse a su propia habitación, Fidel y el Almirante se acercaron de puntillas para escuchar.
Por debajo de la puerta salía intermitentemente un rayo de luz que se apagaba y encendía. Woona seguía practicando aquél maravilloso milagro de encender y apagar una luz tirando de un cordel.
M
ontada a escala de una operación militar, cada fase del desembarco había sido planeada en sus menores detalles.
El inventario del «Rayo» comprendía una copiosa variedad de material, que tuvo que ser clasificado y ordenado, de modo que cada máquina, cada pieza de equipo y cada herramienta se encontraran a mano en el lugar previsto para ser depositados en el sitio donde tendrían que ser utilizados.
Se asignó cada máquina y cada herramienta a un hombre, y se eligieron jefes de equipo sobre quiénes recaería la responsabilidad de la correcta ejecución de las órdenes. Los planes se trazaron sobre gran cantidad de ortofotogramas, utilizándose también maquetas de arena a gran escala.
Después de largas deliberaciones se modificó el primer plan, en el sentido de efectuar un tercer desembarco en la altiplanicie, a una distancia aproximadamente equidistante entre la cordillera occidental y el borde de la meseta.
Se decidió así porque ni la región montañosa, ni el accidentado borde de la meseta eran lugares apropiados para el establecimiento de la futura ciudad. El clima en el centro de la altiplanicie parecía ser salubre, y allí existía un lugar adecuado, cerca del río y junto a uno de los tributarios de la gran corriente que estaba llamada a mover las turbinas de la central hidroeléctrica.
El primer desembarco se efectuaría en las montañas, directamente sobre el yacimiento de uranio. Más de mil hombres, escogidos entre los más jóvenes y aptos para desarrollar un trabajo rudo, serían desembarcados allí juntamente con cierto número de pesadas máquinas excavadoras, martillos neumáticos, trenes de vagonetas y locomotoras eléctricas, incluyendo los elementos necesarios para el montaje de una instalación para la elaboración primaria del mineral.