Después de 42 años de viaje a la velocidad de la luz, y casi sin combustible, el «Rayo» descubre un sistema estelar habitable, que más tarde será conocido como Redención. Mientras exploran el planeta, encuentran una civilización humana, aunque en estado primitivo. Los exiliados desembarcan y comienzan a establecerse en la superficie. Tienen su primer enfrentamiento con criaturas no inteligentes cuya biología se basa en el silicio…
George H. White
LA CONQUISTA DE UN IMPERIO
La Saga de Los Aznar (Libro 7)
ePUB v1.0
ApacheSp15.07.12
Título original:
La conquista de un imperio
George H. White, 1954.
Editor original: ApacheSp
ePub base v2.0
A
unque una parte importante de su vida había transcurrido en este lugar, todavía hoy sentía Fidel Aznar la impresión de entrar en un santuario al pasar la puerta de la Sala de Control.
Aquí, detrás de los paneles de acero inoxidable de un muro de 157 metros de longitud, por 20 metros de altura, en una habitación de planta circular de 50 metros de diámetro, estaba almacenada toda la Ciencia, la Historia y la Filosofía de seis milenios de civilización.
En efecto, este era el santuario del omnisciente cerebro electrónico del autoplaneta «Rayo».
Habitualmente la Sala de Control aparecía débilmente alumbrada con un resplandor rojizo que favorecía la lectura de los indicadores, las pantallas de los ordenadores y los receptores de televisión.
Cuando llegaba uno del iluminado ascensor y entraba de repente en esta semipenumbra apenas veía nada, salvo el parpadeo de los diodos luminiscentes de los grandes cuadros de los ordenadores, y alguna pantalla de televisión funcionando. Después de un par de minutos los ojos se acostumbraban a esta suave luz roja y eran capaces de distinguir los objetos en rededor.
Al entrar Fidel Aznar en la Sala de Control estaba funcionando una de las cuatro pantallas grandes de televisión.
La luz que irradiaba de la pantalla iba a iluminar los rostros de un pequeño grupo de personas que permanecían atentas a las imágenes. En el centro de este grupo, sentados en cómodos sillones, estaban don Miguel Ángel Aznar y míster Richard Balmer, los hombres más viejos a bordo del autoplaneta Rayo, y probablemente los más viejos de todo el género humano.
Estos dos hombres extraordinarios habían vivido la segunda mitad del siglo XX. Pioneros de los viajes interplanetarios, de regreso de Venus, su cosmonave fue a estrellarse en un planeta vagabundo que se alejaba del sol a la respetable velocidad de 400.000 kilómetros por hora. La expedición terrícola permaneció dos siglos en aquel planeta. Al regresar a la Tierra encontraron ésta envejecida… ¡en cuatrocientos treinta años!
Pero aunque juntando sus edades sumaban entre los dos un milenio, su aspecto actual no era el de dos decrépitos ancianos. Más o menos aparentaban unos 60 años de edad, viéndose un poco más acabado míster Richard Balmer, el cual padecía una afección de corazón.
En circunstancias normales su aspecto debería haber sido todavía más joven, gracias a los progresos de la medicina moderna y a dos de sus ramas principales: la cirugía y la dietética.
Pero a bordo del autoplaneta Rayo las circunstancias no podían ser normales, ni sus tripulantes podían disfrutar de las ventajas y recursos que habrían encontrado de seguir en la Tierra. ¿Pero cuáles eran las circunstancias actuales en la Tierra?
Se ignoraban. Hacía cuarenta y tres años que el autoplaneta Rayo, nave del espacio esferiforme, de 36,6 millones de toneladas de desplazamiento, había zarpado de la Tierra en circunstancias altamente dramáticas.
Hacía cuarenta y tres años la Bestia Gris, una raza extra galáctica aposentada en Marte, había lanzado sus poderosas escuadras siderales de combate contra la Tierra y Venus, aniquilando la heroica resistencia de terrícolas y venusinos.
En el último momento, cuando ya todo estaba perdido y era inminente la derrota de los terrícolas, Miguel Ángel Aznar había tomado a bordo de su autoplaneta Rayo a 5.750 españoles, gran parte de los cuales eran notabilidades en las más diversas ramas del saber: científicos, técnicos, investigadores y especialistas, médicos, artistas y filósofos.
La tentativa de Miguel Ángel Aznar no tenía precedentes en la Historia. Se trataba de buscar en los remotos rincones del Universo un planeta donde las condiciones de vida fueran favorables para el ser humano, un mundo, en suma, donde estos exiliados pudieran continuar la civilización terrícola.
La experiencia había venido a dar la razón a la teoría de los más eminentes astrónomos, en el sentido de que los mundos habitables constituían una rareza en la inmensidad del Cosmos.
Sin embargo, el Universo era tan grande, tan numerosas las estrellas que, a pesar de todo, el número de mundos, habitados o habitables, debía ser considerable.
Se calculaba que solamente la Vía Láctea debía comprender 30.000 millones de soles. Los soles que no tenían planetas, los que no eran otra cosa que radiantes globos incandescentes, constituían la regla. Los soles que poseían algunos planetas eran raras excepciones. Más aún así, si de entre este enjambre de soles sólo uno entre un millón poseía al menos un planeta habitable, la Vía Láctea debería tener… ¡Treinta mil mundos susceptibles de ser habitados!
Pero el espacio ocupado por la Vía Láctea no era todo el Universo, sino solamente una parte de él. Innumerables enjambres de estrellas se encontraban fuera de la Vía Láctea… unos dos millones calculando por bajo. Y muchos de estos universos—islas eran más nutridos en estrellas que la propia Vía Láctea.
No era exagerado suponer que cada una de estas galaxias comprendía, en cifras redondas, mil millones de soles. Por consiguiente, los dos millones de galaxias deberían albergar 2.000 billones de soles.
Si solamente uno de cada millón de soles poseía un planeta habitable, deberían existir por lo menos 2.000 millones de mundos con posibilidad de albergar alguna forma de vida.
Después de 43 años de búsqueda infructuosa, el Rayo había encontrado un sol de características semejantes al Sol de la Tierra; un sol metálico en el que ardían vapores de hierro, de cinc, de estaño, de calcio y sodio.
Tres planetas giraban en torno a este sol. De ellos había dos que poseían una atmósfera de nitrógeno, oxígeno y vapor de agua en proporciones semejantes a la de la Tierra. Uno de estos planetas estaba cubierto por un solo y uniforme océano, del que solamente sobresalían algunas pequeñas islas. En el segundo, el telescopio electrónico había revelado la existencia de océanos y continentes. Además, el análisis espectroscópico había denunciado la presencia de clorofila, indicio inequívoco de la existencia de plantas.
Sin embargo… ¡oh, decepción! Aquellos dos últimos planetas eran mucho más grandes que la Tierra. El hombre de la Tierra, trasplantado a uno de estos mundos, estaría sometido a tremendas fuerzas de gravedad que le impedirían mover un sólo miembro. Su corazón no tendría fuerza suficiente para impulsar la sangre por las venas, y el terrícola necesariamente moriría.
Los desdichados hijos de la Tierra jamás podrían poner su planta sobre este hermoso y gigantesco planeta. Sin embargo, el «Rayo» se disponía a situarse en una órbita de satélite alrededor de aquel mundo. ¿Para qué?
La respuesta a esta pregunta estaba expuesta en un informe de veinte folios mecanografiados que desde hacía varios días estaba sobre la mesa de trabajo del comandante de la nave, don Miguel Ángel Aznar. En este informe se exponía de manera concluyente la angustiosa situación en que se encontraba el autoplaneta, la cual podía resumirse de este modo:
Después de cuarenta y tres años de funcionamiento ininterrumpido, la planta eléctrica de energía nuclear estaba quemando los últimos kilogramos de uranio. Este uranio era el total de la materia fisionable que quedaba a bordo de la astronave, después de recuperar el de las pilas atómicas de los aparatos aéreos de la flotilla de combate del «Rayo», y las cabezas explosivas de todas las bombas y misiles, incluso la munición pequeña de cañones y armas automáticas.
El funcionamiento de la planta de energía eléctrica era vital para la supervivencia del autoplaneta mismo y de los seis mil cuatrocientos ochenta tripulantes.
La energía eléctrica hacía funcionar los motores fotónicos de la nave y el gigantesco cerebro electrónico que ordenaba la vida toda a bordo de aquel pequeño mundo en movimiento.
El «Rayo», antes de zarpar de la Tierra, había tomado a bordo enormes cantidades de provisiones y de agua, de petróleo y substancias químicas, materiales y productos de las más variadas índoles; es decir, todo lo necesario para garantizar la supervivencia de los tripulantes y la misma astronave por un largo período de tiempo.
Sin embargo, con el curso de los años, las provisiones se habían ido agotando, lo mismo que el agua y el oxígeno en su estado natural.
En la actualidad, la tripulación del «Rayo» se auto abastecía obteniendo sus alimentos, el agua y el aire por medios muy tecnificados, a partir de la materia de que estaban constituidas las rocas.
Las rocas se encontraban en cualquier parte del Universo, y ni siquiera había que ir a buscarlas. En forma de astrolitos estaban estrellándose continuamente contra el férreo casco del «Rayo», donde estallaban convirtiéndose en polvo.
Máquinas de una gran complejidad tomaban este polvo, rompían su estructura molecular, modificaban sus átomos y los convertían en átomos de hidrógeno y oxígeno.
Mezclando 78 partes de nitrógeno, 21 de oxígeno y una de argón, se obtenía el aire necesario para la respiración de los tripulantes. Con dos volúmenes de hidrógeno y uno de oxígeno se obtenía agua, otro de los elementos indispensables para la vida del hombre. Por destilación del aire líquido se obtenía nitrógeno.
Gran parte de esta portentosa cosmonave estaba ocupada por estas máquinas y otras que obraban aún mayores prodigios.
Operando químicamente con el agua, el oxígeno y el carbono se lograba obtener aminoácidos, combinados de veintisiete maneras distintas, base de la fabricación de proteínas.
La respiración de los 6.480 tripulantes del «Rayo» daba como residuo anhídrido carbónico, el cual se utilizaba para la obtención de hidratos de carbono, utilizando el delicado proceso de fotosíntesis, que era el mismo que realizaban las plantas a través de la clorofila, Los hidratos de carbono eran la base de la obtención de azúcares.
Los cosmonautas disponían, además, de dos enormes estanques de 12 hectáreas de superficie dedicados simultáneamente al cultivo de algas. Las algas eran grandes productoras de oxígeno y proteínas naturales. En estos estanques se criaban también varias especies de almejas y mejillones de alto valor nutritivo.
Todo a bordo del autoplaneta «Rayo» era un proceso en cadena, un perfecto equilibrio entre el consumo y la obtención de calorías. Sin embargo, había algo que estaba consumiendo materia en un continuo desgaste. Era el reactor nuclear.
La energía eléctrica era la base de todo aquel intrincado proceso. No sólo era necesaria para la obtención de oxígeno, de agua y de proteínas. Sin electricidad no sería posible impulsar, dirigir ni frenar la cosmonave.