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Authors: David Liss

Tags: #Intriga, Histórico

La conjura (3 page)

BOOK: La conjura
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Antsy no comprendía la situación mucho mejor que yo. Se limpió la lluvia del rostro.

—Dada su negativa a contar la verdad, no tengo más preguntas para este testigo —dijo el viejo abogado—. Podéis iros, señor Wild.

Yo me levanté.

—Disculpad, señoría, pero no he tenido ocasión de preguntar al testigo.

—No hay más preguntas para este testigo. —Rowley dio un golpe con el mazo.

Wild bajó e hizo un guiño en mi dirección. Yo le respondí con expresión perpleja.

Mi bella admiradora del pelo de color panocha lloró contra la manga de su abrigo; no era la única que estaba consternada. Los espectadores enseguida contestaron con silbidos y pitidos, y unos cuantos corazones de manzana volaron hacia nosotros. Yo no era una figura tan popular entre la chusma como para que no toleraran que se me insultara, pero sabían reconocer una injusticia y en aquella ciudad la gente no se callaba cuando veía que la ley abusaba de alguien. No en aquellos tiempos, cuando había poco trabajo y el pan era un bien tan preciado. Sin embargo, Rowley tenía años de experiencia con aquellos estallidos; golpeó su mazo una vez más, con tanta autoridad que hizo caer un velo de silencio.

Yo no me calmé tan fácilmente. En nuestro sistema legal, un acusado no tiene abogado porque se supone que es el juez quien le defiende. Sin embargo, la mayoría de las veces el acusado se encuentra con un juez desagradable y no cuenta con ninguna protección. Yo jamás había tenido motivos para lamentar las iniquidades del sistema, pues estaba acostumbrado a desear que condenaran a otros para poder cobrar las recompensas… y asegurarme de que se hacía justicia, desde luego. Pero en aquella ocasión descubrí que no podía llamar a mis propios testigos, ni preguntar lo que quería, ni defenderme adecuadamente. El juez Piers Rowley, un hombre a quien solo conocía de lejos, parecía decidido a acabar conmigo.

A continuación Antsy llamó a Spirit Spicer, un tipo de quien jamás había oído hablar… ¿Cómo hubiera podido olvidar un nombre que significa «espíritu del vino»? Era joven, un simple trabajador, y se notaba que procedía de las clases bajas. Spicer se había vestido con sus mejores galas, pero su camisa estaba rota por varios sitios y sus pantalones tenían manchas que a un hombre de mejor posición le habrían abochornado, como poco. Se había cortado el pelo para el juicio, utilizando, sospecho, una hoja roma; parecía que se había pillado la cabeza en un molino de grano.

Durante un interrogatorio innecesariamente largo (sin duda para recuperar su sentido del orden después del desafortunado incidente con Wild), Antsy reveló que Spicer estaba en los muelles de Wapping el día de la muerte de Yate y que decía haber visto el crimen y al criminal.

—Vi a ese hombre de ahí —dijo Spicer señalándome—. Él mató a ese tipo, a Yate. Él le pegó. Y luego le mató. A golpes.

—¿Estáis seguro? —preguntó Antsy con voz triunfal. Su testigo estaba diciendo lo que él quería. La lluvia había aflojado un poco. El mundo era maravilloso.

—No he estado tan seguro de nada en mi vida —afirmó Spicer—. Weaver lo hizo. De eso estoy seguro. Estaba muy cerca y lo vi todo, y lo oí. Oí lo que Weaver dijo antes de hacerlo. Oí sus palabras malvadas, sí señor.

El viejo abogado pestañeó, visiblemente confuso, pero siguió de todos modos.

—¿Y qué dijo el señor Weaver?

—Dijo: «Esto es lo que le pasa a quien hace enfadar al hombre al que llaman Johnson». Eso dijo. Más claro que el agua. Johnson. Ese es el nombre que dijo.

Yo no tenía ni idea de quién podía ser el tal Johnson, y me parece que Antsy tampoco. El hombre abrió la boca para decir algo, pero lo pensó mejor y se dio la vuelta. Dijo que no tenía más preguntas y tomó asiento.

—Johnson —repitió Spicer.

El juez Rowley se volvió hacia mí.

—Señor Weaver, ¿deseáis hacerle alguna pregunta al testigo?

—Me complace saber que el señor Spicer está en la lista de testigos a los que puedo interrogar —dije. Me arrepentí en cuanto las palabras salieron de mi boca, pero provocaron risas en la tribuna y eso me reconfortó un tanto. Rowley se había mostrado abiertamente contrario a mí, pero yo seguía siendo tan tonto que creía que su postura cambiaría. Durante la semana que había pasado en prisión, no había tenido ocasión de indagar mucho sobre la muerte de Yate, pero había mandado a mi buen amigo Elias Gordon a preguntar en mi nombre y estaba plenamente convencido de que lo que habíamos descubierto pronto terminaría con aquella farsa.

Eché un vistazo a la parte de la tribuna donde se sentaba Elias y él me hizo un gesto entusiasta con la cabeza; su delgado rostro estaba encendido por la complacencia. Era el momento de asestar un golpe fatal a aquel insulto a la justicia.

Me levanté de mi asiento, me sacudí el hielo del abrigo y me acerqué al testigo.

—Decidme, señor Spicer, ¿habéis visto alguna vez a un hombre llamado Arthur Groston?

Yo esperaba que Spirit Spicer se sonrojara, se quedara en blanco o temblara. Tal vez se cerraría en banda y negaría conocer a Groston, en cuyo caso yo tendría que acosarle hasta que confesara. Pero, si había que guiarse por su rostro, Spicer ni pensó en resistirse ni sintió el menor asomo de vergüenza. A juzgar por su sonrisa fácil y espontánea, se hubiera dicho que lo único que quería era complacer a quien tuviera la amabilidad de hacerle alguna pregunta.

—Vaya, pues sí. Lo he visto más de una vez.

La prontitud de su respuesta me desorientó, pero insistí.

—Y, en el tiempo que hace que conocéis al señor Groston, ¿os ha ofrecido alguna vez dinero para que le hagáis algún servicio?

—Sí, lo ha hecho. El señor Groston es muy generoso, sí, y siempre intenta cuidarme, porque su primo es amigo de mi madre, señor. Cree que hay que cuidar de la familia, que por eso me echó una mano.

Sonreí a aquel tipo. Allí todos éramos amigos.

—¿Cómo describiríais los servicios que el señor Groston os pidió?

—Lo describiría como generoso y amable —dijo Spicer. En ese momento la chusma rió y Spicer esbozó una amplia sonrisa, imaginándose como la querida de la chusma y no como su payaso.

—Dejad que lo pregunte de otra forma —dije yo.

Antsy se levantó lentamente.

—Señoría, el señor Weaver está haciendo perder el tiempo al jurado con este testimonio. Solicito que lo rechacéis.

Por un momento, Rowley consideró la petición de Antsy y creo sinceramente que hubiera cedido, pero la multitud, intuyendo favoritismo, se puso a silbar. Al principio eran silbidos dispersos, pero fueron en aumento; el Tribunal Supremo sonaba como una sala llena de serpientes. Esta vez no hubo manzanas volando; quizá esto fue lo que inquietó al juez. Era como una tormenta que aún no ha estallado. No queriendo arriesgarse a provocar disturbios, Rowley me permitió continuar, pero me advirtió que fuera menos prolijo, pues había otros hombres que esperaban juicio aquel día.

Volví a empezar.

—Digámoslo de forma sencilla —le dije a Spicer— para que el juez no se inquiete. Que vos sepáis, ¿ha pagado alguna vez el señor Groston a alguien para que testifique en un juicio?

—Pues sí. Su trabajo es reventar pruebas. ¿Qué otra cosa iba a hacer?

Sonreí.

—¿Y os ha pagado Arthur Groston para que digáis que me visteis golpear y matar a Walter Yate?

—Sí, señor —dijo el otro, asintiendo con entusiasmo—. Me ha pagado otras veces para decir cosas parecidas, pero nunca me había pagado media corona por decir lo que acabo de decir.

Los espectadores murmuraron audiblemente. La situación había dado un giro inesperado. En un momento había echado por tierra la acusación. Mi tía y mi tío se cogieron de las manos y asintieron con expresión triunfal. Elias trató de controlarse para no ponerse en pie y saludar con una reverencia, pues era su dedicación la que nos había llevado a conocer aquel dato. La mujer del pelo de color panocha dio una palmada de alegría.

—Bien. —Miré al palco del jurado y crucé la mirada con cada uno de sus miembros—. Entonces, ¿nos estáis diciendo que no me visteis hacerle daño al señor Walter Yate pero que lo habéis dicho porque un destacado revientapruebas os ha pagado para que lo digáis?

—Eso es —dijo Spicer—. Más claro el agua, como suele decirse.

Alcé las manos en un fingido gesto de exasperación.

—¿Y por qué —pregunté—, si os han pagado para que digáis que me visteis matar al señor Yate, reconocéis ahora que no lo visteis?

Spicer se tomó un momento para pensar en la respuesta.

—Me pagaron para que dijera que vi una cosa, pero no me han pagado para que no diga que no la he visto. Mientras haya dicho que lo vi, yo he cumplido con mi trabajo.

Yo, que había pasado cierto tiempo actuando para el público como luchador y tenía cierta idea de lo que es el ritmo del espectáculo, dejé que las palabras quedaran suspendidas en el aire un momento antes de seguir hablando.

—Decidme, señor Spicer —dije, cuando pensé que había pasado tiempo suficiente—, ¿habéis oído hablar alguna vez de perjurio?

—Desde luego —dijo él alegremente, señalando al estrado del jurado—. Son ellos.
[1]

—El perjurio —expliqué yo cuando las risas se calmaron— es un delito. El delito de jurar decir la verdad en un juicio y luego decir algo falso a sabiendas. ¿No creéis que sois culpable de ese delito?

—Oh, no. —El chico agitó la mano quitándole importancia—. El señor Groston me lo explicó. Me dijo que no es más delito que oír a un actor blasfemar contra Dios, siempre que lo haga cuando está en el escenario. Y ya está.

Cuando terminé de interrogar al testigo, el señor Antsy quiso interrogarle otra vez.

—¿Visteis al señor Weaver matar a Walter Yate?

—¡Sí, lo vi! —anunció alegremente. Entonces me miró, como si esperara que volviera a preguntarle para poder decir de nuevo que no me había visto.

Antsy llamó al estrado a otro testigo, un hombre de mediana edad llamado Clark, que también dijo haberme visto cometer el crimen. Cuando tuve ocasión de interrogarle se resistió más que el joven Spicer, pero finalmente admitió que Arthur Groston, el revientapruebas, le había pagado para que dijera haber visto algo que no había visto. Yo tenía muchos motivos para lamentar que la ley no permitiera al acusado llamar a sus propios testigos, pues me hubiera gustado mucho averiguar quién pagaba al señor Groston. Pero pensé que la información que tenía era más que suficiente para mis propósitos; más adelante tendría tiempo de sobra para ocuparme de Groston. La Corona no tenía ninguna prueba en mi contra, salvo dos testigos que habían reconocido que no habían visto nada aparte de las monedas que pusieron en sus manos.

Es por ello que, mientras miraba a la mujer del pelo de color panocha, me creí salvado. El señor Antsy había hecho su trabajo admirablemente; había demostrado que la edad no tiene por qué ser un obstáculo para un hombre con una ambición juvenil, pero las pruebas contra mí habían quedado refutadas. A pesar de lo cual, cuando llegó el momento de que el juez se dirigiera al jurado, me di cuenta de que mi optimismo había sido excesivo y que tal vez confiaba demasiado en ese espejismo que se conoce como «la verdad».

—Han oído muchas cosas —dijo el honorable Piers Rowley al jurado—; muchas de ellas de naturaleza contradictoria. Han oído a testigos que han dicho haber visto una cosa y luego, como en un juego de manos, negarlo. A ustedes corresponde decidir la forma de desentrañar este enigma. Dado que no puedo decirles cómo hacerlo, me limitaré a señalar que no hay más razón para creer una verdad a medias que una mentira a medias. No pueden saber si a estos testigos se les pagó para decir que habían visto una cosa o para decir lo contrario. No sé nada de ningún revienta-pruebas, pero conozco bien a los despreciables judíos y sus tretas. Sé bien que una raza de mentirosos podría pagar para envilecer a otros. Espero que no se dejen cegar por tales engaños ni expongan a todo cristiano, de Londres, hombre, mujer o criatura, a los estragos de un pueblo carroñero que tal vez piensa que puede matarnos impunemente.

Y, dicho esto, el jurado se retiró a deliberar.

No había pasado ni media hora cuando ese cuerpo augusto regresó.

—¿Cuál es el veredicto? —preguntó el juez Rowley.

El representante del jurado se levantó lentamente. Se quitó el sombrero y se pasó los dedos por sus cabellos húmedos y escasos.

—Consideramos al señor Weaver culpable de asesinato, como habéis dicho, señoría. —El hombre no levantó la vista en ningún momento.

La multitud dejó escapar un grito. Al principio no hubiera sabido decir si era de alegría o de ira, pero enseguida vi con cierta satisfacción que la chusma se había puesto de mi parte. Una vez más, empezaron a volar porquerías. Al fondo, los hombres se habían puesto de pie y gritaban consignas sobre la injusticia, el papismo y el absolutismo.

—¿Tenéis algo que alegar antes de que se dicte sentencia? —me preguntó el juez en medio de aquel alboroto. Parecía deseoso de zanjar aquel asunto y marcharse lo antes posible, sin molestarse en restablecer el orden. Sin duda consideré su pregunta un instante de más, porque el hombre dio un golpe con su martillo y dijo—: Bien. Dada la gravedad y crueldad de este crimen, no veo razón para la clemencia, y menos cuando hay tantos judíos en esta ciudad. No puedo mantenerme al margen y permitir que los miembros de vuestra raza se dediquen a asesinar a cristianos como les plazca. Señor Weaver, os condeno a ser ahorcado por el horrible delito de asesinato. La sentencia se cumplirá el próximo día de ahorcamiento, de aquí a seis semanas. —Volvió a golpear con el martillo, se levantó y salió de la sala, escoltado por un cuarteto de alguaciles.

Al momento, dos de aquellos prendas se apostaron a mi lado para llevarme de vuelta a la prisión de Newgate. Aunque acababan de ordenar mi muerte, mi primer pensamiento no fue para el horror de enfrentarme a la eternidad, sino para la indignidad de ser sacado de allí en un carro por aquellos dos rufianes.

Y entonces, como en un fogonazo, me di cuenta de lo que acababa de pasar. Me habían juzgado por asesinato y condenado a muerte. Había cometido delitos en mi vida —y algunos merecían la horca—, pero la injusticia de aquella condena me llenó de ira. Desde los bancos, mi amigo Elias Gordon gritaba que aquella injusticia era intolerable. Mi tío me llamaba y decía que utilizaría su influencia para tratar de interceder en mi nombre. Pero sus palabras no eran más que un zumbido distante en mis oídos. Las oía pero no las escuchaba.

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