La colina de las piedras blancas (7 page)

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Authors: José Luis Gil Soto

BOOK: La colina de las piedras blancas
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La zona reservada a oficiales era algo más digna, con tiendas de cierto lujo, donde las mujeres de algunos de ellos se daban pompa entre criados, lacayos y esclavos. Varios hombres de nuestra compañía habían acampado también en el recinto, ocupados en cuidar de los pocos caballos que los nobles habían conservado; la mayoría, habían tenido que ser vendidos ante la perspectiva de no poder ser subidos a bordo. También llevaríamos algunas mulas de carga, destinadas a la artillería, para cuando desembarcásemos en Inglaterra.

—Os digo que no me preocupa nada —hice una pausa—. Bueno, únicamente que me gustaría saber algo más acerca de la flota inglesa y de su verdadero potencial.

Asintió. Ignoro si creyó que aquello era lo único que me inquietaba; fuese así o no, estaba dispuesto a saciar mi curiosidad.

—Algo he oído. Drake no es quien dirige la armada inglesa. Aunque su fama hace que le otorguemos tal dignidad, en realidad no la tiene. Pero no sé qué es peor, porque quien realmente maneja las riendas, el Almirante Howard, es un gran marino y un magnífico estratega. Al menos eso dicen.

Idiáquez conocía bien aquel oficio. Mientras otros habíamos luchado en las costas de Levante contra los turcos o los moros, o habíamos defendido los puertos de África, él había participado en importantes misiones en el Atlántico, desde las Indias Occidentales hasta el cabo de Buena Esperanza.

—¿Cuántos barcos? —pregunté mirando al suelo, distraído por el verdadero motivo de mis cuitas.

A nuestro alrededor se mezclaban los gritos de soldados, mendigos, daifas y mercaderes, con lo que teníamos que acercarnos el uno al otro para no elevar en demasía la voz.

—No se sabe con certeza. Lo que rumorean los marinos de nuestra flota es que los barcos ingleses son más pequeños, pero más ligeros. Han eliminado los castillos de proa y popa, lo que les da un aspecto más frágil, pero son de una rapidez endiablada. Curiosamente se debe a la reforma que nuestro rey don Felipe acometió cuando estuvo casado con la difunta María Tudor.

Aquel dato me sacó de mis cavilaciones y despertó mi interés.

—Entonces… lo tenemos mucho más fácil de lo que creíamos en los abordajes. Si los barcos llegan a juntarse esto es cosa hecha.

El alférez sonrió meneando la cabeza de un lado a otro, en señal de negación.

—No, amigo Montiel. Los ingleses no caerán en esa trampa. Sólo un milagro podría llevarnos a una situación así. Ellos no se acercarán a nosotros, mientras puedan. Hay algo que no os he dicho, pero que en realidad es lo que marca la diferencia: quienes conocemos los barcos ingleses que luchan en el Atlántico, sabemos que están armados con culebrinas en su mayoría y que, precisamente por eso, pueden mantenerse a distancia y disparar andanada tras andanada sin miedo a que les toquemos con nuestros cañones.

—Entonces nos interesa evitar el choque y limitarnos a dar cobertura al duque de Parma en el canal para que pase a Inglaterra. Pero si los barcos ingleses nos disparan con acierto, pasaremos una temporada en el fondo del mar. ¿No?

Idiáquez asintió. En ese momento se armó un revuelo a escasos metros de donde nos encontrábamos. Se escucharon pífanos y un heraldo anunció la llegada de Medina Sidonia. La gente se agolpó intentando ganar un buen lugar para curiosear. Nos acercamos también nosotros y pudimos ver una singular comitiva, formada por el propio Medina Sidonia y su Estado Mayor, que habían acudido a visitar el campamento. Desde mi posición alcancé a ver a Recalde, Oquendo, Bobadilla y otros oficiales, todos ellos bien alimentados, mientras los soldados estábamos flacos y de mal color, por el tiempo que llevábamos en Lisboa sin zarpar, consumiendo alimentos en mal estado y maltratando nuestros cuerpos, cuando aún no habíamos puesto rumbo al norte.

Aunque pasó de largo, pude ver muy de cerca a don Alonso de Guzmán, con esa cara de melancolía que le caracterizaba, mirándonos a todos y a cada uno de nosotros, como preguntándonos si confiábamos en él. Cuando se perdió en la lejanía, el heraldo vino a proclamar que en apenas una semana habría ceremonia en la catedral: la que serviría para encomendarnos a Nuestro Señor Jesucristo antes de la partida. Y cuando se iba, leyó una instrucción de Su Majestad que diferenciaba aquella empresa de otras similares, pues prohibía la presencia de mujeres en los barcos. Ni siquiera las de los oficiales de mayor rango:

«…por las ofensas que dello se suelen hacer a su Divina Majestad, y el embarazo que en las armadas y ejércitos hacen, encargando a los Generales de las escuadras de naves, y maestres de campo, capitanes de infantería y maestres de naos, para que ellos lo tengan grandísimo de no permitirlo, y de hacer las diligencias necesarias para estorbarlo en caso que hubiera alguna persona o personas que lo quisiesen intentar, para lo cual parece que sería bien hacer echar bando, porque nadie pueda pretender después ignorancia, para los que contra ello fuesen, y ejecutar las penas siendo necesario algunas, para que con ello los demás escarmienten…»

Trascurrida una semana, se armó mucho alboroto ante la magnitud del acontecimiento. Se registraron los barcos para asegurar que no habían subido mujeres a bordo; se estudió detenidamente y con minuciosidad la colocación de la carga, el estado de las jarcias y la distribución de los cañones; se hizo recuento de munición, alimentos y hombres; y luego, cuando todo estuvo dispuesto, acudimos ordenadamente a una explanada donde se habían levantado los altares. Los distintos capellanes de las compañías nos confesaron y luego celebraron la Eucaristía, donde todos, hasta los más débiles de fe, comulgamos y ofrecimos nuestra suerte a Cristo resucitado. Se nos había advertido, bajo amenaza de severo castigo, que no habíamos de blasfemar en ningún caso, ni aun en peligro de nuestra vida, y que quien se relajase en la disciplina acabaría en la horca sin conmiseración.

El capitán general, acompañado del virrey de Su Majestad, el cardenal archiduque, se encaminó hacia la catedral, donde el arzobispo de Lisboa ofició la misa para bendecir la campaña que estaba a punto de comenzar. Don Luis de Córdoba, hermano del marqués de Ayamonte, recibió el estandarte y salió junto a Medina Sidonia y el resto de la comitiva a la plaza Mayor. Desde allí se dirigieron al convento de los dominicos y lo depositaron sobre el altar. Luego fue recogido y paseado entre las filas de soldados y marineros que nos encontrábamos postrados de hinojos, mientras los frailes leían la absolución del Santo Pontífice y las indulgencias que nos eran concedidas por tomar parte en aquella santa cruzada.

Alcé la cabeza por un instante y pude ver el magnífico estandarte. A un lado del escudo de España podía verse una imagen de Cristo crucificado; al otro, la de su Santísima Madre. Y debajo pude leer con nitidez estas palabras: «
Exurge, Domine, et vindica causam tuam
», que quiere decir: álzate, Señor, y defiende tu causa.

Y al terminar tan magnánima ceremonia, con el vello todavía erizado por su solemnidad, supimos que era Dios mismo quien nos enviaba contra el hereje, para la defensa de la verdadera religión. Y tuvimos la certeza de que el día de nuestra partida había llegado por fin.

Capítulo 9

S
e había dado orden de permanecer en el galeón hasta que se soltaran amarras. Nuestra compañía se había embarcado mostrando mucha disciplina, como gustaba a don Álvaro, luciendo buen aspecto y dispuesta para la travesía, después de haber puesto en orden nuestra conciencia y preparado las almas por si habíamos de encontrarnos pronto a las puertas custodiadas por San Pedro. Sólo algunos permanecían en el campamento, ayudando a acarrear caballos y mulas, que habían de embarcarse a última hora en las urcas.

Se hacía de noche y los turnos de guardia se sucedían en el puerto. Cuando me tocó desembarcar junto a un joven cabo de Valladolid, huesudo y espigado, llamado Francisco de Medina, me dirigí a la escala y saludé a los compañeros que, terminado su turno, volvían al barco. Entre ellos venía García Cabeza de Vaca, muy alarmado, haciendo aspavientos y hablando por lo bajo:

—Sabemos dónde está —me dijo al oído.

—¿Quién? —lo interrogué extrañado, encogiéndome de hombros.

Miró hacia arriba, a la cubierta del barco. Nos encontrábamos a pie de la escala y temía que alguien lo oyese.

—Agustín. Se ha encerrado en una taberna con la mora. Lo han visto entrar allí unos del tercio de Sicilia. Ha atrancado la puerta y tiene secuestrado dentro al tabernero. Parece que afuera lo esperan pacientemente cinco sicarios. Cinco de hígados y arrestos —hizo una pausa y miró a un lado y a otro—. O vamos pronto o lo despachan.

Pensé lo más rápidamente que pude. Aquél era un mal negocio. Aun en el mejor de los casos, o ellos o nosotros íbamos a lamentar varias bajas; además, si el lance trascendía nos podía acarrear la horca a los supervivientes, por contravenir las órdenes del capitán.

—Tiene que saberlo Idiáquez —le dije—. O don Álvaro.

—¡Estás loco! Ellos no han echado de menos a Parra, todavía. Es de los destinados al campamento y piensan que permanece allí. Cuando mañana hagan el recuento definitivo sabrán que no está y lo declararán desertor. Mientras tanto, aún podemos traerlo a bordo.

En ese momento nos llamó el alférez desde arriba. Cuatro de nosotros habíamos de escoltar al capitán hasta el
San Martín
; había sido invitado a cenar por Medina Sidonia, junto a otros oficiales. Los designados fuimos Pinto, los hermanos Juan y Hernando Mendoza, y yo. Pedro de la Vega nos dijo dónde podíamos encontrar a De la Parra y a su compañera, y acordamos ir en su busca con el ánimo de comprar la libertad de la mora y el silencio de los sicarios con el dinero que pudimos reunir entre todos los que estábamos en el negocio. Por si era necesario, enfundamos una pistola cada uno, nos ajustamos los arreos y nos dispusimos a hacer la escolta.

Cuando dejamos al capitán a los pies del
San Martín
echamos a correr hacia las proximidades de la catedral, en busca de la taberna, que estaba en un callejón oscuro y maloliente, desprovisto de refugio alguno donde cubrirse si era llegado el caso. Cuando ganamos la esquina pudimos ver la silueta de un hombre embozado en su capa, absolutamente inmóvil. Nos acercamos los cuatro a la vez, charlando como si tal cosa, disimulando nuestras verdaderas intenciones, cual si no tuviéramos más motivo que tomar unas jarras al cobijo de la taberna.

Al llegar a la altura del sicario, éste nos dio el alto:

—Aquí hoy no se sirve vino —nos dijo en la oscuridad.

—¡Quien nos lo impide! —grité con determinación.

Estábamos los cuatro muy juntos, formando un cuadro; dos delante y dos detrás, todos con la mano en la empuñadura de la espada, desembarazados de capa y dejando atrás la daga por si era menester usarla.

—¿Lo ordena vuestra merced, acaso? —preguntó con ironía Hernando Mendoza, haciendo que su vozarrón resonase en la oscuridad.

Los hermanos Mendoza eran gente principal. Poco hechos a la guerra, habían tenido, sin embargo, un magnífico entrenamiento con la espada, y tenían fama de espadachines difíciles de batir; aunque todos sabíamos que, llegado el momento, no era lo mismo un salón que una trinchera, y tampoco era igual tener por rival a tu propio hermano o a tu maestro que a un holandés —por poner un ejemplo— jugándose la vida.

Oímos aproximarse a los compañeros del sicario en la oscuridad, acentuando voluntariamente el tintineo de los aceros para intimidarnos. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca pudimos ver sus bultos. Eran otros tres, lo que nos ponía en igualdad en aquel extremo del callejón. Como sabíamos que eran cinco en total, supusimos que se guardaban uno más para cerrarnos la retirada o para descompensar la lucha si ésta tenía lugar.

—Venimos a buscar a un camarada —dije sin más trámite, con el ánimo de despachar el negocio lo antes posible.

Uno de los que se habían sumado a la junta hizo un chasquido con la boca, y luego dijo:

—Si no desean vuestras mercedes tener un mal encuentro, es mejor que se vayan por donde han venido. Saben de sobra que ese camarada suyo ha robado una buena mercancía. Y aquí, y en todo el reino de nuestro señor don Felipe, quien lo hace, lo paga.

Viendo que el portugués pretendía aplicar la justicia de la espada, y que había aludido a nuestro rey —y al suyo, aunque no le placiese— con cierta guasa, entendí que lo del dinero estaba de más. Aun así, lo intenté:

—Queremos poner precio a la mercancía, pagarla y quedar en paz con vuestras mercedes y con quien se haya sentido agraviado. Si aviamos el negocio entre caballeros no hay más que hablar.

Hubo un silencio tenso, que me hizo apretar con fuerza la empuñadura del acero. El corazón me latía fuerte y miraba yo de reojo al que nos había dado el alto, pues se había colocado muy a mi diestra y estaba a punto de ganarme la espalda. Temiendo que en un malentendido diésemos al traste con la plática y el sicario pudiese propinarme una mojada de frío en un instante, me giré suavemente, en un movimiento imperceptible.

—La mercancía no se vende —dijo al fin uno de los que no había hablado todavía. Por su acento parecía un italiano que hablaba muy tranquilo y firme, con una voz cavernosa y distante.

Es difícil explicar cómo se desencadena una refriega como aquélla. Fue un gesto, un movimiento que bien pudo confundirse con otro; pero pareció, desde luego, un intento de desenvainar por parte del que nos había recibido en la esquina. Si me precipité o no, ya no podemos saberlo. El caso es que entendí, como digo, que se disponía a ahorrarme el resto de la vida, y en un movimiento ensayado miles de veces, saqué mi pistola y la disparé a un palmo de su cara, abriéndole la cabeza en un fogonazo que me permitió ver fugazmente al caballero que faltaba, unos pies más atrás que los que habían venido a nuestro encuentro.

Todo sucedió muy rápido. Pinto se las entendió muy lindamente de portugués a portugués y despachó al valentón que había parlamentado acerca de nuestro rey, mientras el pequeño de los Mendoza, Juan, se las veía con dificultad con el italiano, y Hernando con el tercero en discordia, que parecía mudo, pues ni había hablado ni emitía ahora sonido alguno.

—¡Hideputa! —le decía el andaluz sin disimular el esfuerzo que hacía por mantenerlo a raya—. Te voy a enseñar cómo mata un hidalgo de Antequera.

Hidalgo o no hidalgo, en un amén le metió un palmo de acero a la altura del corazón que lo dejó blando como un muñeco de trapo, mientras yo, aprovechando que quien da primero da dos veces, me batía con el que se había quedado en retaguardia. Resultó, para mi sorpresa, que era español. Algún sicario a sueldo que había preferido ganarse el pan en callejones y mojadas por encargo, en lugar de embarcarse con la Armada en busca de herejes.

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