La clave de las llaves (14 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: La clave de las llaves
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Le dije que estaba trabajando en unos grandes almacenes para aclarar una serie de robos sistemáticos, probablemente perpetrados por una banda organizada.

—¿Y cómo roban? — preguntó.

—Es lo que estamos tratando de averiguar. Sabemos que desaparecen artículos, pero no sabemos quién los hace desaparecer ni cómo.

—Yo conozco un sistema para robar en los grandes almacenes. ¿Quieres que te haga una demostración?

—No hace falta. No…

—¡Venga, hombre! ¡No me dirás que tiene miedo todo un detective como tú! —me desafió, muriéndose de ganas de perpetrar la travesura. Parecía dispuesta a patalear como una niña si le decía que no. Se hacía difícil negarle nada, a aquella mujer.

Y, además, acceder a su capricho implicaba disfrutar un rato más de su compañía, antes de plantearnos qué hacíamos a continuación.

—Vamos allá.

No estábamos lejos del Servicio Estación de la calle Aragón, ese almacén que se anuncia como centro comercial «multiproducto», orientado al bricolaje, manualidades y bellas artes. Fuimos andando bajo el sol de invierno, hablando de esto y de aquello, explicándonos chistes malos y riendo, sobre todo riéndonos mucho. Un observador imparcial se preguntaría por qué demonios no nos cogíamos de la mano de una vez y por qué no nos decidíamos, de una vez, a pararnos para darnos un beso.

Ella me dijo que trabajaba en una productora de cine, como secretaria, y que vivía sola con su madre imposibilitada. Últimamente, había tenido que contratar a una enfermera para que la cuidara ocho horas al día. Un presupuesto.

En el Servicio Estación, Cristina compró un rollo de papel de estaño. Se negaba a explicarme su sistema de robo perfecto y a mí me gustaba su aire pícaro y misterioso que prometía sorpresas.

Volvimos al aparcamiento subterráneo de la calle Aragón donde había dejado mi coche y nos trasladamos hasta los almacenes TNolan de la Zona Franca. Por el camino, se hizo evidente cuál era el plan de Cristina. Vi cómo vaciaba su bolso y cómo lo forraba con varias capas supuespuestas de papel de estaño plateado. Una vez terminó de hacerlo, volvió a introducir todas sus cosas y me miró, muy satisfecha de sí misma.

—¿Qué te parece?

—¿Quieres decir que el forro de papel de estaño impide que el detector capte que te estás llevando un artículo…?

—Eso es lo que quiero decir. Y el pan de oro también sirve.

—¿Quieres decir que lo has probado?

—Quiero decir que tengo un amigo que me ha contado que él suele hacerlo.

—¿Ese amigo no será Esteban…?

Calló, arrepentida de haber dicho lo que había dicho. Y yo también me arrepentí de haber dicho lo que había dicho, delatando mis recelos.

—No. No es Esteban —dijo. Y, después de pensar en ello—: Es un amante que tengo, ladrón profesional, que pertenece a una banda organizada especialista en saquear los almacenes TNolan.

Me miró con aquellos ojillos efervescentes y con aquella sonrisa de oreja a oreja, y no me quedó más remedio que sonreír.

Entramos en las dependencias TNolan caminando muy resueltos, como una pareja que sabe perfectamente lo que quiere y no está dispuesta a entretenerse ni un instante paseando y curioseando. Nos rodeó el calor de la Navidad, de los abetos de pega, de las bolas de colores que ya no eran de cristal, como en mi infancia, de las estrellas de Nazareth, de las guirnaldas plateadas y doradas, de los villancicos aunque fueran interpretados en inglés por Bing Crosby, Chicago o The Tempations. Me sentía como un protagonista de película de atracos poco antes de exhibir el Colt y gritar «¡Todo el mundo al suelo!».

Cristina se detuvo delante del mostrador donde se exhibían sacacorchos de todas las formas y colores, cada uno de ellos dentro de una caja con tapa de celofán y la tarjeta magnética protectora pegada detrás. Efectivamente, aquello no parecía fácil de despegar, si había que hacerlo de una manera rápida y furtiva. Retrocedí unos pasos y la dejé sola, asumiendo el papel de cómplice que cubre a sus compañeros, el encargado de gritar «¡Agua!» en cuanto se anuncia la proximidad de un uniforme. Me temblaban las piernas.

—Vamos —dijo ella.

Nos dirigimos hacia la salida reservada para los clientes que se iban sin comprar nada. Había arcos detectores por todas partes.

—Un momento, señorita. ¿Me permite su bolso, por favor?

Y guardias de seguridad. También había unos cuantos guardias. Y uno de ellos, sin duda candidato a Mister Universo, se había plantado frente a nosotros.

Cristina se puso tan colorada que yo, del guardia, la habría esposado sin molestarme en mirar el bolso.

—No se lo des —intervine, autoritario como un sargento.

El guardia me miró maravillado, como si sospechara que, por fin, había conseguido detener a los ladrones de los almacenes. Nunca olvidaré su manaza tendida y abierta hacia nosotros, como un gran recipiente donde debía ir a parar nuestra libertad. Si fuera mendigo, con aquella mano, sólo necesitaría una limosna al día para alimentar a sus hijos. Saqué el móvil.

—El bolso —insistió. Después vendría: «O la vida», y hablaba en serio.

—Sólo será un momento —lo tranquilicé—. Quiero llamar a mi abogado. No sé si usted tiene derecho al registro indiscriminado de bolsos.

—El bolso —repitió, monotemàtico, con los dientes apretados, como haría un perro que ya hubiera mordido a su presa y no estuviera dispuesto a soltarla—. El bolso.

Quiso dar un paso adelante y la mano del Ángel Esquius más temerario que he conocido en mi vida se le plantó en mitad del pecho y lo detuvo.

—Paciencia. —Al teléfono, procurando que no se me notara la histeria—: ¿Beth? Soy Esquius. Estoy en los almacenes. Ven inmediatamente a la salida de la calle Terrades. Te necesito.

Corté la comunicación y dediqué una sonrisa tranquilizadora a la bestia.

—En seguida solucionaremos el problema.

—¡Le he dicho que me dé el bolso!

—Es que… Perdone… —intervino Cristina, con ese tono que me hacía troncharme de risa—. Es que lo llevo lleno de cosas que acabo de robar y, si usted las ve, es posible que se enfade.

Era su manera de decirlo. Diríamos que tenía vis cómica, la chica. El rostro pétreo del guardia se ablandó en una risita infantil. Me pareció que acababa de enamorarse de la presunta cleptómana y que, igual que yo, no quería que le ocurriera nada malo.

—Nooo —dijo, mimoso.

—Síiiiiii —dijo Cristina, mimosa—. He vaciado la sección de joyería.

—¡Si aquí no vendemos joyas! —feliz al pillarla en una contradicción que favorecía la tesis de su inocencia.

Quiso apoderarse de la bosa, sin mala intención, y ella, con coquetería, la ocultó a su espalda y lo esquivó. El hombretón de uniforme, casi sin querer, se encontró amorrado a ella, rodeándola juguetón con sus brazos y entrando en el campo de acción de su perfume. Cristina pegó un chillido, lo alejó con un empujón muy poco respetuoso y, entre risas, exclamó:

—Pero mira que eres burro, Miguel, ¿es que no me conoces?

Aquellas palabras tuvieron la virtud de dejar petrificado al guardia. Hizo un esfuerzo por reconocerla, porque se moría de ganas de conocerla, porque todo el mundo que se acercaba a Cristina experimentaba la necesidad de conocerla más a fondo.

—¡Me estás tomando el pelo! —descubrió, de repente, a punto de añadir: «¡Seré tonto!».

—¡Claro, hombre, Miguel! ¿Pero no te acuerdas de mí? ¡Soy Cristina, Cristina!

El hombretón tuvo un gesto avergonzado, de niño antes de recitar el verso de Navidad.

—¿Cristina? —El caso es que le sonaba el nombre pero no caía en la cuenta, no caía.

—¿Cuántas Cristinas conoces?

Por fin, después de un violento esfuerzo de meninges:

—¿La hermana de Alberto?

—¡La hermana de Alberto! —estalló ella en una carcajada que lo mismo podía significar «¡Claro!» como «¡Qué disparate!».

—Joder —continuó él, feliz—. La hermana de Alberto… Joder… Es que te has cortado el pelo, o no sé qué te has hecho, que no te conocía…

—¡Serás gilipollas!

—¡Cago'n tus muertos! ¡La hermana de Alberto! ¿Cómo está Alberto? ¡Hace siglos que no le veo!

Cristina se puso terriblemente seria. Lo que más le admiré, en aquel momento, fue que su capacidad de contener la risa:

—Ah, ¿no sabes lo que le pasó?

—¿Pasó? ¿Qué… qué dices? —inconscientemente, el guardia dio un paso atrás, como huyendo de las malas noticias.

—El accidente. Aquel camión que…

Cristina aprovechó la sacudida anímica y paralizadora del guardia de seguridad para cruzar un arco detector, que no detectó el botín que llevaba en el bolso. La llamé. En aquel momento, llegaba Beth de la Cabellera Verde, top negro y pantalones de lycra.

—Eh, Cristina. Ven aquí. Hola, Beth. —Le mostré mis credenciales de la agencia Biosca al guardia. Hablé de manera que me oyeran tanto él como mi joven colega—: Estábamos haciendo una comprobación, con mi amiga. Aplicábamos un sistema de robo y me parece que os puede interesar el resultado del experimento…

Cristina sacó a la luz tres sacacorchos con sus correspondientes tarjetas magnéticas.

—Me llevaba esto —dijo, con toda inocencia.

El guardia llamado Miguel (tal como anunciaba a los cuatro vientos la placa que llevaba pegada al pecho) se puso colorado como una amapola, tragó saliva y sus ojos refulgieron con ansias asesinas.

—¿Y no eres la hermana de Alberto? ¿Y Alberto no…? —preguntó, como si se encontrara delante de una aparición fantasmal.

—Y no soy la hermana de Alberto, lo siento. Perdona la broma del camión. Sólo era una visita de inspección.

—Y está muy bien —dijo Beth—, pero este truco ya lo conocemos. Últimamente, como te dije, me he vuelto una experta en las mil y una maneras de robar en grandes almacenes. Éste no es el procedimiento que utilizan para saquear este local.

—¿Cómo puedes estar tan segura? —la desafió Cristina, un poco ofendida.

—Este sistema sirve para robar CD's, o libros, o vídeos, incluso algunas prendas de ropa. Pero, ¿y un televisor…? ¿Una mesa de comedor? ¿Una cristalería entera? ¿Una lámpara de pie? Además, un bolso siempre es un bolso y salta a la vista, existe la posibilidad de que te pidan que lo abras, como os ha ocurrido a vosotros.

—Es verdad —concedí—. Sería más astuto forrarse de papel de estaño el bolsillo del pantalón. Claro que, entonces, los artículos que se podrían robar aún tendrían que ser más pequeños.

—Ostras —hizo Beth, hondamente impresionada por lo que yo acababa de decir—. Ostras, Ángel.

—¿Qué?

—Eso no lo has dicho porque sí, ¿verdad?

—Pues…

—¡No, no me lo digas! Ya me doy cuenta de que es una pista más que me ofreces, a que sí. Ostras, eres tremendo, Ángel. Déjame que piense en ello…

Me dio dos besos, uno en cada mejilla, y huyó antes de que le estropeara la diversión revelándole la solución de la supuesta adivinanza. Cuando ya estaba a una distancia segura se volvió para mirarnos, a mí y a Cristina, a los dos al mismo tiempo, como si acabara de recordar que tenía que votar en la elección de la mejor o la peor pareja del año. Pero estaba ya demasiado lejos como para que yo pudiera leer en sus ojos su intención de voto.

Me llevé a Cristina al aparcamiento, notando la mirada de Beth clavada en nuestras manos unidas.

Salimos con el Golf, rampa arriba, hacia el final del día.

Frené delante de su portal.

—Bueno, supongo que tienes que quedarte… —dije.

—¿Sí? —respondió ella.

—Tu madre te estará esperando. La enfermera ya debe de haberse puesto el abrigo y todo. Es tarde.

—Ah, sí, claro, tienes razón.

Pausa. De repente, empezó a hurgar en el bolso, el famoso bolso forrado de papel de estaño y, cuando yo ya creía que iba a sacar unos cuantos sacacorchos, o una colección de braguitas, o un paraguas plegable, se limitó a empuñar un bolígrafo y un pedazo de papel y a garabatear unos cuantos guarismos. El número de su teléfono móvil.

—Por si me quieres llamar —dijo.

—Quizá… —empecé.

—¿Qué haces mañana? —se adelantó.

—Tengo que ir al fútbol.

—¿Tienes que ir al fútbol? —Llena de felicidad—, ¿Te gusta el fútbol?

—Bueno, tengo que ir por cuestiones de trabajo.

—¡A mí me encanta el fútbol!

—¿Quieres venir?

—¿Me lo dices de verdad?

—Claro. A mí, me van a colar. Supongo que, si cuelan a uno, pueden colar dos.

—Hombre, pues sí, me haría mucha ilusión. El partido de mañana es fantástico, esencial, determinante. Jolín, eres como mágico, Ángel. Un Ángel guardián. No soy la primera que te lo dice, a que no. —Suspiró. Echaba ojeada hacia la acera como si no le apeteciera apearse del coche, como si le asaltara la tentación de dejar que su madre venerable y enferma se las apañara sola por una noche—. Bueno. Ha sido un placer.

Me dio un beso en la mejilla. Yo la despedí con un sonrisa.

Terminé el sábado en casa, mirando el techo de mi dormitorio, pensativo, sonriendo como un bobo. Convencido de que existe un noveno, o un décimo sentido que nos avisa cuando hemos encontrado nuestra alma gemela.

O, a lo mejor, lo único que ocurría era que necesitaba una mujer.

Escena 3

Domingo, 14

Dediqué buena parte de la mañana del domingo a pensar en Cristina. A continuación, el desayuno, ligero, las abluciones a fondo, y la elección de la ropa, siempre con Cristina en mi mente. ¿Le gustaría Cristina a Marta? Me las imaginaba, mirándose las dos, y me daba un poco de vergüenza que coincidieran en la misma casa y, sobre todo, en el mismo cuarto de baño, cuando yo salía desnudo de la ducha. Llamé a Tete Gijón para notificarle que, en lugar de uno, seríamos dos los que nos colaríamos en el campo aquella tarde. Protestó «Jodo, tío, ¡no me hagas eso!», pero sólo por alborotar, porque le gustaba ser muy ruidoso. Le dije que había ligado con una mujer muy aficionada al fútbol y quería quedar bien con ella, porque sabía que aquel argumento sería definitivo para el periodista. Celebró la buena nueva llamándome cabrón, hijo de puta y maricón y añadió que no habría ningún inconveniente, que sólo tenía que hacer una llamada y podía disponer de todo el campo. Al fin y al cabo, el de aquella tarde no era un partido importante y el equipo titular iba tan mal que incluso los seguidores más fanáticos empezaban a desertar. Se decía que la directiva se había lanzado a las calles para suplicar a los transeúntes que fueran a vitorear a los pobres jugadores. Habría lugar de sobra en el campo. Nos esperaría a las siete y media en la puerta número 5 del estadio.

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