La clave de las llaves (29 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: La clave de las llaves
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A mi derecha, pero mucho más cerca del policía, también echó a correr lo que de momento me pareció un numeroso grupo de personas. Tuve el «¡Cuidado, Soriano!» en la punta de la lengua, pero tuve que tragármelo cuando una luz blanca se encendió e hizo día de la noche. De pronto, pudimos ver perfectamente el solar, cada detalle de la tapia cubierta de pintadas, cada piedra de la iglesia antigua, cada hoyo, piedra y basura del suelo y, en medio, como actores en el escenario, Soriano y un hombre vestido de negro y con alzacuello. O sea, un cura. El padre Fabricio.

—¡Queda detenido! —proclamaba el policía, con histrionismo aprendido en teleseries de tiros—. ¡Queda detenido por los asesinatos de María Borromeo y Leonor García!

A su lado, el padre Fabricio se encogía, levantaba las manos para hacerse sombra en los ojos, deslumbrado. El policía hacía que se volviera de espaldas, brutalmente le esposaba las manos.

Mientras hacia ellos trotaba excitada la prensa.

Un hombre con una cámara y un potente foco halógeno y una chica con un micrófono, los dos corriendo hacia la grotesca imagen del policía y su detenido.

—¡Estamos asistiendo en directo a la detención de un asesino en serie…!

El imbécil de Soriano había llevado consigo a la prensa para triunfar en las pantallas de todos los telediarios. Exclamé «¡Oh, no!» y me dirigí hacia ellos, enfurecido.

—¡No, Soriano, por el amor de Dios…! —iba diciendo.

Salí a la luz.

—¡Por favor, Soriano! ¡Suéltalo!

—¡No te metas, Esquius! ¡Tú calla y mira!

—¿Estás completamente seguro de la culpabilidad de este hombre? ¿Qué pruebas tienes? ¿No le recitas sus derechos?

—¡La prueba del ADN! —exclamaba Soriano, heroico.

El cura gimoteaba. Es propio de algunos asesinos eso de gimotear cuando los detienen. Pero también lo hacen muchos inocentes cuando se encuentran en la misma situación.

Entonces, detrás de mí, en el centro del pinar, se escuchó un grito infrahumano, dos gritos. Más tarde, pensé que habían dicho «¡Míralo, si es él, el hijoputa!», y otra voz, «¡No, quieto!». Pero en aquel momento sólo fueron dos gritos animales que precedieron a la traca. El susto real me zarandeó cuando me pareció que alguien, muy cerca de mí, golpeaba con una piedra el tronco que tenía al lado. Un golpe muy fuerte y seco. Soriano, el cura detenido y los periodistas se quedaron paralizados y mudos durante tres, seis, nueve segundos, antes de que todos nos percatáramos de los impactos contundentes contra las paredes de la iglesia y de los silbidos agudos que nos herían los tímpanos, y nos aterrorizaran los chillidos, incoherentes con lo que estaba pasando, salidos de la oscuridad desde donde nos disparaban, chillidos de alguien que repetía la palabra «no» en un tono cada vez más alto y más espantado.

—¡Al suelo, al suelo! —chilló Soriano, el primero en reaccionar—. ¡Apagad la luz, joder, que nos están disparando!

Yo me dejé caer de bruces sin pensar ni en el abrigo ni en el traje de alpaca.

Escena 3

Soriano disparó dos veces contra la oscuridad.

—Policía —gritó—. ¡Policía! ¡Tirad las armas!

En los instantes de silencio que siguieron, yo oliendo la pinaza y jadeando como si acabara de correr la maratón; Soriano y el detenido confundiéndose con las sombras de la iglesia, y los dos periodistas gimiendo y arrastrándose bajo la luz de la farola, oí voces en algún lugar del bosque. Voces histéricas, recriminatorias, y el tit-tit-tit de un dedo que tecleaba en un teléfono móvil. Más voces agitadas. Entendí «hijo de puta» y «estás loco». Era la misma persona que antes entonaba el «no» en todos los registros del pentagrama.

—¡Están allí! —gritó Soriano, que también lo había oído—. ¡Dirigid hacia allí el foco! ¡Están allí! ¡Iluminadlos, joder!

De entre los árboles salió otro tiro, ¡pac!, y yo pensé en la muerte. Qué tontería si tenía que acabar allí, en un lugar tan inhóspito, si mañana Mónica tenía que ir a reconocer mi cadáver al Instituto Anatómico Forense. Yo no tendría que haber ido allí, no se me había perdido nada, sólo venía a reírme de las patochadas de Soriano. Me incorporé de golpe, desasosegado, como si saltara fuera de una pesadilla. No podía quedarme allí, tumbado, esperando la muerte.

—¡La luz, coño, la luz! —repetía Soriano.

Los dos periodistas, muy sensatos, conscientes de que, si prendían el foco, serían la diana de los tiros enemigos, ya reptaban rápidamente, como comandos veteranos y experimentados, alejándose de la zona de claridad y renunciando a la exclusiva de sus vidas, un tiroteo con todas las de la ley. Vi cómo se levantaban al llegar al camino de tierra que conducía a la carretera de Vallvidrera a Sant Cugat, hacia los merenderos de Les Planes. Los vi echar a correr, despavoridos, la cámara al hombro, los cables colgando y persiguiéndolos como serpientes enloquecidas.

De repente, Soriano salió de su escondite, empujando al detenido hacia donde yo me encontraba, buscando la protección de los árboles. Corrieron los dos, agachados, y yo pensé que ofrecían un blanco perfecto, y temí verlos caer abatidos de un momento al otro. Pero no hubo intercambio de tiros. ¿Estarían recargando las pistolas, los agresores?

—¡Policía! —iba gritando Soriano—. ¡Tirad las armas! ¡Salid a la luz y tirad las armas!

Y el cura, pobrecillo, a su lado, aturdido y tembloroso:

—¡Yo no he hecho nada, por favor, no he hecho nada, esto es una equivocación!

Yo también estaba muy asustado.

Soriano, seco y profesional, me ladró:

—¡Vamos, vamos, vamos, al coche, al coche!

Tiraba al detenido del brazo, hacia el centro de la espesura.

—No se preocupe —le dije al llamado padre Fabricio, con voz ahogada, incoherente—. No se preocupe… —Quería decirle que ya sabía que él no era el asesino de las putas, pero no me salía nada más y mi recomendación resultaba grotesca dadas las circunstancias. ¿Cómo no se iba a preocupar?

—Quieren salvar al
serial killer
—resoplaba Soriano, seguramente enloquecido por el miedo, y a media voz, improvisando una explicación para aquel imprevisto—. Seguramente, este hombre ha creado una secta y esos son miembros de la secta que nos quieren matar para salvar a su líder y gurú.

Detrás de él, el cura gimoteaba frases ininteligibles, que tanto podían ser una confesión como una protesta de inocencia.

Avanzábamos por el bosque a tientas, chocando con los árboles y hundiendo los pies en agujeros traidores. Soriano tropezó con el tocón de un árbol o algo parecido y, como lo llevaba agarrado de la mano, arrastró al cura en su caída. Se levantó el policía con un estallido de blasfemias que por fuerza debieron hacer que se estremeciera el sacerdote, incluso en el caso de que fuera un asesino en serie, lo levantó de un tirón y reemprendieron la carrera, que ahora lideraba yo. Como ahora la luz de la farola quedaba a nuestra espalda, no teníamos ningún punto de referencia. Yo ya no sabía si avanzábamos hacia el coche o si nos habíamos perdido, y aquello me irritaba profundamente. Tanto aquello como las majaderías de Soriano.

—¡… O son parientes de las víctimas que se quieren tomar la justicia por su mano!

—¡Deja ya de decir chorradas! —estallé—. ¡El asesino encontró aquel montón de colillas en el suelo, que estaban allí porque este pobre hombre siempre sale allí, a fumarse el cigarrillo, recogió unas cuantas y metió una en la boca de Mary Borromeo y otra en la boca de Leonor, joder! Para que cualquier poli imbécil pensara en un asesino en serie y cayera en la trampa del ADN…

—¡Pero les apagaba los cigarrillos en la lengua! —objetó Soria— no, con la fe de quien expone un argumento irrefutable.

¡Eso es lo que decían los periódicos! En el informe del forense no constaba ninguna quemadura en la lengua de las víctimas. ¡Y eso deberías saberlo tú, coño, si no fueras sobrado y te hubieras tomado la molestia de leer con atención el informe de la autopsia!

De repente, vivimos el Apocalipsis, el fin del mundo, la llegada de los ángeles con las trompetas y los carros de fuego, cayó sobre nosotros un estallido de luz, soltamos tres gritos, uno por cabeza, y sonaron tres explosiones ensordecedoras detrás de mí, pac, pac, pac, y dos, sólo conté dos impactos en los árboles que nos rodeaban, y el gemido de Soriano, herido de muerte, «¡Hostia!», y se me arrugó el corazón como si hubieran matado a mi mejor amigo, el amigo del bueno que siempre muere al final. No me detuve para atenderlo o escuchar sus últimas palabras, el cuerpo no me lo permitía, el cerebro me ordenaba alejarme de los que disparaban sin tener en cuenta ninguna otra consideración.

Y, pasados unos instantes, me estremecí más aún al darme cuenta de que huía solo. ¿Dónde estaba el cura? ¿Se había quedado junto a Soriano para darle la extremaunción? ¿Se había perdido en otra dirección? Eso debía de ser, yo había contado tres impactos y dos estampidos entre los árboles; el que faltaba le había dado a Soriano. Los pasos que corrían tras de mí eran firmes, pesados, inconfundiblemente los de mis perseguidores. La luz de la linterna que llevaban me pisaba los talones, proyectando violentamente mi sombra hacia adelante, indicándome el camino a seguir, y sonó otro tiro, ¡pac!, y la bala impactó en el suelo, y noté el contacto de esquirlas saliendo disparadas contra mis tobillos, y entonces me volví, rabioso, harto ya y suicida, porque se me ocurrió que a mí no querían matarme y, si querían matarme, de todas formas no podría impedirlo, y más valía morir plantando cara que huyendo y demostrando el miedo. Y de esta manera me vi enfrentado a la luz cegadora de la linterna, y con la voz ensordecedora y horrorizada, «¡no, Cañas, basta ya, joder, que lo quieren vivo, que lo quieren vivo!», y el círculo de luz vino disparado contra mi rostro, como un tren que me embistiera, y me pareció que los huesos de la cara se me partían en mil pedazos y perdí la verticalidad.

La muerte. Cañas está loco, ciego de rabia, no tendrá piedad.

—¡Hijo de puta, hijo de puta!

—¡No, Cañas, no! —decía el otro.

Recibí por sorpresa dos golpes en la cabeza, en el occipucio, que me hicieron castañetear de dientes, y en algún lugar de mi cráneo, entre la nariz y los ojos, sentí que se rompía algo liberando mocos y lágrimas y babas, y una terrible migraña, mientras me encogía y me protegía la nuca con las manos, y los puntapiés me buscaban las costillas, y la cara, con una fiereza de cataclismo natural, el agresor tratando de ponerse ante mí, yo pataleando como un maníaco, girando por el suelo para dar la espalda al castigo, tartamudeando que me mataban, que me mataban, que ya era mayor, que mi cuerpo no estaba para aquellos trotes, por favor, por favor.

—¡Cañas, joder! ¡Déjalo ya, vámonos de aquí!

«Sí, sí, sí, fuera de aquí…»

—¡Es que aún se mueve, coño, es que aún se mueve!

Más golpes, en los riñones, en las costillas, en la cabeza, joder, ¡otro golpe en la cabeza, no! «¡Largaos!»No se largaron. Me agarraron de los brazos y me arrastraron, las rodilleras del pantalón de alpaca barriendo la pinaza, y tropezando con piedras, los faldones del abrigo negro recogiendo todo el polvo y el barro del bosque. No quería ni pensar la cara que pondría mi vendedor preferido cuando fuera a comprarle otro traje, otro abrigo, otra corbata de rombos. Si es que podía volver a ir de tiendas alguna vez. Me arrastraron a toda velocidad mientras hablaban muy excitados.

—¡Joder, Cañas, la has cagado, ahora sí que la has cagado! —en un tono próximo al llanto—. ¡Te los has cargado, Cañas, te los has cargado, y uno era policía!

—¡Calla ya, joder!

—¡Te los has cargado y uno era policía! ¿Tú crees que ahora nos van a cubrir?

—¡Claro que sí! ¡Si no nos cubren, lo canto todo!

Me proyectaron contra la plancha de un coche. Me di un golpe en la frente con la manija de la puerta. A lo mejor otro habría agarrado la manija, habría abierto de un tirón, se habría metido en el coche, lo habría puesto en marcha y habría huido de allí antes de que aquellas dos bestias pudieran reaccionar, dejándolos boquiabiertos, pero yo no fui capaz. Se me doblaban las piernas y tenía miedo de morir. Mi vida acabando aquí, en esta oscuridad espantosa, en este mareo indigno, tan enfermo, angustiado, reprimiendo el llanto para no darles el gusto. Los golpes volvieron de pronto, como explosiones internas, como si me reventaran los huesos y los órganos internos. Cañas volvía a la carga, ensañándose en mi nuca, en mi espalda, mis riñones, hostia, qué daño en los riñones, caí hacia atrás, a pesar de que me agarré fuerte a la manija del coche, porque no quería volver al suelo, porque en el suelo me pegarían más puntapiés y no podría soportar ni una más. Pero ya estaba en el suelo, y ya estaba a punto de escupir el llanto denigrante y los gemidos y las súplicas de compasión, cuando llegó muy oportunamente aquel trompazo en la cara, y me morí.

Calma absoluta.

Flotando en la oscuridad infinita.

Escena 4

Domingo, 21

No estaba muerto.

Si te duele, no estás muerto, y a mí me dolía mucho la cabeza, una especie de jaqueca asfixiante, la peor resaca de mi vida, como si se me estuviera licuando el cerebro, y me dolía la órbita del ojo derecho, dolor de hueso roto, de herida abierta y sangrante. Y todo el cuerpo. Me dolían los pulmones, no podía respirar bien, y tuve que abrir la boca como pez fuera del agua. Una voz dijo:

—Ya se despierta.

Otra voz:

—No.

La primera:

—Se ha movido.

La cabeza me daba vueltas y los riñones proyectaban un dolor penetrante, como una lanza que me pinchara desde el interior y me perforase las vísceras con la intención de salir por la boca. Cañas cumplía sus promesas: yo no tenía la menor duda de que, cuando meara, mearía sangre.

—Ah, sí.

—Venga, vete a buscar a ese tío.

«Ese tío.» ¿No sabían cómo se llamaba?

—¿Por qué no vas tú?

—Porque, si te dejo solo con él, lo matas.

Un resoplido de contrariedad, y pasos que se alejaban. Quise abrir los ojos y no se me abrían. ¿Me habría vuelto ciego? Podía mover la mano derecha. Sorpresa. Me di cuenta de que respiraba con tal agitación que se me movía la cabeza. No eran inspiraciones y exhalaciones, eran latidos pulmonares, temblores o algo parecido. Sí que veía. Con el ojo izquierdo, aunque sólo podía abrirlo a medias. Estaba en una habitación excesivamente iluminada con luz de día, con un póster publicitario donde se veía a un payaso comiendo un Chanchi Pirulí, «¡Mmmmmmmmh! ¡Es… quisito! y Chanchi Pirulí es un producto Sesibon SA!». Al lado, apoyado en la pared y con los brazos cruzados, estaba el tipo aquel de la melena lacia y larga, y de brazos simiescos, el motorista que me había seguido el primer día. Me estaba mirando con mucha tristeza y preocupación, más angustiado por lo que le podía pasar a él que por lo que me había pasado a mí, y desvió la vista en cuanto se dio cuenta de que yo le estaba viendo. Estaba cagándose en todo. Por lo que respectaba a mi otro ojo, mi mano derecha se había levantado hasta él, como si fuera la mano de otra persona, mano ortopédica, y había encontrado un apósito abultado y blando que me cubría desde la mitad de la frente hasta media mejilla. Me habían destrozado. Pero, al menos, me habían curado. Desinfección y protección, quizá incluso inyección del tétanos. Tenía los pantalones rotos y estaba en mangas de camisa. Me pregunté qué habría sido de mi abrigo negro y de la chaqueta de alpaca gris.

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