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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (51 page)

BOOK: La clave de Einstein
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Simon parpadeó unas pocas veces más.

—¿Qué hace? ¿Qué mira? —estiró el brazo derecho, acercando la Uzi a medio metro de la frente de David—. ¡Debería dispararle ahora mismo! ¡Debería enviarlo al infierno!

El mercenario respiraba jadeante. Era uno de los síntomas de la falta de oxígeno. Otro era la pérdida de coordinación muscular. David levantó los brazos como si se rindiera. Puede que aún tuviera una oportunidad.

—¡No, no dispares! —gritó—. ¡Por favor, no!

Simon torció el gesto.

—¡Maldito gusano! Es…

David esperó a que Simon volviera a parpadear, entonces le golpeó con el brazo derecho y de un manotazo le quitó la Uzi de las manos. Cuando la subametralladora saltó volando por encima del suelo de hormigón, Simon levantó la pierna que estaba aplastando el pecho de David. Agarrándole la bota con ambas manos, David se la retorció como si fuera un sacacorchos y Simon cayó al suelo.

El arma, pensó David. He de conseguir el arma. Quedaba menos de un minuto. Se puso en pie pero permaneció agachado para no respirar demasiado helio. Le llevó un par de segundos divisar la Uzi, que había resbalado hasta quedar debajo del tubo de aceleración, a casi seis metros. Empezó a correr para cogerla, pero había esperado demasiado. Antes siquiera de tres pasos, Simon lo atrapó y lo cogió de la cintura. El mercenario lo tiró contra la pared y corrió hacia la Uzi.

Por un momento, David se limitó a mirarlo aterrorizado. Luego se dio la vuelta y empezó a correr en dirección opuesta, de vuelta al túnel de entrada. Corría por instinto, pensando únicamente en huir, pero no había escapatoria a menos que consiguiera apagar el colisionador. Mientras Simon se arrodillaba en el suelo y cogía su Uzi, David miró frenéticamente entre los escombros de la entrada, buscando algo pesado para tirar al tubo de aceleración. Luego levantó los ojos y vio el cochecito eléctrico. Había quedado en medio de la brecha, con el chasis en precario equilibrio sobre la puerta destrozada y el motor todavía impulsando las ruedas en el aire.

Al llegar al cochecito oyó pasos detrás de él. Simon avanzaba por el túnel con su Uzi. Pero no apretó el gatillo; disparar de lejos era demasiado arriesgado por si una bala salía perdida. El cabrón esperó hasta llegar un poco más cerca y David tuvo un precioso segundo más para reaccionar. Agachándose delante del cochecito amarillo, tiró de él con todas sus fuerzas. Pero no se movió. Pesaba mucho, al menos ciento ochenta kilos, y los bajos descansaban sobre un montón de metales retorcidos. David volvió a tirar, pero no sirvió de nada. El maldito bicho estaba atascado.

Cuando Simon estuvo a tres metros de distancia levantó la Uzi y apuntó. David dejó escapar un grito animal, un aullido de desafío. El mercenario disparó, pero David se agachó para hacer un último esfuerzo y las balas le pasaron silbando por encima de la cabeza. En ese mismo instante el cochecito finalmente cedió y se deslizó dentro del túnel.

El vehículo corcoveó como un toro en cuanto sus ruedas traseras tocaron el suelo. Simon dejó caer la Uzi y se abalanzó hacia delante. Se lanzó sobre el cochecito, intentando alcanzar el volante, pero en el último momento una de sus botas resbaló en un trozo de cristal roto. Se cayó delante de la trayectoria del vehículo justo cuando se precipitaba contra el tubo de aceleración.

David saltó por encima de la puerta rota y se echó a un lado, detrás de la pared de hormigón. Luego hubo un flash de luz blanca y una ensordecedora explosión.

El profesor Gupta oyó una explosión lejana. Un momento después el zumbido de los imanes superconductores cesó. En unos pocos segundos el Collision Hall quedó en silencio. El
Tevatron
se había apagado.

Agachado en un rincón del cuarto de almacenaje, Gupta pudo oír los latidos de su corazón. Cerró los ojos y vio una lámina arrugada, ondulante, la misma que había aparecido en la simulación de ordenador que había creado. Vio un enjambre de neutrinos estériles liberarse de la lámina y recorrer sus pliegues como si fueran un billón de cenizas al rojo blanco. Luego se desmayó y no vio nada más que oscuridad.

Le despertaron los agudos gritos de sus estudiantes. Estaban bastante cerca, y gritaban «¡Profesor, profesor!» con voces angustiadas. Incorporándose, Gupta gateó hasta la parte delantera del armario y golpeó la puerta con el puño.

Las voces se acercaron.

—¿Profesor? ¿Es usted?

Alguien encontró la llave y abrió la puerta. Los primeros estudiantes que Gupta vio fueron Richard Chan y Scott Krinsky, que entraron a toda prisa en el armario y se arrodillaron a su lado. Los demás llegaron justo detrás de ellos y abarrotaron el pequeño espacio. Gupta tenía la boca tan seca que apenas podía hablar.

—Richard —dijo con voz ronca—. ¿Qué ha ocurrido?

Richard tenía las mejillas mojadas por las lágrimas.

—¡Profesor! —dijo entre sollozos—. ¡Pensábamos que había muerto! —Y con abandono infantil rodeó a Gupta con sus brazos.

El profesor lo apartó.

—¿Qué ha ocurrido? —volvió a decir, esta vez más alto.

Scott se acercó, llevaba las gafas torcidas y la Uzi le colgaba del hombro.

—Seguíamos las instrucciones de Simon, pero unos segundos antes del impacto ha habido una explosión en el sector E-Cero del túnel de aceleración.

—¿O sea que las colisiones no han empezado? ¿No ha habido ninguna ruptura espaciotemporal?

—No, la explosión ha perturbado el desarrollo del rayo y el
Tevatron
se ha apagado.

Gupta sintió una oleada de alivio. Gracias a Dios.

—Hemos empezado a buscarlo después del apagón —añadió Scott—. Temíamos que Simon hubiera cumplido su palabra y lo hubiera asesinado. —Se mordió el labio inferior—. Ha matado a Gary y Jeremy. Hemos encontrado sus cuerpos fuera de la entrada al túnel F-Cero. Yo he cogido una de sus Uzis.

Gupta echó un vistazo a la fea arma negra.

—¿Dónde está Michael? —Miró por detrás de Scott y Richard, buscando la cara de su nieto—. ¿No ha venido con vosotros?

Se miraron el uno al otro nerviosamente.

—Esto…, no —contestó Scott—. No lo he visto desde que hemos salido de la sala de control.

El profesor negó con la cabeza. Sus estudiantes lo rodeaban como una banda de niños indefensos. Le habían fallado miserablemente y ahora esperaban su perdón y sus siguientes instrucciones. El enfado que Gupta sentía hacia ellos proporcionó fuerzas renovadas a sus extremidades. Estiró el brazo hacia Scott.

—Ayúdame a levantarme —le ordenó—. Y dame esa arma.

Sin vacilar, Scott lo ayudó a ponerse en pie y le dio la Uzi. Gupta se la llevó a la cadera mientras salía del armario.

—Muy bien, volvamos a la sala de control —anunció—. Vamos a encontrar a Michael y reiniciaremos el experimento.

Richard se lo quedó mirando consternado.

—¡Pero el túnel está dañado! ¡Según los indicadores hay media docena de imanes que no funcionan!

Gupta hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—Podemos reparar los daños. Tenemos todo el equipo necesario.

Cruzó el Collision Hall hacia una de sus salidas, mientras sus inquietos estudiantes lo seguían rezagados. No era demasiado tarde para realizar otro intento. Puede que les llevara varias horas arreglar el túnel, pero con un poco de suerte podrían acumular otra carga de partículas hacia el final del día. Esta vez los neutrinos estériles apuntarían a las coordenadas originales, cinco mil kilómetros por encima de Estados Unidos. Los preciosos rayos de la explosión iluminarían el cielo justo al caer la noche.

Al salir fuera del edificio, Scott se acercó a él y lo cogió suavemente del codo.

—Hay otro problema, profesor —dijo—. Los guardas de seguridad del laboratorio saben que estamos aquí. Hemos visto a tres dirigiéndose hacia la sala de control justo cuando nosotros nos íbamos.

Gupta, que en aquel momento cruzaba un aparcamiento a grandes zancadas en dirección al montículo que recorría el túnel acelerador, no se detuvo.

—No importa. Cumpliremos con nuestro destino. Vamos a rehacer el mundo.

—¡Pero los guardas tienen armas! ¡Y vendrán más!

—Ya te lo he dicho, no importa. La humanidad lleva más de medio siglo esperando. La
Einheitliche Feldtheorie
no puede permanecer más tiempo oculta.

Scott apretó con mayor fuerza el codo de Gupta.

—¡Profesor, escuche por favor! ¡Tenemos que salir de aquí o nos arrestarán!

El profesor se zafó de la mano de Scott y levantó la Uzi, apuntando el pecho del tonto con el cañón. Los demás estudiantes se detuvieron de golpe, desconcertados. ¡Imbéciles! ¿Es que no se daban cuenta de lo que había que hacer?

—¡Dispararé a quien intente detenerme! —gritó—. ¡Ahora nada en el mundo me podrá parar!

Scott levantó los brazos pero no se apartó. En vez de eso el tontaina dio un paso adelante.

—Por favor, sea razonable profesor. Puede que lo podamos intentar en alguna otra ocasión, pero ahora debemos…

Gupta lo calló disparándole al corazón. Luego disparó a Richard, que cayó de espadas al asfalto. Los demás se quedaron inmóviles, con los ojos abiertos. Ni siquiera tuvieron la sensatez de huir corriendo. Enfurecido por su estupidez, el profesor siguió disparando, moviendo su Uzi de un lado a otro ante sus caras de pasmo. Caían como marionetas mientras morían. Gupta disparó unas cuantas ráfagas más para asegurarse de que estaban muertos. De todas formas eran unos inútiles, un malgasto de oxígeno. Tendría que regresar y cumplir él solo su destino.

Se dirigió hacia el Wilson Hall, caminando junto al montículo, pero entonces un todoterreno negro aparcó en la carretera y tres hombres vestidos con traje gris bajaron del coche. Se agacharon detrás del vehículo, le apuntaron con sus pistolas y le gritaron tonterías indescifrables. Más estupidez, pensó el profesor. Hoy había raciones extra.

Molesto, Gupta se dio la vuelta hacia los hombres y levantó su Uzi, pero antes de poder apretar el gatillo vio que la boca de una de sus pistolas emitía un destello amarillo. Una bala de nueve milímetros cruzó el aire, en una línea tan recta como la de un protón de alta energía aunque sin su rapidez. La colisión hizo trizas el cráneo de Gupta, eyectando partículas de piel, sangre y hueso. Y entonces la mente del profesor se liberó de nuestro universo y se fundió con el cielo sin nubes.

Una ambulancia y un camión de bomberos estaban parados con el motor en marcha junto a la entrada al túnel F-Cero. David apretó el paso, cojeando tan rápido como podía hacia el edificio de hormigón. Se había desmayado después de la explosión en el túnel acelerador, de modo que no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde que dejó a Monique. ¿Veinte minutos? ¿Treinta? Recordó las terribles heridas en su estómago, la sangre que salía a borbotones de ambos agujeros. Esperaba que los paramédicos la hubieran encontrado a tiempo.

Cuando estaba a unos veinte metros vio un cuerpo en el suelo cubierto con una sábana. Dos bomberos con todo el equipo estaban al lado de pie, mirando al cadáver. David se detuvo tambaleante, con las piernas temblando. Sintió una presión en el pecho al ver que a unos pocos metros a la izquierda había un segundo cadáver cubierto con una sábana. Y entonces, todavía más a la izquierda, vio a dos paramédicos vestidos con monos azules transportando una camilla hacia la parte trasera de la ambulancia. Alcanzó a vislumbrar una cara morena con un respirador de oxígeno sobre la boca.

—¡Monique! —gritó mientras se acercaba dando saltos a la camilla. ¡Todavía estaba viva!

Un tercer paramédico, un muchacho alto con un bigote negro, lo interceptó antes de que llegara a la ambulancia.

—¡Eh, tranquilízate, colega! —dijo el muchacho, cogiéndolo del brazo y mirándolo de arriba abajo—. ¿Qué te ha pasado?

David señaló la camilla.

—¿Cómo está ella? ¿Se pondrá bien?

—No te preocupes, la hemos estabilizado. Ha perdido mucha sangre, pero se pondrá bien. —Se quedó mirando con evidente preocupación los cortes que David tenía en la frente—. Pero a ti parece que te vendría bien algo de ayuda.

David se puso tenso, echó un paso hacia atrás y se zafó del paramédico. Estaba tan preocupado por Monique que se había olvidado de sí mismo. Aunque se había escondido detrás de una gruesa pared de hormigón antes de que el tubo de aceleración explotara, sabía que los protones de alta energía podían generar todo tipo de feas partículas secundarias.

—No me toques —le advirtió—. Estaba en el túnel acelerador, puede que esté contaminado.

Un tic nervioso contrajo el bigote del muchacho. Se apartó de golpe y se volvió hacia uno de los bomberos que estaban con los cadáveres.

—¡Alex! ¡Necesito una lectura de radiación, rápido!

Alex llegó corriendo con un contador Geiger, un grueso tubo de metal conectado a un monitor de mano. Si David había estado expuesto a la ducha de partículas del tubo de aceleración, el contador detectaría material radiactivo en la ropa y la piel. Contuvo la respiración mientras el bombero movía el tubo delante de él, siguiendo un enrevesado patrón, de la cabeza a los pies.

El tipo finalmente levantó la vista.

—No detecto nada —informó—. Estás limpio.

David silbó aliviado. Debía de haber absorbido algo de radiación, pero no la suficiente para matarlo. Gracias a Dios por la protección de hormigón.

—Deberíais enviar una unidad a la entrada E-Cero —le dijo al bombero—. Ese sector del túnel se debería acordonar. Hay otra víctima mortal. Aunque no queda mucho de ella.

Alex negó con la cabeza.

—¡Dios mío! ¿Qué diablos sucede esta mañana? La gente se dispara con Uzis, a un adolescente pirado le da un arrebato, y ahora nos dices que hay otro cadáver en…

—Un momento. ¿Un adolescente?

—Sí, en el aparcamiento al lado de la sala de control. No deja de gritar y aporrear todo el equipo que hay dentro de los camiones… Eh, ¿adónde te piensas que vas?

David empezó a correr. Mientras los bomberos le gritaban y cogían sus radios, él rodeó el edificio de hormigón. Era el último tramo de su viaje, los últimos quinientos metros. Estaba solo y cansado hasta la extenuación, pero aún le quedaban fuerzas suficientes para recorrer la curva que hacía el montículo, pasar por delante del Inyector Principal, la Fuente de Antiprotones, el Acelerador y el Acumulador, hasta llegar al extenso complejo que albergaba la sala de control del
Tevatron
.

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