La clave de Einstein (40 page)

Read La clave de Einstein Online

Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

BOOK: La clave de Einstein
6.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

Karen se detuvo de golpe y apretó con fuerza la mano de Jonah. Pero Gloria, que no se asustaba por nada, avanzó directamente hacia el agente.

—Eh, colega, ¿te has perdido? —preguntó.

—No —respondió.

—La oficina del Bureau está en el Federal Plaza, por si no lo sabes. Por ahí —y señaló hacia el oeste, hacia Manhattan.

—¿Qué te hace pensar que soy del Bureau?

—El traje barato que llevas, para empezar. Y que tus colegas me hayan estado siguiendo todo el día.

—No estoy interesado en ti. Sólo en tu amiga.

—Bueno, pues olvídate de ello. Si la arrestas, mañana por la mañana aparecerá en la portada del
New York Times
.

El agente metió la mano dentro de su americana y sacó una pistola.

—Que le den al
Times
. Yo leo el
Post
—Y tras apuntar la pistola a la cabeza de Gloria, disparó.

Karen agarró a Jonah y le apretó la cara contra su barriga para que no lo viera. Le temblaban las piernas cuando el agente dio un paso adelante y una débil cuña de luz proveniente de una farola le iluminó la cara. Tenía la nariz hinchada y la frente cubierta de moratones, pero de todos modos lo reconoció. Era el agente Brock. 

11

Simon se echó al coleto otro vaso de
Stoli
. Estaba sentado en el salón de una modesta casa de Knoxville que pertenecía a Richard Chan y Scott Krinsky, dos antiguos alumnos del profesor Gupta. Mientras éste hablaba por teléfono en la cocina, Richard servía nerviosamente vodka a Simon, y Scott le ofrecía un repugnante sándwich de atún. Al principio, Simon supuso que eran amantes, pero después de la segunda copa se dio cuenta de que ahí había algo raro. Richard y Scott trabajaban como físicos en el laboratorio Oak Ridge, donde construían equipos para generar rayos de protones de alta intensidad. Eran pálidos, desgarbados, de aspecto juvenil y llevaban gafas. Se dirigían al profesor Gupta con una reverencia que rayaba en el fanatismo. Lo curioso era que no les había sorprendido lo más mínimo que Simon y Gupta aparecieran inesperadamente en su puerta. Estaba claro que los dos jóvenes físicos eran co-conspiradores, reclutados tiempo atrás por Gupta. Aunque no resultaban demasiado intimidantes, Simon vio en ellos la cualidad esencial del buen soldado: harían todo lo que su superior les ordenara. Su devoción a la causa era tan fuerte como la de un yihadista.

En cuanto Simon dejó el vaso en la mesilla de centro, Richard se puso en pie y lo volvió a llenar. No estaba mal, pensó Simon mientras se reclinaba de nuevo en su silla. Se podía acostumbrar a ello.

—Así que trabajáis con rayos de luz, ¿no? Guiáis protones para que den vueltas y más vueltas por el acelerador, ¿es así?

Ambos asintieron, pero ninguno de los dos dijo una palabra. Estaba claro que les incomodaba un poco charlar con un mercenario ruso.

—Debe de ser un trabajo complicado —prosiguió Simon—. Asegurarse de que todas las partículas dan en el blanco. Determinar las condiciones ideales para el impacto. Cuando los protones chocan pueden ocurrir cosas extrañas, ¿no?

Richard y Scott dejaron de asentir y se miraron el uno al otro. Había sorpresa en sus rostros, y también un poco de confusión. Seguramente se estaban preguntando cómo era que este asesino a sueldo sabía de física de partículas.

—Sí, muy extrañas —prosiguió Simon—. Y quizá muy útiles. Si uno contara con una teoría unificada que le indicara exactamente cómo llevar a cabo determinadas colisiones de partículas, se podrían obtener unos resultados interesantes, ¿no?

Ahora sus ojos mostraban alarma. A Richard casi se le cae la botella de
Stolichnaya
.

—Lo…, lo siento —tartamudeó—. No sé de qué estás hablando…

—No te preocupes —dijo Simon mientras reía entre dientes—. Vuestro profesor confía en mí. Al principio de la misión me contó todas las posibles aplicaciones de la
Einheitliche Feldtheorie
. De otro modo no hubiera podido saber qué información tenía que obtener de los colegas de
Herr Doktor
.

Este reconfortante comentario no consiguió tranquilizar a los físicos. La mano de Richard agarró todavía con mayor fuerza la botella de
Stoli
y Scott se frotó las manos. Quizá preferían no conocer los métodos que empleaba su querido líder.

En aquel momento Gupta terminó su llamada telefónica y entró en el salón. Richard y Scott volvieron simultáneamente las cabezas y se quedaron mirando a su amo como un par de leales setters irlandeses. El profesor los premió con una sonrisa, y luego señaló a Simon.

—Ven conmigo. Tenemos que hablar de algo.

Simon tardó unos segundos en ponerse en movimiento para dejar claro que no era el perrito faldero de nadie. Luego se levantó de la silla y siguió a Gupta a la cocina. Era un cubículo feo y estrecho con los armarios combados y una nevera prehistórica.

—¿Era Brock con quien hablaba por teléfono? —preguntó Simon.

El profesor asintió.

—Ya tiene en su poder a la esposa y al hijo de Swift. Ahora se dirige hacia el sur tan rápido como puede. Podrían ser una buena moneda de cambio.

—Eso en el caso que Swift tenga la teoría unificada. No lo sabemos seguro.

—Por supuesto que tiene la teoría. No seas estúpido.

De nuevo, Simon sintió el impulso de decapitar al anciano.

—Ha borrado todos los archivos del servidor, ¿no? Quizá ésa fue siempre su intención, borrar la teoría. Quizá es lo que Kleinman le dijo que hiciera.

Gupta negó con la cabeza.

—No, imposible. Ésa es la última cosa que Kleinman hubiera querido. Estoy seguro de que dio instrucciones a Swift de preservar la teoría.

—Bueno, quizá Swift se pensará mejor si seguir esas instrucciones cuando vea las ecuaciones.

El profesor siguió negando con la cabeza. No parecía estar preocupado.

—Créeme, tiene la teoría. Y no podría destruirla aunque quisiera. El siguiente peldaño en el ascenso de la humanidad es inevitable. Nada podrá impedir que llevemos a cabo nuestra demostración.

Simon dejó escapar un resoplido. Se estaba cansando de los discursos mesiánicos de Gupta.

—Está bien, supongamos que Swift tiene la teoría. Todavía tenemos que encontrarlo antes de que lo hagan los soldados norteamericanos.

Gupta hizo un gesto desdeñoso con la mano, como apartando a un lado toda posible dificultad.

—Eso también es inevitable. Dentro de pocas horas sabremos dónde están Swift y sus acompañantes.

—¿Y exactamente cómo sucederá eso?

El anciano sonrió.

—Mi hija va con ellos. Es adicta a la metanfetamina. Y a estas alturas estoy seguro que ya debe de estar algo desesperada.

En un remoto claro del Bosque Nacional Cherokee, Graddick recogió hojas muertas y ramas para hacer una hoguera. Este montañero resultó ser el guía perfecto para los fugitivos; todos estos años de contrabando de serpientes por los estados de la cordillera de los Apalaches lo habían convertido en un experto a la hora de eludir la ley. Tras escapar de Fort Benning, David quiso ir hacia México o Canadá, pero Graddick les había advertido de que entre ellos y las frontera habría demasiados subordinados de Satán. En vez de eso los llevó al norte de Alabama. Subieron con su ranchera las sinuosas carreteras de la meseta Sand Mountain, y al anochecer llegaron a la cordillera de las Great Smokies.

Graddick parecía conocer cada colina y cada hondonada de la zona. En un cruce llamado Coker Creek cogió un polvoriento sendero que subía una boscosa cresta. Aparcó la ranchera detrás de un matorral cubierto de kudzu y comenzó a preparar la hoguera, silbando Amazing Grace mientras recogía maderos. David no pudo evitar sentirse maravillado por la generosidad de este hombre. Se habían conocido la noche anterior, y ahora estaba arriesgando su vida por ellos. Aunque David no le había dicho ni una palabra sobre Einstein o la teoría del campo unificado, estaba claro que Graddick sabía que algo gordo estaba en juego. Veía su situación desde una perspectiva religiosa: habían entablado una lucha apocalíptica, una batalla contra un ejército demoníaco que intentaba derrocar al Reino de Dios. Y lo cierto era que esta perspectiva, pensó David, no estaba demasiado alejada de la realidad.

La luna creciente, un poco más grande que el día anterior, iluminó pálidamente las colinas que los rodeaban. David se sentó en el claro con Michael, que dejó apoyada su
Game Boy
en el tocón de un árbol. Su madre estaba durmiendo en la ranchera; durante el largo viaje por las montañas su nerviosismo había ido en aumento, y no había dejado de maldecir, temblar y pedir que la dejaran salir del coche, pero finalmente se había tranquilizado y se había quedado dormida. Monique se había pasado la mitad del viaje tranquilizando a Elizabeth y la otra mitad estudiando lo que veía en el ordenador portátil que había sisado del laboratorio de SCV.

Las buenas noticias eran que la memoria USB sí contenía un artículo científico escrito por Albert Einstein más de cincuenta años atrás. Las malas, que el artículo estaba escrito en alemán. Su título era «
Neue Untersuchung über die Einheitliche Feldtheorie
», que más o menos David había entendido y podido traducir por: «una nueva interpretación de la teoría del campo unificado». Pero no llegaba más allá. El artículo contenía docenas de páginas de ecuaciones cuyos símbolos y números y subíndices resultaban tan incomprensibles como las palabras alemanas que los rodeaban. Estas ecuaciones no tenían nada que ver con las que David había visto en otros artículos de Einstein. Estaba claro que
Herr Doktor
se había aventurado en una dirección completamente nueva, empleando para ello un nuevo tipo de matemáticas. Era devastadoramente frustrante: tenían la respuesta en sus manos, pero no podían interpretarla.

Ahora Monique estaba sentada en una zona del claro cubierta de hierba, con la mirada todavía puesta en la pantalla del ordenador. David se había pasado un rato mirando por encima de su hombro, pero cuando ella se quejó de que la desconcentraba, él había tenido que retirarse al otro lado del claro. ¡Mierda!, pensó él, ¡ojalá supiera alemán! Pero habría tenido problemas con las matemáticas aunque hubiera sido nativo. No, era mejor que Monique se encargara de esto. Era experta en varias ramas de las matemáticas, y le había dicho a David que algunas ecuaciones le resultaban familiares.

Después de meter unos pocos fajos de periódicos en la pila de madera, Graddick la prendió con una cerilla. Fue a la ranchera y regresó con cinco latas de estofado Dinty Moore, que abrió y colocó cerca del fuego. Luego se sentó en la hierba cerca de David y Michael.

—Hemos tenido suerte —dijo, señalando el cielo estrellado—. Esta noche no va a llover.

David asintió. Michael seguía jugando al
Warfighter
. Graddick se inclinó hacia delante y señaló la luna, que estaba justo encima del horizonte.

—Mañana iremos en esa dirección —dijo—. Hasta Haw's Knob. Conduciremos por la carretera Smithfield hasta donde termina y luego subiremos la montaña a pie.

—¿Por qué ahí? —preguntó David.

—Es un buen lugar para esconderse. Hay cuevas de piedra caliza y un manantial no muy lejos. Y desde lo alto se pueden ver los alrededores, lo que nos permite estar avisados de si alguien viene a por vosotros.

—Pero ¿qué comeremos cuando se nos termine el Dinty Moore?

—No te preocupes, yo me encargaré de las provisiones. A mí los hombres de Satán no me buscan, así que puedo ir y venir. Podéis esconderos en Haw's Knob hasta el final del verano. Para entonces los paganos os habrán dejado de buscar y os será más fácil llegar a Canadá o México o donde sea que queráis ir.

David intentó imaginarse un verano metido en una cueva de piedra caliza con Monique, Michael y Elizabeth. El plan no es que fuera poco práctico; era inútil. Daba igual cuánto tiempo se escondieran en las montañas, el ejército y el FBI no dejarían de buscarlos. E incluso si entonces, por algún milagro, lograban eludir a sus perseguidores y cruzar la frontera, tampoco estarían a salvo. Tarde o temprano el Pentágono los localizaría, tanto si huían a Canadá o a México como si se escondían en la península Antártica.

Unos minutos después, Graddick se puso en pie y se acercó al fuego, que ahora ardía bien. Envolviendo la mano en un pañuelo gris, retiró las latas de Dinty Moore y las repartió entre David, Michael y Monique. También les dio unas cucharas de plástico que había encontrado en la guantera del coche. El estofado no estaba muy caliente pero David se lo empezó a comer de todos modos, esperando poder olvidarse un rato de sus problemas mientras engullía la viscosa carne de la lata. Antes de que pudiera darle un segundo mordisco, sin embargo, levantó la mirada y vio que Monique venía hacia él con el portátil y la memoria USB bajo el brazo. Incluso en la oscuridad pudo advertir su nerviosismo. Tenía la boca abierta y jadeaba.

—He descubierto algo —dijo—. Pero no te va a gustar.

David dejó a un lado la lata y se puso de pie. Llevó a Monique hasta un pino mustio que había en el lindero del claro, a unos seis metros de Michael y Graddick. Había supuesto que cuando llegara este momento estaría exultante, pero en vez de eso sentía aprensión. La parpadeante luz de la hoguera iluminaba la parte izquierda del rostro de Monique, pero la derecha quedaba a oscuras.

—¿Está ahí? —preguntó—. ¿Es la teoría unificada?

—Al principio pensaba que no. Las ecuaciones me parecían un galimatías. Pero luego recordé lo que hablamos la otra noche. La teoría de los geones.

—¿Quieres decir que hay algo de ésta?

—Me ha llevado un rato ver la conexión. Pero cuanto más miro las ecuaciones, más me recuerdan las fórmulas de la topología. Ya sabes, las matemáticas de superficies, formas y nudos. Y esto me hizo pensar en los geones, los nudos espacio-temporales. Mira, deja que te lo enseñe.

Monique abrió el portátil y se puso al lado de David para que éste pudiera ver bien la pantalla. Entornando los ojos, vio una página con una docena de ecuaciones, cada una con una larga cadena de letras griegas y símbolos extraños: horquillas, el símbolo de la libra, círculos con cruces. Efectivamente, parecía un galimatías.

—¿Qué diablos es esto?

Ella señaló la parte superior de la página.

—Es la ecuación de la teoría del campo unificado, expresada en el lenguaje de la topología diferencial. Es parecida a las ecuaciones clásicas de la relatividad, pero también abarca la física de partículas. Einstein descubrió que todas las partículas son geones. ¡Cada partícula es un tipo diferente de pliegue en el espacio-tiempo, y las fuerzas son las ondas de la tela!

Other books

Games We Play by Ruthie Robinson
The Perfumer's Secret by Fiona McIntosh
Diabolical by Smith, Cynthia Leitich
AC05 - Death Mask by Kathryn Fox
Advent by Treadwell, James
1972 - A Story Like the Wind by Laurens van der Post, Prefers to remain anonymous
Loyalty Over Royalty by T'Anne Marie
The Paper Moon by Andrea Camilleri