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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

La ciudad de oro y de plomo (9 page)

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
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Larguirucho y yo presenciamos la final de los cien metros en silencio, ocultando nuestros respectivos sentimientos. Pero nuestro silencio quedó hecho pedazos cuando se vio que Fritz se mantenía a la altura del corredor que le había aventajado por mucho en la serie anterior. Los dos gritábamos cuando cruzaron la cinta. Larguirucho creía que había ganado Fritz y yo que acababa de perder. Pasó algún tiempo antes de que lo anunciaran, y resultó que nos habíamos equivocado los dos. No había un vencedor claro. Había que volver a efectuar la carrera sólo con estos dos competidores.

Y esta vez Fritz no cometió equivocaciones. Se situó en cabeza desde el principio y allí se mantuvo hasta que ganó, si no cómodamente, sí con claridad. Yo le vitoreé, como los demás, fervientemente. Hubiera preferido con mucho que fuera Larguirucho, pero de todos modos me alegré de tener un aliado cuando entrara en la Ciudad.

De noche, durante la Fiesta, empezó a llover; los truenos retumbaban constantemente y a través de los altos ventanales vi relampaguear los rayos sobre los tejados de la ciudad. Nos dieron una comida maravillosa y un vino que burbujeaba en el vaso y producía un hormigueo en la garganta. Y yo me senté a la Alta Mesa, luciendo el cinturón escarlata con los demás.

Por la mañana, mientras desfilábamos, aún caía una lluvia fina. El mismo Campo estaba anegado y el barro nos cubría los zapatos. Me despedí de Larguirucho y le dije que esperaba volver a verle, y pronto, en las Montañas Blancas.

Pero era una esperanza débil y tímida. Los seis Trípodes seguían allí, inmóviles, al igual que durante todo el transcurso de los Juegos, mientras concluía la ceremonia de despedida. Miré los rostros de mis compañeros, todos felices y exaltados ante la perspectiva de ponerse al servicio de los Trípodes, y yo hice lo que pude por revestir la misma expresión. Me temblaban las piernas. Hice un esfuerzo y las controlé, pero unos momentos después volvían a temblarme.

Éramos más de treinta, distribuidos en seis grupos. Vi que el grupo de Fritz iba primero, avanzando hacia el Trípode situado en primer lugar. El tentáculo bajó serpenteando cuando se acercaron al gran pie de metal y los fue subiendo hacia el agujero que se abría en el hemisferio, el agujero por el que hacía casi un año yo había arrojado el huevo de metal explosivo de los antiguos. Ahora no tenía defensas ni podía tenerlas. Vi marchar al siguiente grupo, al tercero y al cuarto. Después nos tocaba a nosotros y, chapoteando entre los charcos, avancé rígidamente junto a los demás.

CAPÍTULO 6
LA CIUDAD DE ORO Y PLOMO

Lo que más me preocupaba era que se traslucieran mis verdaderos sentimientos cuando me cogiera el tentáculo, que no fuera capaz de evitar una reacción contra él, apareciendo como alguien distinto a los demás. Me preguntaba incluso si el tentáculo no sería capaz de leer mis pensamientos de algún modo: recordé el tacto que tenía, a metal duro y sin embargo misteriosamente flexible, dotado de un pulso similar al de la vida. Cuando me tocó el turno hice cuanto pude por borrar mis pensamientos. En su lugar evoqué mi casa, las tardes soñolientas de verano paseando por los campos, o cuando nadaba en el río con mi primo Jack. Después, cuando me cogieron y me izaron por el aire impregnado de humedad, me costó trabajo respirar. Sobre mí había una puerta abierta en el hemisferio, una boca que aumentaba de tamaño a medida que me elevaban hacia ella.

Yo esperaba desmayarme, como ocurrió en mi primer encuentro con un Trípode, en las afueras del Château de la Tour Rouge, pero no fue así. Más adelante comprendí por qué. Los Trípodes disponían de un medio para provocar el desmayo, pero sólo lo empleaban con los que no tenían Placa, pues podían asustarse y luchar. No era preciso recurrir a tal medida con quienes habían aprendido a adorarles. El tentáculo me llevó al interior y me soltó, y yo pude mirar a mi alrededor.

Los hemisferios tenían una base de unos cincuenta pies de anchura, pero nos hallábamos en una parte mucho menor, en una celda de forma irregular, de unos siete pies de altura. La pared exterior, donde estaba la puerta, era curva y tenía ventanillas a ambos lados, cubiertas con lo que parecía ser cristal muy grueso. Las demás paredes eran rectilíneas, pero las laterales formaban pendiente hacia dentro, de modo que la pared interior era más corta que la exterior. Vi que allí había otra puerta, pero estaba cerrada.

No había ninguna clase de mobiliario. Deslicé las uñas sobre el metal; era duro, si bien de textura sedosa. En mi grupo éramos seis y a mí me habían cogido en quinto lugar. Introdujeron al último y se cerró la puerta; bajó un panel redondeado que cerró ajustadamente. Miré los rostros de mis compañeros. Revelaban cierta confusión, pero también una excitación, una exaltación que yo me esforcé en imitar. Nadie habló, lo cual fue una ayuda. No habría sabido qué decir ni cómo decirlo.

Silencio durante minutos interminables; después, abruptamente, el suelo se inclinó. Seguramente se había terminado el embarque. Nuestro viaje a la Ciudad había comenzado.

El movimiento era sumamente extraño. Las tres patas del Trípode iban unidad a una circunferencia situada bajo el hemisferio. En los puntos de unión, así como en las articulaciones de las patas, había segmentos que podían alargarse o acortarse según variara la posición de las piernas entre sí. También había un sistema de muelles entre la circunferencia y el hemisferio, que compensaba en gran medida al traqueteo restante. Después de la sacudida inicial sólo sentimos un suave balanceo. Al principio mareaba, pero nos acostumbramos enseguida.

Los Trípodes podían desplazarse con idéntica facilidad en cualquier dirección debido a la simetría de sus tres patas, pero la sección donde nos hallábamos entonces era la parte frontal. Nos apiñamos junto a las ventanillas y miramos hacia fuera.

Más adelante, un poco hacia la derecha, se hallaban la colina y el antiguo semicírculo de gradas de piedra; detrás, la ciudad en la que nos habían festejado la noche anterior. Y más allá la banda oscura del gran río. Íbamos en dirección este, siguiendo un curso levemente desviado hacia el norte. A nuestros pies se veía el campo, borroso y húmedo, aunque de hecho había dejado de llover y se distinguía una zona luminosa entre las nubes, que podía corresponder al sol. Todo parecía pequeño y lejano. Al contemplarlos desde el Túnel, los campos, las casas y el ganado resultaban más diminutos, pero era un panorama fijo, sin cambios. Aquí, el cambio era incesante. Era como hallarse en el vientre de un ave enorme que volase bajo, aleteando a través del paisaje.

Al acordarme de los Trípode cuyos pies servían de barcas, me pregunté si éstos también podrían hacer lo mismo cuando llegáramos al río. Pero no fue así. La pata delantera levantó una masa de agua pulverizada al atravesar la superficie, y después lo hicieron las otras. El Trípode cruzó el cauce del río del mismo modo que un jinete hubiera podido vadear el arroyo que pasa por el molino de mi padre, en Wherton. Al otro lado cambió de dirección, virando hacia el sur. Primero había campo abierto y después un paraje desolado.

Larguirucho y yo habíamos visto un poco las lúgubres ruinas de esta gran ciudad cuando viajábamos hacia el norte (el río corrió a lo largo de muchas millas entre orillas negras y poco prometedoras). Pero desde este elevado puesto de observación se veía mucho más. Al este del río se extendía una masa fea y oscura de edificios derruidos y carreteras destrozadas. Entre ellos habían crecido árboles, pero en menor medida que en la ciudad que cruzamos cuando viajábamos hacia las Montañas Blancas. Este lugar parecía más amplio y más feo. No vi restos de amplias avenidas y confluencias ni tuve la sensación de que, antes de la llegada de los Trípodes, nuestros antepasados hubieran llevado una vida de orden y belleza. Pero tuve conciencia de su fortaleza y poder, y volví a preguntarme cómo fue posible que los derrotaran (y cómo nosotros, un puñado de supervivientes maltrechos, podíamos albergar la esperanza de triunfar allí donde ellos habían fracasado).

El que vio la Ciudad primero dio una voz y los demás tratamos de mirar, empujándonos unos a otros. Se elevaba al otro lado de las ruinas: un círculo de oro mate que se alzaba contra el horizonte gris, coronado y techado por una enorme burbuja de cristal verde. La Muralla tenía una altura tres veces superior a la de un Trípode; era lisa, sin fisuras. Todo el lugar, aunque descansaba sólidamente en tierra, parecía estar extrañamente desligado de ésta. A cierta distancia del lugar al que nos dirigíamos, emergía un río por debajo del escudo de oro y se alejaba en dirección al río madre, que quedaba detrás de nosotros. Siguiendo su curso, el ojo podía casi imaginar que allí no se encontraba la Ciudad, que si se aguzaba la vista la ilusión se desvanecería y no quedaría más que el río, corriendo entre unos campos corrientes. Pero no se desvaneció. La Muralla ganaba altura a medida que nos acercábamos, haciéndose cada vez más horrible e imponente.

El cielo iba adquiriendo una tonalidad más clara. Un instante después el sol irrumpió a través de la máscara de nubes. Su luz hirió los muros, se reflejó en el techo de cristal. Vimos una gran franja de oro refulgente sobre la que destellaba una esmeralda titánica. Y yo vi una rendija estrecha y oscura que se ensanchaba. Se abrió una puerta en la pared sin fisuras. El primero de los Trípodes la atravesó.

Lo que sucedió cuando nuestro Trípode entró en la Ciudad me cogió completamente desprevenido. Sentí como si me hubieran dado un golpe brutal, un golpe que trataba de alcanzarme simultáneamente en todo el cuerpo, un golpe frontal, por detrás, y sobre todo desde arriba, que me aplastaba y hundía. Me tambaleé y caí; vi que a mis compañeros les ocurría lo mismo. El suelo del compartimiento tiraba de nosotros, como si fuera un imán y nosotros virutas de hierro. Intenté levantarme y comprendí que no era un golpe, sino algo diferente. Todas mis extremidades se habían vuelto de plomo. Me costaba trabajo levantar el brazo, incluso doblar un dedo: hice un gran esfuerzo y me puse de pie. Soportaba un peso tremendo en la espalda. No sólo en la espalda, sino en cada pulgada cuadrada de los músculos y huesos de mi cuerpo.

Los demás hicieron lo mismo. Parecían intrigados y asustados, pero seguían sin parecer descontentos. Después de todo, lo que los Trípodes deseaban para ellos era bueno, tenía que serlo necesariamente. Había una tenue luz verde. Era como encontrarse en el centro de un bosque frondoso o en una cueva submarina. Intenté darle un sentido a todo aquello, pero no lo logré. El peso que aguantaba mi cuerpo me arqueaba los hombros. Me enderecé, pero sentí que se me hundían de nuevo.

El tiempo pasaba y nosotros aguardábamos. Había silencio, sensación de pesadez, luz verde. Traté de concentrarme en lo más importante: que habíamos cubierto nuestro primer objetivo y nos hallábamos en la Ciudad de los Trípodes. Había que tener paciencia. Como señalara Julius, no era mi cualidad más sobresaliente, pero ahora tenía que cultivarla. La espera me habría resultado más fácil sin la penumbra y el peso que me aplastaba. Habría sido un alivio decir algo, cualquier cosa, pero no me atrevía. Moví los pies buscando una posición más cómoda, pero sin encontrarla.

Yo había estado mirando la puerta de la pared interior, pero la que se abrió fue la otra, replegándose hacia el exterior y elevándose con un leve zumbido. Aún no se veía nada exterior, sólo una luz verde, alta y tenue. Penetró un tentáculo y sacó a uno de mis compañeros. Seguramente el tentáculo podía ver, sin depender del hemisferio. ¿Sería posible que los Trípodes estuvieran vivos, que fuéramos cautivos de unas máquinas vivas e inteligentes? El tentáculo regresó. Esta vez me cogió a mí.

Lo que vi parecía un salón de recepciones (era estrecho y alargado, pero de enormes proporciones, probablemente ochenta pies de alto y el doble o el triple de largo). Vi que era una especie de establo para Trípode; se alineaban contra una pared, perdiéndose en la penumbra verde, débilmente iluminada por unos globos colgantes que emitían una suave luz verde. Los hemisferios descansaban contra la pared, muy por encima de nosotros. Aquellos en los que habíamos viajado estaban desalojando su cargamento humano. Vi a Fritz, pero no hablé con él. Habíamos convenido no intentar ningún contacto hasta después de superar la primera fase, independientemente de como resultara. Los demás se nos fueron uniendo uno a uno. Por fin los tentáculos quedaron colgando, fláccidos, sin actividad. Una voz habló.

Sonó como si fuera la voz de una máquina. Era grave y apagada, y su eco resonaba en la vasta estancia. Se expresaba en alemán, idioma que conocíamos:

—Humanos, gozáis del privilegio, del alto honor, de haber sido elegidos siervos de los Amos. Acudid donde brilla la luz azul. Hallaréis a otros esclavos que os darán instrucciones sobre lo que habéis de hacer. Seguid a la luz azul.

Ésta se acercó mientras la voz hablaba; era una luz que despedía un intenso brillo azul desde la base de la pared junto a la cual se hallaban los Trípodes. Nos dirigimos hacia allí caminando, o más bien tabaleándonos, intentando contrarrestar la gran fuerza que tiraba de nosotros hacia abajo. Me pareció que el ambiente era más caluroso que en el interior del Trípode, y más pegajoso también, como sucede momentos antes de una tormenta de verano. La luz se hallaba encima de una puerta abierta por la que pasamos a una habitación pequeña, de tamaño muy similar a la del Trípode, pero con forma de cubo regular. La puerta se cerró cuando estuvimos todos dentro. Se oyó un chasquido y otro zumbido y, súbitamente, el peso se hizo aún mayor; tuve una sensación de náusea, como si me tiraran del estómago. Duró varios segundos, y luego tuve una breve impresión de ligereza. El zumbido cesó, se abrió la puerta y pasamos a otra habitación.

También era grande, aunque de aspecto modesto después de la Sala de los Trípodes, y de proporciones más convencionales. En las paredes había lámparas que despedían la misma luz verde. (Me fijé en que aquella luz no parpadeaba igual que nuestras lámparas). Confusamente percibía hileras de mesas, o más bien bancos. Y ancianos semidesnudos.

Ellos eran, según la voz, los que habían de instruirnos. Llevaban pantalones cortos que me hicieron pensar en los hombres que trabajan cosechando los campos, pero no había más parecido que aquél. La luz engañaba la vista, pero aun así observé que tenían la piel macilenta, de aspecto insano. ¿Pero eran tan viejos como aparentaban? Caminaban como ancianos y su piel mostraba los pliegues de la edad, mas de un modo distinto… Se acercaron a nosotros, uno a cada uno, y yo seguí a mi guía hasta uno de los bancos. Al í había un montoncito de diversos artículos.

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