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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

La ciudad de oro y de plomo (6 page)

BOOK: La ciudad de oro y de plomo
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Dijo él:

—Sería mejor que aguantáramos hasta el atardecer. Entonces tendremos más posibilidades de encontrar comida.

—Puede que entonces no veamos ningún pueblo.

Discutimos y por fin, de mala gana, accedió. Poco a poco nos acercamos a la orilla occidental; intentamos alcanzarla sirviéndonos de los palos. El resultado fue grotesco. La balsa giraba sobre sí misma y nuestra posición relativa con respecto a la orilla no variaba. Abandonamos el intento, conscientes de que no nos llevaría a ninguna parte.

Larguirucho dijo:

—Es inútil.

Yo dije:

—Entonces tendremos que llegar a nado.

—Eso significa abandonar la balsa.

Pues claro. Yo estaba enfadado:

—¡No podemos continuar sin comida! De todos modos, embarcarnos sin medios de control fue una locura.

Larguirucho guardó silencio. Dije, todavía irritado:

—¿Y esta noche, qué? No podemos dormir aquí. Si lo intentáramos, nos caeríamos y nos ahogaríamos. De todos modos, tendremos que abandonarla antes de que oscurezca.

—Sí —dijo él—. Estoy de acuerdo. Pero vamos a esperar más. Ahora no hay casas.

Eso era cierto. El río discurría entre verdes orillas libres de signos de vida. Dije, hoscamente:

—Supongo que tienes razón. ¿No nos toca volver a cambiar de sitio?

Más adelante había unas ruinas abandonadas y al norte de éstas nos cruzamos con otra barcaza. Era una tentación gritar para que nos recogieran. Logré resistirla, pero me costó trabajo. Habíamos pasado ante una parada poco después del mediodía; estaba vacía, el pequeño muelle blanco guardaba silencio bajo un sol áspero. En la segunda parada había dos barcazas amarradas y una milla más allá una tercera barca enfilaba río arriba. No volví a hablar de abandonar la balsa y nadar hacia la orilla: Larguirucho sabía tan bien como yo que no podíamos hacer otra cosa. Me proporcionó una pequeña satisfacción perversa dejar que él tomase ahora la iniciativa.

Con el declinar del día volvimos a ver ruinas, aunque seguiríamos sin ver lugares habitados. El río era más ancho y los remolinos nos llevaron al centro. Nadar no hubiera resultado fácil en ninguna circunstancia, tanto menos para dos personas agotadas y mojadas, que tenían hambre y frío. El resentimiento que abrigaba contra Larguirucho se desvaneció ante la perspectiva de lo que nos aguardaba.

Sin embargo, de modo completamente súbito, todo cambió. El Trípode venía del norte; avanzaba a zancadas a lo largo de la orilla occidental. Iba a pasar a no más de cien yardas de nosotros, más cerca que ningún otro Trípode durante este viaje. Esta vez no sentí satisfacción cuando nos rebasó, sino un gran alivio.

Hasta que le vi girar y volverse hacia nosotros y escuché el ulular que ya había oído dos veces con anterioridad; ahora tenía motivos para asustarme. El agua saltó cuando los grandes pies metálicos penetraron en el río. Ya no cabía ninguna duda que éramos su objetivo. ¿Habrían capturado al «Erlkönig»?, me pregunté. ¿Habrían sido informados de algún modo fantástico sobre su objetivo y nos buscaban por eso? Miré a Larguirucho y él me miró a mí. Dije:

—Lo mejor es lanzarse al agua.

Ya era demasiado tarde. En aquel instante el tentáculo de metal descendía desde el hemisferio, serpenteando. Golpeó entre los dos, astillando las frágiles tablas. Un momento después luchábamos en el agua.

CAPÍTULO 4
EL ERMITAÑO DE LA ISLA

Yo esperaba que el tentáculo me aferrase. La acción del Trípode, destrozar en cambio la balsa, me asombró y me alarmó. Me hundí mucho y tragué una bocanada de agua antes de comprender plenamente lo que sucedía. Cuando emergí, alcé la vista y en primer lugar vi que el Trípode, nuevamente en silencio, se alejaba bamboleándose, reanudando su camino en dirección sur. Parecía haber actuado sin propósito determinado, como cuando los vimos bailar alrededor del «Orión» al cruzar el Canal desde Inglaterra. Igual que un niño gamberro, vio algo, lo aplastó por pura maldad y siguió su camino.

Pero sobrevivir era más urgente que especular con los motivos de los Trípodes. La balsa se había descompuesto en tablones, uno de los cuales se mecía en el agua, cerca de mí. Un par de brazadas me acercaron a él; me agarré y busqué a Larguirucho. No veía nada excepto el río, que iba adquiriendo una tonalidad gris al aproximarse el atardecer, y me pregunté si el extremo del tentáculo no le había golpeado al caer. Después oí su voz y volviendo la cabeza hacia atrás le vi nadando hacia mí. Asió el otro extremo del tablón y, jadeando, agitamos las piernas en el agua.

Yo dije:

—¿Intentamos llegar a la orilla?

Él tuvo un acceso de tos; después dijo:

—Creo que todavía no. Mira allá delante. El río hace una curva. Si nos mantenemos así puede que él mismo nos acerque a tierra.

En todo caso, el tablón era un apoyo que no deseaba abandonar. La corriente parecía más rápida y desde luego más turbulenta. A ambos lados se alzaban colinas entre las que el río se iba abriendo paso. Nos acercábamos al recodo donde viraba, con bastante brusquedad, hacia el oeste. Al llegar vi que la verde ribera situada a nuestra derecha se dividía; al otro lado había más agua.

—El río… —dije—. Debe bifurcarse ahí.

—Sí —dijo Larguirucho—. Will, creo que debemos intentar llegar a nado ahora.

Yo había aprendido a nadar en los ríos de los alrededores de mi pueblo, Wherton, y unas cuantas veces, ilícitamente, en el lago que hay en la parte alta de la heredad. Era mejor que nada, pero Larguirucho se había criado en un pueblo costero. Se alejó de mí dando brazadas vigorosas; después se dio cuenta de que yo me quedaba rezagado y gritó:

—¿Estás bien?

Repuse, obstinadamente:

—Muy bien.

Y me concentré en la natación. La corriente tenía mucha fuerza. La orilla hacia la que me dirigía se deslizaba ante mí y quedaba atrás. Sólo poco a poco fui haciéndome una idea de la distancia. Entonces vi algo que me dejó sin aliento. Más adelante la orilla formaba un saliente, tras el cual había una extensión de agua mayor. No se trataba de un lugar donde se bifurcaba el río sino de una isla. Si no la alcanzaba, cansado ya, me encontraría en mitad del río, y aún me quedaría un recorrido mucho más largo. Modifiqué la trayectoria y nadé casi directamente en contra de la corriente. Oí que Larguirucho me volvía a llamar pero me faltó fuerza para buscarle o responderle. Continué luchando denodadamente; los brazos me pesaban cada vez más, el agua me parecía cada vez más fría, con más fuerza, más implacable.

Ya no miraba dónde me dirigía, preocupado sólo de meter y sacar los brazos del agua. Entonces algo me golpeó la cabeza y me hundí, aturdido. No recuerdo nada más, hasta que tuve conciencia de que alguien me arrastraba y de que había tierra firme bajo mis pies.

Fue Larguirucho el que me arrastró hasta una orilla cubierta de hierba. Cuando me recuperé lo suficiente como para fijarme en el entorno vi por qué escaso margen lo habíamos conseguido. Nos hallábamos a pocas yardas del límite septentrional de la isla, que estaba situada en el centro de la curva del río. Inmediatamente después el río se ensanchaba considerablemente. Descubrí que me dolía la cabeza y me llevé la mano a la frente.

—Te diste con una tabla, —dijo Larguirucho—. Creo que de la balsa. ¿Qué tal te encuentras, Will?

—Un poco mareado, —dije yo. Entonces me acordé de otra cosa—. Y hambriento. Al otro lado… ¿eso no es…?

—Sí —dijo él—, un pueblo.

Pese a la creciente oscuridad, era posible ver casas en la orilla oriental; en algunas ventanas había luz. A estas alturas yo estaba dispuesto a correr el riesgo de que me echaran agua sucia por encima o me persiguieran perros enormes, incluso de que me preguntaran qué estaba haciendo allí. Pero no de volver a echarme al río; podía pensar con más claridad, pero físicamente me encontraba tan débil como si me hubiera pasado un mes en la cama.

—Cruzaremos al otro lado por la mañana, —dijo Larguirucho.

—Sí —asentí con cansancio—. Por la mañana.

—En el interior, la arboleda se espesa. Mayor protección si llueve.

Asentí de nuevo y moví hacia delante las piernas, que me pesaban. Sólo di unos pocos pasos y me detuve. Había alguien de pie junto a la linde de la arboleda, observándonos. Cuando se dio cuenta de que lo habíamos visto, vino hacia nosotros. Bajo la tenue luz pude apreciar que era un hombre de mediana edad, alto y delgado, vestido con una camisa y unos pantalones oscuros de aspecto tosco; tenía el pelo largo y barba. Además vi otra cosa. Aunque el pelo le llegaba por detrás más abajo del cuello, por delante era calvo. Tenía el pelo moreno, empezando a encanecer. Y donde debiera estar la franja plateada de la Placa sólo había carne, curtida y atezada por los muchos años de intemperie.

Hablaba alemán, un dialecto cerrado. Estaba echando una ojeada y nos había visto luchar en el agua, observando cómo Larguirucho me arrastraba hacia la orilla. Me pareció que se comportaba de forma extraña, en parte contrariado y en parte hospitalario. Me daba la sensación de que le habría gustado bastante ver que la corriente nos llevaba de largo y que no habría dedicado más de un momento a pensar en las posibilidades que tendríamos de no ahogarnos. Pero ya que estábamos allí…

Dijo:

—Querréis secaros. Será mejor que vengáis conmigo.

En mi cabeza surgían toda clase de preguntas, aparte de la auténticamente crucial de por qué no le habían insertado la Placa. Pero parecía que lo más conveniente era hacer lo que decía y aguardar a que se aclarasen las cosas. Miré a Larguirucho y asintió. El hombre marchaba en cabeza hacia lo que me pareció un sendero muy transitado. Durante varios minutos caminamos dando vueltas antes de llegar a un claro. Delante teníamos una cabaña de madera; en la ventana ardía una lámpara de petróleo y por la chimenea salía humo. El hombre descorrió el pestillo de la puerta y entró, seguido por nosotros.

Ardía un fuego de troncos en un hogar de piedra. Ante él había una gran alfombra de lana (roja, con animales negros y amarillos de formas extrañas) y, sentados en la alfombra, tres gatos. Dos de ellos a rayas con manchas blancas; el tercero tenía una extraña disposición de blanco y negro, la cara blanca y un curioso bigote negro bajo el hocico. El hombre los apartó con el pie, sin brusquedad, simplemente obligándoles a abandonar su sitio. Se dirigió a un armario y sacó dos toallas de tela basta.

—Quitaos la ropa mojada, —dijo—. Calentaos junto al fuego. Tengo un par de camisas y de pantalones que os podéis poner mientras os secáis, —se nos quedó mirando con intensidad—. ¿Tenéis hambre?

Nos miramos. Larguirucho dijo:

—Mucha hambre, señor. Si usted…

—No me llames señor. Yo soy Hans. Pan y jamón frío. No suelo cocinar de noche.

—Con pan bastará —dije yo.

—Sí —dijo él—. Tenéis pinta de estar muertos de hambre. Secaros, pues.

Los pantalones y la camisa nos quedaban grandes, claro, sobre todo a mí. Tuve que enrollar los bajos, y él me dio un cinturón para que me lo ciñera. Me perdía dentro de la camisa. Mientras nos cambiábamos estuvo disponiendo cosas sobre una mesa de madera que había sido fregada muchas veces y estaba bajo la ventana: un par de cuchillos, platos, mantequilla amarilla, una gran barra de pan moreno y un jamón parcialmente cortado, con la carne rosada rodeada de tocino blanco, tostado por fuera. Hice lonchas mientras Larguirucho cortaba el pan. Vi que Hans me observaba y me sentí un poco avergonzado porque estaba cortando las lonchas gruesas. Pero él asintió, aprobándolo. Trajo un par de jarras que dejó pesadamente ante nuestros platos y volvió con un gran recipiente de barro del que nos sirvió cerveza oscura. Todo estaba listo. Yo hice el propósito de comer despacio, pero fue inútil. Era jamón dulce y estaba muy bueno, el pan sabía a nueces y era de textura gruesa, la mantequilla era la de mejor calidad que había probado desde que me fui de casa. La cerveza con que lo engullía todo era fuerte, de sabor dulce. Me dolían las mandíbulas de masticar, pero el estómago seguía reclamando más comida.

Hans dijo:

—Vaya si teníais hambre, —yo miré mi plato con aire culpable—. No os preocupéis. Seguid comiendo. Me gusta ver cómo la gente disfruta de los alimentos.

Por fin paré (Larguirucho había terminado mucho antes). Me sentía lleno, en realidad demasiado lleno, y feliz. La habitación resultaba acogedora a la luz de la lámpara, con el parpadeo de la hoguera y los tres gatos, de nuevo en sus posiciones originales, ronroneando junto al hogar. Supuse que ahora Hans nos formularía preguntas (de dónde éramos, por qué razón estábamos en el río). Pero no sucedió así. Nuestro anfitrión se sentó en una mecedora de madera que por su aspecto tal vez hubiera construido él mismo y se puso a fumar en pipa. No parecía que el silencio le resultara embarazoso ni forzado. Al final fue Larguirucho el que dijo:

—¿Podría decirnos cómo es que no tiene Placa?

Hans se quitó la pipa de la boca.

—Jamás me han molestado. ¡Jamás!

Se lo fuimos sacando poco a poco entre los dos, pinchándole. Su padre lo había traído a esta isla de niño, al morir su madre. Los dos vivían cultivando verduras, cuidando gallinas y unos pocos cerdos, manufacturando objetos que vendían en el pueblo situado al otro lado del río. Después su padre también murió y él se había quedado aquí. En el pueblo nadie se inquietó por él; no lo consideraban parte de su vida. Esto sucedió en la primavera del año en que debía recibir la Placa, y aquel verano no se movió de la isla, ocupado en hacer por sí mismo todas las cosas que anteriormente había ayudado a hacer a su padre. (Nos dijo que había enterrado a su padre no lejos de la cabaña y que a lo largo de los lentos meses del invierno siguiente había esculpido una lápida con su nombre para colocarla en la tumba). Desde entonces habría ido al pueblo unas dos veces al año. Tenía una barca en la que remaba hasta allí y después regresaba.

Al principio me costó creerle, al pensar en los problemas que padecimos todos los que huimos hacia las Montañas Blancas a fin de evitar que nos pusieran la Placa, mientras este hombre se había limitado a quedarse donde estaba, sin preocuparse. ¿Sería posible que el dominio de la Tierra por parte de los Trípodes tuviera fallos semejantes? Pero cuanto más lo pensé, tanto menos sorprendente me pareció. Él era un hombre solo, que vivía como un ermitaño. El dominio de los Trípodes se basaba en la servidumbre, y para alcanzar tal fin bastaba con que se aceptase la inserción de la Placa como algo natural e inevitable siempre que hubiera un puñado de hombres juntos, aunque sólo fueran dos o tres. Un hombre solo no importaba, siempre que se mantuviera tranquilo y no causara problemas. Y en el momento en que causara problemas, por supuesto que habría que ocuparse de él, bien fueran los Trípodes, bien sus seguidores humanos. Hacerlo no plantearía ninguna dificultad.

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