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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (34 page)

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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Incluso antes de hacer la «mudanza», Hasari recibió la visita de un hombrecillo tuerto que decía ser el representante del «propietario» de aquellos lugares, es decir, el padrino local. El sistema funcionaba según principios bien experimentados. Cada vez que un puñado de refugiados se detenía en alguna parte para edificar allí una choza, aparecía el representante de la mafia provisto de una orden de demolición perfectamente legal que procedía del ayuntamiento. Los
squatters
tenían que elegir entonces entre pagar un alquiler mensual o comprar el terreno. Por sus tres metros cuadrados, Hasari Pal tuvo que avenirse a pagar una «entrada» de cincuenta rupias y comprometerse a pagar por anticipado todos los meses veinte rupias de alquiler. Aquellas sanguijuelas no se limitaban a cobrar alquileres y otros «impuestos de residencia». De hecho, su control se extendía a toda la vida del barrio. Como era la única autoridad local, la mafia se erigía en «protectora» de la población. En cierta medida era verdad. Intervenía cuando un conflicto necesitaba un arbitraje, o, en período electoral, distribuyendo una lluvia de favores a cambio de los votos: cartillas de racionamiento, acometida de una canalización de agua, construcción de un templo, admisión de niños en una escuela del gobierno. Quien se atreviese a poner en duda la legitimidad de este poder oculto era implacablemente castigado. De tiempo en tiempo se incendiaban chozas. A veces era un barrio entero el que ardía. De vez en cuando se descubría un cadáver acribillado a cuchilladas. Esta dictadura omnipresente se ejercía de múltiples maneras. A veces de forma directa: tal era el caso del barrio de Hasari, en el que vivían varios representantes de la mafia. En otros islotes implantados cerca de unas casas en construcción, de una destilería, de un vertedero de basuras o de una cantera, reinaba por mediación de los gerentes o propietarios de estas empresas. Estos tenían un poder absoluto sobre los habitantes, ya que esos últimos dependían de ellos para su plato de arroz cotidiano. En otros lugares imponía su ley a través de comités y asociaciones. Estas organizaciones eran otras tantas tapaderas. Tanto si eran religiosas como si representaban a una casta o a una región de origen, todas ofrecían a la mafia y a sus relaciones políticas un medio ideal de dominar profundamente la población de los
slums
. Entonces ya no se trataba tan sólo de cobrar alquileres e impuestos. La mafia administraba justicia incluso en el interior de las familias, fijaba el importe de las multas, recogía los donativos para las fiestas religiosas, negociaba las bodas, los divorcios, las adopciones, las herencias, decretaba excomuniones, en una palabra, regía los ritos y las costumbres de todos desde el nacimiento hasta su muerte, incluyendo esta última: no era posible encontrar un lugar en un cementerio si se era musulmán, ni hacerse incinerar si se era hindú, salvo pagándole un diezmo.

Los Pal se fueron de su acera discretamente, al anochecer. Apenas habían amontonado sus pobres enseres en el
rickshaw
y doblado la esquina de la avenida, cuando una nueva familia de refugiados se instalaba en su lugar.

40

E
L drama estalló en el instante en que Paul Lambert salía de las letrinas. Oyó aullidos y vio una jauría de niños y adultos que acudían corriendo. Un diluvio de piedras y de proyectiles diversos no tardó en caer en torno al pequeño edículo, faltando muy poco para que dieran al sacerdote. Dio un salto hacia atrás y entonces descubrió el blanco de todo aquel furor: una infeliz en andrajos, desgreñada, con la cara manchada de sangre y de heces, los ojos llenos de odio, la boca espumeante, que prorrumpía en gritos de animal agitando sus manos y sus brazos descarnados. Cuantas más injurias vomitaba la mujer, más se encarnizaban con ella. Hubiérase dicho que toda la violencia latente en el
slum
estallaba de golpe: la Ciudad de la Alegría quería un linchamiento. El francés trató de ir en ayuda de la desventurada, pero alguien le sujetó por los hombros y le hizo retroceder. Las fieras iban a lanzarse al ataque. Unos hombres sacaron cuchillos. Las mujeres les excitaban vociferando. Era atroz. Pero de repente el sacerdote vio surgir de entre el gentío a un hombrecillo de cabellos grises que blandía un garrote. Reconoció al viejo hindú de la
tea shop
que había enfrente de su casa. Volteando su bastón por encima de sus cabezas, se precipitó hacia la infeliz y, sirviéndole de escudo con su magra silueta, se volvió hacia los agresores:

—¡Dejad en paz a esta mujer! —les gritó—. Es Dios quien nos visita.

El populacho se inmovilizó, fascinado. Los aullidos cesaron bruscamente. Todas las miradas estaban fijas en la frágil figura del viejo hindú. Al cabo de unos segundos que le parecieron una eternidad, Lambert vio que uno de los asaltantes armados de cuchillos se acercaba al anciano. Al llegar ante él se prosternó, dejó el arma a sus pies, hizo el gesto de limpiar el polvo de sus sandalias y de llevárselo a la frente en señal de respeto. Luego se incorporó, dio media vuelta y se fue. Otros le imitaron. En cosa de unos minutos la jauría había desaparecido. Entonces el anciano se acercó a la loca, que le miraba como un animal acorralado. Lenta, delicadamente, con el faldón de su camisa limpió las deyecciones y la sangre que había sobre su rostro. Luego la ayudó a levantarse y, sujetándola por la cintura, la condujo hasta el callejón y la hizo subir al desván de su
tea shop
.

Sólo mucho más tarde Lambert llegaría a conocer la historia de aquel justiciero que llevaba el nombre luminoso de Surya, Sol. Tres años antes, las manos que ahora manejaban boles de té y escalfadores moldeaban bolas de arcilla proyectadas contra una rueda de piedra. Después de varias vueltas, estas bolas se convertían entre los dedos del viejo hindú en cubiletes, cacharros, copas, platos, lámparas para el culto, vasijas e incluso gigantescas tinajas de dos metros de altura utilizadas para las bodas. Surya era el alfarero de Biliguri, población de un millar de habitantes que está a doscientos kilómetros al norte de Calcuta. Sus antepasados habían sido los alfareros de la aldea desde tiempos inmemoriales. La función de alfarero formaba parte tan íntima de la vida de la comunidad como la del sacerdote brahmán o la del usurero. Todos los años, en cada familia hindú se rompían ritualmente los cacharros, lo mismo en cada nacimiento, como señal de bienvenida a la vida, que en cada muerte, para permitir al difunto que partiese al más allá con su vajilla. También los rompían en las bodas, en la familia de la novia, porque al irse la joven moría a los ojos de sus padres, y en la del novio porque con la llegada de la esposa nacía un nuevo hogar. Y asimismo los rompían con ocasión de numerosas fiestas, porque los dioses querían que todo fuese nuevo en la tierra. En resumen, el alfarero tenía la seguridad de que no iba a faltarle trabajo.

Aparte de Surya y de sus dos hijos que trabajaban con él, sólo había otros siete artesanos en el pueblo. Todos sus obradores daban a la plaza principal. Había un herrero, un carpintero, un cestero que fabricaba también redes y trampas, un joyero que dibujaba él mismo lo que llamaban «los collares de ahorro». (Cuando una familia disponía de un poco de dinero, las mujeres se precipitaban a su tienda para añadir uno o dos eslabones de plata a su collar.) Había también un tejedor, un zapatero remendón y por fin un barbero, cuyas habilidades consistían más que en ocuparse de los cabellos de sus conciudadanos, en hacer la felicidad de su progenie, porque era el casamentero oficial. Finalmente, a ambos lados del taller de Surya había dos tiendas, la del abacero y la del confitero. Sin los
mishtis
de este último, confites más dulces aún que el azúcar, no hubiera podido cumplirse ningún rito religioso o social.

Hacia el fin del monzón de aquel año se produjo en Biliguri uno de esos hechos en apariencia insignificantes a los que de momento nadie prestó atención. Ramesh, el hijo primogénito del tejedor que trabajaba en Calcuta, volvió a la aldea con un regalo para su mujer: un sello de plástico rojo como un
hibiscus
. En aquellos remotos campos nunca se había visto aún semejante utensilio. El material flexible y ligero del que estaba hecho suscitó la admiración general. Pasó de mano en mano con pasmo y envidia. El primero que comprendió el interés de ese nuevo objeto fue el abacero. Aún no habían transcurrido tres meses cuando su escaparate se adornaba con sellos parecidos, de diversos colores. Cubiletes, platos y cantimploras enriquecieron más tarde su colección. El plástico había conquistado un nuevo mercado. Y al propio tiempo asestaba un golpe mortal a uno de los artesanos de la aldea. El alfarero Surya vio disminuir rápidamente su clientela. Y en menos de un año quedó sumido en la miseria con sus hijos. Los dos varones con sus familias tomaron el camino del destierro hacia la ciudad. Surya trató de resistir. Gracias a la solidaridad de su casta, encontró trabajo en un pueblo que distaba unos cincuenta kilómetros y que aún no había sido afectado por la fiebre del plástico. Pero el virus estaba en marcha y todos los pueblos de la región no tardaron en estar contaminados. El gobierno provincial incluso concedió créditos a un industrial de Calcuta para que construyese una fábrica. Un año después todos los alfareros de la región estaban en la ruina.

Desesperado, Surya se dirigió a su vez a Calcuta. Llevará con él a su esposa, pero la pobre mujer, que sufría de asma, no pudo soportar el choque de la contaminación urbana. Murió al cabo de unos meses en la esquina de la acera donde se habían instalado. Después de la cremación de su mujer en una hoguera a orillas del Hooghly, Surya vagó largamente junto al río, desamparado. De pronto a unos dos kilómetros del puente de Howrah, vio a un hombre que llenaba un cesto con arcilla. Le abordó. El hombre trabajaba en una alfarería que estaba al lado del
slum
de Anand Nagar, donde se fabricaban esos cuencos sin asa que servían de tazas de té y que se rompen después de usarlos. Gracias a este encuentro, al día siguiente Surya estaba ya en cuclillas ante un torno moldeando centenares de esos pequeños recipientes. El taller proveía a las numerosas
tea shops
diseminadas a lo largo de las callejas de la Ciudad de la Alegría. Un día, el anciano musulmán que estaba al frente de la de Fakir Bhagan Lane apareció ahorcado de uno de los bambúes del techo. Se había suicidado. Surya, que ya no se sentía con fuerzas para hacer un trabajo manual prolongado, fue a ver al propietario de la tienda y obtuvo la concesión. Desde entonces, sin dejar de desgranar su
om
, calentaba sus recipientes de té con leche en su
chula
que ahumaba durante todo el día la calleja. Pero el viejo hindú era un hombre tan bueno y tan santo que los habitantes de Fakir Bhagan Lane se lo perdonaban.

Algún tiempo después de su llegada, Paul Lambert había recibido la visita de su vecino. Este había entrado en su cuarto con las manos juntas a la altura del corazón. Aunque la boca del buen hombre no tuviese casi dientes, su sonrisa confortó el corazón del francés, quien le invitó a sentarse. Permanecieron unos minutos contemplándose en silencio. «En Occidente las miradas apenas te rozan», observará Lambert. «La de aquel hombre te entregaba el alma entera». Al cabo de unos diez minutos, el hindú se levantó, juntó de nuevo las manos inclinando la cabeza y se fue. Volvió al día siguiente y observó el mismo silencio respetuoso. Al tercer día, arriesgándose a romper un delicado misterio, el sacerdote le interrogó acerca de los motivos de su mutismo.

—Paul, gran hermano —respondió—, tú eres una «gran alma». En presencia de una gran alma, no se necesitan palabras.

Así se hicieron amigos. En medio de las familias musulmanas que rodeaban al francés, el hindú se convirtió en una especie de boya a la que aferrarse cada vez que perdía pie. En efecto, con los hindúes, el vínculo era más fácil. Para ellos, Dios estaba en todas partes. En esta puerta, esta mosca, este bambú. Y en los millones de encarnaciones de un panteón de divinidades en el que Surya consideraba que Jesucristo también tenía su lugar, con el mismo derecho que Buda, Mahavira e incluso Mahoma. Porque todos esos profetas eran avatares del Gran Dios que lo trascendía todo.

41

E
N línea recta, la ciudad de Miami, en Florida, está a doce mil kilómetros de Calcuta, pero para medir la distancia real que separa a estas dos ciudades habría que recurrir a años luz. Ciertamente, en Miami hay barrios casi tan miserables como algunos
slums
de Calcuta, sobre todo en su periferia sur y oeste, poblada principalmente por refugiados cubanos y haitianos, y por negros norteamericanos. En el curso de estos últimos años, los actos de pillaje, los atracos y los crímenes de toda especie causados por la miseria física, la droga, la desesperación, han sido frecuentes. En ciertas partes de la ciudad reinaba tal psicosis de inseguridad que muchos de sus habitantes prefirieron emigrar a zonas más tranquilas, cuando no a otras regiones de los Estados Unidos. Ahora bien, nada parecido se había producido jamás en Calcuta, donde nunca se había visto amenazada la seguridad de las personas y de las propiedades, salvo durante el período del terrorismo naxalita. Allí cada año se cometían menos crímenes que sólo en el centro de Downtown de Miami. Una joven podía recorrer en plena noche Chowringhee o cualquier otra arteria de un barrio periférico sin correr el menor peligro.

Miami contenía islotes de riqueza y de lujo de los que ningún habitante de Calcuta, ni siquiera los que jamás habían pisado un
slum
, hubiese podido llegar a sospechar la existencia. En uno de estos lugares, una vasta marina oculta entre palmeras y bosquecillos de jacarandás, había multimillonarios que vivían en suntuosas quintas con piscinas, pistas de tenis y atracaderos particulares en los que amarraban
cabin cruisers
, algunos de los cuales tenían dimensiones de verdaderos paquebotes pequeños. Varias de esas propiedades contenían igualmente un helipuerto, cuando no un campo de polo cuyas cuadras eran lo suficientemente grandes como para albergar varias decenas de caballos. Todo este barrio, si es que puede hablarse de barrio, estaba protegido por una alta cerca enrejada y vigilado por una milicia privada cuyos coches, debidamente equipados de sirenas y de girofaros, patrullaban noche y día. Nadie podía entrar allí, ni siquiera a pie, si no iba provisto de un pase electrónico cuyo código cambiaba todas las semanas, o si no era esperado e identificado por los guardianes del puesto de control que había en la entrada. En Miami existían otros islotes semejantes, casi tan lujosos como éste. Este se llamaba King Estates, Hacienda Real.

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