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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (31 page)

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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»En cualquier caso, con licencia o sin ella, Gupta debía de sacar bastante dinero, porque las mujeres se disputaban el subir a su
rickshaw
. Sin duda tenían la impresión de que iba tirando del carrito Manooj Kumar. Sin embargo, en nuestro trabajo era mejor pasar por el más infeliz de los infelices que parecerse a una estrella de cine. Porque cuando más se salía de la vulgaridad, más ojeriza os tenían los demás.»

El apuesto Atul Gupta pudo comprobar esta verdad un día en que llevaba a dos señoritas a su domicilio de Harrington Street. Un camión de la basura había sufrido una avería y toda la calle se encontraba bloqueada. Gupta trató de rodear el atasco subiéndose a la acera, pero un guardia de tráfico se interpuso. Hubo un violento altercado entre el guardia y Gupta, y éste recibió varios golpes de
lathi
. Fuera de sí, Gupta soltó sus varas y se arrojó sobre el policía. Los dos hombres rodaron por el suelo. Finalmente, el policía corrió a pedir ayuda a la comisaría, y toda una patrulla se apresuró a acudir para capturar al irascible joven y confiscar su
rickshaw
.

Cuando le soltaron al día siguiente al mediodía, Atul Gupta era una masa de carne y de sangre. Le habían estado aporreando durante toda la noche y le habían quemado el pecho con cigarrillos. Le colgaron de un gancho por los brazos y luego por los pies, durante horas, azotándole el cuerpo con un bambú. Sin duda no era tan sólo por haberse pegado con uno de los suyos por lo que se le infligía aquel castigo. Era por sus pantalones limpios, sus camisas, sus zapatos de
sahib
, su reloj dorado. Un esclavo no tenía derecho a diferenciarse de las demás bestias de carga.

La policía no se contentó con la paliza y presentó una demanda contra Atul Gupta ante los jueces de la Bonsal Court, el tribunal correccional de Calcuta. El día de la vista, los
rickshaws wallahs
formaron una verdadera escolta de honor a su camarada. Como casi no podía andar, le instalaron en uno de sus carritos adornado con flores. «Era como un maharajá o como una estatua de Durga aquel compañero nuestro», evocará Hasari Pal, «salvo que tenía vendajes en los brazos y en las piernas, y que parecía tener los ojos y la cara embadurnados con litros de
khol
, hasta tal punto la cara estaba llena de equimosis».

La Bonsal Court era un viejo edificio de ladrillo al otro lado de Dalhousie Square, en el centro de la ciudad. En el patio, al pie de un gran baniano, había un templecito. Los
rickshaws wallahs
hicieron bajar a Gupta ante el altar decorado con los retratos de Shiva y de Kali, y del dios mono Hanuman, porque era muy piadoso y quería tener un
darshan
con las divinidades antes de presentarse ante los jueces. Hasari le guió la mano para ayudarle a mover el badajo de la campana que colgaba encima del altar. Gupta recitó unos
mantras
y luego depositó una guirnalda de flores alrededor del tridente de Shiva.

En la acera, junto a las verjas, se aglomeraba una inquieta multitud entre una doble hilera de vendedores de buñuelos y de jugo de caña. El aire tibio apestaba a aceite caliente y a fritura. Más lejos, en la entrada del patio, había una cola ante unos amanuenses públicos sentados en cuclillas tras unas máquinas de escribir tan altas como las gradas de un estadio. En el patio otros se hacían abrir cocos o bebían té o botellas de soda. Incluso había mendigos en los escalones de las salas de audiencia. Pero lo que más impresionaba era el constante ajetreo. Gente que entraba, que salía, que discutía. Acusados que pasaban encadenados a policías. Hombres vestidos con chaquetas negras muy ceñidas y pantalones a rayas hablaban entre sí o con las familias. Gupta y sus camaradas entraron en un primer vestíbulo que olía a moho. En unos bancos, había mujeres dando el pecho a sus bebés. Había gente comiendo, otros dormían en el mismo suelo, envueltos en un pedazo de
khadi
[41]
. Alguien dijo a Gupta que tenía que ir a buscar un abogado. Al final de un largo pasillo oscuro había una sala llena de ellos. Estaban sentados detrás de mesitas, bajo ventiladores que hacían revolotear sus papeles. Gupta eligió a un señor de cierta edad que inspiraba confianza. Llevaba una camisa y una corbata bajo su chaqueta negra tan reluciente como la superficie de un estanque a la luz de la luna. El defensor llevó a su cliente y a su escolta hacia una escalera que apestaba a orines. En el ángulo de cada rellano, unos jueces dictaban sus resultados a escribanos que los pasaban a máquina con un solo dedo.

Por fin todo el grupo llegó a una gran sala. Una fotografía amarillenta de Gandhi decoraba una de las paredes. Toda la parte del fondo estaba tapizada de una pirámide de viejos baúles metálicos cerrados con cordeles unidos entre sí por gruesos sellos de cera roja. Contenían los millares de cuerpos del delito utilizados en el curso de los procesos: cuchillos, pistolas, armas diversas y objetos robados. En medio, una fila de bancos se alineaba ante un estrado. Sobre el estrado había dos mesas y una jaula que comunicaba con un túnel enrejado que atravesaba toda la sala. «Yo había visto un túnel parecido una vez en un circo», dirá más tarde Hasari Pal. «Servía para conducir los tigres y las panteras a la pista». Aquí sólo servía para que los acusados se presentaran ante sus jueces. Atul Gupta no tenía que utilizarlo, puesto que se presentaba como un hombre libre convocado ante el tribunal.

La sala no tardó en llenarse completamente de
rickshaws wallahs
que esperaron la llegada del tribunal bebiendo té y fumando
bidi
. Gupta estaba sentado ante el estrado, en un banco, al lado de su abogado. Dos hombres mal afeitados, con
dhoti
blancos más bien sucios hicieron su aparición. Llevaban bajo el brazo unas carpetas rebosantes de papeles y andaban con aire de aburrimiento. Eran los escribanos. Uno de ellos dio unas palmadas para ordenar que se pusieran en marcha dos grandes ventiladores que colgaban del techo. Los aparatos estaban tan gastados que sus palas necesitaron cierto tiempo para empezar a girar. Parecían dos buitres incapaces de levantar el vuelo después de haber devorado una carroña. En el fondo de la sala se abrió una puerta y entró el juez. Era un hombre muy delgado, con un aire tristísimo detrás de sus gafas. Llevaba una toga negra con una cenefa de piel. Todo el mundo se levantó, hasta Gupta, a quien costó mucho ponerse de pie. El juez se sentó en el sillón, en medio del estrado. El acusado y sus amigos apenas distinguían su rostro, tras los rimeros de los volúmenes del código penal indio y de los legajos que recubrían la mesa. Apenas acababa de instalarse cuando una paloma se posó sobre uno de sus libros para hacer sus necesidades. Un escribano subió al estrado para limpiar los excrementos con un trozo de su
dhoti
. Varias palomas habían anidado sobre las montañas de legajos y los baúles del fondo de la sala.

Detrás del juez entró un hombrecillo también con toga negra. Bizqueaba tanto que no se sabía si miraba a la derecha o a la izquierda. Era el P. P. —se pronunciaba «pipi»—, el
Public Prosecutor
, es decir, el fiscal. Al pie del estrado, a la izquierda, estaba también un oficial de policía y un segundo abogado que representaba la parte civil. Como dirá Hasari Pal, «era como si se dispusieran a representar una escena del
Ramayana
con muchos personajes». Uno de los escribanos empezó a leer el acta acusando a Atul Gupta de haber golpeado al policía de Harrington Street. El juez se quitó las gafas, cerró los ojos y se hundió en su sillón. Sólo se veía su cráneo reluciente asomando por encima de los rimeros de carpetas. Cuando el escribano hubo terminado su lectura, se oyó la voz del juez que preguntaba al defensor de Gupta si tenía algo que decir. Hasari vio entonces que la mano vendada del
rickshaw wallah
se apoyaba sobre el hombro del abogado para impedir que se levantase. Gupta quería defenderse a sí mismo. En pocos minutos, contó con tantos detalles los malos tratos que había sufrido en la comisaría, que toda la sala se puso a sorberse los mocos. Muchos hombres-caballo lloraban. Entonces intervinieron el P. P. y el abogado de la policía. Pero ya era inútil. El juez también hacía ruidos nasales detrás de su rimero de libros y de papeles. Gupta fue declarado inocente y absuelto. Además, la sentencia disponía que se le devolviera el
rickshaw
. La vista había durado menos de diez minutos. Según Hasari, «lo que más duró fueron nuestros aplausos. Estábamos orgullosos y nos sentíamos felices por nuestro compañero».

La noticia de la absolución de Gupta corrió como un reguero de pólvora por entre los
rickshaws wallahs
. El Chirlo y el renacuajo de Rasul propusieron que se organizara inmediatamente una enorme manifestación ante el Writers’ Building, la sede del gobierno de Bengala, para protestar contra las violencias de la policía. Rasul avisó a los jefes del sindicato de los
telagarhi
, los que tiraban carritos de mano. Estos no desaprovecharon la ocasión.
Rickshaws
y
telagarhi
eran las eternas víctimas de los policías de Calcuta. El cortejo salió de Park Circus a primera hora de la tarde. Los responsables de los partidos de izquierda habían proporcionado tantas pancartas, estandartes y banderas rojas que aquello parecía un campo de claveles rojos en movimiento. En cabeza, sentado en un
rickshaw
adornado con flores y oriflamas rojas, iba el héroe de la jornada, arrastrado por hombres que cada quinientos metros se turnaban en las varas. Era el carrito número 1.999 el que tenía el honor de llevarle, el
rickshaw
de Hasari Pal, el mismo entre cuyas varas él había sudado, sufrido y alimentado esperanzas durante cuatro años. A lo largo del recorrido, centenares de compañeros se fueron sumando al cortejo. Toda la circulación se inmovilizó y pronto la parálisis se extendió hasta los suburbios. La gente veía pasar a los manifestantes sin sorpresa. Jamás un cortejo había desfilado con tantas banderas y pancartas. Los comunistas habían enviado equipos provistos de altavoces. Los jefes lanzaban gritos y silabeaban eslogans que los demás repetían a pleno pulmón. Necesitaron más de dos horas para llegar a Dalhousie Square. La policía había cortado todas las calles que daban al edificio del gobierno con tanquetas, camiones y centenares de hombres de caqui armados con fusiles. La larga fachada de ladrillos rojos erizada de estatuas estaba protegida por otros policías. La columna tuvo que detenerse. Un oficial de policía con gorra se adelantó y preguntó a los hombres que encabezaban la manifestación si deseaban comunicar algún mensaje a la secretaría del Primer Ministro. Atul Gupta respondió que los organizadores de la manifestación exigían que les recibiese el Primer Ministro en persona. El oficial dijo que iba a transmitir la petición. Los responsables del Partido aprovecharon esta espera para vociferar inflamados discursos contra la policía y gritar consignas revolucionarias.

El oficial reapareció al cabo de unos minutos para anunciar que el
Chief Minister
aceptaba recibir una delegación de cuatro
rickshaws wallahs
. Rasul y Gupta, acompañados por dos miembros del sindicato, fueron autorizados a cruzar la barrera. Cuando volvieron, media hora después, parecían satisfechos, sobre todo Gupta. Anunció por un altavoz que el
Chief Minister
y el jefe de la policía le habían garantizado que las brutalidades policíacas no volverían a repetirse. Un trueno de aplausos y de hurras acogió esta noticia. Gupta añadió que él había recibido personalmente la promesa solemne de que los policías que le habían torturado iban a ser castigados. Hubo una nueva salva de aclamaciones. Gupta, Rasul y los otros dos delegados fueron entonces decorados con guirnaldas de flores. «Todos comprendimos que algo importante para nosotros acababa de producirse», dirá después Hasari. «Ahora podíamos separarnos felices y tranquilos. Mañana empezarían días mejores».

El cortejo se dispersó sin incidentes.
Rickshaws
y
telagarhi
volvieron a sus casas. Gupta subió de nuevo al
rickshaw
de Hasari. Junto con varios camaradas, fueron a una taberna de la calle Ganguli para celebrar su victoria con unas botellas de
bangla
. Al salir del cafetín, Hasari Pal oyó un ruido sordo, como el estallido de un neumático de bicicleta. Gupta lanzó un grito y dejó caer la cabeza sobre el pecho. Luego, todo su cuerpo se desplomó sobre las varas. Hasari vio que tenía un agujero en la cabeza, justo encima de la oreja, y que de él manaba sangre. Gupta trató de decir algo. Entonces sus ojos se hicieron completamente blancos.

«Aquellos canallas se habían vengado. Nos habían quitado a nuestro héroe.»

37

L
A pequeña colonia estaba instalada al fondo del
slum
, junto a las vías del tren. Desde el exterior, nada la distinguía de los demás barrios del
slum
. Allí podían verse las mismas construcciones en forma de cuadrado alrededor de un patio, con ropa secándose sobre los tejados, y las mismas cloacas a cielo abierto. Sin embargo, era un gueto de una especie singular. Ningún otro habitante del
slum
penetraba allí nunca. Allí vivían, hacinados en grupos de diez o doce personas por cada cuarto, los seiscientos leprosos de la Ciudad de la Alegría.

La India tiene unos cinco millones de leprosos. El horror y el miedo que inspiran ciertas caras desfiguradas, manos y pies reducidos al estado de muñones, llagas a veces infestadas de piojos, condenaban a los de Anand Nagar a una segregación total. Aunque eran libres de salir y de circular por donde quisieran, un código tácito les prohibía entrar en las casas o en los corralillos de los sanos. Al hacerse llevar al cuarto de Paul Lambert, el lisiado Anonar había infringido la regla, y esa infracción hubiera podido costarle la vida. Ya había habido varios linchamientos. Más por miedo al mal de ojo que al contagio. Los indios dan limosna a los leprosos para mejorar su
karma
, pero consideran la lepra como el fruto de una maldición de los dioses. En el corazón del barrio, una barraca de bambúes y de adobe albergaba unos jergones. En aquel chamizo yacían varios supervivientes de las aceras de Calcuta que habían llegado al final de su calvario. Uno de ellos era precisamente Anonar.

«Aquel hombre también tenía una sonrisa difícil de entender, teniendo en cuenta sus sufrimientos», dirá Paul Lambert. «Nunca dejaba oír ni la menor queja. Cuando tropezaba con él casualmente por las callejas, siempre me saludaba con voz alegre».

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