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Authors: Asun Balzola

Tags: #Infantil y Juvenil, Relato

La cazadora de Indiana Jones (4 page)

BOOK: La cazadora de Indiana Jones
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—¡Mirad a Christie! —dijo Pedro—. ¡En cuanto sale del humo de Bilbao se le despierta el nacionalismo vasco!

Tenía razón, así que pasé del asunto; por eso y porque el cielo gris, los montes azul-gris, los bosques grises me recuerdan a… Georges.

—Esta chica se esta civilizando… —comentó Jaime, despatarrado en su asiento—. Hace unos meses se te hubiera abalanzado directamente a la yugular.

—¡Ya era hora! —suspiró Suzy.

Me callo otra vez, porque otra vez acierta.

—¡Venga, chicos! ¡Recoged vuestras cosas! ¡Estamos en Biarritz! —nos dijo mamá, nerviosa.

7
La casa del abuelo

La casa del abuelo se llama «Etxetxiki» y es realmente pequeña, pero muy bonita. Está cerca del raro de Biarritz, en un acantilado, a pico sobre el mar.

Por las mañanas bajo temprano y el abuelo me espera frente a una taza de té, muy oscuro y caliente, y charlamos y yo me pongo ciega de tostadas con mantequilla.

—¡Come con las mismas ganas que su hijo! ¿Verdad, don Julen? —dice la tata Felisa.

—Se le parece mucho. La que más.

Yo me inflo de satisfacción.

—Abuelo… ¡Cuéntame cosas…!

—¿Cómo qué?

—Aquella historia… Aquellos que naufragaron y se comieron…

—¡Pero si eso os lo conté hace años!

¡Ni sé cómo te acuerdas!

—¡Venga, abuelo…!

El abuelo se pone a contar, mientras yo le observo, entre mordisco y mordisco y taza de te y taza de te.

Tiene casi ochenta años, la cara mu y afilada y surcada de arrugas, los ojos muy azules y vivos y se apoya en una tachaba, que nunca abandona. Cuando habla, le da vueltas al bastón entre sus manos grandes y arrugadas.

—Pues esa historia que tú dices es la de Igoa Mendiluce. Esos señores se fueron a Filipinas y cuando hicieron algún dinero, no mucho, decidieron venirse para Europa en un barco de vela. Y ese barco tuvo el buen acuerdo o el malo de tumbar en el Atlántico y lo que quedó de la tripulación y de los pasajeros se metió en una balsa. Pero estaban casi en el punto más lejano posible de la costa; había poco para comer y no tenían agua. Iba pasando el tiempo y fueron perdiendo a unos y a otros hasta que a lo último sólo quedaron dos: Igoa y Mendiluce, y según la leyenda, estos señores se comieron al último compañero para sobrevivir.

A mi se me atraviesa la tostada. ¡Glup!

—Ahora, que lo que si es cierto es que habían hecho lo que solía llamarse un «pacto de suicidio»…

—¿Qué es eso, abuelo?

—Parece ser que habían decidido que si uno de los dos moría, el sobreviviente se suicidaría, supongo que para no comerse el uno al otro. Y cuando llegaron, por fin, a las costas de Inglaterra, pues resulta que allí tal cosa estaba penada con la muerte, porque el tal pacto se consideraba como una inducción al suicidio. De tal manera que, después de tantas vicisitudes, de poco pierden la vida por una ley.

»Después, consiguieron despistar el asunto y, con los años, llegaron a ser importantes; entonces eran muy jóvenes aún, se hizo banquero y el otro abrió una tienda de antigüedades en Londres, que existe todavía.

Han ido apareciendo los hermanos y el abuelo accede a contar más cuentos. Mamá se ríe y la tata le dice:

—¡Don Julen, cuando está con los nietos es como un crio!

—Pues a mediados del siglo pasado, mi padre venia hacia esta costa en un carguero de su naviera, con algunos amigos y familiares a bordo.

»Al entrar en la bahía de Vizcaya, porque ya entra en la bahía de Vizcaya el
Finisterre
, siempre gustaba de tirar unos cuantos aparejos para pescar bonito. Era la época del bonito. Y cayó uno.

»Se puso mi padre muy contento y les dijo a los marinos:

»—Bueno, pues que pongan un «marmitako».

»Al poco rato, viene el mayordomo. “—Pues, don Pedro…

»—¿Qué pasa?

»—Que el contramaestre y dos marineros —el contramaestre de «El Anchove» y los otros de Bermeo— dicen que ese bonito no es el bonito vasco…

»Mi padre, asombrado, les contesta:

»—¡Pero hombre! ¡Dará igual! ¡Todos los bonitos del mundo no tendrán diferencia entre si!

»—¡Ah, pues no, don Pedro! ¡No puede ser!

»—¡Qué vengan las autoridades y lo digan, entonces!

»Y efectivamente, el capitán, el cocine­ro, vamos, autoridades y todos, coincidían en que «no era vasco y que, por lo tanto, con aquel bicho no se podía cocinar nada vasco».

—Eso es racismo en pescado, abuelo —dice Pedro.

—Tú no entiendes nada.

—El nacionalismo me parece peligroso, ya lo sabes.

—Pues yo creo que los que hemos nacido de padres vascos o nos sentimos vascos tenemos la obligación de trabajar para esta tierra, para que se ensanche, para que progrese, para que vaya hacia adelante… Eso no es racismo de nada.

—Abuelo, a mi me parece que hay tanta violencia, que vamos hacia atrás.

—Cambiando de tema —tercia Jaime, que odia las discusiones—, y ya que has mencionado el «marmitako», abuelo, os diré que por fin he elegido una profesión.

—¿Cuál? —todos al unísono, porque lleva unos meses dando tumbos, sin decidirse por nada.

—Cocinero.

¡La que se armó! En nuestra familia los hombres tienen que ser ingenieros o marinos. Las chicas no tenemos tanto problema. Entre otras cosas, tanto Suzy como yo odiamos las mates, y lo de la Marina, francamente… entre tantos tíos…

Pero Jaime se puso tan plomo, argumentó tanto y tan bien, que volvimos a Bilbao sin él. Se quedó a vivir con el abuelo, trabajando como pinche en uno de los mejores restaurantes de Biarritz. Yo pasé los últimos días escondida en el desván de Etxetxiki. Allí, rodeada de manzanas verdes, tocaba habaneras en la pianola del abuelo y lloraba a mares. Sin Jimmy, sniff, todo va a ser más difícil.

8
¡Hepatitis!

Bilbao, 18 de enero

Queridísimo Jimmy:

Al llegar de Francia, me sentía tan mal, tan cansada y tan rara, que mamá me llevó al médico, antes incluso de empezar el cole.

—Hepatitis. Esta chica tiene una hepatitis viral, y si no, ya me lo dirá usted cuando vea los análisis —dijo don Andrés, ya sabes cómo es—. Mírela a los ojos. Parecen limones. Cama. Reposo total y una dieta ligera. Nada de huevos. Purecitos, pero sobre todo quietud… Unos dos meses…

Yo me quedé patidifusa, , pero la pobre mamá se tuvo que sentar y todo.

—¡Christine quieta! ¡Pero si eso no es posible!

—La hepatitis es una cosa seria y puede haber recaídas, si uno no se cuida bien.· No creo que Cristina sea tan tonta como para no hacer un esfuerzo… ¡Ah!

¡Cuidado con el contagio! De momento, nada de visitas…

Heavens! ¡Qué panorama!

Aunque tú no estés y te eche muchísimo de menos, tengo que reconocer que Pedro y Suzy se han desvivido por ponerme la habitación lo más cómoda posible.

Suzy me ha traído su flexo guay, para que tenga buena luz y… estudie, claro. Pedro me ha cambiado la librería de sitio y ha acercado la cama a la, ventana.

Mamá me ha regalado sus azaleas preferidas y a mi no me queda otra que estar tranquilita.

Lo fantástico ha sido que, al cabo dedos días, Suzy la ex escorbútica, apareció en mi cuarto al mediodía, mientras yo intentaba comerme un trozo de pescado hervido, deprimidísima porque me había mirado al espejo y parecía una china, y me trajo una cana de él. (Por si no caes en ello, a causa de tu habitual torpeza, él es el maravilloso Georges).

¿Comprendes, pequeño? Desde entonces mi vida es otra.

Te escribiré, cuándo me contestes a mi sola.

Te quiere horrores tu hermana,

Christie.

Bilbao, 16 de enero

Christine:

He vuelto de Nueva York con muchas ganas de verte y me entero por tu hermana de que estás enferma, cosa que no puedo imaginar. Tú, que no paras quieta un segundo.

Pues, bueno, sin ti, no puedo hablar con nadie.

En vacaciones me pareció que nuestra despedida había sido un desastre, ¿no? Y además debía de haberte llamado y no lo hice. Estaba medio bloqueado y pensé que era mejor hablar cara a cara. Ya ves, ahora me veo obligado a escribirte, pero al menos no me resulta tan mecánico como el teléfono.

Comprendo que no me es fácil tener amigos —amigos de verdad—, porque lo que me pasa, la polio, me aísla, o al revés: me aíslo por Jo que me pasa. Pero tienes que entenderme. A ti te encanta la gente, siempre dices que todos «son maravillosos», pero a mí en general me gusta más leer y pensar, y los demás me parecen bastante aburridos y, además, no me cuesta nada estar solo.

También influye la edad, supongo. Yo estuve casi dos años de hospital en hospital y, aunque estamos en el mismo curso, te llevo tres años y supongo que eso tiene su importancia. Que probable­ mente dentro de tres años serás menos… sentimental.

Pero, en realidad, Jo que quiero decirte es que no me gustaría verte llorar otra vez. Y menos por mi causa. No quiero que nadie me compadezca y estoy acostumbrado a defenderme de la misericordia ajena.

Seguro que te parecerá muy duro lo que pienso, pero es que la misericordia ajena puede ser peligrosa. Se por experiencia que, en general, si alguien te compadece, llega un momento en el que te pasa la factura, y eso me parece espantoso. Además caes en la dependencia de los demás·, al final, ya no sabes o no puedes desenvolverte solo.

Yo intento ser autosuficiente, y como me ha costado bastantes esfuerzos aprender a vivir con una… reducción, sé que muchas, veces debo de resultar demasiado rígido y orgulloso, lo sé si me estoy liando. A lo peor no las a entender nada de mis enjundiosas explicaciones. Claro esta que confío en tu altísimo coeficiente intelectual.

Te estoy escribiendo mientras los demás están en clase de gimnasia. Se me acaba el tiempo y quiero que recibas esta carta cuanto antes.

Contesta, por favor.

Love,

Georges.

Neguri, 20 de enero

Mi pequeña Chris:

El martes pasado vino a verme Stephen

Grant y me contó que estabas malita. Ya sabes que no tengo teléfono, así que te escribo.

Grant vino con algunos chicos y chicas de tu curso para ayudar en el jardín. Por cierto que me trajeron una planta de regalo y decían que el dinero —de la planta— lo habías puesto tú, porque habías alquilado tu cazadora… ¡Qué cosas más raras haces!

No entendí nada; claro que a mi edad no entiendo nada de nada.

El jardín está triste, pero yo sé que los colores de las flores bullen bajo tierra, esperando a la primavera. Y sólo le pido a Dios que me deje verlo, aunque sea por última vez.

Los chicos rastrillaron las hojas e hicieron hogueras. Me acordé de tu padre. Le encantaba saltar los fuegos con aquellas piernas interminables.

Mi sobrino —ya sabes, ese que ha que es buenísimo y sosísimo, preparó unos bocadillos y Jo pasamos muy bien. Por cieno que había un chico quite charming. Un poco mayor que los demás y con un inefable acento de Oxford. Interesante. Hablamos de ti y me dijo —no te lo diría si no estuvieras enferma, pero creo que necesitas mucha moral —que eras la chica más estupenda que había conocido nunca. Tú, que tienes complejo de gorda y que detestas a la pobre Susana por su pelo rubio y sus piernas esbeltas. A ver si aprendes a valorarte…

Cuando te pongas buena, tenéis que venir los dos a tomar el té conmigo.

Te quiere,

Eleanor Claridge.

Biarritz, 25 de enero

My darling Chris:

Te quejas porque no re escribo: me paso el día lavando platos, cazos, cacerolas y sartenes. No cocino ni un huevo. A mamá le cuento cosas más divertidas, pero es bastante horrible: rengo los dedos como salchichas de Frankfurt.

A mi me parece que trabajo muchísimo, pero hay otros chicos de mi edad, nunca les oigo quejarse. Debe ser mi origen burgués.

De cocina, como ya te decía, todavía nada; pero me fijo bastante y el otro día le hice unos chipirones al abuelo que estaban fantásticos.

Será mejor que cambie de rollo, porque te vaa entrar un hambre…

Voy al cine todo Jo que puedo.

Me duelen mis dedos-salchicha.

By-by, Love!

Jaime.

Bilbao, 3 de febrero

Querido Georges:

Gracias mil por la carta, por los apuntes de mates y física y por el disco de ]ames Taylor, que es la mar de romántico.

Estoy hasta el gorro de estar en la cama, pero si los análisis son mejores, empezaré a levantarme hacia el veinte de este mes.

Nuestra despedida… Pues mira, no lo sé. Tu me explicas muy bien lo que piensas, pero las cosas que me pasan a mi no te las puedo explicar así de bien, porque son…, eso, sentimentales y, por lo tanto, irracionales, viscerales o como quieras llamarlas. Son inexplicables. Es que yo no puedo soportar que nadie sufra y tu has debido de pasarlo mal, muy mal, y a mi me entran ganas de llorar. Y lloro. ¿Qué le voy a hacer? Y no es que yo te compadezca; es que preferiría que no te pasara nada. Su­ pongo que mi mayor error es no poderlo olvidar o no poder distanciarme del asunto; pero, chico, es que yo siempre he sido así. De cría siempre estaba bua, bua, bua… lloraba porque los árboles se quedaban sin hojas, porque Jimmy se había cortado un dedito, porque papá me reñía, porque me daban miedo las tormentas… Mi madre siempre me está diciendo que rengo que hacerme una coraza, pero no se muy bien cómo. Me gustó mucho El guardián entre el centeno, pero si tú re pareces a él, entonces no somos tan diferentes; sólo que tú todo te lo guardas, ¿no?

Lots of Love,

Christie.

Biarritz, 15 de febrero

Querida nieta:

Tu madre me dice que estas mucho mejor y me alegro. Ya me tiene bastante preocupado ése con sus sabañones y Jo cansado que anda.

Te voy a contar una anécdota divertida a propósito de ése: el otro día, pasé a buscarle a eso de las seis y fuimos al bar de Perú, a tomar un vino.

Estaban Arrazu e Hyrigoyen, esos dos viejos marinos de buena facha que son capaces de distinguir si una sardina es de Santurce o de Upo. Bueno, te hablo de otros tiempos. Ahora, con toda la población que hay, dudo ·mucho que haya sardinas por esa zona.

Bueno, pues todos los días a la misma hora, van a beber al bar de Perú hasta caerse redondos. Suelen beber en perfecto silencio, pero ese día Arrazu tuvo un ataque de locuacidad y, agarrando el vaso, Jo levantó y dijo:

—¡Salud!

Hyrigoyen le miró con mirada sospechosa y al cabo de un rato le con­ testó:

—Pero, bueno. ¿Aquí a qué hemos tenido? ¿A beber o a charlar?

Jaime y yo tuvimos que salir de allí deprisa y corriendo, porque no podíamos contener la risa.

¡Cuídate mucho, chiqui!

Te abraza,

Tu abuelo Julen.

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