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Authors: Asun Balzola

Tags: #Infantil y Juvenil, Relato

La cazadora de Indiana Jones (3 page)

BOOK: La cazadora de Indiana Jones
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—¡Qué guarro! —suelta Suzy—. Podía decir mi compañera…

—Suzy, your vocabulary is not exactly distinguished
! —dice mi madre sor­ prendida.

(Sorprendida porque lo ha dicho Suzy, que si lo hubiera dicho yo no lo habría notado).


Sorry
, mama!

—¡Pero si es que además el tío está sin «ocupación conocida»! —chilla Jaime.

—¡O sea que vive de ella, puesto que comparten el mismo apartamento, conduce su coche, come de su pan… y la llama «Concubina»! ¡La cosa tiene…!

—¡Jimmy! —advierte mamá.

—Tiene pirrimplines, mamá…

Mamá, evidentemente, no sabe qué son pirrimplines.

Entonces Pedro, siempre muy racional, agarra el diccionario y dice:

—Vamos a ver qué dice la amiga Moliner… Aquí está: «Concubina: mujer que vive amancebada con cierto hombre (véanse: amante, amiga, arreglito, arreglo, arrimo, barragana, etc.)».

—¿Lo veis? ¡El término no corresponde a la realidad!

Me empiezo a poner nerviosa y digo:

—¿No comemos?

—¡Ya estamos! —dice Pedro—. ¡Si estas ya lo suficientemente gorda…!

—¡Chris, que es fantástico lo de la concubina! ¡Pura discriminación! Vamos a seguir un poquito más, a ver qué más burradas dice…

—Es que Christie tiene una cita… —dice Suzy.

Mama se quita las gafas, se ahueca el pelo, se levanta. Tiene los ojos cansados y rojos. Creo que me fijo en ello por primera vez. Consecuencias del flash. Ahora me doy cuenta de que los demás tienen ojos.

Nos sentamos a la mesa. Tortilla de patatas, ensalada de tomate y… ¡arroz con leche! ¡Con canela por encima!

—¡Qué fenómeno, madre! —chillan los chicos.

—Habláis inglés perfectamente, pero se os nota la sangre vasca —dice mamá, partiendo exactas porciones de tortilla para que luego no haya mosqueos.

—¿Porque gritamos mucho?

—Si,
Peter
.Demasiado…

—Christie ha ligado con un chico. Uno que acaba de llegar —tercia mi hermana.

Remacha mi hermana. Incordia mi hermana.

—Mamá, le voy a acompañar a comprar zapatos, porque él vivía en Italia y allí no llueve, y no sabe castellano…

—¿En Italia no llueve?

—¡Qué bueno, que si, mamá! —me estoy armando un lio.

—No puede llover como en Bilbao, mamá… ¡Reconócelo! —dice Pedro.

—Si, aquí llueve bastante, pero, como sabéis, yo no he nacido precisamente en Jamaica, sino en Londres. Estoy acostumbrada. De todos modos, a mi me gustaría saber si tú, Chris, has salido airosa del asunto de la cazadora…

—Chris sale siempre airosa de sus jaleos, mamá —dice Suzy.

—Y tú de los tuyos, sólo que diferís en el método —pontifica Pedro.

—Suzy seduce y tú atacas —me explica Jaime como si yo me chupara el dedo.

—Por favor, ¿puedo saber qué ha pasado?

—A mí me han dicho que toda la clase se ha puesto de pie en su honor.

—Mira, madre, te lo cuento tipo telégrafo, porque tengo prisa: yo, junto a Grant y frente a compañeros y compañeras. Grant, majo. La gente, risitas. Digo que me sentí humillada e inventé la historia para salir del paso. Entra Davis con nuevo. Interrupción y presentación de Georges Stevenson.

—¿De dónde sale? —pregunta Pedro.

—Por el acento, de Oxford —dice Suzy.

—¡Qué guay! ¿No? —exclama Jaime.

—Pues será muy guay, pero en cambio es cojo, ya ves…

—¡Qué burra eres, hija! —dice Suzy, no mi madre.

Mi madre dice:

—Ya empiezo a perderme. Está claro que sale de Oxford, pero ¿es o no cojo?

—Camina con bastones y tiene las piernas… flaquitas.

—Es cojo y tú no eres burra, eres brusca. ¡Sigue!

—Pues eso, que les cuento que comprendo que hice mal, pero logro culpabilizarlos, por idiotas, por reírse. Nadie reacciona. Grant pregunta a Georges. Éste dice que reírse de los demás está mal, que reírse de la ropa que otros llevan peor, y que mi «salida ha sido… ¡creativa!

—Respuesta de adulto —dice mamá—. ¡Lo que se han debido de reír de él!

«¡Ay, Dios mio! ¿Será verdad? », pienso aterrada, y continúo:

—Bueno, y después no se sienta, y se levanta Vargas, la niña bonita, y bla, bla, me defiende y luego se levantan todos y Grant nos castiga a dar un paseíllo por el parque, a eso de las siete y media de mañana por la mañana.

Resoplo.

Mi madre dice:

—Me gusta Grant. Es comprensivo y nada rígido.

—Si fuera rígido no seria comprensivo.


Peter, darling, you are a bore

—Mami, ¿me puedo levantar de la mesa? —digo yo, nerviosísima.

—Si, pero… ¿y el dinero del alquiler?

¿O es que no es verdad que habías alquilado la cazadora?

¡La soplona de Suzy!

—¡Ah, si! ¡El dinero es para comprarle una planta a miss Claridge!

—¡Qué buena idea! Bueno, vete ya, si tienes prisa, pero no vayas de vacío…

A toda pastilla recojo platos y cubiertos en una bandeja y desaparezco en dirección cocina.

Oigo a Suzy decirle a mamá:

—¡Ah! ¡Le hemos invitado a tomar el té!

—¿A quién?

—Al Stevenson, mamá…

—Ya. Bueno, pero ¿Chris no quiere arroz con leche? ¡Pues será la primera vez…!

Lavo los platos pensando en miss Claridge.

Miss Claridge es una profesora de mi colegio, ya jubilada. Toda su vida se la ha pasado dando lecciones de inglés y cuidando de su jardín, que es el más precioso del pueblo. Como ahora es muy mayor y le da mucho trabajo, los alumnos mayores solemos hacer turnos los sábados o los domingos para echarle una mano. Me alegro de que el alquiler de la cazadora acabe en una planta para ella. Es una vieja majísima.

Desaparezco del todo en el cuarto de baño más alejado del personal para lavarme el pelo y de paso darme una ducha y por lo menos oler a polvos de talco. La colonia sólo se la permite mi hermana.

¡Rayos! ¡Es tardísimo!

5
Los zapatos de Georges

Son las cinco menos un minuto. Bajo los escalones de dos en dos.

Por fin, el pelo me lo he atado en cola de caballo porque después de lavármelo se me ha disparado en todas direcciones, como la melena de una leona, y encima con ese color que tengo, que no es rubio, ni castaño, ni pelirrojo, ni nada.

Suzy se ha apiadado de mi y me ha prestado su jersey verde nuevo y una cinta de terciopelo marrón para la coleta. La falda es marrón, heredada, claro, pero bonita. Tiene un zurcido, pero no se nota mucho.

No sabía si ponerme medias o calcetines. Todavía no me decido a dejarlo —los calcetines —porque las medias son un latazo.

—¿Qué hago, qué hago? —vociferaba yo en medio del pasillo.

—¿Qué haces con qué? —Pedro abriendo la puerta de su cuarto.

—¿Calcetines o medias? —yo al borde de la histeria, porque me horroriza llegar tarde.

—Tu, mejor, calcetines. Además hace muy moderno. A los americanos les chinan los calcetines. Y los americanos son la mar de modernos. Y deja de chillar, por lo que más quieras, que estoy estudiando resistencia de materia­ les y no me concentro.

Pedro estudia ingeniero industrial. Siempre está concentrándose.

Llego al portal y Georges Stevenson está apoyado en la pared. No es un sueño. Y sigue teniendo los mismos ojos.

—¿Qué tipo de zapatos quieres? —le pregunto.

—Pues eso, de lluvia, cerrados, mullidos.

Echamos a andar hacia el centro. Va bastante rápido, pero se balancea un poco.

—Qué mañana más dura has tenido, ¿no?

—Mucho peor fue el día que llegué con la cazadora puesta.

—¡Pues me parece una ridiculez! —dice con énfasis.

Nos paramos frente al escaparate de una zapatería de la Gran Vía y Georges elige un par de zapatos marrones, que no están mal.

—Me gustan —le digo.

—Ya, pero ahora tiene lo complicado: me Cienes que comprar dos pares. Uno del cuarenta y el otro del cuarenta y dos.

Y claro, me tengo que probar los dos…

—¿Para qué quieres…?

Heavens! ¡Gran error! ¡Georges tiene un pie más pequeño que el otro!

Ahora si que me lo quedo mirando. Y él sonríe y me dice:


Don't you know you are sweet and tender
?

Bueno, pues entre la frase de marras y el taco que se arma el dependiente, que es aún más tardo que yo, salgo de la tienda sudando a mares. Seguro que Suzy me obliga a lavarle el jersey.

En casa muy bien, claro. Porque está mamá, y mamá es tan natural y tan… «sweet and tender», pero de verdad que hace que cualquiera se sienta a gusto. Y mis hermanos son majísimos. Incluso Suzy —que es genéticamente puñetera—, si quiere, es un cielo.

Cuando Georges se va, me encierro en mi cuarto a escribir. Es que yo, si alguien me gusta —o me disgusta profunda mente—, le ficho.

Stevenson, Georges.

Edad: 17 (va retrasado). Altura: 1,80.

Peso: poco.

Pelo: castaño muy claro, con mucho flequillo.

Ojos: grises fantásticos.

Nació en Nueva York, pero por casualidad. Porque sus padres son diplomáticos —ingleses— y se pasan la vida dando vueltas por el mundo. Poliomielitis de pequeño. Un pie más grande que el otro. Camina con dificultad, pero puede hacer casi todo. Deportes violentos no, claro. Su padre es diplomático.

Ha vivido en Inglaterra, en Suecia y en Italia. Habla tres idiomas. (¡]o!).

Como a mi, lo que más le gusta es la literatura.

Le gusta la música clásica, sobre todo Mozart y Vivaldi, y de «la otra», James Taylor, Amstrong y Queen. Le horrorizan los conjuntos muy, muy de moda, como a mí.

¿Seremos hermanos espirituales?

Me encuentro muy rara. A mi me han gustado cantidad de chicos, pero esto es distinto.

Me digo que ha tenido que sufrir mucho por la «polio». Y ahora mismo tiene que ser muy duro depender de los bastones, no poder correr…

Me he fijado que tiene las manos muy grandes, y en las palmas, callos. Y eso me da tanta pena que se me llenan los ojos de lágrimas. Por eso me dijo la frase de marras en la zapatería.

Me miro al espejo:

Soy alta y gorda, ya lo he dicho, pero es que me obsesiona.

El pelo, pues eso, superfuerte, superhinchado, rizado, indomable y hórrido. Tengo la mar de pecas.

Los ojos, bastante bien: verdes, pero las pestañas claras, y mi madre no me deja darme rímel.

La nariz, corriente, medio chata.

La boca grande, los dientes grandes, pero —por lo menos —muy blancos.

Es deprimente; lo que es por guapa, ya sé que no le voya gustar…

¿Ysi hago régimen? Mañana empiezo.

Ahora me voy a cenar. ¿Habrá quedado arroz con leche?

6
Navidades

Estas Navidades no vamos a esquiar. Por una vez no es por problemas económicos, sino porque no hay nieve mas que si te vas a los Alpes, y claro…

El ultimo día de clase, estamos todos como pilas.

—No me digáis que este año también tenemos que cantar villancicos con los pequeños, delante del árbol, ¿no? —dice Sol con cara de horror.

Han puesto el árbol en el salón de actos, con velitas, nada de electricidad. A mi me parece precioso y también me gusta cantar villancicos, pero no: eso tampoco esta de moda. Me parece que yo nunca estoy de moda.

Ala salida, gran follón de despedidas. Georges me acompaña a casa. Nos meternos en un bar a tornar un café con leche. Corno hoy hemos acabado antes, tenernos casi dos horas para estar juntos. A veces, cuando le miro frente a frente, tengo miedo de que note que se me cae la baba.

—Te he traído un regalo —me dice cuando ya nos sentarnos.

Me alarga un paquetito.

Me quedo muda de la emoción y lo abro. Es un libro. El guardián entre el centeno, de un tal J.D. Salinger.

—¿Es bonito? —pregunto, muy inspirada.

—Si. Muy… americano. Es un escritor estupendo. A lo mejor me entiendes mejor cuando lo leas.

—¿Crees que no te entiendo?

—Muchas veces, ni te enteras…

—¿Y tú me entiendes?

—No es muy difícil. Por ejemplo, cuando te pones colorada no se te notan las pecas.

—¡Qué agudo!

—No te enfades. Hay muchas cosas que en ti son muy evidentes.

—¿Cómo qué?

—Como que sufres por lo de mis piernas. Que eres muy sensible. Que no tienes coraza, defensas o como quieras llamarlo. Que dices la verdad por sistema…

—¡Si, como con la cazadora!

—¡Eso fue una evasión más que una mentira!

Bueno, ¡de perdidos, al rio!

—Pero… Pero tú… ¿sufres por la «polio» o no?

—Si, pero me he distanciado del asunto. Lo veo desde lejos… En parte es cuestión de costumbre. Era muy niño cuando tuve el ataque de «polio», ¿comprendes?

—¿Quieres decir que, si te pasara ahora, seria mucho más difícil?

—Desde luego, pero tú tienes que procurar olvidarte un poco porque tu propia angustia me… angustia.

Lo que me faltaba. Me quedo sin saber qué decir. Nunca he sentido tanta vergüenza.

—No has leído la dedicatoria —me dice, haciendo caso omiso de la, imagino, total desaparición de mis pecas.

Abro el libro:
To my darling Chris
, y su firma.

Lo siento. Es demasiado. Me levanto con el libro en la mano, agarro los chismes del colegio y salgo a todo correr, empujando gente. Casi no veo, venga a llorar.

Subo a casa, abro la puerta, la llave temblona en la cerradura, y, gracias a Dios, no me topo con nadie. Me encierro en mi cuarto y, ¡hala!, a llorar y llorar. Y lo que más me angustia —tiene toda la razón— es que cualquier otro chico me habría seguido corriendo y Georges no puede hacerlo.

Pensé que a lo mejor aparecería, pero pasó el tiempo y lo único que se oía era la Remington de mamá.

Bueno, que no me llamó por teléfono tampoco y yo no me atreví a hacerlo.

Así que nos fuimos a Biarritz a pasar las Navidades con mi abuelo paterno y aquella horrible sensación del bar se fue suavizando, pero sin desaparecer del todo. Además me daba pavor volverle a ver, después de vacaciones.

El viaje a Francia, como siempre, dantesco. Maletas despellejadas, paquetes, maletines, trenes, humo y sándwiches. Nos turnábamos la ventanilla para ver el paisaje de Euskadi, que es precioso.

Por una vez, no llovía, y pasada la frontera, como casi no hay fabricas, los verdes son mas limpios y los chalets y los caseríos muy blancos con las contra ventanas verdes, rojas o azules.

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