Cuando a la mañana siguiente de su día de descanso Marcial bajó del piso treinta y cuatro para presentarse en el servicio ya como guarda para todos los efectos residente, el apartamento estaba arreglado, limpio, en orden, con los objetos traídos de la otra casa en los lugares apropiados y a la espera de que los habitantes comiencen, sin resistencia, a ocupar también los lugares que en el conjunto les competen. No será fácil, una persona no es como una cosa que se deja en un sitio y allí se queda, una persona se mueve, piensa, pregunta, duda, investiga, quiere saber, y si es verdad que, forzada por el hábito de la conformidad, acaba, más tarde o más pronto, pareciendo sometida a los objetos, no se crea que tal sometimiento es, en todos los casos, definitivo. La primera cuestión que los nuevos habitantes tendrán que resolver, con excepción de Marcial Gacho que seguirá en su conocido y rutinario trabajo de velar por la seguridad de las personas y de los bienes institucional u ocasionalmente relacionados con el Centro, la primera cuestión, decíamos, será encontrar una respuesta satisfactoria a la pregunta, Y ahora qué voy a hacer. Marta lleva a sus espaldas el gobierno de la casa, cuando le llegue la hora tendrá un hijo que criar, y eso será más que suficiente para mantenerla ocupada durante muchas horas del día y algunas de la noche. No obstante, siendo las personas, como arriba quedó señalado, aparte de sujetos de un hacer, también sujetos de un pensar, no deberemos sorprendernos si ella llega a preguntarse, en medio de un trabajo que ya le hubiese ocupado una hora y todavía le tenga que ocupar otras dos, Y ahora qué voy a hacer yo. En todo caso, es Cipriano Algor quien se encuentra confrontado con la peor de las situaciones, la de mirarse las manos y saber que ya no sirven para nada, la de mirar el reloj y saber que la hora que viene será igual a esta que está, la de pensar en el día de mañana y saber que será tan vacío como el de hoy. Cipriano Algor no es un adolescente, no puede pasarse el día tumbado en una cama que apenas cabe en su pequeñísimo cuarto, pensando en Isaura Madruga, repitiendo las palabras que se dijeron el uno al otro, reviviendo, si se puede dar tan ambicioso nombre a las inmateriales operaciones de la memoria, los besos y los abrazos que se habían dado. Gente habrá que piense que la mejor medicina para los males de Cipriano Algor sería que bajara ahora al garaje, se metiese en la furgoneta y fuera a visitar a Isaura Madruga, que, a buen seguro, estará pasando, allí lejos, por iguales ansiedades del cuerpo y del espíritu, y que para un hombre en la situación en que él se encuentra y a quien la vida ya no reserva triunfos industriales y artísticos de primera o segunda importancia, tener todavía una mujer a quien querer y que ya ha confesado corresponderle el amor, es la más excelsa de las bendiciones y de las suertes. Será no conocer a Cipriano Algor. Así como ya nos había dicho que un hombre no le pide a una mujer que se case con él si ni siquiera tiene medios para garantizar su propia subsistencia, también ahora nos diría que no ha nacido para aprovecharse de circunstancias beneficiosas y comportarse como si un supuesto derecho a las satisfacciones resultantes de ese aprovechamiento, aparte de justificado por las cualidades y virtudes que lo exornan, le fuese igualmente debido por el hecho de ser hombre y haber puesto su atención de hombre y sus deseos en una mujer. Dicho con otras palabras, más francas y directas, Cipriano Algor no está dispuesto, aunque le cueste todas las penas y amarguras de la soledad, a representar ante sí mismo el papel del sujeto que periódicamente visita a la amasia y regresa sin más sentimentales recuerdos que los de una tarde o una noche pasadas agitando el cuerpo y sacudiendo los sentidos, dejando a la salida un beso distraído en una cara que ha perdido el maquillaje, y, en el caso particular que nos viene ocupando, una caricia en la cabeza de un canino, Hasta la próxima, Encontrado. Con todo, aún tiene Cipriano Algor dos recursos para escapar de la prisión en que de súbito vio convertirse el apartamento, por no hablar del simple y poco duradero paliativo que sería acercarse de vez en cuando a la ventana y mirar el cielo tras los cristales. El primer recurso es la ciudad, esto es, Cipriano Algor, que siempre vivió en el insignificante pueblo que apenas conocimos y que de la ciudad no conoce nada más que aquello que quedaba en su trayecto, podrá ahora gastar su tiempo paseando, vagueando, dando aire a la pluma, expresión figurada y caricaturesca que debe de venir de un tiempo pasado, cuando los hidalgos y los señores de la corte usaban plumas en los sombreros y salían a tomar el aire con ellos y con ellas. También tiene a su disposición los parques y jardines públicos de la ciudad donde se suelen reunir hombres de edad por las tardes, hombres que tienen la cara y los gestos típicos de los jubilados y de los desempleados, que son dos modos distintos de decir lo mismo. Podría juntarse y compadrear con ellos, y entusiásticamente jugar a las cartas hasta la caída de la tarde, hasta que ya no le sea posible a sus ojos miopes distinguir si las pintas todavía son rojas o ya se han vuelto negras. Pedirá la revancha, si pierde, la concederá, si gana, las reglas en el jardín son simples y se aprenden deprisa. El segundo recurso, excusado sería decirlo, es el propio Centro en que vive. Lo conoce, evidentemente, desde antes, en todo caso menos de lo que conoce la ciudad, porque nunca ha conseguido guardar en la memoria los trayectos de las contadas veces que ha entrado, siempre con la hija, para hacer algunas compras. Ahora, por decirlo así, el Centro es todo suyo, se lo han puesto en una bandeja de sonido y de luz, puede vaguear por él tanto cuanto le apetezca, regalarse de música fácil y de voces invitadoras. Si, cuando vinieron para conocer el apartamento, hubieran utilizado un ascensor del lado opuesto, habría podido apreciar, durante la vagarosa subida, aparte de nuevas galerías, tiendas, escaleras mecánicas, puntos de encuentro, cafés y restaurantes, muchas otras instalaciones que en interés y variedad nada les deben a las primeras, como son un carrusel con caballos, un carrusel con cohetes espaciales, un centro para niños, un centro para tercera edad, un túnel del amor, un puente colgante, un tren fantasma, un consultorio de astrólogo, un despacho de apuestas, un local de tiro, un campo de golf, un hospital de lujo, otro menos lujoso, una bolera, una sala de billares, una batería de futbolines, un mapa gigante, una puerta secreta, otra con un letrero que dice experimente sensaciones naturales, lluvia, viento y nieve a discreción, una muralla china, un taj-mahal, una pirámide de egipto, un templo de karnak, un acueducto de aguas libres que funciona las veinticuatro horas del día, un convento de mafra, una torre de los clérigos, un fiordo, un cielo de verano con nubes blancas flotando, un lago, una palmera auténtica, un tiranosaurio en esqueleto, otro que parece vivo, un himalaya con su everest, un río amazonas con indios, una balsa de piedra, un cristo del concorvado, un caballo de troya, una silla eléctrica, un pelotón de ejecución, un ángel tocando la trompeta, un satélite de comunicaciones, una cometa, una galaxia, un enano grande, un gigante pequeño, en fin, una lista hasta tal punto extensa de prodigios que ni ochenta años de vida ociosa serían suficientes para disfrutarlos con provecho, incluso habiendo nacido la persona en el Centro y no habiendo salido nunca al mundo exterior.
Excluida por manifiesta insuficiencia la contemplación de la ciudad y sus tejados tras las ventanas del apartamento, eliminados los parques y los jardines por no haber llegado Cipriano Algor a un estado de ánimo que se pueda clasificar como de desesperación definitiva o de náusea absoluta, dejadas a un lado por las poderosas razones ya expendidas las tentadoras pero problemáticas visitas de desahogo sentimental y físico a Isaura Madruga, lo que le quedaba al padre de Marta, si no quería pasar el resto de su vida bostezando y dando, figuradamente, con la cabeza en las paredes de su cárcel interior, era lanzarse a la descubierta y a la investigación metódica de la isla maravillosa adonde lo habían traído tras el naufragio. Todas las mañanas, después del desayuno, Cipriano Algor lanza a la hija un Hasta luego apresurado, y, como quien va a su trabajo, unas veces subiendo al último techo, otras veces bajando al nivel del suelo, utilizando los ascensores de acuerdo con sus necesidades de observación, ora en la velocidad máxima, ora en la velocidad mínima, avanzando por pasillos y pasadizos, atravesando salas, rodeando enormes y complejos conjuntos de vitrinas, mostradores, expositores y escaparates con todo lo que existe para comer y para beber, para vestir y para calzar, para el cabello y para la piel, para las uñas y para el vello, tanto para el de arriba como para el de abajo, para colgar del cuello, para pender de las orejas, para ensartar en los dedos, para tintinear en las muñecas, para hacer y para deshacer, para cocer y para coser, para pintar y para despintar, para aumentar y para disminuir, para engordar y para adelgazar, para extender y para encoger, para llenar y para vaciar, y decir esto es igual que no haber dicho nada, puesto que tampoco serían suficientes ochenta años de vida ociosa para leer y analizar los cincuenta y cinco volúmenes de mil quinientas páginas de formato A-4 cada uno que constituyen el catálogo comercial del Centro. Evidentemente, no son los artículos expuestos lo que más le interesa a Cipriano Algor, además comprar no es asunto de su responsabilidad y competencia, para eso está quien el dinero gana, es decir, el yerno, y quien después lo gestiona, administra y aplica, es decir, la hija. Él es el que va con las manos en los bolsillos, parando aquí y allí, preguntando el camino a un guarda, aunque, incluso tropezando con él, nunca a Marcial, para que no se trasluzcan los lazos de familia, y, sobre todo, aprovechándose de la más preciosa y envidiada de las ventajas de vivir en el Centro, que es la de poder gozar gratis, o a precios reducidos, de las múltiples atracciones que se encuentran a disposición de los clientes. Hicimos ya de esas atracciones dos sobrios y condensados relatos, el primero sobre lo que se ve desde el ascensor de este lado, el segundo sobre lo que se podría haber visto desde el ascensor de aquel lado, sin embargo, por un escrúpulo de objetividad y de rigor informativo, recordaremos que, tanto en un caso como en otro, nunca fuimos más allá del piso treinta y cuatro. Encima de éste, como se recordará, todavía se asienta un universo de otros catorce. Tratándose de una persona con un espíritu razonablemente curioso, casi no sería necesario decir que los primeros pasos de la investigación de Cipriano Algor se encaminaron hacia la misteriosa puerta secreta, que misteriosa seguirá siendo, puesto que, pese a los insistentes toques de timbre y a algunos golpes con los nudillos, no apareció nadie desde dentro preguntando qué se pretendía. A quien tuvo que dar prontas y completas explicaciones fue a un guarda que, atraído por el ruido o, más probablemente, guiado por las imágenes del circuito interno de vídeo, le vino a preguntar quién era y qué hacía en aquel lugar. Cipriano Algor explicó que vivía en el piso treinta y cuatro y que, paseando por allí, sintió su atención estimulada por el letrero de la puerta, Simple curiosidad, señor, simple curiosidad de quien no tiene nada más que hacer. El guarda le pidió el carné de identidad, el carné que le acreditaba como residente, comparó la cara con el retrato incorporado en cada uno, examinó con lupa las impresiones digitales en los documentos, y, para terminar, recogió una impresión del mismo dedo, que Cipriano Algor, tras haber sido debidamente industriado, oprimió contra lo que sería un lector del ordenador portátil que el guarda extrajo de una bolsa que colgaba del hombro, al mismo tiempo que decía, No se preocupe, son formalidades, en todo caso acépteme un consejo, no vuelva a aparecer por aquí, podría complicarse la vida, ser curioso una vez basta, además no vale la pena, no hay nada secreto tras esa puerta, en tiempos, sí hubo, ahora ya no, Si es como dice, por qué no retiran la chapa, preguntó Cipriano Algor, Sirve de reclamo para que sepamos quiénes son las personas curiosas que viven en el Centro. El guarda esperó a que Cipriano Algor se apartara una decena de metros, después lo siguió hasta que encontró un colega, a quien, para evitar ser reconocido, pasó la misión, Qué ha hecho, preguntó el guarda Marcial Gacho disimulando su preocupación, Estaba llamando a la puerta secreta, No es grave, eso sucede varias veces todos los días, dijo Marcial, con alivio, Sí, pero la gente tiene que aprender a no ser curiosa, a pasar de largo, a no meter la nariz donde no ha sido llamada, es una cuestión de tiempo y de habilidad, O de fuerza, dijo Marcial, La fuerza, salvo en casos muy extremos, ha dejado de ser necesaria, claro que yo podía haberlo detenido para interrogarlo, pero lo que hice fue darle buenos consejos, usando la psicología, Tengo que ir tras él, dijo Marcial, no sea que se me escape, Si notas algo sospechoso, infórmame para anexionarlo al expediente, lo firmaremos los dos. Se fue el otro guarda, y Marcial, después de haber acompañado de lejos el deambular del suegro hasta dos pisos más arriba, lo dejó ir. Se preguntaba a sí mismo qué sería más adecuado, si hablar con él y recomendarle todo el cuidado en su divagar por el Centro, o simular que no había tenido conocimiento del pequeño incidente y hacer votos para que no sucedieran otros más graves. La decisión que tomó fue ésta, pero como Cipriano Algor, al cenar, le contó, riendo, lo que había pasado, no tuvo más remedio que asumir el papel de mentor y pedirle que se comportase de manera que no atrajese las atenciones de quienquiera que fuese, guardas o no guardas, Es la única manera correcta de proceder para quien vive aquí. Entonces Cipriano Algor sacó del bolsillo un papel, Copié estas frases de algunos carteles expuestos, dijo, espero no haber llamado la atención de ningún espía u observador, También lo espero yo, dijo Marcial de mal humor, Es sospechoso copiar frases que están expuestas para que los clientes las lean, preguntó Cipriano Algor, Leerlas es normal, copiarlas, no, y todo lo que no sea normal es, por lo menos, sospechoso de anormalidad. Marta, que hasta ahí no había participado en la conversación, le pidió al padre, Lea las frases. Cipriano Algor alisó el papel sobre la mesa y comenzó a leer, Sea osado, sueñe. Miró a la hija y al yerno, y como ellos no parecían dispuestos a comentar, continuó, Vive la osadía de soñar, ésta es una variante de la primera, y ahora vienen las otras, una, gane operacionalidad, dos, sin salir de casa los mares del sur a su alcance, tres, ésta no es su última oportunidad pero es la mejor, cuatro, pensamos todo el tiempo en usted es hora de que piense en nosotros, cinco, traiga a sus amigos si compran, seis, con nosotros usted nunca querrá ser otra cosa, siete, usted es nuestro mejor cliente, pero no se lo diga a su vecino, Esa estaba fuera, en la fachada, dijo Marcial, Ahora está dentro, a los clientes les ha debido de gustar, respondió el suegro, Qué más ha encontrado en esa su aventura de exploración, preguntó Marta, Te acabarás durmiendo si me pongo a contar, Pues duérmame, Lo que más me ha divertido son las sensaciones naturales, Qué es eso, Tienes que usar la imaginación, No hay problema, Entras en una sala de espera, compras tu billete, a mí me cobraron sólo el diez por ciento, me hicieron un descuento del cuarenta y cinco por ciento por ser residente y otro descuento igual por ser mayor de sesenta años, Parece que es estupendo tener más de sesenta años, dijo Marta, Exactamente, cuanto más viejo seas, más ganas, cuando mueras serás rico, Y qué pasó después, preguntó Marcial impaciente, Nunca has entrado allí, se extrañó el suegro, Sabía que existía, pero nunca he entrado, no he tenido tiempo, Entonces no tienes la menor idea de lo que te has perdido, Si no lo cuenta me voy a la cama a dormir, amenazó Marta, Bueno, después de haber pagado y de que te den un impermeable, un gorro, unas botas de goma y un paraguas, todo de colores, también puedes ir de negro, pero hay que pagar un extra, pasas a un vestuario donde una voz de megafonía te manda ponerte las botas, el impermeable y el gorro, luego entras en una especie de corredor donde las personas se alinean en filas de cuatro, pero con bastante espacio entre ellas para moverse con comodidad, éramos unos treinta, había algunos que se estrenaban, como yo, otros que, según me pareció saber, iban allí de vez en cuando, y por lo menos cinco eran veteranos, le oí decir a uno Esto es como una droga, se prueba y se queda uno enganchado. Y luego, preguntó Marta, Luego comenzó a llover, primero unas gotitas, después un poco más fuerte, todos abrimos el paraguas, y entonces el altavoz dio orden de que avanzásemos, no se puede describir, es necesario haberlo vivido, la lluvia comenzó a caer torrencialmente, de pronto se levantó una ventisca, viene una ráfaga, otra, hay paraguas que se vuelven, gorros que se escapan de la cabeza, las mujeres gritando para no reír, los hombres riendo para no gritar, y el viento aumenta, es un ciclón, las personas se escurren, se caen, se levantan, vuelven a caerse, la lluvia se hace diluvio, empleamos unos buenos diez minutos en recorrer calculo que unos veinticinco o treinta metros, Y luego, preguntó Marta bostezando, Luego volvimos hacia atrás y en seguida comenzó a nevar, al principio unos copos dispersos que parecían hebras de algodón, después cada vez más gruesos, caían ante nosotros como una cortina que apenas dejaba ver a los colegas, algunos seguían con los paraguas abiertos, lo que sólo servía para entorpecer los movimientos, finalmente llegamos al vestuario y allí hacía un sol que era un esplendor, Un sol en el vestuario, dudó Marcial, Entonces ya no era un vestuario sino una especie de campiña, Y ésas fueron las sensaciones naturales, preguntó Marta, Sí, No es nada que no pase fuera todos los días, Ese fue precisamente mi comentario cuando estábamos devolviendo el material, y más me hubiera valido quedarme callado, Por qué, Uno de los veteranos me miró con desdén y dijo Qué pena me da, nunca podrá comprender. Ayudada por el marido, Marta comenzó a quitar la mesa. Mañana o pasado voy a la playa, anunció Cipriano Algor, Ahí sí fui una vez, dijo Marcial, Y cómo es, Género tropical, hace mucho calor y el agua es tibia, Y la arena, No hay arena, es una imitación de plástico, pero de lejos parece auténtica, Olas no hay, claro, Se equivoca, tienen un mecanismo que produce una ondulación igualita a la del mar, No me digas, Como le digo, Las cosas que los hombres son capaces de inventar, Sí, dijo Marcial, es un poco triste. Cipriano Algor se levantó, dio dos vueltas, le pidió un libro a la hija y cuando iba a entrar en su dormitorio dijo, Estuve por ahí abajo, el suelo ya no vibra, y no se oye ruido de excavadoras, y Marcial respondió, Deben de haber terminado el trabajo.