La casa de la seda (34 page)

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Authors: Anthony Horowitz

BOOK: La casa de la seda
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Holmes la examinó brevemente.

—¿El baño está en la habitación de al lado? —preguntó.

—Sí, pero está demasiado débil para llegar andando. La señora Kirby y mi esposa la lavan aquí tendida...

Holmes ya había salido de la habitación. Entró en el baño, dejándonos a Carstairs y a mí en un incómodo silencio con la mujer de ojos abiertos. Por fin reapareció.

—Podemos volver abajo —dijo. Carstairs y yo le seguimos, los dos perplejos, dado que la visita había durado menos de treinta segundos.

Volvimos al salón, donde Catherine Carstairs estaba sentada frente al acogedor fuego leyendo un libro. Lo cerró en el momento en que entramos y se levantó rápidamente.

—¡Vaya, el señor Holmes y el doctor Watson! Son las dos últimas personas que esperaba ver. —Miró a su marido—. Pensaba...

—Hice exactamente lo que dijimos, querida. Pero el señor Holmes ha decidido visitarnos igualmente.

—Me sorprende que no quisiera verme, señora Carstairs —comentó Holmes—. Precisamente vino a consultarme por segunda vez cuando su cuñada se puso enferma.

—Eso fue hace tiempo, señor Holmes. No deseo ser grosera, pero he dejado de albergar esperanzas de que nos pueda ser de ayuda. El hombre que entró por la fuerza en esta casa y nos robó el dinero y las joyas está muerto. ¿Queremos saber quién le apuñaló? ¡No! El hecho de que no nos pueda molestar más es suficiente. Si no hay nada más que pueda hacer para ayudar a la pobre Eliza, entonces no hay razón para que esté aquí.

—Creo que puedo salvar a la señorita Carstairs. Todavía no es demasiado tarde.

—¿Salvarla de qué?

—Del veneno.

Catherine Carstairs se sobresaltó.

—¡No está siendo envenenada! No hay ninguna posibilidad. Los médicos no saben cuál es la causa de su enfermedad, pero todos coinciden en eso.

—Entonces todos están equivocados. ¿Puedo sentarme? Tengo mucho que decirles y creo que estaríamos todos más cómodos sentados.

La mujer le miró de reojo, pero esta vez el marido se puso de parte de Holmes.

—Muy bien, señor Holmes. Escucharé lo que tenga que decir. Pero no se equivoque. Si creo que está tratando de engañarme, no dudaré en pedirle que se marche.

—Mi propósito no es engañarle —contestó Holmes—. De hecho, es más bien al contrario.

Se sentó en el sillón más alejado del fuego. Yo lo hice en la silla de al lado. El señor y la señora Carstairs, en el sofá de enfrente. Finalmente, empezó.

—Usted vino a mis aposentos, señor Carstairs, por un consejo de su contable, porque temía que su vida pudiera estar amenazada por un hombre al que no conocía. Esa tarde estaba usted de camino a la ópera, Wagner, si no recuerdo mal. Pero ya era tarde cuando se despidió. Imagino que se perdió el primer aviso.

—No. Llegué a tiempo.

—No importa. Hay muchos aspectos de su historia que encontré sorprendentes, entre los cuales el principal fue el extraño comportamiento de la persona que le vigilaba, Keelan O'Donaghue, si es que era él. Me podía creer que le hubiera seguido hasta Londres, y que hubiera encontrado su dirección en Wimbledon, con el único propósito de matarle. Después de todo, usted era responsable, por lo menos en parte, de la muerte de su hermano gemelo, Rourke O'Donaghue, y los gemelos suelen estar unidos. Y ya se había vengado de Cornelius Stillman, el hombre que le había comprado los cuadros y que después había pagado a los hombres de Pinkerton, que rastrearon a la Banda de la Gorra en Boston y pusieron punto y final a su andadura con una lluvia de balas. Recuérdeme, por favor, cuál era el nombre del agente que emplearon.

—Era Bill McParland.

—Por supuesto. Como decía, los gemelos suelen estar unidos y no me sorprende que Keelan buscara su muerte. Así pues, ¿por qué no le mató? Una vez que descubrió dónde vivía, ¿por qué no le asaltó y le amenazó con una navaja? Eso es lo que yo hubiera hecho. Nadie sabía que estaba en este país. Podría haber estado en un barco de vuelta a América antes de que a usted le llevaran al depósito de cadáveres. Pero, de hecho, hizo todo lo contrario. Se quedó en las inmediaciones de su casa, llevando puesta la gorra que sabía que le identificaría. No solo eso, volvió a aparecer, esta vez cuando usted y la señora Carstairs salían del Savoy. ¿Qué cree que pasaba por su mente? Es casi como si le retara a ir a la policía para que le arrestaran.

—Deseaba asustarnos —dijo la señora Carstairs.

—Pero ese no fue el motivo de su tercera visita. Esa vez volvió a su casa con una nota que le puso a su marido en la mano. Pidió encontrarse con usted en la iglesia local a mediodía.

—No se presentó.

—A lo mejor no era ese su propósito. La última vez que apareció en su vida fue cuando entró por la fuerza en su casa y robó cincuenta libras y las joyas de la caja fuerte. Y en esta ocasión encuentro su comportamiento todavía más sorprendente. No solo sabe exactamente qué ventana escoger, sino que de alguna manera ha conseguido una llave que su esposa perdió meses antes de que él llegara al país. Y es interesante, ¿verdad?, que esta vez se muestre más atraído por el dinero que por el asesinato, pues se encuentra en esta misma casa en medio de la noche. Podría haber subido la escalera y matarles a ambos en su cama...

—Me levanté y le oí.

—Claro, señora Carstairs. Pero en ese momento ya había abierto la caja fuerte. Por cierto, ¿usted y el señor Carstairs duermen en habitaciones separadas?

Carstairs se sonrojó.

—No creo que nuestros arreglos domésticos tengan nada que ver con el caso.

—Pero no lo niega. Muy bien, quedémonos con nuestro extraño y un poco indeciso intruso. Consigue escaparse a su hotel particular en Bermondsey. Pero entonces la situación da un giro inesperado cuando un segundo agresor, un hombre acerca del cual no sabemos nada, se encuentra con Keelan O'Donaghue, de nuevo suponemos que es él, le apuñala hasta la muerte y no solo le quita el dinero, sino también cualquier manera de identificarlo, excepto una pitillera que no nos aclara mucho, pues tiene las iniciales WM.

—¿Qué intenta decirnos con todo esto, señor Holmes? —preguntó Catherine Carstairs.

—Solo estoy dejando claro, señora Carstairs, que, como me pareció desde un principio, esta historia no tiene sentido. A no ser, claro, que partamos de la premisa de que no era Keelan O'Donaghue quien vino a esta casa, y que no era su marido la persona con la que se deseaba comunicar.

—Pero eso es ridículo. Le dio esa nota a mi esposo.

—Y no apareció en la iglesia. Puede ayudar que nos pongamos en la situación de ese misterioso visitante. Busca una conversación a solas con un miembro de esta casa, pero no es tan fácil. Aparte de usted y su esposo, también están su cuñada, varios sirvientes... El señor y la señora Kirby, Elsie y Patrick, el chico de los recados. Para empezar, observa desde la distancia, pero finalmente se acerca con una nota escrita en grandes letras, y no está doblada ni va en un sobre. Claramente, su intención no es meterla por debajo de la puerta. Pero ¿es posible, a lo mejor, que espere ver a la persona a la que va dirigida esta correspondencia, para poder levantarla y que se pueda leer a través de la ventana del comedor? Sin necesidad de llamar a la puerta. Sin necesidad de arriesgarse a que el mensaje caiga en otras manos. Solo lo sabrán ellos dos y pueden arreglar sus asuntos luego. Desgraciadamente, el señor Carstairs regresa inesperadamente pronto a su casa, segundos antes de que nuestro hombre tenga ocasión de acercarse a su objetivo. Así que ¿qué hace? Alza la nota y se la da al señor Carstairs. Sabe que le observan desde el comedor y ahora el significado es diferente. «Encuéntreme —dice— o le diré al señor Carstairs todo lo que sé. Me encontraré con él en la iglesia. O en cualquier lugar que me plazca. No me lo puede impedir». Por supuesto, no se presenta a la cita. No le hace falta. Con el aviso es suficiente.

—Pero ¿con quién deseaba hablar, si no era conmigo? —preguntó Carstairs.

—¿Quién estaba en el comedor a esas horas?

—Mi esposa. —Frunció el ceño, como si deseara cambiar de tema—. ¿Quién era ese hombre, si no era Keelan O'Donaghue? —preguntó.

—La respuesta es muy simple, señor Carstairs. Era Bill McParland, el detective de Pinkerton. Considérelo por un momento. Sabemos que el señor McParland fue herido durante el tiroteo en Boston, y el hombre que descubrimos en la habitación del hotel tenía una cicatriz reciente en la mejilla derecha. También sabemos que McParland se había enfadado con Cornelius Stillman, que le había contratado, pues se había negado a pagarle la cantidad de dinero que le reclamaba. Así que se sentía agraviado. Y después está el nombre. Bill, me imagino, es la abreviatura de William y las iniciales que encontramos en la pitillera eran...

—WM —interrumpí.

—Precisamente, Watson. Y ahora las cosas comienzan a encajar. Empecemos considerando el destino de Keelan O'Donaghue. Lo primero, ¿qué sabemos acerca de este joven? Su relato prestaba una sorprendente atención a los detalles, señor Carstairs, y por eso le estoy agradecido. Nos dijo que Rourke y Keelan O'Donaghue eran gemelos, pero que Keelan era más pequeño. Cada uno llevaba las iniciales del otro tatuadas en el brazo, por si necesitáramos una prueba de lo cercana que era su relación. Keelan era lampiño y taciturno. Solía llevar una gorra que, supongo, haría difícil que se distinguiera mucho de su cara. Sabemos que era de constitución esbelta. Solo él fue capaz de escabullirse por el conducto que llevaba al río, y así logró escapar. Pero me fascinó en particular un detalle que usted mencionó. La banda vivía junta en la miseria de la corrala de South End, todos, es decir, aparte de Keelan, que tenía el lujo de tener su propia habitación. Desde el principio me pregunté a qué se debía eso.

»La respuesta, por supuesto, es obvia, dadas todas las evidencias que acabo de exponer, y me alegra decir que me la han confirmado, y lo ha hecho la señora Caitlin O'Donaghue, que todavía vive en Sackville Street, en Dublín, donde tiene una lavandería. Es esta: en la primavera de 1865 dio a luz no a gemelos, sino a un chico y a una chica. Keelan O'Donaghue era una chica.

El silencio que siguió a esta revelación fue, en una palabra, profundo. La quietud de un día de invierno pesaba en la habitación, e incluso las llamas de la chimenea, que habían estado crepitando alegremente, parecían estar conteniendo la respiración.

—¿Una chica? —Carstairs miró a Holmes atónito, con una sonrisa meliflua asomándole a los labios—. ¿Como jefe de una banda?

—Una chica que habría tenido que ocultar su identidad para sobrevivir en tales ambientes —contestó Holmes—, y, de todas maneras, era su hermano, Rourke, el que dirigía la banda. Todas las evidencias llevan a esta conclusión. No hay alternativa.

—¿Y dónde está la chica?

—Eso es sencillo, señor Carstairs. Se ha casado con ella.

Vi que Catherine Carstairs empalidecía, pero no dijo nada. Sentado a su lado, Carstairs se quedó rígido de repente. Los dos me recordaban a las figuras de cera que había visto en la feria de Jackdaw Lane.

—¿No lo niega, señora Carstairs? —preguntó Holmes.

—¡Por supuesto que lo niego! Nunca he oído nada tan ridículo. —Se volvió hacia su esposo y, de repente, tenía lágrimas en los ojos—. No vas a permitir que me hablen de esta manera, ¿verdad, Edmund? ¡Sugerir que puedo tener alguna conexión con una odiosa banda de criminales y malhechores!

—Creo que sus palabras caen en oídos sordos, señora Carstairs —comentó Holmes.

Y era cierto. Desde el momento en el que Holmes había hecho su extraordinario descubrimiento, Carstairs había estado mirando al frente con una expresión de extraño horror que me sugirió que una pequeña parte de él debía de haber sabido la verdad o, por lo menos, la sospechaba, pero ahora, finalmente, se veía obligado a observarla cara a cara.

—Por favor, Edmund...

Ella intentó acercarse, pero él dio un respingo y se dio la vuelta.

—¿Puedo continuar? —preguntó Holmes.

Catherine Carstairs iba a hablar, pero se relajó. Sus hombros se encorvaron y fue como si le hubieran arrancado un velo de seda de la cara. De repente nos estaba mirando con una dureza y una expresión de odio que no hubiera favorecido a ninguna dama inglesa, pero que seguramente le había ayudado a sobrevivir el resto de su vida.

—Oh, sí, oh, sí —gruñó—. Ya que estamos, podemos oír el resto.

—Gracias. —Holmes asintió en su dirección, y continuó—: Después de la muerte de su hermano y la destrucción de la Banda de la Gorra, Catherine O'Donaghue, pues ese era su verdadero nombre, se encontró en una situación que le debió de parecer desesperada. Estaba sola, en América, y la buscaba la policía. Además había perdido al hermano que había estado más cerca de ella que cualquier otra persona de este planeta, a quien quería muchísimo. En lo primero que pensó fue en vengarse. Cornelius Stillman había sido lo suficientemente tonto como para presumir de sus hazañas en la prensa de Boston. Todavía disfrazada, le siguió hasta su jardín de la casa de Providence y le disparó a matar. Pero no era la única persona que se mencionaba en el anuncio. Cambiándose ahora a su origen femenino, Catherine siguió al socio más joven al Catalonia, el buque de la empresa Cunard. Está claro lo que pasaba por su mente. No tenía ningún futuro en América. Era el momento de volver con su familia a Dublín. Nadie sospecharía de ella viajando como una mujer sola, acompañada por una doncella. Se llevó con ella lo que había podido ahorrar de pasados crímenes. Y en algún punto en mitad del Atlántico se enfrentaría a Edmund Carstairs. Es bastante fácil cometer un asesinato en alta mar. Carstairs desaparecería y su venganza sería completa.

Holmes ahora se dirigió a la señora Carstairs directamente:

—Pero algo le hizo cambiar de parecer. ¿Qué fue?, me pregunto.

La mujer se encogió de hombros.

—Vi a Edmund por lo que era.

—Precisamente lo que pensaba. Aquí hay un hombre sin ninguna experiencia en el sexo opuesto, excepto una madre y una hermana que siempre le han dominado. Estaba enfermo. Tenía miedo. Qué divertido debió de ser para usted acudir en su ayuda, hacerse amiga de él y finalmente atraparle en su red. De alguna manera le convenció para que se casaran desafiando a su propia familia, y cuánto más dulce sería esta venganza que la que había planeado al principio. Estaba íntimamente unida a un hombre al que odiaba. Pero fingiría ser una esposa devota, y la farsa sería más fácil por el hecho de que escogieran dormir en habitaciones separadas; supongo que nunca le ha permitido verla desvestida. Estaba el pequeño detalle de ese tatuaje, cierto. Así que, si alguna vez iban a la playa, usted lógicamente no podría nadar.

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