Las hachas repiquetearon hasta que resonó una explosión de alegría, y la pesada cadena fue a parar al cieno, enroscada como una serpiente. La marea estaba subiendo con fuerza; el barco viraba hacia el oeste y apuntaba a la ensenada arrastrado por la avenida del mar; y allí estaba yo, mano sobre mano, sin poder hacer nada, salvo constatar que Haesten ya tenía vía libre.
Nuestros adversarios regresaban corriendo a su nave. La cadena había desaparecido bajo el agua arrastrada lentamente por el desplazamiento del barco. Sentí la mano de Rypere en un hombro; recuerdo que di un traspié en el lodo, mientras mi pie izquierdo chapoteaba en la sangre que me inundaba la bota. Eché mano de
Hálito-de-Serpiente,
y me resigné a mi suerte: nada podía hacer para evitar que Æthelflaed fuese víctima de un cautiverio aún peor.
Pensé en que doblarían el rescate exigido, y que Haesten se convertiría en un señor de la guerra, en un hombre más rico incluso de lo que hubiera podido soñar en su desenfrenada codicia. Reuniría un ejército y buscaría la destrucción de Wessex. Se proclamaría rey. Y todo gracias a aquella cadena cizallada, que desbloqueaba la desembocadura del Hothlege.
En aquel instante, pude ver a Haesten en la proa de su barco, el
Dragón errante,
el primero de los que esperaban a la entrada de la dársena. Ufano y sonriente, con cota de malla y capa, Haesten estaba erguido al pie de la cabeza de cuervo que coronaba la proa de su nave, con el casco resplandeciente a la luz del alba, empuñando su espada reluciente. Se había salido con la suya. Estaba seguro de que Æthelflaed iba a bordo de ese barco, al que seguían otras veinte embarcaciones, su flota, su gente.
Los guerreros de Sigefrid y Erik habían llegado a la ensenada; tras subir a bordo de algunas de las barcas que no habían sido pasto del fuego, atacaban ya a los barcos que formaban parte de la retaguardia de la flota de Haesten. Las llamas de los buques que aún ardían arrancaron destellos de armas y pensé que seguían muriendo hombres. Pero ya era demasiado tarde. La ensenada estaba expedita.
Sujeto sólo por la cadena de proa, el barco-esclusa se desplazaba cada vez con mayor rapidez. En pocos instantes, el estrecho canal quedaría abierto de par en par. Se hundieron los remos del barco de Haesten para resistir el flujo de la marea, y caí en la cuenta de que, en cualquier momento, tirarían de ellos con fuerza y vería con mis propios ojos cómo el ágil
Dragón errante
dejaba atrás rápidamente el barco-esclusa varado. Pondría rumbo al este, en busca de un nuevo lugar en el que acampar, a la espera de un futuro que le depararía un reino que, en otro tiempo, era conocido como Wessex.
Ninguno de nosotros abrió la boca. No sabía quiénes eran los hombres con los que había participado en aquel combate. Tampoco ellos me conocían. Nos quedamos allí de pie como extraños, desconsolados, contemplando el canal desatorado mientras el cielo se tornaba más luminoso. El sol estaba a punto de asomar por el horizonte y por el este apuntaban resplandores rojos, dorados, plateados. La luz del sol se reflejaba en las húmedas palas de los remos del barco de Haesten, mientras sus hombres los movían con fuerza hacia delante. Aquellos reflejos me cegaron un instante; a una orden de Haesten las palas se hundieron en el agua y su barco alargado comenzó a moverse.
En ese momento, caí en la cuenta de que la voz de Haesten revelaba que no las tenía todas consigo.
—¡Remad con fuerza! —gritaba.
No entendía la razón de aquel pánico. Ninguno de los barcos de Sigefrid, repletos de hombres armados y nerviosos, estaba cerca del suyo y, ante sí, se extendía el mar abierto. Pero en su voz había un deje de desesperación.
—¡Remad, remad! —chillaba, y el
Dragón errante se
dirigió aún más rápido hacia el esplendor dorado que asomaba por el este. Su cabeza de dragón, con las fauces erguidas y los dientes al descubierto, encaraba desafiante al sol naciente.
Entonces comprendí la razón del miedo de Haesten. El
Águila del mar
no andaba lejos.
Finan había tomado una decisión. Hasta pasados unos cuantos días, no me confesó que no le resultaba fácil encontrar una razón que justificase la determinación que había seguido: se había guiado por una corazonada. Como sabía que trataría de dejar libre el canal, no se le ocurrió nada mejor que llevar el
Águila del mar
hasta el Hothlege para taponar la salida, y decidió acercarse hasta allí.
—Reparé en vuestra capa —me explicó.
—¿Mi capa?
—La del rayo en la espalda, mi señor. Vi que estabais defendiendo el poste, no atacándolo.
—¿No se te pasó por la cabeza que podía haber muerto —le pregunté—, y que alguno de mis adversarios podría haberse quedado con la capa?
—No, porque reconocí a Rypere. Estaba con vos. ¿Cómo se me iba a olvidar la cara de ese hombre tan bajo y tan feo? —me dijo.
Entonces, Finan ordenó a Ralla que pusiese rumbo al canal. Habían permanecido al acecho en el extremo oriental de la Isla de los Dos Árboles, observando el sendero pantanoso y enlodado que se extendía por la orilla norte a la entrada del canal, y Ralla había aprovechado la subida de la marea, que lo había llevado hasta el Hothlege. Antes de adentrarse en el canal, ordenó que recogiesen los remos y dirigió el
Águila del mar
hasta chocar contra una de las hileras de remos del
Dragón errante.
Puse mis cinco sentidos y observé que el
Águila del mar
estaba en el centro del canal. El barco de Haesten estaba más cerca y, aunque no pude ver el rápido movimiento de los remos, sí oí el chasquido que hicieron al saltar en pedazos. Oí cómo se astillaban los remos, uno tras otro, y escuché los gritos de los hombres de Haesten al recibir el tremendo y doloroso golpe de los mangos de los remos en el pecho. Aún se oían los alaridos, cuando el
Dragón errante
se detuvo de improviso. Ralla había atorado el timón del barco de Haesten para arrastrarlo hasta la orilla cenagosa de Caninga. Pero el
Águila del mar
se detuvo bruscamente también, atrapado entre el barco varado que cerraba el canal y el
Dragón errante
que trataba de escapar. Con lo que eran tres los barcos que, en aquellos momentos, taponaban la salida.
Centelleante como el oro, el sol se alzó sobre el mar y cubrió la tierra con su luz deslumbrante. Mientras, la ensenada de Beamfleot se convertía en el escenario de una carnicería.
Haesten ordenó a sus hombres que abordasen el desmantelado
Águila del mar
y acabasen con todos los que iban a bordo. Dudo que supiera quién iba en el barco; sólo que habían frustrado sus planes. Cuando sus hombres saltaron a bordo dando alaridos, se encontraron con Finan, que los esperaba al frente de los hombres de mi guardia. Los dos muros de escudos chocaron junto a las bancadas de los remeros de proa. Hachas y lanzas, espadas y escudos. Al principio, me conformé con mirar. Oí el estruendo de los escudos al chocar, reparé en el destello de la luz del nuevo día reflejado en las espadas alzadas y también que más guerreros de Haesten saltaban a la proa del
Águila del mar.
El combate tenía lugar a la entrada de la ensenada. Más allá de los tres barcos que la ocluían, la subida de la marea arrastraba hacia atrás al resto de la flota de Haesten, en dirección a los barcos que ardían en la costa. Pero no todas las naves de Sigefrid habían ardido, y eran cada vez más las que se dirigían hacia los navíos de la retaguardia de Haesten. Allí también se trabó otro combate. Más arriba, en lo alto de la colosal colina verde que dominaba Beamfleot, la cabaña seguía ardiendo, igual que los barcos amarrados en el Hothlege. La dorada luz del nuevo día se ocultó tras columnas de humo, bajo las cuales los hombres morían, y remolinos de carbonilla caían desde el cielo como polillas.
Los hombres de Haesten que seguían en tierra, los mismos que nos habían obligado a retroceder hasta el barro y habían destrozado la cadena que sujetaba el barco-esclusa, se lanzaron al bajío con ánimo de llegar al
Dragón errante
y unirse a los que peleaban a bordo del
Águila del mar.
—¡Tras ellos! —grité.
No había razón alguna para que me siguieran los hombres de Sigefrid. No sabían quién era yo; sólo que había luchado a su lado. Pero se dieron cuenta de lo que pretendía y se sintieron inflamados por el ansia de pelear. Haesten había faltado a la palabra dada a Sigefrid; ellos eran guerreros de Sigefrid, y las huestes de Haesten debían morir.
Pero esos hombres, los mismos que habían provocado aquel enfrentamiento deshonroso, se habían olvidado de que estábamos allí. Desde el
Dragón errante,
se abalanzaban sobre el
Águila del mar,
pensando sólo en matar a sus tripulantes, que habían impedido la huida de Haesten. De modo que nadie nos paró los pies cuando subimos a bordo de la nave. Los hombres que obedecían mis órdenes eran enemigos míos, pero no lo sabían. Me siguieron a ciegas, orgullosos de servir a su señor. Atacamos desde atrás a los hombres de Haesten y, por un momento, nos convertimos en los amos de aquella carnicería. Les acribillamos con nuestras espadas por la espalda, y murieron sin saber que estaban siendo atacados. Cuando quienes aún seguían con vida se dieron media vuelta, vieron que no éramos más que un puñado de hombres frente a un centenar.
Demasiados guerreros iban a bordo de la nave de Haesten, tantos que apenas cabían en la proa del barco para participar en el combate. Pero los hombres del
Dragón errante
tuvieron que enfrentarse con sus propios enemigos: nosotros.
Los barcos son estrechos. Nuestro muro de escudos, que tan poco les había costado desbaratar en tierra, ocupaba la cubierta del
Dragón errante
de lado a lado, y las bancadas de los remeros eran otros tantos obstáculos que les impedían atacar. Se habían acercado con parsimonia, mirando de no tropezar con los bancos que les llegaban a la altura de las rodillas, pero estaban ansiosos. Tenían a Æthelflaed en sus manos, todos luchaban por un sueño, el de ser ricos, y nosotros éramos el único obstáculo que encontraban en su camino. Tendrían que matarnos. Me hice con el escudo de uno de los hombres que habíamos liquidado en el curso de nuestro primer y repentino ataque y, con Rypere a mi derecha y un desconocido a mi izquierda, me dispuse a darles la bienvenida.
Eché mano de
Hálito-de-Serpiente.
En un muro de escudos siempre era mejor recurrir a mi daga,
Aguijón-de-avispa,
pero, en aquel caso, nuestros contrincantes no podían acercarse a nosotros, que permanecíamos detrás de una de las bancadas de los remeros. La bancada no llegaba hasta el centro del barco, donde me hallaba, pero delante tenía las parihuelas del mástil, lo que me obligaba a mirar a ambos lados de la horquilla para ver por dónde me acechaba el mayor peligro. Un hombre de barba enmarañada se encaramó a la bancada que estaba delante de Rypere con intención de darle un hachazo en la cabeza; como mantenía el escudo en alto, desde abajo le ensarté con
Hálito-de-Serpiente
en la barriga, la giré, rasgué con el doble filo y el normando soltó el hacha por detrás de Rypere, gritando y retorciéndose alrededor de la hoja. No sabía si con el escudo paraba las arremetidas de un hacha o de una espada; el hombre que tenía ensartado por el vientre cayó del lado por el que me atacaban y sentí en la mano el calor de su sangre, que corría por la hoja de
Hálito-de-Serpiente.
Oí el siseo de una espada junto a mí y paré el mandoble con el escudo. El acero se esfumó dispuesto a descargar de nuevo, pero tuve tiempo de proteger con mi escudo a Rypere antes de que volviera a caer sobre nosotros. «Que esto siga así», pensé. Mientras siguieran dando mandobles contra nuestros escudos, no irían a ninguna parte. Para deshacer nuestro muro de escudos, tenían que pasar del otro lado de la bancada y enfrentarse con nosotros cara a cara. Por encima del borde de mi escudo, miré a la cara de aquellos hombres barbudos. No paraban de gritarnos. No distinguía los insultos con que nos provocaban. Sólo sabía que volverían a la carga de nuevo, y así fue. Estrellé mi escudo contra un hombre que estaba encima de la bancada que quedaba a mi izquierda y le clavé la espada en una pierna, un rasguño sin importancia, pero le enganché por la barriga con el tachón de mi escudo y le di un empellón hacia atrás. Una espada me rozó el bajo vientre pero la cota de malla resistió. Todos regresaban al barco; los hombres de las filas posteriores empujaban a los de delante hasta ponerlos al alcance de nuestras espadas; nos atacaban con tal ímpetu que nos obligaban a retroceder. Apenas me daba cuenta de que algunos de los nuestros nos cubrían las espaldas de un posible contraataque de los hombres de Haesten que habían abordado el
Águila del mar
y trataban de subir a bordo del
Dragón errante.
Dos hombres consiguieron salvar la horquilla y cargaron contra mí con sus escudos. Fue tal la fuerza del impacto que me desplazó a un lado y hacia atrás; tropecé con algo y me caí de culo al borde de una de las bancadas de los remeros. Muerto de miedo, lancé una estocada al ras del escudo y noté cómo
Hálito-de-Serpiente
traspasaba una cota de malla, cuero, piel, músculo y carne. Me llovían golpes de todas partes. Me levanté con esfuerzo, con la espada aún mordiendo la carne de aquel hombre y, por suerte, sin que ningún adversario tratara de impedírmelo. Junté mi escudo con los que estaban a mi derecha y a mi izquierda y lancé un grito desafiante, mientras tiraba y giraba la mano para liberar a
Hálito-de-Serpiente.
Un hacha vino a clavarse en el reborde superior de mi escudo y traté de deshacerme de ella; dejé caer el escudo, me libré del hacha, lo alcé de nuevo y, enarbolando mi espada, ensarté al hombre que la blandía. Corazonadas, rabia, aullidos de odio, todo me resulta confuso en estos momentos.
¿Cuánto tiempo duró aquel enfrentamiento? Nunca lo supe a ciencia cierta; lo mismo pudo haber sido un momento que una hora. Cuando los poetas cantan las batallas del pasado, pienso que no saben lo que dicen. Los combates no eran así y, desde luego, la batalla campal que se desarrolló a bordo del barco de Haesten no guardaba ninguna similitud con sus rimas. No fue un acontecimiento heroico ni digno de recordarse; no había un señor de la guerra que matase a diestro y siniestro. Era sólo pánico, un miedo espantoso. Sólo hombres cagados de miedo, que se meaban encima, que sangraban, gesticulaban y lloraban como niños a los que les han propinado unos azotes. Era una tremenda confusión de espadas por el aire, de escudos que entrechocaban, de atisbos intermitentes, de quites a la desesperada y estocadas a ciegas. Resbalábamos en la sangre, los muertos yacían con las manos crispadas y los heridos se tocaban sus espantosas y mortales heridas mientras llamaban a gritos a sus madres y las gaviotas graznaban, para mayor regocijo de los poetas que ya tenían algo que cantar. Ensalzado por ellos, sonaba a música celestial. El viento soplaba débilmente mientras subían los remolinos de la marea que inundaba la ensenada de Beamfleot, en la que flotaba la sangre derramada hasta decolorarse y se diluía en las aguas, verdosas y frías, del mar.