La caída de los gigantes (145 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Abajo, en el patio cubierto de nieve, se había reunido ya el pelotón de fusilamiento bajo la tenue luz de los primeros rayos del día. Frente a los soldados, había una docena de hombres con los ojos vendados, que tiritaban de frío a causa de la ropa fina que llevaban. Una bandera roja ondeaba sobre ellos.

Mientras Grigori miraba, los soldados levantaron los fusiles.

Grigori gritó:

—¡Paraos ahora! ¡No disparéis! —Pero su voz quedó amortiguada por la ventana, y nadie lo oyó.

Al cabo de un instante, se oyó el estruendo de unos disparos.

Los condenados cayeron al suelo. Grigori miró fijamente la escena, aterrado.

Alrededor de los cuerpos desplomados, unas manchas de sangre tiñeron la nieve; de un rojo brillante a juego con la bandera que ondeaba encima.

41

11-12 de noviembre de 1923

I

Maud durmió durante el día y se despertó a media tarde, cuando Walter volvió con los niños a casa de la catequesis dominical. Eric tenía tres años y Heike, dos; tenían un aspecto tan adorable vestidos con su mejor ropa que Maud pensó que el corazón le iba a estallar de amor.

Nunca había sentido algo como aquello. Ni tan siquiera su pasión arrebatadora por Walter había sido tan abrumadora. Los niños también le hacían sentir una mezcla de desesperación y ansiedad. ¿Sería capaz de alimentarlos y evitar que pasaran frío, y protegerlos de los disturbios y de la revolución?

Les dio pan con leche caliente para hacerlos entrar en calor, y luego empezó a prepararse para la noche. Walter y ella habían organizado una pequeña fiesta familiar para celebrar el cumpleaños del primo de Walter, Robert von Ulrich, que cumplía treinta y ocho años.

Robert no había muerto en la guerra, a pesar de los temores de sus padres, ¿o eran acaso sus esperanzas? Sea como fuere, Walter no se había convertido en el
Graf
Von Ulrich. Robert fue encerrado en un campo para prisioneros de guerra de Siberia. Cuando los bolcheviques firmaron la paz con Austria, Robert y su compañero, Jörg, tuvieron que caminar, hacer dedo y montarse en trenes de mercancías para volver a casa. Tardaron un año, pero lo consiguieron, y cuando llegaron Walter les encontró un apartamento en Berlín.

Maud se puso el delantal. En la diminuta cocina de su pequeña casa preparó una sopa con repollo, pan duro y nabos. También hizo un pastel, aunque tuvo que compensar la escasez de ingredientes con más nabos.

Había aprendido a cocinar y muchas cosas más. Una bondadosa vecina, una anciana, se apiadó de la apabullada aristócrata y le enseñó a hacer la cama, a planchar una camisa y a limpiar la bañera. Para Maud todo aquello fue un duro golpe.

Vivían en una casa de clase media, en la ciudad. No habían podido reformarla y tampoco podían permitirse los sirvientes a los que Maud estaba acostumbrada, y tenían muchos muebles de segunda mano que ella aborrecía, aunque jamás lo decía.

Habían albergado grandes esperanzas de que llegarían tiempos mejores, pero, de hecho, las cosas no habían sino empeorado: la carrera de Walter en el Ministerio de Asuntos Exteriores estaba en un punto muerto debido a su matrimonio con una inglesa; no le habría importado cambiar de trabajo, pero teniendo en cuenta el caos económico imperante podía considerarse afortunado por el mero hecho de tener empleo. Y la insatisfacción de los primeros tiempos de Maud parecía algo trivial ahora, después de cuatro años de pobreza. Los remiendos de la tapicería eran las cicatrices de los juegos de los niños, las ventanas rotas se tapaban con cartón y la pintura se descascarillaba por todas partes.

Sin embargo, Maud no se arrepentía de nada. Podía besar a Walter siempre que quería, meterle la lengua en la boca, desabrocharle los pantalones y hacer el amor con él en la cama, en el sofá o incluso en el suelo, lo que compensaba todo lo demás.

Los padres de Walter acudieron a la fiesta y llevaron medio jamón y dos botellas de vino. Otto había perdido su finca familiar, Zumwald, que ahora pertenecía a Polonia. Sus ahorros habían quedado en nada por culpa de la inflación. Sin embargo, cultivaba patatas en el gran jardín de su casa de Berlín y aún le quedaba mucho vino de antes de la guerra.

—¿Cómo ha logrado encontrar jamón? —preguntó Walter con incredulidad. Por lo general aquellos lujos solo podían comprarse con dólares estadounidenses.

—Lo he cambiado por una botella de champán añejo —respondió Otto.

Los abuelos pusieron a dormir a sus nietos. Otto les contó un cuento popular. Por lo que pudo oír Maud, trataba sobre una reina que ordenó decapitar a su hermano. Se estremeció, pero no metió baza. Luego Susanne les cantó nanas con su voz aflautada y los niños se quedaron dormidos, sin que, al parecer, les afectara el sangriento relato de su abuelo.

Robert y Jörg llegaron, luciendo unas corbatas rojas idénticas. Otto los saludó efusivamente. Parecía desconocer la verdadera naturaleza de su relación y, por lo visto, creía que Jörg no era más que el compañero de piso de su sobrino. De hecho, así era como se comportaban ambos cuando se encontraban en presencia de gente mayor. Maud creía que Susanne sospechaba la verdad. Era más difícil engañar a las mujeres que, por suerte, tenían una mentalidad más abierta.

Robert y Jörg podían ser muy diferentes cuando gozaban de compañía más liberal. En las fiestas que organizaban en su casa no ocultaban su amor. Muchos de sus amigos eran iguales. Al principio Maud se sorprendió: nunca había visto besarse a dos hombres, que alabaran la ropa del otro y que coquetearan como colegialas. Pero tal comportamiento ya no era tabú, al menos en Berlín. Y Maud había leído
Sodoma y Gomorra
, de Proust, que parecía sugerir que aquel tipo de comportamiento siempre había existido.

Sin embargo, esa noche Robert y Jörg hicieron gala de su mejor comportamiento. Durante la cena todo el mundo habló de lo que estaba sucediendo en Baviera. El jueves, una asociación de grupos paramilitares llamada Kampfbund había declarado una revolución nacional en una cervecería de Munich.

Últimamente a Maud le resultaba casi imposible leer las noticias. Los trabajadores se declaraban en huelga, de modo que grupos de matones de derechas se dedicaban a darles palizas. Las amas de casa organizaban marchas para protestar contra la escasez de provisiones, y sus protestas degeneraban en disturbios para conseguir comida. En Alemania todo el mundo estaba furioso por culpa del Tratado de Versalles y, sin embargo, el gobierno socialdemócrata lo había aceptado sin restricciones. La gente creía que las reparaciones estaban paralizando la economía, a pesar de que Alemania solo había pagado una pequeña parte de la cantidad estipulada y, obviamente, no tenía la menor intención de liquidar toda la deuda.

El golpe de Estado de la cervecería de Munich había exaltado a todo el mundo. El héroe de guerra Erich Ludendorff era el partidario más prominente. Las autodenominadas tropas de asalto, con sus camisas pardas, y los estudiantes de la Escuela de Oficiales de Infantería se habían hecho con el control de los principales edificios. Los concejales de la ciudad habían sido tomados rehenes, y los judíos más prominentes, detenidos.

El viernes, el gobierno legítimo contraatacó. Cuatro policías y dieciséis paramilitares murieron. A juzgar por las noticias que habían llegado a Berlín, Maud no podía saber si la insurrección se había acabado o no. Si los extremistas tomaban el control de Baviera, ¿se harían con el poder en el resto del país?

Aquella situación enfureció a Walter.

—Tenemos un gobierno elegido democráticamente —dijo—. ¿Por qué la gente no puede dejar que haga su trabajo?

—Nuestro gobierno nos ha traicionado —espetó su padre.

—Esa es su opinión. ¿Y qué? ¡En Estados Unidos, cuando los republicanos ganaron las últimas elecciones, los demócratas no se amotinaron!

—En Estados Unidos los bolcheviques y los judíos no están subvirtiendo el país.

—Si le preocupan los bolcheviques, dígale a la gente que no los vote. ¿Y a qué viene esta obsesión con los judíos?

—Son una influencia perniciosa.

—Hay judíos en Gran Bretaña. Padre, ¿no recuerda que, en Londres, lord Rothschild hizo todo lo posible para evitar la guerra? Hay judíos en Francia, en Rusia, en América. Y no están conspirando para traicionar a sus gobiernos. ¿Qué le hace pensar que los nuestros son especialmente malvados? La mayoría de ellos solo quiere ganar dinero para alimentar a sus familias y enviar a sus hijos a escuela, como todo el mundo.

Robert decidió intervenir, lo que sorprendió a Maud.

—Estoy de acuerdo con el tío Otto —dijo—. La democracia se está debilitando. Alemania necesita un liderazgo sólido. Jörg y yo nos hemos unido a los nacionalsocialistas.

—¡Oh, Robert, por el amor de Dios! —exclamó Walter, indignado—. ¿Cómo se te ha ocurrido?

Maud se puso en pie.

—¿Alguien quiere un pedazo de tarta de cumpleaños? —preguntó con alegría.

II

Maud se fue de la fiesta a las nueve para ir a trabajar.

—¿Dónde está tu uniforme? —preguntó su suegra mientras se despedía. Susanne creía que trabajaba de enfermera para un caballero anciano y rico.

—Lo tengo en el trabajo y me cambio cuando llego —respondió Maud.

De hecho, tocaba el piano en un club nocturno llamado Nachtleben. Sin embargo, era cierto que dejaba el uniforme en su lugar de trabajo.

Tenía que ganar dinero y nunca le habían enseñado demasiado, salvo a vestirse elegante y asistir a fiestas. Había recibido una pequeña herencia de su padre, pero la había convertido en marcos cuando se trasladó a Alemania y ya no valía nada. Fitz se negó a concederle una asignación porque aún estaba furioso con ella por casarse sin su permiso. El sueldo de Walter en el Ministerio de Asuntos Exteriores subía cada mes, pero nunca al ritmo de la inflación. Para compensar todo aquello, en parte, la renta que pagaban por su casa era insignificante, y el casero ya no se molestaba en cobrársela. Pero tenían que comprar comida.

Maud llegó al club a las nueve y media. Lo habían decorado y amueblado recientemente, y tenía un buen aspecto incluso con las luces encendidas. Los camareros sacaban brillo a los vasos, el barman picaba hielo y un ciego afinaba el piano. Maud se puso un vestido de noche escotado, joyas falsas, y se maquilló con una espesa capa de polvos, lápiz de ojos y pintalabios. Estaba al piano cuando el local abrió a las diez.

Se llenó enseguida de hombres y mujeres vestidos con trajes de noche, que bailaban y fumaban. Pedían cócteles de champán y esnifaban cocaína, con discreción. A pesar de la pobreza y de la inflación, la vida nocturna de Berlín era muy agitada. Aquella gente no tenía problemas de dinero. O bien recibía ingresos del extranjero, o tenía algo mejor que el dinero: reservas de carbón, un matadero, un almacén de tabaco o, lo mejor de todo, oro.

Maud formaba parte de un grupo femenino que tocaba un nuevo tipo de música que se llamaba jazz. De haberlas visto, Fitz se habría horrorizado, pero a ella le gustaba el trabajo. Siempre se había rebelado contra las restricciones de su educación. Repetir las mismas melodías todas las noches podía resultar tedioso, pero a pesar de ello la ayudaba a liberar algo que reprimía en su interior. Se contoneaba en el taburete de su piano y lanzaba miradas coquetas a los clientes.

A medianoche llegaba su actuación en solitario: cantaba y tocaba temas popularizados por cantantes negras como Alberta Hunter, que había aprendido gracias a los discos americanos que sonaban en un gramófono del dueño del Nachtleben. La anunciaban como Mississippi Maud.

Entre canción y canción, un cliente se acercó al piano y le pidió:

—¿Te importaría tocar «Downhearted Blues», por favor?

Conocía la canción, un gran éxito de Bessie Smith. Empezó a tocar los acordes de blues en
mi
bemol.

—Podría —dijo ella—. ¿A cambio de qué?

El hombre le dio un billete de mil millones de marcos.

Maud se rió.

—Con eso no paga ni el primer acorde —le dijo—. ¿No tiene moneda extranjera?

Le dio un billete de un dólar.

Maud cogió el dinero, se lo metió en la manga y tocó «Downhearted Blues».

Sintió un arrebato de alegría por tener un dólar, que equivalía a un billón de marcos. Aun así, no la abandonó del todo el sentimiento de tristeza, que había hecho mella en su corazón. Era un logro remarcable que una mujer de sus orígenes hubiera aprendido a sonsacar propinas, pero el proceso era degradante.

Después de su actuación, la abordó el mismo cliente, mientras se dirigía al camerino. Le puso una mano en la cadera y le preguntó:

—¿Te gustaría desayunar conmigo, cielo?

La mayoría de las noches la manoseaban, a pesar de que a sus treinta y tres años era una de las mujeres mayores del club: había muchas chicas de diecinueve y veinte años. Cuando sucedía eso, no se les permitía montar un escándalo. Se suponía que debían poner la mejor de sus sonrisas, apartar la mano del caballero con delicadeza, y decir: «Esta noche no, señor». Pero en ocasiones esa respuesta no era lo bastante desalentadora, y las demás chicas le habían enseñado una réplica más efectiva:

—Tengo unos insectos pequeños en el vello púbico —le dijo—. ¿Cree que es algo que debería preocuparme?

El hombre desapareció.

Después de llevar cuatro años en el país, Maud hablaba alemán con fluidez, y gracias al trabajo en el club también había aprendido las palabras más vulgares.

El Nachtleben cerró a las cuatro de la madrugada. Maud se desmaquilló y se puso la ropa de calle. Fue a la cocina y pidió unos granos de café. Un cocinero al que le gustaba le metió unos cuantos en un cucurucho de papel.

Los músicos cobraban en efectivo cada noche. Todas las chicas llevaban unos grandes bolsos para guardar los fajos de billetes.

Cuando salía, Maud cogió un periódico que había dejado un cliente. A Walter le gustaba leerlo y no podían permitirse el lujo de comprar la prensa.

Salió del club y fue directamente a la panadería. Era peligroso conservar el dinero mucho tiempo: corría el riesgo de que al día siguiente no pudiera comprar ni una hogaza de pan con el sueldo. Ya había varias mujeres esperando frente a la tienda, pasando frío. A las cinco y media el panadero abrió la puerta y escribió los precios con tiza en una pizarra. Aquel día una hogaza de pan costaba 127.000 millones de marcos.

Maud compró cuatro hogazas. No se lo comerían todo en un día, pero no importaba. El pan duro se podía utilizar para espesar sopas: los billetes, no.

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