La caída de los gigantes (142 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Lev se dio cuenta de que no era el primero que había tenido aquella brillante idea.

Pagó al hombre y cargaron el whisky en la camioneta Mack.

Al día siguiente, Lev regresó a Buffalo.

III

Lev aparcó la camioneta llena de whisky en la calle, frente a la casa Vyalov. La tarde invernal daba paso al anochecer. No había coches en la entrada. Esperó un rato, en tensión, a la expectativa, listo para huir, pero no vio actividad.

Con los nervios a flor de piel, bajó de la camioneta, se dirigió a la puerta principal y entró utilizando su llave.

La casa estaba casi en silencio. Podía oír la voz de Daisy arriba y los murmullos de Polina. No se oía nada más.

Se deslizó con rapidez sobre la gruesa moqueta, cruzó el vestíbulo y echó un vistazo en el salón. Todas las mesas estaban pegadas a la pared. En el centro había una tarima cubierta con seda negra, sobre la que descansaba un ataúd de caoba negra pulida, con agarraderas de latón reluciente. En el féretro reposaba el cadáver de Josef Vyalov. La muerte había suavizado las duras facciones del hombre, y parecía inofensivo.

Olga estaba sentada a solas junto al cuerpo. Llevaba un vestido negro. Se encontraba de espaldas a la puerta.

Lev entró en el salón.

—Hola, Olga —dijo en voz baja.

Su mujer abrió la boca para gritar, pero él se la tapó con una mano para evitarlo.

—No hay nada de lo que preocuparse —le dijo—. Solo quiero hablar. —Lentamente, apartó la mano.

No gritó.

Lev se relajó un poco. Había salvado el primer obstáculo.

—¡Mataste a mi padre! —exclamó, enfadada—. ¿De qué quieres hablar?

Lev respiró hondo. Tenía que manejar la situación de forma adecuada. No podía valerse únicamente de su encanto. Tendría que utilizar también el cerebro.

—Del futuro —dijo, en voz baja y con un tono íntimo—. Del tuyo, el mío y el de la pequeña Daisy. Estoy en problemas, lo sé… Pero tú también.

Ella no quería escucharlo.

—Yo no tengo ningún problema. —Se volvió y miró hacia el cuerpo.

Lev acercó una silla y se sentó a su lado.

—El negocio que has heredado está condenado. Se viene abajo, apenas tiene valor.

—¡Mi padre era muy rico! —dijo, indignada.

—Era propietario de bares, hoteles y un negocio de venta de bebidas alcohólicas al por mayor. Todos pierden dinero, y solo hace dos semanas que ha entrado en vigor la Ley Seca. Tuvo que cerrar cinco bares. Dentro de poco no quedará nada. —Lev dudó y, entonces, recurrió al argumento más fuerte que tenía—: No puedes pensar solo en ti. Debes tener en cuenta cómo vas a criar a Daisy.

Aquello pareció desconcertarla.

—¿El negocio se va a pique de verdad?

—Ya oíste lo que me dijo tu padre durante el desayuno, antes de ayer.

—No lo recuerdo bien.

—Bueno, pues no te fíes solo de mi palabra, por favor. Compruébalo tú misma. Pregúntaselo a Norman Niall, el contable. Pregúntaselo a quien quieras.

Olga lo miró gravemente y decidió tomárselo en serio.

—¿Por qué has venido a decirme esto?

—Porque se me ha ocurrido un modo de salvar el negocio.

—¿Cómo?

—Importando alcohol de Canadá.

—Eso es ilegal.

—Sí. Pero es tu única esperanza. Sin bebida, no tienes negocio.

Olga negó con la cabeza.

—Puedo cuidar de mí misma.

—Por supuesto —dijo él—. Puedes vender esta casa por una buena cifra, invertir los beneficios y trasladarte a un pequeño apartamento con tu madre. Seguramente te quedaría una herencia que os permitiría seguir adelante, a Daisy y a ti, durante unos años, aunque deberías meditar sobre la posibilidad de buscar trabajo…

—¡No puedo trabajar! —replicó ella—. Nunca me he preparado para realizar ningún oficio. ¿Qué podría hacer?

—Oh, pues mira, podrías trabajar de dependienta en unos grandes almacenes, o en una fábrica…

Lev no hablaba en serio, y Olga lo sabía.

—No digas tonterías —le espetó.

—Entonces, solo te queda una opción. —Estiró un brazo para tocarla.

Ella se apartó.

—¿Por qué te importa lo que me ocurra?

—Porque eres mi esposa.

Olga lo miró, extrañada.

Lev puso su cara más sincera.

—Sé que no te he tratado bien, pero antes nos queríamos.

Olga soltó un gruñido de desdén.

—Y tenemos una hija de la que preocuparnos.

—Pero vas a ir a la cárcel.

—A menos que digas la verdad.

—¿A qué te refieres?

—Olga, viste lo que ocurrió. Tu padre me atacó. Mírame la cara: tengo un ojo morado que lo demuestra. Tuve que defenderme. Debía de tener problemas de corazón. Quizá ya llevaba un tiempo enfermo, lo que explicaría por qué no logró preparar los negocios para la Ley Seca. De todos modos, murió a causa del esfuerzo que hizo para agredirme, no por los golpes que le di en defensa propia. Lo único que debes hacer es contarle la verdad a la policía.

—Ya les he dicho que lo mataste.

Lev se animó: estaba progresando.

—No pasa nada —la tranquilizó—. Cuando declaraste estabas muy alterada, afectada por el dolor. Ahora que estás más calmada, te has dado cuenta de que la muerte de tu padre fue un horrible accidente, causado por su mal estado de salud y su arrebato de ira.

—¿Me creerán?

—Un jurado sí. Pero si contrato a un buen abogado ni tan siquiera habrá juicio. ¿Cómo va a haberlo si el único testigo jura que no fue homicidio?

—No lo sé. —Cambió de tema—: ¿Cómo vas a vender el alcohol?

—Es fácil. No te preocupes de ello.

Se volvió para mirarlo a la cara.

—No te creo. Solo lo dices para que cambie la declaración.

—Ponte el abrigo y te enseñaré una cosa.

Era un momento tenso. Si lo acompañaba, la tenía en el bote.

Al cabo de un instante Olga se puso en pie.

Lev reprimió una sonrisa triunfal.

Salieron del salón. Ya en la calle, abrió las puertas traseras de la camioneta.

Olga permaneció en silencio durante un buen rato. Entonces dijo:

—¿Canadian Club? —Lev se dio cuenta de que su tono había cambiado. Era más realista. La consternación quedó en segundo plano.

—Cien cajas. Las he comprado a tres dólares la botella. Aquí puedo sacar diez… más aún si lo servimos directamente en tus bares.

—Tengo que pensarlo.

Era una buena señal. Estaba dispuesta a aceptar, pero no quería precipitarse.

—Lo entiendo, pero no hay tiempo —dijo Lev—. Me busca la policía, tengo una camioneta llena de whisky ilegal y debo saber tu decisión de inmediato. Siento presionarte, pero ya ves que no tengo elección.

Olga asintió, pensativa, pero no dijo nada.

—Si me dices que no —prosiguió Lev—, venderé el whisky, ganaré dinero y desapareceré. Entonces, estarás sola. Te deseo buena suerte y me despido de ti para siempre, sin resentimientos. Lo entendería.

—¿Y si digo que sí?

—Iremos a la policía de inmediato.

Hubo un largo silencio.

Al final, Olga asintió.

—De acuerdo.

Lev apartó la mirada para que no le viera el rostro. «Lo has logrado —dijo para sí—. Te has sentado con ella en la sala donde se encuentra el cuerpo de su padre, y la has recuperado.»

«Perro.»

IV

—Tengo que ponerme un sombrero —dijo Olga—. Y tú necesitas una camisa limpia. Debemos causar buena impresión.

Era fantástico. Se había puesto de su lado.

Regresaron a la casa y se prepararon. Mientras la esperaba, Lev llamó al
Buffalo Advertiser
y pidió por Peter Hoyle, el director. Una secretaria le preguntó el motivo de su llamada.

—Dígale que soy el hombre a quien buscan por el asesinato de Josef Vyalov.

Al cabo de un instante, una voz gritó:

—Aquí Hoyle. ¿Quién es usted?

—Lev Peshkov, el yerno de Vyalov.

—¿Dónde está?

Lev no hizo caso de la pregunta.

—Si envía a un periodista a los escalones de la comisaría central de policía dentro de media hora, haré una declaración para su periódico.

—Ahí estaremos.

—¿Señor Hoyle?

—¿Sí?

—Envíe también a un fotógrafo. —Colgó.

Olga y Lev se sentaron en la parte delantera de la camioneta, que estaba descubierta, y se dirigieron al almacén que Josef tenía junto al río. Había cajas de cigarrillos amontonadas en las paredes. En el despacho situado al fondo, encontraron a Norman Niall, el contable de Vyalov, y al grupo habitual de matones. Lev sabía que Norman era muy poco honrado pero puntilloso. El hombre estaba sentado en la silla, tras el escritorio de su difunto jefe.

Todos se sorprendieron al ver a Lev y a Olga.

—Olga ha heredado el negocio. A partir de ahora, lo dirigiré yo —dijo Lev.

Norman no se levantó de la silla.

—Eso ya lo veremos —replicó.

Lev lo fulminó con la mirada y no abrió la boca.

—El testamento debe ser validado —añadió.

Lev negó con la cabeza.

—Si esperamos a que se lleven a cabo los formalismos, no quedará nada del negocio. —Señaló a uno de los matones—. Ilya, sal ahí fuera, echa un vistazo a la camioneta y dile a Norm lo que hayas visto.

Ilya obedeció. Lev dio la vuelta al escritorio y se quedó junto a Norman. Esperaron en silencio hasta que volvió el matón.

—Cien cajas de Canadian Club. —Puso una botella sobre la mesa—. Podemos probarlo, a ver si es del de verdad.

—Voy a dirigir el negocio y a importar alcohol de Canadá. La Ley Seca es la mayor oportunidad de negocio de la historia. La gente pagará lo que sea por un trago. Vamos a ganar una fortuna. Levántate de la silla, Norm.

—Ni hablar, muchacho —replicó el contable.

Lev sacó la pistola con un gesto rápido y golpeó a Norman en ambos pómulos. El hombre gritó. Lev apuntó a los matones como quien no quiere la cosa.

Olga no gritó, lo cual dijo mucho en su favor.

—Eres un imbécil —le dijo Lev a Norman—. Maté a Josef Vyalov, ¿crees que tengo miedo de un puto contable?

Norman se puso en pie y salió del despacho apresuradamente, con una mano en la boca ensangrentada.

Lev se volvió hacia los demás hombres, sin bajar el arma, y espetó:

—Todo aquel que no quiera trabajar para mí puede irse ahora; sin rencor.

Nadie se movió.

—Bien —dijo Lev—. Porque lo del rencor era mentira. —Señaló a Ilya—. Ven con la señora Peshkov y conmigo. Conducirás tú. Los demás, descargad la camioneta.

Ilya los llevó al centro con el Hudson azul.

Lev tenía la sensación de que tal vez había cometido un error. No debería haber dicho «Maté a Josef Vyalov» delante de Olga. Aún estaba a tiempo de cambiar de opinión. Si hacía alguna referencia al respecto, le diría que no hablaba en serio, que solo lo dijo para asustar a Norm. Sin embargo, Olga no sacó el tema.

Frente a la comisaría de policía, dos hombres con abrigo y sombrero los esperaban junto a una gran cámara sobre un trípode.

Olga y Lev salieron del coche.

Lev le dijo al periodista:

—La muerte de Josef Vyalov es una tragedia para nosotros, su familia, y para la ciudad. —El hombre tomó nota en una libreta—. He venido a darle a la policía mi versión de lo sucedido. Mi esposa, Olga, la única persona presente cuando su padre se desplomó, va a testificar que soy inocente. La autopsia demostrará que mi suegro falleció de un ataque al corazón. Mi mujer y yo queremos continuar expandiendo el gran negocio que Josef Vyalov empezó aquí en Buffalo. Gracias.

—Miren a la cámara, por favor —dijo el fotógrafo.

Lev abrazó a Olga, la atrajo hacia sí y miró a la cámara.

—¿A qué se debe ese ojo morado? —preguntó el periodista.

—¿Esto? —dijo Lev, que se señaló el ojo—. Eso es otra historia, diablos. —Puso su sonrisa más encantadora, y el fogonazo de magnesio del fotógrafo los cegó.

40

Febrero-diciembre de 1920

I

La prisión militar de Aldershot era un lugar desolador, pensó Billy, pero era mejor que Siberia. Aldershot era una ciudad militar situada a sesenta kilómetros al sudoeste de Londres. La cárcel era un edificio moderno con galerías de tres pisos, llenos de celdas, alrededor del atrio. Estaba muy bien iluminado gracias a un techo de cristal, que le dio su apodo de «El invernadero». Gracias a las tuberías de la calefacción y a la iluminación de gas era un lugar más cómodo que la mayoría de los sitios en los que había dormido Billy durante los últimos cuatro años.

Aun así, no dejaba de ser un edificio inhóspito. Hacía más de un año que había finalizado la guerra y, sin embargo, aún estaba en el ejército. La mayor parte de sus amigos lo habían dejado, ganaban un buen sueldo e iban al cine con chicas. Billy todavía llevaba el uniforme y tenía que hacer el saludo militar, dormía en una cama del ejército y se alimentaba de comida del ejército. Trabajaba todo el día haciendo esteras, que era la principal actividad de la prisión. Lo peor de todo era que nunca podía ver a una mujer. En algún lugar ahí fuera, Mildred lo estaba esperando, probablemente. Todo el mundo conocía la historia de algún soldado que había vuelto a casa y había descubierto que su mujer o su novia se había largado con otro hombre.

No podía comunicarse con Mildred ni con nadie del exterior. Normalmente los presos —o «soldados condenados», esa era su denominación oficial— podían enviar y recibir correspondencia, pero Billy era un caso especial. Puesto que lo habían condenado por revelar secretos del ejército en sus cartas, su correo era confiscado por las autoridades. Aquello formaba parte de la venganza del ejército. Obviamente ya no podía revelar ningún secreto. ¿Qué demonios iba a contarle a su hermana? «La patata hervida siempre está un poco cruda.»

¿Sabían sus padres y su abuelo que lo habían sometido a un consejo de guerra? Los familiares más cercanos del soldado debían ser informados, pensó, pero no estaba seguro y nadie respondía a sus preguntas. De todos modos, lo más probable era que Tommy Griffiths se lo hubiera contado. Esperaba que Ethel les hubiera explicado lo que había hecho en realidad.

No recibía visitas. Sospechaba que su familia ni tan siquiera sabía que había vuelto de Rusia. Le habría gustado recurrir la prohibición de recibir correo, pero no tenía forma alguna de ponerse en contacto con un abogado, ni dinero para pagarlo. Su único consuelo era una vaga sensación de que aquella situación no podía prolongarse de manera indefinida.

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