Read La bruja de Portobello Online
Authors: Paulo Coelho
Era el primer día de clase; la gente era nueva, nadie sabía nada de sus compañeros. Pero aquella chica se levantó, cogió a la otra por el cuello y empezó a gritar como una loca:
—¡Racista!
Vi la mirada aterrorizada de la chica, la mirada excitada de los otros estudiantes, sedientos de ver lo que iba a pasar. Como le llevaba un año a aquella gente, pude prever inmediatamente las consecuencias: despacho del rector, quejas, posibilidad de expulsión, investigación policial sobre racismo, etc. Todos tenían algo que perder.
—¡Cállate! —grité sin saber lo que decía.
No conocía a ninguna de las dos. No soy el salvador del mundo y, sinceramente, una pelea de vez en cuando es estimulante para los jóvenes. Pero el grito y la reacción fueron más fuertes que yo.
—¡Ya basta! —le grité de nuevo a la chica bonita, que agarraba a la otra, también bonita, por el cuello.
Me miró y me fulminó con los ojos. Y de repente, algo cambió. Ella sonrió, aunque todavía tuviera sus manos en la garganta de su compañera.
—Has olvidado decir por favor.
Todo el mundo se rió.
—Para —le pedí—. Por favor.
Ella soltó a la chica y echó a caminar hacia mí. Todas las cabezas acompañaron su movimiento.
—Tienes educación. ¿Tienes también un cigarrillo?
Le ofrecí la cajetilla y nos fuimos a fumar al campus. Había pasado de la rabia completa a la relajación total, y minutos después se estaba riendo, hablando del tiempo, preguntándome si me gustaba este o aquel grupo de música. Oí la sirena que llamaba a clase y, solemnemente, ignoré aquello para lo que había sido educado toda mi vida: mantener la disciplina. Seguí allí charlando, como si la universidad ya no existiese, ni las peleas, ni la cafetería, ni el viento, ni el frío, ni el sol. Sólo existía aquella mujer de ojos grises, que decía cosas poco interesantes e inútiles, capaces de dejarme allí el resto de mi vida.
Dos horas después estábamos comiendo juntos. Siete horas después estábamos en un bar, cenando y bebiendo lo que nuestro presupuesto nos permitía comer y beber. Las conversaciones se fueron haciendo cada vez más profundas, y al poco tiempo yo ya sabía prácticamente toda su vida: Athena contaba detalles de su infancia, de su adolescencia, sin que yo le hiciese ninguna pregunta. Más tarde supe que ella era así con todo el mundo; sin embargo, aquel día, me sentí el más especial de todos los hombres sobre la faz de la tierra.
Había llegado a Londres como refugiada de la guerra civil que había estallado en el Líbano. Su padre, un cristiano maronita
[4]
, había sido amenazado de muerte por trabajar con el gobierno, y aun así no se decidía a exiliarse, hasta que Athena oyó a escondidas una conversación telefónica, decidió que era hora de crecer, de asumir sus responsabilidades de hija, y de proteger a aquellos que tanto amaba.
Ensayó una especie de danza, fingió que estaba en trance (había aprendido todo aquello en el colegio, cuando estudiaba la vida de los santos), y empezó a decir cosas. No sé cómo una niña puede hacer que los adultos tomen decisiones basadas en sus comentarios, pero Athena afirmó que había sido exactamente así, su padre era supersticioso, estaba absolutamente convencida de que había salvado la vida de su familia.
Llegaron aquí como refugiados, pero no como mendigos. La comunidad libanesa está dispersa por todo el mundo, su padre encontró en seguida la manera de restablecer sus negocios, y la vida siguió. Athena pudo estudiar en buenos colegios, dio clases de baile —que era su pasión— y escogió la Facultad de Ingeniería en cuanto terminó sus estudios secundarios.
Ya en Londres, sus padres la invitaron a cenar en uno de los restaurantes más caros de la ciudad, y le contaron, lo más delicadamente posible, que era adoptada. Ella fingió sorpresa, los abrazó, y les dijo que nada iba a cambiar la relación que había entre ellos.
Pero, en realidad, algún amigo de la familia, en un momento de odio, ya le había dicho «huérfana ingrata, ni siquiera eres hija natural, y no sabes cómo comportarte». Ella le lanzó un cenicero que le dio en la cara, lloró a escondidas durante dos días, pero pronto lo asumió. A ese pariente le quedó una cicatriz en la cara que no podía explicarle a nadie, y empezó a decir que lo habían agredido unos asaltantes en la calle.
La invité a salir al día siguiente. De manera absolutamente directa, me dijo que era virgen, que iba a misa todos los domingos, y que no le interesaban los romances; le interesaba mucho más leer todo lo que podía sobre la situación en Oriente Medio.
En fin, estaba ocupada. Ocupadísima.
—La gente cree que el único sueño de una mujer es casarse y tener hijos. Y, por todo lo que te he contado, debes creer que he sufrido mucho en la vida. No es verdad, y ya me conozco esa historia, ya se me han acercado otros hombres con la excusa de «protegerme» de las tragedias.
»Olvidan que, desde la Grecia más antigua, la gente que regresaba de los combates o bien venía muerta sobre su escudo, o los más fuertes, sobre sus cicatrices. Mejor así: estoy en el campo de batalla desde que nací, sigo viva, y no necesito que nadie me proteja.
Hizo una pausa.
—¿Ves cómo soy culta?
—Muy culta, pero cuando atacas a alguien más débil que tú, estás insinuando que realmente necesitas protección. Podrías haber arruinado tu carrera universitaria en aquel momento.
—Tienes razón. Acepto la invitación.
A partir de ese día empezamos a salir con regularidad, y cuanto más cerca estaba de ella, más descubría mi propia luz. Porque me estimulaba para dar siempre lo mejor de mí mismo. Jamás había leído ningún libro de magia ni de esoterismo: decía que eran cosas del demonio, que la única salvación estaba en Jesús y punto. De vez en cuando, insinuaba cosas que no parecían estar de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia:
—Cristo estaba rodeado de mendigos, prostitutas, recaudadores de impuestos, pescadores. Creo que con eso quería decir que la chispa divina está en el alma de todos, que jamás se extingue. Cuando me quedo quieta, o cuando estoy muy alterada, siento que vibro con el universo entero. Y empiezo a conocer cosas que no conozco, como si fuese el propio Dios el que guía mis pasos. Hay momentos en los que siento que todo me está siendo revelado.
Y luego se corregía:
—Es un error.
Athena vivía siempre entre dos mundos: el que sentía como verdadero y el que le era enseñado a través de su fe.
Un día, después de casi un semestre de ecuaciones, cálculos y estudios de estructura, dijo que iba a abandonar la facultad.
—¡Pero no me lo habías comentado!
—Tenía miedo incluso de hablar de este asunto conmigo misma. Sin embargo, hoy he ido a la peluquería; la peluquera trabajó noche y día para que su hija pudiese acabar la carrera de sociología. Su hija logró acabar la facultad, y después de llamar a muchas puertas, consiguió un empleo como secretaria de una firma de cemento. Aun así, mi peluquera repetía hoy, muy orgullosa: «Mi hija tiene un título».
La mayoría de los amigos de mis padres, y de los hijos de los amigos de mis padres, tienen un título. Eso no significa que hayan conseguido trabajar en lo que querían. Todo lo contrario, entraron y salieron de la universidad porque alguien, en una época en la que las universidades parecen importantes, dijo que una persona, para mejorar en la vida, necesitaba tener un título. Y el mundo deja de tener excelentes jardineros, panaderos, anticuarios, albañiles, escritores.
Le pedí que lo pensase un poco más, antes de tomar una decisión tan radical. Pero ella citó los versos de Robert Frost:
“En un bosque se bifurcaron dos caminos y yo…, yo tomé el menos transitado. Esto marcó toda la diferencia.”
Al día siguiente, no apareció por clase. Cuando volví a verla le pregunté qué iba a hacer.
—Casarme. Y tener un hijo.
No era un ultimátum. Yo tenía veinte años, ella diecinueve, y pensaba que todavía era muy pronto para cualquier compromiso de esa naturaleza.
Pero Athena hablaba muy en serio. Y yo tenía que escoger entre perder la única cosa que realmente ocupaba mi pensamiento —el amor por aquella mujer— o perder mi libertad y todas las posibilidades que el futuro me prometía.
Honestamente, la decisión no me resultó ni un poquito difícil.
laro que me quedé muy sorprendido cuando aquella pareja, demasiado joven, vino a la iglesia para que organizásemos la ceremonia. Yo conocía poco a Lukás Jessen-Petersen, y aquel mismo día me enteré que su familia, de una oscura nobleza de Dinamarca, se oponía frontalmente a la unión. No sólo al matrimonio, sino también a la Iglesia.
Su padre, basándose en argumentos científicos relativamente incontestables, decía que la Biblia, en la que se basaba toda la religión, en realidad no era un libro, sino un conjunto de 66 manuscritos diferentes de los que no se conoce ni el verdadero nombre, ni la identidad del autor; entre el primer y el último libro pasaron casi mil años, y que incluso fue escrito después de que Colón descubrió América. Y que ningún ser vivo en todo el planeta —desde los monos a los pájaros— necesita diez mandamientos para saber cómo comportarse. Lo más importante es que sigan las leyes de la naturaleza, y el mundo estará en armonía.
Claro que leo la Biblia. Claro que sé algo de su historia. Pero los seres humanos que la escribieron fueron instrumentos del Poder Divino, y Jesús forjó una alianza mucho más fuerte que los diez mandamientos: el amor. Los pájaros, los monos, o cualquier criatura de Dios de la que hablemos, obedecen a sus instintos y siguen sólo aquello que está programado. En el caso del ser humano, las cosas son más complicadas, porque conoce el amor y sus trampas.
Bueno. Ya estoy soltando un sermón cuando en realidad debería estar hablando de mi encuentro con Athena y Lukás. Mientras hablaba con el chico —y digo hablar, porque no pertenecemos a la misma fe, y por tanto no estoy sometido al secreto de confesión—, supe que, además del anticlericalismo que reinaba en su casa, había un gran recelo por el hecho de que Athena fuera extranjera. Quise pedirle que recordase por lo menos una cita de la Biblia, que no contiene ninguna alusión a la fe, sino un consejo:
No abominarás al idumeo, porque es tu hermano; tampoco al egipcio tendrás por abominable, porque extranjero fuiste en su tierra.
Perdón. Otra vez empiezo a citar la Biblia, pero prometo que me voy a controlar a partir de ahora. Después de la conversación con el chico, pasé por lo menos dos horas con Sherine, o Athena, como ella prefería que la llamasen.
Athena siempre me intrigó. Desde que empezó a frecuentar la iglesia, me parecía que tenía un proyecto muy claro en mente: convertirse en santa. Me dijo que, aunque su novio no lo supiese, poco antes de que estallase la guerra civil en Beirut había tenido una experiencia muy parecida a la de santa Teresa de Lisieux: había visto sangre en las calles. Podemos atribuirle todo eso a un trauma de la infancia y la adolescencia, pero el hecho es que tal experiencia, conocida como «la posesión creativa por lo sagrado», les sucede a todos los seres humanos, en mayor o menor medida. De repente, por una fracción de segundo, sentimos que toda nuestra vida está justificada, nuestros pecados son perdonados, el amor siempre es más fuerte, y nos puede transformar definitivamente.
Pero también es en ese momento en el que tenemos miedo. Entregarse por completo al amor, ya sea divino o humano, significa renunciar a todo, incluso al propio bienestar, o a la propia capacidad de tomar decisiones. Significa amar en el sentido más profundo de la palabra. En realidad, no queremos ser salvados de la manera que Dios escogió para rescatarnos: queremos mantener el control absoluto de todos nuestros pasos, ser plenamente conscientes de nuestras decisiones, ser capaces de escoger el objeto de nuestra devoción.
Con el amor no es así: llega, se instala, y pasa a controlarlo todo. Sólo algunas almas muy fuertes se dejan llevar, y Athena era un alma fuerte.
Tan fuerte que se pasaba horas en profunda contemplación. Tenía un don especial para la música; decían que bailaba muy bien, pero como la iglesia no es un lugar apropiado para eso, solía traer su guitarra todas las mañanas, y quedarse un rato cantándole a la Virgen, antes de ir a la universidad.
Todavía me acuerdo de cuando la oí por primera vez. Ya había celebrado la misa matinal para los pocos feligreses dispuestos a despertarse temprano en invierno, cuando recordé que me había olvidado de recoger el dinero depositado en la caja de limosnas. Volví, y oí una música que me hizo verlo todo de manera diferente, como si el ambiente hubiese sido tocado por la mano de un ángel. En un rincón, en una especie de trance, una joven de aproximadamente veinte años de edad, tocaba con su guitarra algunos himnos de alabanza, con los ojos fijos en la imagen de la Inmaculada Concepción.
Me acerqué a la caja de limosnas. Ella notó mi presencia e interrumpió lo que hacía, pero yo asentí con la cabeza, animándola a seguir. Después me senté en un banco, cerré los ojos y me quedé escuchando.
En ese momento, la sensación del Paraíso, «la posesión creativa por lo sagrado», pareció descender de los cielos. Como si entendiese lo que estaba pasando en mi corazón, ella empezó a combinar el canto con el silencio. En los momentos en los que ella paraba de tocar, yo rezaba una oración. Luego, volvía a sonar la música.