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Authors: Paulo Coelho

La bruja de Portobello (11 page)

BOOK: La bruja de Portobello
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Al principio, está claro, me consolaba con la idea de que ya no existiese el centro de adopción, que se hubiesen perdido las fichas, que los funcionarios se mostrasen implacables, el gobierno acababa de caer y era imposible viajar, o que el vientre que la trajo a esta tierra ya no estuviese en este mundo. Pero fue un consuelo momentáneo: mi hija era capaz de todo, y conseguía superar situaciones que eran imposibles.

Hasta aquel momento, el asunto era tabú en la familia. Sherine sabía que había sido adoptada, ya que el psiquiatra de Beirut me había aconsejado que se lo contase cuando tuviese la edad suficiente para comprenderlo. Pero nunca había mostrado curiosidad por saber de qué región había venido; su hogar había sido Beirut, cuando todavía era un hogar para todos nosotros.

Como el hijo adoptado de una amiga mía acabó suicidándose cuando tuvo una hermana biológica —¡y sólo tenía dieciséis años!—, nosotros evitamos ampliar nuestra familia, hicimos todos los sacrificios necesarios para que entendiese que era la única razón de mis alegrías y de mis tristezas, de mis amores y de mis esperanzas. Aun así, parecía que nada de eso importaba.

¡Dios mío, cómo pueden ser tan ingratos los hijos!

Conociendo a mi hija, sabía que no servía de nada argumentarle todo eso. Mi marido y yo pasamos una semana sin dormir, y todas las mañanas, todas las tardes, nos bombardeaba con la misma pregunta: ¿En qué ciudad de Rumania nací? Para agravar la situación, Viorel lloraba, porque parecía entender todo lo que pasaba.

Decidí consultarlo con otro psiquiatra. Le pregunté por qué una chica que lo tenía todo en la vida estaba siempre tan insatisfecha.

Todos queremos saber de dónde venimos —dijo—. Ésa es la cuestión fundamental del ser humano en el plano filosófico. En el caso de tu hija, creo que es perfectamente justo que intente conocer sus orígenes, ¿No sentiría usted también esa curiosidad?

No, no la sentiría. Todo lo contrario, pensaría que es peligroso ir en busca de alguien que me rechazó y que no me aceptó cuando todavía no tenía fuerzas para sobrevivir.

Pero el psiquiatra insistió:

— En vez de enfrentarse a ella, intente ayudarla. Puede que al ver que eso no es un problema para usted, desista. El año que ha pasado lejos de todos sus amigos debe de haberle creado una carencia emocional, que ahora intenta compensar a través de provocaciones sin importancia. Sólo para estar segura de que es amada.

Habría sido mejor que Sherine hubiese ido, ella misma, al psiquiatra: así hubiera comprendido las razones de su comportamiento.

Demuestre confianza, no vea una amenaza en eso, Y si al final de ella realmente quiere seguir adelante, sólo tiene que darle los elementos que pide. Por lo que me dice, siempre ha sido una niña problemática; quién sabe si no saldrá más fortalecida con esta búsqueda.

Le pregunté al psiquiatra si tenía hijos. Dijo que no, y entonces entendí que no era la persona más indicada para aconsejarme.

Aquella noche, cuando estábamos delante de la televisión, Sherine sacó el tema:

¿Qué estás viendo?

Las noticias.

¿Para qué?

Para saber las novedades del Líbano —respondió mí marido.

Yo me di cuenta de la trampa, pero ya era tarde. Sherine se aprovechó inmediatamente de la situación.

En fin, parece que vosotros también sentís curiosidad por saber qué está pasando en la tierra en la que nacisteis. Estáis bien establecidos en Inglaterra, tenéis amigos, papá gana mucho dinero aquí, vivís con seguridad. Aun así, compráis periódicos libaneses. Cambiáis de canal hasta que sale alguna noticia relacionada con Beirut. Os imagináis el futuro como si fuese el pasado, sin daros cuenta de que esta guerra no acaba nunca.

“O sea, si no estáis en contacto con vuestros orígenes, sentís que habéis perdido el contacto con el mundo. ¿Os cuesta tanto entender lo que yo siento?

Eres nuestra hija.

Con mucho orgullo. Y seré vuestra hija para siempre. Por favor, no dudéis de mi amor y de mi gratitud por todo lo que habéis hecho por mí; no estoy pidiendo nada más que poner los pies en el verdadero lugar en el que nací. Tal vez preguntarle a mi madre biológica por qué me abandonó, o tal vez dejar el asunto cuando la mire a los ojos. Si no lo intento, me sentiré cobarde, y no podré entender los espacios en blanco jamás.

¿Los espacios en blanco?

Aprendí caligrafía mientras estaba en Dubai. Bailo siempre que puedo. Pero lo música sólo existe porque existen los espacios en blanco. Cuando estoy haciendo algo, me siento completa; pero nadie puede vivir en actividad las veinticuatro horas del día.

En el momento en el que paro, siento que me falta algo.

“Me habéis dicho más de una vez que soy una persona inquieta por naturaleza. Pero yo no he escogido esta forma de vivir: me gustaría poder estar aquí, tranquila, viendo la televisión.

Es imposible mi cabeza no para. A veces pienso que me voy a volver loca, necesito estar siempre bailando, escribiendo, vendiendo terrenos, cuidando de Viorel, leyendo cualquier cosa que pase por mis manos. ¿Creéis que eso es normal?

Tal vez sea tu temperamento —dijo mi marido.

La conversación acabó ahí. De la misma manera que siempre: Viorel llorando, Sherine encerrándose en su mutismo, y yo segura de que los hijos nunca reconocen lo que los padres hacen por ellos. Sin embargo, durante el desayuno al día siguiente, fue mi marido el que sacó el tema:

Hace algún tiempo, cuando estabas en Oriente Medio, intenté ver cómo estaban las cosas para volver a casa. Fui a la calle en la que vivíamos; la casa ya no existe, aunque están reconstruyendo el país, incluso con la ocupación extranjera y las constantes invasiones. Experimenté una sensación de euforia: ¿quién sabe si no era el momento de volver a empezar todo de nuevo? Y fue justamente eso, “volver a empezar”, lo que me trajo de vuelta a la realidad. Ya no es el momento de darse ese lujo; hoy en día, quiero seguir con lo que estoy haciendo, no necesito nuevas aventuras.

“Busqué a la gente con la que solía quedar para tomarme unos whiskys al final de la tarde. La mayoría ya no estaban, los que quedan se quejan de la constante sensación de inseguridad.

Caminé por los lugares por los que paseaba, y me sentí como un extraño, como si todo aquello ya no me perteneciese. Lo peor de todo es que el sueño de volver algún día iba a desapareciendo a medida que me encontraba con la ciudad en la que nací.

“Aún así, fue necesario. Las canciones del exilio todavía están en mi corazón, pero sé que no voy a volver a vivir en el Líbano. De alguna manera, los días que pasé en Beirut me ayudaron a entender mejor el lugar en el que estoy ahora y a valorar cada segundo que paso en Londres.

¿Qué quieres decir, papá?

Que tienes razón. Quizá sea mejor entender esos espacios en blanco. Podemos quedarnos con Viorel mientras tú viajas.

Fue a la habitación y volvió con una carpeta amarillenta.

Eran papeles de la adopción, que le ofreció a Sherine. Le dio un beso y dijo que ya era hora de irse a trabajar.

 

Heron Ryan, periodista.

urante toda aquella mañana de 1990, todo lo que podía ver desde la ventana del sexto piso de aquel hotel era el edificio del gobierno. Acababan de poner en el techo una bandera del país, que indicaba el lugar exacto en el que el dictador megalómano había huido en helicóptero, para encontrarse con la muerte pocas horas después, a manos de aquellos a los que había oprimido durante veintidós años. Las casas antiguas habían sido arrasadas por Ceausescu, según su plan para hacer una capital que rivalizase con Washington. Bucarest ostentaba el título de la ciudad que había sufrido la mayor destrucción fuera de una guerra o de una catástrofe natural.

El día de mi llegada, todavía intenté caminar un poco por sus calles con mi intérprete, pero no había mucho que ver, además de miseria, desorientación, sensación de que no había futuro, pasado, ni presente: la gente vivía en una especie de limbo, sin saber exactamente qué pasaba en su país ni en el resto del mundo. Diez años más tarde, cuando volví y vi el país entero resurgiendo de las cenizas, entendí que el ser humano puede superar cualquier dificultad, y el pueblo rumano era un ejemplo de eso.

Pero en aquella mañana gris, en aquella recepción de hotel gris y triste, todo lo que me interesaba era saber si el intérprete iba a conseguir un coche y combustible suficiente para que yo pudiera hacer aquella investigación final del documental para la BBC. Estaba tardando, y empecé a dudar: ¿me vería obligado a volver a Inglaterra sin conseguir mi objetivo? Ya había invertido una cantidad significativa de dinero en contratos con historiadores, en la elaboración de la ruta, en el rodaje de algunas entrevistas, pero la televisión, antes de firmar el compromiso final, me exigía que fuese a un determinado castillo para saber en qué estado se encontraba. El viaje me estaba saliendo más caro de lo que había imaginado.

Intenté llamar a mi novia; me dijeron que para conseguir línea que esperar casi una hora. Mi intérprete podía llegar en cualquier momento con el coche, no había tiempo que perder; decidí no correr el riesgo.

Traté de conseguir algún periódico en inglés, pero no fue posible. Para matar la ansiedad, empecé a fijarme, de la manera más discreta posible, en la gente que estaba allí tomando té, ajena posiblemente a todo lo que había sucedido el año anterior: las revueltas populares, los asesinatos de civiles a sangre fría en Timisoara, los tiroteos en las calles entre el pueblo y temido servicio secreto, que intentaba desesperadamente mantener el poder que se les escapaba de las manos. Vi a un grupo de tres americanos, a una mujer interesante, pero que no apartaba los ojos de una revista de moda, y una mesa llena de hombres que hablaban en voz alta, pero cuya lengua no era capaz de identificar.

Iba a levantarme por enésima vez, caminar hasta la puerta de entrada para ver si llegaba el intérprete, cuando ella entró. Debía de tener poco más de veinte años
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. Se sentó, pidió algo para desayunar, y vi que hablaba inglés. Ninguno de los hombres presentes pareció notar la llegada, pero la mujer interrumpió la lectura de la revista de moda.

Tal vez por culpa de mi ansiedad, o del lugar, que me estaba haciendo caer en una depresión, tuve coraje y me acerqué.

Disculpa, no acostumbro a hacer esto. Creo que el desayuno es la comida más íntima del día.

Ella sonrió, me dijo su nombre, y yo inmediatamente me puse en guardia. Había sido muy fácil; podía ser una prostituta. Pero su inglés era perfecto, e iba discretamente vestida. Decidí no preguntar nada, y empecé a hablar compulsivamente de mí, dándome cuenta de que la mujer de la mesa de al lado había dejado la revista y prestaba atención a nuestra conversación.

Soy un productor independiente, trabajo para la BBC de Londres, y en este momento estoy intentando descubrir una manera de llegar hasta Transilvania…

Noté que el brillo de sus ojos cambiaba.

—…para completar mi documentación sobre el mito del vampiro.

Esperé: el asunto siempre despertaba curiosidad en la gente, pero ella perdió el interés en cuanto mencioné el motivo de mi visita.

Sólo tienes que tomar el autobús —respondió—. Aunque no creas que vas a encontrar lo que buscas. Si quieres saber más sobre Drácula, lee el libro. El autor nunca estuvo en esta región.

¿Y tú conoces Transilvania?

No lo sé.

Aquello no era una respuesta; tal vez fuese un problema con la lengua inglesa, a pesar de su acento británico.

Pero también me dirijo allí —continuó—. En autobús, claro.

Por su ropa no parecía ser una aventurera que anda por el mundo visitando lugares exóticos. La teoría de la prostituta volvió a mi cabeza; tal vez estuviera intentando acercarse.

¿Quieres que te lleve?

Ya he comprado mi billete.

Yo insistí, creyendo que aquel primer rechazo formaba parte del juego. Pero ella volvió a negarse, diciendo que tenía que hacer el viaje sola. Le pregunté de dónde era, y noté que dudaba mucho antes de responderme:

De Transilvania, ya te lo he dicho.

No has dicho exactamente eso. Pero, si es verdad. Podrías ayudarme a hacer los exteriores para la película y…

Mi inconsciente me decía que debía explorar el terreno un poco más, todavía tenía la idea de la prostituta en la cabeza, y me habría gustado mucho, muchísimo, que ella me acompañase. Con palabras educadas, ella rechazó mi oferta. La otra mujer entró en la conversión como si decidiese proteger a la chica, yo pensé que estaba siendo impertinente y decidí apartarme.

El intérprete llegó poco después, apurado, diciendo que había conseguido todo lo necesario, pero que iba a costar un poco más caro (ya me lo esperaba). Subí a mi habitación, cogí la maleta, que ya estaba preparada, entré en un coche ruso que se caía a trozos, atravesé largas avenidas casi sin tráfico, y comprobé que llevaba mi pequeña cámara fotográfica, mis pertenencias, mis preocupaciones, botellas de agua mineral,, bocadillos y la imagen de alguien que insistía en no salir de mi cabeza.

Los días siguientes, al mismo tiempo que intentaba construir una ruta de esperar —a campesinos e intelectuales respecto al mito del vampiro—, me iba dando cuenta de que ya no sólo intentaba hacer un documental para la televisión inglesa. Me habría gustado encontrarme de nuevo a aquella chica arrogante, antipática, autosuficiente, que había visto en un café, en un hotel de Bucarest, y que en aquel momento debía de estar allí, cerca de mí; sobre la cual yo no sabía absolutamente nada aparte de su nombre, pero que, como el mito del vampiro, parecía chupar toda mi energía.

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