La biblioteca de oro (50 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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En la habitación se hizo un silencio inquieto.

—Esto no va a ser fácil —observó Eva—. Hay muchos más guardias de los que nos dijo Robin. Solo en los
jeeps
hemos visto a treinta.

—Dijo que esta noche era el banquete anual —le recordó Judd—. Esperaba que habría más seguridad; pero tienes razón: esto se vuelve cada vez más peligroso. Puede que tengan a Yitzhak y a Roberto de rehenes, de modo que tenemos que salvarlos, además de descubrir quién está detrás del asesinato de mi padre y qué relación tiene con el terrorismo la Biblioteca de Oro. Sea cual sea, mi padre debía de considerarla inminente. Y ahora tenemos la presión adicional de que están trasladando la biblioteca. Si no entramos pronto, puede que no volvamos a encontrarla nunca.

—¿Podemos pedir ayuda a Catapult? —preguntó Eva a Tucker—. ¿Y a Langley?

El maestro espía tamborileó con los dedos sobre la mesa.

—En vista de que es probable que Hudson Canon esté trabajando para el otro bando, no nos interesa que descubra dónde estamos ni lo que hacemos. Es más seguro no contárselo a nadie. Pero tengo una solución parcial. En la bahía de Souda, en Creta, hay una pequeña base naval estadounidense. No está lejos de la isla. Si ahora no tenemos desplegado allí ningún equipo de operaciones especiales, Gloria podría escabullirse de Hudson lo suficiente para mover un poco los hilos para que envíen un par de ellos para una misión corta.

—Me gusta la idea —asintió Judd—. Un poco de ayuda nos vendrá bien.

Tucker sacó su móvil, lo encendió y marcó.

—Gloria no responde —les dijo. Después, hablando al teléfono—: Soy Tucker. Llámame en cuanto recibas el mensaje.

Judd consultó su reloj y frunció el ceño.

—Gloria sabe que la operación está caliente —dijo—. ¿No debería responder pase lo que pase? En nombre del cielo…, debe de estar en su casa, en la cama. Allí es plena noche. La llamada debería haberla despertado.

—No, si ha desactivado el móvil —le recordó Tucker—. Voy a ver mi correo electrónico.

También Judd consultó el correo electrónico en su móvil. Después, comprobó los mensajes de voz.

—Nada.

—Echa una mirada a esto —dijo Tucker con seriedad, volviendo la pantalla hacia Judd y Eva.

Canon os persigue. He hablado con Debi, que me ha dicho que ha puesto a la NSA a seguir tu móvil y el de Judd. Te envío esto desde una BlackBerry nueva. Sin codificación. Voy a tirarlo. Estás solo. ¡Quitaos de encima esos móviles! Lo siento.

La consternación llenó el cuarto.

—Tenemos que largarnos de aquí —dijo Judd, poniéndose de pie de un salto.

Eva abrió la bolsa de viaje y echó algunas cosas dentro.

—Ahora vuelvo con mis cosas —dijo Tucker, y salió corriendo por la puerta.

A los pocos minutos habían preparado el equipaje. Cuando Judd abrió la ventana y se asomó para mirar hacia abajo, Tucker se asomó por la puerta.

—Dame tu móvil —dijo.

Judd se lo arrojó.

—¿Qué vas a…? —empezó a decirle.

Pero Tucker ya había desaparecido.

Judd cerró la cremallera de la bolsa de viaje.

—Iré yo primero —dijo.

Se echó la bolsa al hombro y salió a la repisa de la ventana. Silbaba un viento cálido. Estaban a cinco pisos por encima de una entrada de vehículos que parecía un callejón estrecho. Al otro lado había otro hotel, de ladrillo y tan alto como el de ellos. La luz del sol se filtraba entre los dos, dejando en sombras la mitad de la entrada de vehículos.

—Vamos, Eva —dijo Judd. Metió una mano por la ventana y sintió que ella se la asía con fuerza.

Eva salió gateando con precaución a la cornisa, junto a Judd, con el bolso en bandolera a la espalda. Miró a un lado y otro.

—Gracias a Dios que hay una escalera de incendios —dijo—. Después de lo de Londres, puedo decir que tengo experiencia.

—Aquí estoy —anunció Tucker desde dentro, por detrás de las piernas de los dos.

Se apartaron, y él se izó a la cornisa.

—Mi habitación da a la parte trasera del hotel —dijo—, y había en la calle un autobús con equipajes en la baca, preparado para marcharse. Era una oportunidad que no se podía desaprovechar. Tiré encima los móviles. Ahora tendrán que seguir un blanco móvil. Es probable que Canon tenga a la NSA haciendo un seguimiento constante de nuestros móviles.

—Así podríamos ganar algo de tiempo —asintió Judd.

Judd apoyó un pie en el peldaño de metal y empezó a bajar. Sintió cómo temblaba la escalera de incendios cuando subió a ella Eva, y después Tucker. Miró atrás para cerciorarse de que iban bien.

—Entonces, ¿cómo vamos a llegar a la isla? —preguntó Eva.

—¿Sabes saltar en paracaídas? —replicó Tucker.

—¿Quién, yo?

—Me figuraba que no. La manera más segura es llegar de noche, con paracaídas negros y equipo. En esta ciudad tengo un antiguo colega que pude ayudarme con ello. Espero que el banquete de la Biblioteca de Oro sea una buena distracción que sirva para cubrirnos, pues parece que vamos a arrojarnos a la boca del lobo sin poder contar con ningún apoyo.

Judd sintió un escalofrío.

—No podemos llevarte con nosotros —dijo a Eva—. No estás entrenada. Es demasiado peligroso, maldita sea.

—No vais a dejarme atrás —dijo ella con un fulgor en los ojos—. Saltaré en paracaídas con uno de vosotros. Mis conocimientos acerca de la biblioteca os pueden hacer falta.

Tucker tomó una decisión.

—Tiene razón —dijo—. Esto es demasiado importante como para echarlo a perder.

A Judd no le gustó. Mientras llegaba al tercer piso, lo inundó una oleada de preocupación. Después, se quedó inmóvil. Los dos hombres que acompañaban a Preston en el metro llegaban caminando desde la parte trasera del edificio, volviendo la cabeza a un lado y otro, escuchando lo que les decían por teléfonos móviles que se sujetaban contra el oído con la mano. Cada uno tenía la otra mano en el interior de la chaqueta. Todavía no habían levantado la vista.

—Mierda —murmuró Eva detrás de Judd.

Judd sacudió el cuerpo para soltarse los músculos. Se oyó el sonido de un motor potente, y un autobús turístico grande, blanco y gris, entró en el paso de vehículos, detrás de los hombres, dirigiéndose despacio hacia la calle. Sonó un breve bocinazo que hizo que la pareja de asesinos se retiraran aprisa hacia un lado (hacia el lado del hotel de ellos) para dejar paso al autobús. Estaban a menos de diez metros.

Judd susurró por encima del hombro:

—Vamos a reunirnos con nuestros móviles.

Tucker suspiró y asintió con la cabeza. Eva lo miró fijamente, y asintió brevemente también. Judd siguió bajando con todo el silencio que podía, mientras se acercaba el autobús.

Pero, entonces, crujió tras él la escalera de incendios. Los hombres de Preston, al oír el ruido, levantaron la vista simultáneamente. Les aparecieron las pistolas en las manos cuando el autobús turístico rodaba bajo la escalera de incendios.

—¡Vamos!

Judd saltó y aterrizó pesadamente sobre dos maletas planas de lona.

Eva y Tucker cayeron cerca de la trasera del autobús. Todos ellos se refugiaron entre los montones de equipaje. Unos gritos siguieron al autobús mientras este doblaba para salir a la calle.

—¿Estáis bien? —preguntó Judd inmediatamente.

Los otros asintieron con la cabeza y se volvieron, observando el hotel. Preston salió corriendo por la puerta principal e hizo una señal. Una furgoneta se detuvo ante la acera con chirrido de frenos, y Preston subió de un salto. El pesado autobús no era ningún coche de carreras, y Preston no tardaría en alcanzarlo.

—¿Es ese quien yo creo? —preguntó Tucker, que había estado mirando los pantalones vaqueros y la chaqueta negra.

—El mismo —dijo Judd—. El gilipollas de Preston.

—Ay, maldita sea —dijo Eva—. ¿Qué hacemos ahora?

—Improvisar. Vamos —dijo Judd, arrastrándose rápidamente hacia el lado del autobús que daba a la acera.

El aire estaba lleno de los ruidos del tráfico. Iban cuesta abajo, pasando por la
platia
Exarchia. A lo largo de la avenida había restaurantes, hoteles y edificios de oficinas. Ellos lo veían todo desde su punto de vista elevado.

—Conozco esta zona —dijo Eva, que miraba hacia delante—. ¿Veis aquel edificio grande de la manzana siguiente? Allí es donde nos interesa ir. Es un aparcamiento.

Miraron atrás. Entre la furgoneta de Preston y ellos ya solo había un coche.

—¿Sabéis una cosa? Esto ya me tiene harto —concluyó Tucker—. Ocupaos vosotros del aparcamiento. Yo me encargo de Preston. Os alcanzaré después.

Sacó la Browning.

—¿Estás seguro? —le preguntó Judd.

—No soy tan mayor, Judson.

El autobús siguió avanzando despacio. Cuando se aproximaron al aparcamiento, Tucker se incorporó lo suficiente como para resultar visible desde la furgoneta. Asomándose por encima de los equipajes, Judd vio que la furgoneta pasaba al carril contiguo para estar más cerca de Tucker.

—Pero sí que es mayor —dijo Eva, preocupada.

—Con que solo sea verdad la décima parte de lo que he oído contar de él, podrá arreglárselas de sobra.

Mientras Tucker apuntaba con su pistola, ellos se volvieron para atender de nuevo al aparcamiento. Estaban a solo un edificio de distancia. Asiéndose de los raíles del borde de la baca, se deslizaron por el costado del autobús, con las piernas colgando por el aire, se dejaron caer y se tambalearon sobre el suelo. Al mismo tiempo se oyó un tiroteo desde la parte superior del autobús y desde la furgoneta, al otro lado. El autobús dio un bandazo. Judd vio brevemente las caras de los pasajeros, primero atónitos al verlos a Eva y a él y que después, horrorizados, volvieron todos la vista hacia el otro lado del autobús al oír los disparos.

Judd sacó la Beretta y corrió hacia el lado del conductor de un coche que acababa de entrar en el aparcamiento.

—Deme las llaves —exigió al conductor cuando este salió del coche.

El conductor estaba pálido. Abrió el puño, y las llaves empezaron a deslizársele.

Judd se apoderó de ellas, y Eva subió al asiento del pasajero. Judd oyó el fuerte estrépito del choque de un vehículo y vio de reojo que la furgoneta de Preston había chocado contra un coche que venía en sentido opuesto. Tucker se deslizó por la parte trasera del autobús; cayó al suelo, subió a la acera y corrió hacia ellos. Mostraba una sonrisa siniestra en la cara arrugada.

Judd abrió la puerta trasera del coche y se puso después al volante. Encendió el motor. Tucker, jadeante, se dejó caer en el asiento trasero y cerró la puerta de un portazo.

—¿Has acabado con Preston? —le preguntó Judd.

—No lo sé —gruñó Tucker—. Pero esa furgoneta lleva en el techo tantos agujeros que parece un buen queso suizo.

—Sigue al frente —indicó Eva—. Este aparcamiento tiene salida a la otra calle. No nos encontrarán nunca.

«Hasta la próxima vez», pensó Judd; pero no dijo nada. Pisó el acelerador.

CAPÍTULO
64

Isla de Pericles

A las cuatro de la tarde, los ocho miembros del club de bibliófilos volaban hacia la isla de Pericles en un cómodo helicóptero Bell. Aunque los rotores hacían mucho ruido y la aeronave vibraba, Martin Chapman se estaba divirtiendo. Antes de despegar, había hablado con Syed Ullah y este le había dado un informe positivo. La noticia del éxito de la misión del señor de la guerra en Jost debería llegarle durante el banquete.

Mientras el helicóptero trazaba círculos, Chapman veía desde el aire las verdes colinas cubiertas de tomillo, las esbeltas palmeras y los olivos, las plantas autóctonas. Sobre las colinas se extendían hectáreas de hermosos naranjos y limoneros. Por el final de las quebradas caían cascadas relucientes. Sonreía para sus adentros contemplando las playas de guijarros blancos, las calas desiertas y los acantilados espectaculares, disfrutando del hecho de que aquel paraíso secreto había sido solo suyo y de unos pocos más.

La aeronave voló a baja altura sobre la playa del sur, pasando ante el muelle donde se estaba cargando el barco, y subió después por el valle hacia la meseta, que estaba a menor altura que las colinas circundantes. Sobre la meseta se levantaba el complejo de la Biblioteca de Oro, que se había construido medio siglo atrás. Inmediatamente por debajo de la meseta había cuatro largos pisos cerrados con cristales oscuros, abiertos en la ladera empinada, casi invisibles desde el aire y difíciles de detectar desde la playa. La mayor parte de lo que pasaba en el complejo tenía lugar por debajo de la superficie.

La aeronave aterrizó en el helipuerto, y Chapman bajó a tierra, seguido de los demás miembros del club de bibliófilos. Se alejaron rápidamente, bajando la cabeza y los hombros para evitar las aspas giratorias del aparato. Al mismo tiempo, Preston dio una señal, y corrieron hacia el helicóptero el mismo número de guardaespaldas. Cada uno de ellos tomó la bolsa y el maletín de uno de los miembros.

En el aire salado por el mar flotaba la expectación mientras los ocho hombres caminaban hacia los edificios, seguidos por Preston y los guardias.

—Qué desilusión que esta noche no vayamos a tener bibliotecario, maldita sea —dijo Brian Collum mientras se ajustaba las gafas de sol.

—Es una verdadera pena que no vayamos a tener torneo —coincidió Petr Klok—. Lo echaré mucho en falta. Me había pasado dos días preparándolo con los traductores.

—Prepara otra cosa, Marty —le ordenó Maurice Dresser, el miembro más antiguo. El autoritario magnate canadiense del petróleo se adelantó; el fuerte sol le daba un color rosado a la piel del cráneo, por debajo del pelo blanco ralo—. Te lo encargo.

Los otros miraron a Martin Chapman de buen humor. Pero ahora que se había eliminado a Charles Sherback y a Robin Miller (sus únicos bibliotecarios), el torneo no podría celebrarse de ningún modo.

—Sí, Marty. Es tu problema —dijo Reinhardt Gruen, aparentando seriedad.

—Desde luego —dijo Martin Chapman, siguiendo la broma. Entonces, se le ocurrió una idea—. Para mí no hay nada imposible. Por eso me elegisteis director.

—Necesito tomarme una copa… y quiero ver el menú para empezar a hacer jugos gástricos —dijo Dresser, volviendo la cabeza—. ¿Quién se echa un tenis después?

Entraron en el complejo cubierto de césped, con sus hileras de rosales. Los tres sencillos edificios blancos, con sus columnas dóricas, bañados de la luz del sol, se alzaban como homenajes griegos al pasado. El agua brillaba en la piscina de dimensiones olímpicas. La pista de tenis estaba desocupada, pero saltaba a la vista que no sería por mucho tiempo. Por detrás del complejo se elevaba una enorme antena parabólica, vínculo de la isla con el mundo exterior. En tiempos, sobre la meseta y las colinas circundantes se había extendido un pueblo, cuya fuente de ingresos principal habían sido unas minas de sal de buena calidad. Pero las minas se habían agotado, y ahora los únicos habitantes de la isla, aparte del personal regular, eran los roedores y las gaviotas, flamencos y otras aves.

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