La biblioteca de oro (48 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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Se irguió.

—Creo que lo he encontrado. Mira esto, Judd.

Señalaba unas letras minúsculas que estaban bajo los colores.

Judd se aproximó mucho para observarlas.

—Son casi invisibles —dijo.

—No están puestas para que se vean. Representan las palabras latinas que sirvieron de indicación al pintor que dio color a los dibujos. Esta V significa
viridis
, «verde». Por eso, la túnica del esclavo está pintada de diversos tonos de verde. La R significa
ruber
, «rojo»; las manzanas de ese árbol que tiene detrás. Y, naturalmente, el cielo tiene una A de
azure
, «azul».

Judd frunció el ceño, confuso.

—Entonces, ¿qué significan las palabras
lat
y
long
, y los números que las acompañan?

Ella sonrió.

—Eso mismo me pregunto yo. En primer lugar, nunca había visto tres ni cuatro letras seguidas para indicar un color en una página manuscrita. En segundo lugar, ninguna de las dos es una palabra latina.

Él le devolvió la sonrisa.

—Como estamos buscando la situación de la isla, supongo que se trata de abreviaturas —dijo—. Y si tenemos en cuenta que también hay números… «latitud» y «longitud».

—¡Eureka, como dijo Arquímedes!

Judd tomó su móvil y lo activó.

—En estos casos es cuando resulta verdaderamente útil estar conectados a internet. Léeme lo que tienes, y veremos si tenemos razón.

Bajó el móvil para que también ella pudiera ver la pantalla. A medida que iba marcando en el teclado, apareció el mapa mundial de Google, que fue desplazándose más y más, ampliando la zona sur del mar Egeo.

Judd arrugó la frente.

—Nada. Ninguna isla. Ni un atolón. Ni siquiera un montón de piedras.

Ella sintió un escalofrío.

—Prueba de nuevo —le dijo, y le fue dando las cifras una a una.

Él marcó cada una con cuidado. El mapa volvió a centrarse en un mar vacío. A Eva se le hundieron los hombros. Judd probó con otros mapas de dominio público. En la habitación no se oía más que el sonido del teclado. Pero cada mapa no mostraba más que el mismo resultado descorazonador.

Se quedaron callados.

—No es lógico —insistió ella—. La explicación más sencilla y más directa de las abreviaturas y de los números que aparecen en el libro es que son unas coordenadas. Aunque esos mapas fueran antiguos, deberían mostrar una isla.

Él la miró fijamente.

—No es así. Dios mío, si no me equivoco, esto es una verdadera exhibición del poder del club de bibliófilos.

Volvió a pulsar el teclado.

—A causa del terrorismo, el gobierno mandó a Google y a otros servicios de mapas
online
que no mostraran determinados puntos del mundo. En unos casos se trataba de unas instalaciones del gobierno. En otros, de una
zona de interés
que era clandestina por algún motivo. Las empresas privadas que hacían trabajos para la defensa también podían pedir al gobierno que bloquease determinados puntos.

—¿Cómo ha podido conseguir el club de bibliófilos que el gobierno ocultase su isla?

—Tendrían a alguien introducido, o puede que sobornaran a alguien. Vamos a comprobar esto.

Buscó el mensaje de texto de la NSA que había recibido el día anterior, y leyeron juntos la lista de islas que se habían aproximado a la que había descrito Robin.

—Dios mío —susurró Eva mientras miraban juntos la lista—. Una de las islas tiene las mismas coordenadas que dice el libro.

La invadió una oleada de emoción y de alivio. Echó los brazos al cuello de Judd, y él la abrazó con fuerza. Ella siguió así un momento, sintiendo el palpitar regular del corazón de él, su aliento caliente en su oído.

Después, se apartó.

—Será mejor que llames a Tucker —le dijo.

El maestro espía llegó en cuestión de minutos, con los mismos pantalones chinos arrugados, camisa azul de botones y chaqueta de
sport
del día anterior. Eva vio que tenía más marcadas las arrugas de la cara y que, tras las gafas de concha, tenía enrojecidos los grandes ojos por falta de sueño. Pero llevaba bien cuidados el bigote castaño claro y la barba gris, e irradiaba atención máxima.

—¿Lo habéis encontrado? —preguntó mientras echaba el pestillo a la puerta.

—Vaya que sí; lo ha encontrado ella —dijo Judd, señalando a Eva.

Ella sonrió con agrado.

—Pero he tardado lo mío… —dijo.

Se sentaron todos a la mesa, y Eva explicó cómo habían descubierto la solución.

—Volveré a ponerme en contacto con la NSA para pedirles las últimas fotos de satélite y datos sobre la isla —dijo Judd con energía—. Eva, ¿tu portátil sigue funcionando, o se mojó cuando estábamos en el yate?

—Está bien, porque lo llevaba en el bolsillo principal del bolso.

—Bien. Pasaré allí lo que nos envíe la NSA.

—¿La isla tiene nombre? —preguntó Tucker.

—Solo tiene un número —le dijo Judd.

—Hazlo —le ordenó Tucker—. Ahora mismo.

CAPÍTULO
62

Provincia de Jost, Afganistán

Después de un desayuno copioso, Syed Ullah salió al porche delantero de la casa de ladrillo rojo donde vivía con su mujer y con los hijos y nietos que le quedaban, así como con las esposas e hijos de sus cuatro hermanos, que habían muerto luchando contra los soviéticos, contra los talibanes, contra Al Qaeda o contra clanes y tribus locales.

La gran casa, restaurada de sus escombros en tierras que habían pertenecido a su familia desde hacía mucho tiempo, tenía dos pisos, que se alzaban sobre la tierra dura. Tras ella había una antena parabólica emisora, junto a un carro de combate soviético T-55 oxidado. A un lado había un huerto, con perales, melocotoneros y moreras, como recordaba él que lo había habido cuando era niño. Lo había plantado todo en los últimos años. Como decía a su hijo menor, el único que le quedaba, los árboles jóvenes eran como el futuro: eran fuertes, pero había que protegerlos.

Sus guardias armados, con turbantes y gafas de sol envolventes, rondaban alrededor del muro de piedra reconstruido que rodeaba la extensa finca. Una docena de ancianos de la tribu (hombres mayores, de aspecto imponente, de narices aguileñas y barbas patriarcales) se alineaban ante el porche para presentar sus respetos. Ullah, a sus cincuenta y cuatro años, se había ganado el puesto a base de combatir a sus rivales y matarlos; pero así había funcionado la cosa durante décadas. Los hombres tenían poca comida para llenar el vientre, pero muchas municiones para sus fusiles. Él apenas recordaba la época en que las cosas no eran así.

El señor de la guerra estaba sentado en su silla de madera de alto respaldo, en su porche delantero de ladrillo. Se ajustaba la faja, y comía almendras garrapiñadas mientras saludaba a los ancianos con cortesía, aceptaba sus pésames respetuosos, arbitraba disputas vecinales y les aseguraba su protección. Eran cabezas de familias numerosas, con hijos, nietos y bisnietos a los que necesitaba.

—¿Será mañana por la noche? —le preguntó el último anciano. En su rostro curtido había una impaciencia que daba a entender que habría esperado que alguien se lo preguntara antes que él.

—Esta noche —le corrigió Ullah; y se dirigió a los demás—. Quedaos en vuestras casas con vuestras esposas. Vuestros hijos saben lo que tienen que hacer.

Y se marcharon, ahuyentando a las gallinas y adentrándose por las montañas para bajar después hacia la población, de unos tres mil habitantes. Ullah vio en las colinas una pequeña patrulla estadounidense que circulaba por una pista de tierra en dos HMMWV (los llamados coloquialmente
Humvee
) pintados de camuflaje. Alguien bajaba por un camino peligroso guiando a un burro que portaba un bulto alto.

El señor de la guerra se puso de pie. Era un gigante, fuerte y corpulento, con una cara feroz que era capaz de sonreír con facilidad. Pero en esto residía la fuerza de los pastunes, en el aguante. Estaba muy orgulloso de las tradiciones de sus antepasados, guerreros, poetas, héroes, bromistas y hospitalarios. Amaban la tierra y amaban a sus familias. Las invasiones y ocupaciones que habían sufrido durante siglos no los habían cambiado en nada; solo habían servido para reforzar su devoción. La devoción de él. Su familia debía sobrevivir; eso era lo primero. Después, su clan; y después, su tribu.

Estudió la amplia extensión de montañas abruptas, en cuyas altas laderas brillaba la nieve. Ascendían al cielo cintas serpenteantes de humo de las casas lejanas, en su mayoría de adobe con tejado de paja. Un laberinto de hilos de humo se elevaba sobre la ciudad, donde muchos edificios habían quedado reducidos a polvo por los combates y los ataques. La provincia de Jost era una encrucijada de comercio y de contrabando, y estaba en los puntos de mira de los talibanes y de Al Qaeda, que pasaban clandestinamente del norte de Waziristán, cruzando la frontera en Pakistán. Venían ocultos por la oscuridad de la noche para reclutar, para hacer negocios y para asesinar a colaboracionistas, que solían ser de la Policía Local.

En la parte opuesta de la ciudad estaba la base adelantada estadounidense, secreta y de alta seguridad, pintada con colores y envuelta en redes de camuflaje para que resultara invisible desde el aire y difícil de ver desde tierra. No ascendía de ella ningún humo, ya que tenían un gran generador que les proporcionaba toda la energía que necesitaban.

Ullah alzó la cabeza y olisqueó el aire. Olía el cordero, dulce y sabroso, que se asaba en la cocina de la casa. Un buen almuerzo. Desde que él había tomado el control de aquella región devastada por la guerra, su familia y él comían bien; y, si no fuera por Martin Chapman, contaría con más fondos todavía, con la cuenta extranjera que le había bloqueado Chapman. Tendría pocos ingresos por el opio y la heroína hasta que se recogiera la cosecha de las adormideras, en otoño. Necesitaba que Chapman le desbloqueara el dinero, y por ello aquella misma noche sus hombres se pondrían los uniformes del Ejército de los Estados Unidos que había proporcionado Chapman y eliminarían a unos cien habitantes del pueblo y de las aldeas próximas, escogidos entre los que se le oponían, y todo quedaría registrado por las cámaras de periodistas de tribus amigas de Pakistán. Así tendría por fin su dinero, además de lo que le pagaría Chapman por la tierra que quería comprarle.

En aquel momento, los dos Humvee del Ejército giraron tomando el camino que conducía a su casa. Los guardias se volvieron hacia ellos y levantaron las cabezas, observándolos también.

El señor de la guerra dio una voz hacia el interior de la casa para pedir té, y se paseó por el porche. Cuando llegó el té, en una bandeja esmaltada, se sentó en su silla.

Los Humvee entraron en el complejo, rugiendo, y se detuvieron entre una nube de polvo blanco. Había soldados apostados tras las ametralladoras que iban montadas en cada vehículo; llevaban los cascos bien calados para protegerse del sol de la mañana, y los ojos ocultos tras gafas de sol negras.

El jefe de la base avanzada, el capitán Samuel Daradar, saltó del asiento del pasajero del vehículo que iba delante y caminó hacia él a largos pasos, quitándose la gorra y pasándose el brazo por la frente.

—Pe kher ragle
—dijo Ullah, dándole la bienvenida, aunque sin ponerse de pie.

—Me alegro de verle, señor Ullah —respondió el capitán Daradar en pastún mientras subía los escalones—. ¿Está usted bien?

El capitán, de treinta y pocos años, tenía la piel dorada, ojos negros límpidos y expresión sobria.

—Sí, gracias a la bendición de Alá. ¿Me hará usted el honor de tomar el té conmigo?

—Por supuesto. Le agradezco su hospitalidad.

Mientras sus hombres esperaban en los Humvee, Sam Daradar se sentó en la otra silla, cuyo asiento y respaldo eran más bajos que los de la silla del señor de la guerra. Era como si se sentara junto a un rey que presidiera en un trono. Aquellos pequeños detalles con que Ullah hacía recordar su poder le habrían hecho gracia, si no hubiera sido porque cada uno de ellos era un indicio mortal del entramado complejo de lealtades y de odios entre las tribus pastunes, y porque los afganos, en general, solían ser capaces de albergar más sentimientos antiextranjeros de lo que podían concebir los occidentales.

—Va usted de patrulla —dijo el señor de la guerra, dando muestras de un interés amable—. ¿Ha encontrado algo?

Sirvió el té en tazas dispuestas sobre la mesa de madera que estaba entre los dos.

—Solo el viento, el cielo y la tierra —dijo Sam, con una breve sonrisa.

—Así se habla, como un verdadero pastún. Nunca entenderé por qué emigró su familia a los Estados Unidos.

—Allí también tenemos nuestros grandes espacios abiertos. Venga usted a visitarme a Arizona alguna vez. Le enseñaré el Gran Cañón —dijo el capitán, y tomó un trago de té—. Hoy me han transmitido unas informaciones que pensé que le gustaría conocer a usted. Desde que ustedes nos ayudaron a expulsar a los talibanes y a los de Al Qaeda, hay en el país dos mil clínicas y escuelas nuevas, se están creando puestos de trabajo constantemente, y se ha reconstruido por completo el mercado de Jost. Casi siete millones de niños han recibido enseñanza primaria, el nuevo banco central es sólido, y la moneda es estable.

—Todo eso es bueno —dijo Ullah—. Me agrada.

Sonrió, exhibiendo una hilera de anchos dientes blancos.

—Sin embargo, hay muchos problemas —añadió—. Mire usted a su alrededor. Qué pobreza. Mi gente pasa hambre. Se debe a la corrupción de Kabul. Eso no lo puede resolver nadie.

También se debía a la corrupción de Ullah, pero Sam no estaba dispuesto a decirlo. Los países en vías de desarrollo tendían a tener bancos centrales y ejércitos relativamente eficientes, pero fuerzas policiales corruptas y despreciadas por la población; y Afganistán no era ninguna excepción a esta regla. También la corrupción explicaba por qué era más fácil construir carreteras que implantar la ley y el orden, por qué era más fácil construir una escuela que un Estado. Por mucha educación que hubiera, de nada le servía a un juez que tenía que hacer frente a jefes de la droga, dispuestos a asesinar a su familia. A la gente venida de fuera le resultaba casi imposible reformar un sistema como aquel; y, aunque a Ullah le gustaba considerar que funcionaba con independencia respecto de Kabul, formaba parte de un sistema muy deteriorado.

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