La biblioteca de oro (33 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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Yakimovich enfocó la mirada. Pareció por primera vez que veía de verdad a Judd y a Eva. Se estremeció, al tiempo que soltaba un suspiro.

—De acuerdo. Está en mi local.

CAPÍTULO
41

Andrew Yakimovich se echó por la cabeza una camisa blanca de algodón y salió, seguido por ellos, por la puerta lateral y por un pasadizo tortuoso de piedra. El aire olía a polvo, y las paredes eran irregulares. Por encima había bombillas desnudas, de luz vacilante. Se colocó cuidadosamente el fez sobre los cabellos grises y caminaba despacio, como un león herido, envejecido pero orgulloso.

—Los cimientos son bizantinos; la planta es otomana —les dijo—. Este es uno de los mundos ocultos del Gran Bazar. Por aquí hay cuartos que han servido de talleres durante siglos.

Observado por Eva, fue indicando diversas puertas. En pocas de ellas había letreros. La mayoría estaban abiertas, y en el interior se veía cómo se reparaban antigüedades, se engastaban piedras en plata y en oro y se cosían camisetas para turistas. Dentro de uno de los locales estaba la madre con tres hijos en la que se había fijado antes Eva, con media docena más de personas. La madre sacaba carteras de su bolso y se las daba a un hombre que estaba sentado tras un escritorio.

—¿Hasta dónde llega esto? —preguntó Judd.

—Va serpenteando —dijo Yakimovich, agitando una mano—. Puede que mida cuatrocientos metros.

Sacó una llave antigua, grande, y se detuvo. Abrió una puerta, pasó al interior e hizo girar un interruptor. El cable eléctrico subía por la pared y surcaba el techo. Unas bombillas de poca potencia se encendieron.

Eva y Judd lo siguieron al interior. Yakimovich había sido un tratante de antigüedades destacado, pero ahora parecía que había guardado toda su vida en aquella habitación cavernosa. Las cajas, casi todas sin etiquetar, se amontonaban hasta el techo, perdiéndose de vista en los recovecos oscuros. En un rincón estaban amontonados muebles antiguos, hermosos pero polvorientos. Había, apoyados en las paredes, altos rollos de alfombras hechas a mano.

Echando a su alrededor una mirada de propietario, llegó hasta una mesa de mármol y se sentó.

—La escítala, por favor —dijo con seriedad.

Eva la dejó en la mesa, que estaba vacía. No había libros de registro, ni de cuentas, ni cartas de compradores deseosos de adquirir alguno de los tesoros de Yakimovich. Ni siquiera sillas en las que pudieran sentarse los clientes.

Eva buscó el modo de formular la pregunta sin ofenderlo.

—¿Te has retirado, Andy?

Él soltó un bufido sonoro, y el rostro se le animó de aquel modo suyo que Eva recordaba.

—Eres muy amable. No me hago ilusiones acerca de en lo que me he convertido.

La miró con ojos que fueron penetrantes por un instante.

—En tiempos, fui grande, como Charles. Charles podía ser un canalla, pero yo lo entendía. Nosotros, los canallas, tenemos nuestro código propio. Sobre todo cuando compartimos una pasión.

Abrió un cajón pequeño y sacó una larga tira de cuero de color claro, en uno de cuyos lados se veían letras escritas con tinta negra. Eva inspiró hondo, llena de emoción. Por fin podrían descubrir, quizá, dónde estaba la biblioteca. Cuando Yakimovich hizo ademán de dejar la tira en la mesa, Eva se apoderó de ella. El cuero estaba rígido, pero se podía doblar. Tomó la escítala.

—Enrolla a partir del extremo más ancho —le recomendó Yakimovich.

Ella lo hizo tal como le había indicado, trabajando despacio. El proceso era engorroso, y la rigidez del cuero lo complicaba todavía más. Eva sentía a su lado el interés intenso de Judd. Cuando hubo terminado, tomó la escítala por ambos lados, sosteniendo la tira en su sitio con los pulgares, y puso el cilindro en posición horizontal para leer las palabras.

La inundó la desilusión.

—No veo más que letras sin sentido.

—Lo haré yo —dijo Yakimovich—. Hay que ayudar a las letras a que se conviertan en palabras.

Con un ademán airoso, el tratante de antigüedades tiró levemente del cuero seco y lo fue apretando contra la escítala con un pulgar mientras la hacía girar, reordenando la tira. Era un trabajo lento. Cuando hubo terminado por fin, hizo un gesto de satisfacción con la cabeza. Sosteniendo el bastón por los extremos, tal como había hecho Eva, para que no se deslizara la tira, hizo girar la escítala y estudió el texto.

—Está en latín, y es de Charles; pero puede que eso fuera de esperar, ya que fue él quien me lo dejó.

Siguió leyendo en silencio para sus adentros durante un momento. Después, levantó la cabeza bruscamente, con los ojos brillantes de emoción.

—Dios mío, Charles lo consiguió. ¡Lo consiguió! ¡Encontró la biblioteca! Escuchad esto: «La situación de la Biblioteca de Oro se puede encontrar oculta dentro del
Libro de los Espías
».

La tienda de caligrafía estaba en silencio. Se había hecho salir a los clientes y se había cerrado la puerta con llave. Al dependiente se le estaba formando en la mejilla una gran magulladura, donde le había pegado un puñetazo Preston. Iba encogido, temeroso, mientras Preston lo asía con brusquedad del brazo.

—Enséñame exactamente dónde fueron —le ordenó Preston, y lo empujó a través de la cortina de abalorios hacia la trastienda.

El hombre corrió por el pasillo en penumbra hacia un hueco en forma de arco. Preston, siguiéndolo, sacó la pistola S & W y le enroscó el silenciador. A su espalda iban sus dos hombres, con las armas en la mano. Un tercer hombre no tardó en sumárseles.

Judd se inclinó hacia delante.

—Siga leyendo, Andy —le ordenó.

—¡Date prisa! —dijo Eva, emocionada.

—Aquí dice que el predecesor de Charles lo escribió dentro del libro, y después sacó el libro de la biblioteca clandestinamente…

Yakimovich se interrumpió, sosteniendo la escítala inmóvil en el aire.

Las fuertes pisadas en el pasadizo retumbaban sonoramente en las paredes de piedra. Los pies venían hacia ellos.

Judd sacó su Beretta y corrió hacia la puerta, única entrada del almacén.

Eva arrancó la escítala de las manos de Yakimovich.

—¡No! —chilló este, intentando recuperarla.

—Te la enviaré —dijo Eva mientras echaba a correr.

Judd se había aplastado contra la pared, tras la puerta abierta. Indicó a Eva que se colocara tras él.

El tratante de antigüedades, sentado tras su escritorio, parecía incapaz de moverse.

—¡Escóndase! —le ordenó Judd.

Yakimovich palideció. Huyó entre las cajas, y se perdió de vista.

De pronto, irrumpió por la puerta, como si lo hubieran arrojado, el dependiente de la tienda de caligrafía. Tenía los ojos desencajados, y le corría el sudor por la cara magullada.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó, mientras corría entre los muebles antiguos.

En el pasadizo de piedra resonaba el ruido apagado de un forcejeo. Pies que se arrastraban y que golpeaban el suelo. Hubo un fuerte gruñido; después, otro. El ruido sordo de algo que golpeaba la carne. Un
chas
rápido; después, otro. ¿Desde el suelo?

Era como oír algo por la radio, sin más indicación que el hecho de que se estaba produciendo una pelea de alguna clase. Eva miró a Judd, que tenía una expresión fría y distante que a ella le produjo escalofríos. Por fin, hubo un silencio terrible.

Judd levantó una mano para indicarle sin palabras que esperara mientras él llegaba al borde de la puerta. Se asomó con cautela con la pistola levantada. Después, desapareció por el pasillo.

Eva, desatendiendo su orden, lo siguió.

Habían caído cuatro hombres. Dos estaban a unos seis metros de distancia, con orificios de salida ensangrentados en las frentes. Los otros dos, que eran Preston y otro hombre, estaban cerca de la puerta de Yakimovich, próximos entre sí. No tenían heridas visibles.

Judd apartó inmediatamente de una patada la pistola de Preston de la mano flácida de este, y después la recogió.

—Maldita sea, Preston nos ha encontrado de nuevo —susurró ella.

Él asintió con la cabeza.

—Hablaremos de ello más tarde —dijo.

Tras mirar a un lado y otro del pasadizo tortuoso, se agachó junto al asesino.

—Revisa los bolsillos del otro tipo, Eva. Deprisa. No podemos quedarnos aquí mucho tiempo.

Eva se arrodilló. El hombre tenía cabellos grises y largo bigote gris. Tenía la cara del color de una almendra tostada, con líneas marcadas y nariz prominente. Tenía el fez caído a su lado, boca abajo. Eva registró el caftán y no encontró más que una cartera. Dentro de esta había un carné de conducir de Estambul a nombre de Salih Serin, una tarjeta de crédito con el mismo nombre y unas pocas liras turcas. La foto del carné de conducir coincidía con la cara del hombre que estaba tendido a su lado.

—No lleva arma —dijo Eva—. Se llama Salih Serin. Vive en Estambul.

—Preston lleva una pistola y dinero, sin documentos de identidad, y un cuaderno pequeño. Ha arrancado la mayor parte de las páginas, pero queda una. Tiene escrito: «Robin Miller.
Libro de los Espías
. Solo sabemos que Atenas, de momento».

Eva sintió una oleada de emoción.

—Entonces, tenemos que ir a Atenas.

—Sí —dijo él, entregándole el arma de Preston—. Si se mueve, dispárale. Tampoco sabemos nada de Serin, así que ten cuidado con él también.

Se guardó la nota y el dinero en el bolsillo interior de la chaqueta, y volvió a entrar aprisa en el local de Yakimovich.

Serin soltó un quejido y murmuró algo en turco. Abrió los ojos y agitó la cabeza, aterrorizado, hasta que vio que Preston estaba tendido inconsciente.

Alzó la vista a Eva y sonrió.

—Es usted bonita.

Judd regresó con cuerdas y con la bolsa de viaje de los dos.

—El dependiente no me ha aclarado nada. Está temblando, muerto de miedo.

Mientras ataba firmemente a Preston las manos a la espalda, miró a Serin.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó.

El turco se sentó.

—Conozco a esos dos —dijo, señalando con el pulgar hacia los hombres que estaban tendidos más lejos, en el pasillo—. Son malos. Yo estaba allí atrás, en un taller, visitando a un amigo, y los vi pasar corriendo. Hace mucho tiempo, yo estaba en el MIT. Nuestra
Milli Istihbarat Teskilati
—les explicó, al ver sus miradas—, la Organización Nacional de Inteligencia. Así que pensé que iría a ver qué maldades se traían entre manos. Cuando llegué aquí, los dos estaban tendidos con heridas de bala, y aquel —señalando a Preston— acababa de arrojar a Mustafá a través de la puerta. Tuvimos una gran batalla él y yo —añadió, con sonrisa de conspirador—. Pero yo soy veterano en las peleas callejeras, y él se creyó que podría conmigo. Sin embargo, esta comadreja consiguió darme un buen golpe justo antes de que yo lo derribara, y me he caído y me he dado un golpe en la cabeza.

Se frotó la nuca.

—En los viejos tiempos… Ah, en los viejos tiempos le habría comido el buche.

Soltó un suspiro cansado.

—¿Está usted bien, señor Serin? —dijo Eva, tomándolo del brazo mientras él se esforzaba por levantarse.

Judd desconfiaba.

—Preston no tenía ningún chichón. ¿Cómo lo derribó usted? —le preguntó, mientras terminaba de atar los pies a Preston.

—Con presión —dijo Serin. Se echó las manos al cuello y presionó con fuerza con los pulgares, para soltarlos inmediatamente—. En el servicio secreto aprendemos cosas útiles.

Judd asintió con la cabeza.

—Gracias por su ayuda. Usted no va armado; ¿quién disparó a los otros hombres?

—Puede que fuera ese —dijo, señalando a Preston—. Yo no vi a nadie más. Conozco a esos tipos. Puede que esperaran al momento en que él más los necesitaba, y entonces le exigieran más dinero, o alguna otra cosa que no podía o no quiso darles.

Se encogió de hombros, y observó después detenidamente a Eva y a Judd.

—Están metidos en un lío, ¿verdad? Creo que quieren matarlos. Pero parecen unos turistas muy agradables.

Judd se limitó a dedicarle una breve mirada.

—Vámonos, Eva.

—Creo que he oído a alguien hablar de Atenas —siguió diciendo Serin—. ¿Quieren ir allí? Yo conozco un sitio donde alquilan embarcaciones sin hacer muchas preguntas. Puedo llevarlos en el barco a un aeropuerto pequeño, al sur de aquí, cuyo propietario es amigo mío. Quizá les viniera bien huir de Estambul antes de que este se suelte —dijo, señalando a Preston, atado de pies y manos en el suelo de piedra—, o de que envíen a alguien que ocupe su lugar. Yo ahora soy pobre. Ustedes podrían pagarme bien. Quizá agradezcan la ayuda de alguien que conoce el terreno.

Eva, preocupada por cómo podría haberlos encontrado de nuevo Preston, miró a Judd.

Ella era partidaria de aceptar la oferta.

Judd tomó una decisión.

—No le importará que lo registre por si lleva armas —dijo.

Serin alzó los brazos; las anchas mangas de su caftán le cayeron hasta más abajo de los codos.

—Se lo ruego —dijo.

Judd lo palpó desde el cuello hasta las plantas de los pies, prestando atención especial a las axilas, la baja espalda, los muslos, las pantorrillas y los tobillos.

—Está bien —dijo por fin Judd—. Vámonos.

Serin se adelantó aprisa, probando las manillas de las puertas hasta que localizó un pequeño almacén de artículos de limpieza. Judd encontró dentro unos trapos. Metió uno a Preston en la boca, lo aseguró amordazándolo con otro, y dejó al hombre inconsciente bien atado.

—No has matado a Preston —susurró Eva mientras seguían apresuradamente a Serin.

—Lo pensé. Pero está desarmado; al parecer, no sabe en qué parte de Atenas está el
Libro de los Espías
, y, en todo caso, estará fuera de combate el tiempo suficiente para que nos escapemos.

Titubeó, y reconoció por fin:

—Y yo ya tengo bastante sangre en las manos.

CAPÍTULO
42

La luz de aquel día de abril se desvanecía; los colores lavanda de la puesta del sol se extendían suavemente sobre el azul añil del mar de Mármara. En el amplio puerto deportivo de Estambul donde Salih Serin había llevado a Judd y a Eva, las ondas mecían los cascos de las embarcaciones y las jarcias se agitaban contra los mástiles.

Judd se apostó a quince metros de Eva y de Serin, observando, mientras Serin negociaba en turco con un joven encorvado el alquiler del barco que habían escogido, un yate Chris-Craft de líneas airosas y que tenía la potencia suficiente para hacer la travesía con facilidad dejando atrás a otras embarcaciones.

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