La biblioteca de oro (27 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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—¿Y después? —insistió Preston.

—Meteremos en el yate al
signor
y a la
signora
, nos adentraremos en el Mediterráneo con él, y en alta mar lo desvalijaremos todo y lo abandonaremos. Parecerá que los asaltaron unos piratas para robarles.

—¿Tenéis sus maletines?

—Por supuesto. Los recogimos en el hotel, y pagamos también la cuenta.

Preston asintió con la cabeza, satisfecho. Tenía pendiente otro problema mayor: ¿dónde se habían metido Blake, Ryder, Law y Cavaletti?

Mientras la furgoneta tomaba el camino de Ostia Antica, Preston repasó mentalmente todo lo que sabía. Parecía que al menos uno de los cuatro estaba herido, pero no de tanta gravedad como para no haber podido huir. Necesitaba que los operativos de Roma los encontrasen a todos. Pensó en el tatuaje de Charles; el equipo de seguridad había desmontado los despachos de Charles y de Robin y la casita en que vivían los dos, pero no habían encontrado nada relacionado con el tatuaje ni ningún registro de la ubicación de la biblioteca. El tatuaje le hizo pensar en el director; este ya iba en el avión con Robin Miller. Si el director sacaba algún dato a Robin, llamaría por teléfono a Preston.

Cuando estaba pensando en ello, sonó su teléfono móvil.

—¿Sí?

Era su contacto de la NSA.

—Su persona de interés ha encendido el móvil y ha hecho tres llamadas desde Roma.

—¿Desde dónde, exactamente?

Preston sintió un arrebato de esperanza. Era el teléfono móvil de Eva Blake; él había encontrado el número en el móvil de Peggy Doty después de acabar con ella en Londres.

—Aeropuerto de Fiumicino.

Preston soltó una maldición. Era el otro aeropuerto, y estaban demasiado lejos para llegar en poco tiempo.

—¿A quién ha llamado?

—A Adem Abdullah, Direnc Pastor y Andrew Yakimovich. Puedo darle los números que marcó. Todos en Estambul. Dos de ellos tienen dirección.

—¿Ha escuchado las conversaciones?

—Bien sabe que no, Preston. No puedo ir tan lejos, ni siquiera por usted.

—¿A quién llamó en primer lugar?

—A Yakimovich. Fue una llamada corta, de menos de un minuto…, a un número desconectado. Las otras dos llamadas duraron cinco y ocho minutos.

—¿Cuáles son sus números y direcciones?

Anotó los datos en el cuadernito de bolsillo que llevaba siempre encima. Cuando ya no necesitaba una anotación, arrancaba la hoja y la destruía. Le quedaban pocas hojas.

—Gracias, Irene. Tendrá que apagar su teléfono móvil durante el vuelo. Cuando vuelva a activarlo, avíseme, llame por teléfono o no. Tengo que saber dónde está exactamente.

La NSA era capaz de determinar situaciones con una precisión de centímetros, en función de los satélites que estaban en órbita. Preston puso fin a la conexión y miró a Nico.

—Da la vuelta. Llévame otra vez a Ciampino.

Tomaría otro avión privado y llegaría a Estambul antes que ellos.

CAPÍTULO
34

Washington, D. C.

Era última hora de la tarde; las sombras se alargaban sobre Capitol Hill, y Tucker Andersen estaba de pie ante la sede central de la Catapult y miraba con nostalgia hacia el exterior. Estaba cansado de estar encerrado. En el porche de la entrada se encontraba un joven oficial de la Escuela de Formación de Oficiales de Langley, que tenía en las manos un paquete pequeño envuelto en papel marrón de embalaje. Su expresión manifestaba como es debido la impresión que le producía el verse cara a cara con el célebre maestro espía.

Tucker tomó el paquete, se lo echó debajo del brazo y firmó el albarán. Después, fue al escritorio de Gloria. No se veía a esta, que seguía haciendo la pausa del café. Dejó caer el paquete junto al ordenador de Gloria y fue por el pasillo hasta su despacho. Se sentó ante su escritorio, dejó a un lado el informe que había estado leyendo y comprobó su correo electrónico.

Uno de los mensajes procedía de la oficina del forense de Los Ángeles y se lo había reenviado Gloria. Decía que se había exhumado el cuerpo que estaba en la tumba de Charles Sherback y que estaban acelerando la autopsia y la prueba de ADN, pero que tardarían un par de días. Un segundo mensaje confirmaba que en el hotel Le Méridien de Londres se había registrado una habitación a nombre de Christopher Heath, el mismo nombre que aparecía en el carné de conducir de Sherback. Uno de los recepcionistas recordaba haberlo visto, acompañado de una mujer rubia, pero no había detalles.

Tucker, inquieto, se disponía a marcharse cuando le llegó un nuevo correo electrónico del MI5. Lo leyó rápidamente: durante la noche anterior no se había encontrado en Londres ningún cadáver de varón adulto con la cabeza afeitada y tatuada. Por lo tanto, no se había hecho ninguna detención al respecto. Se quedó mirando el mensaje, y después se recostó en su silla intentando entenderlo. Judd le había dicho que había disparado con cuidado para que Preston saliera vivo. Llegó por fin a la conclusión de que Preston debía de haber vuelto en sí antes de que llegara la Policía, y se habría llevado el cuerpo de Sherback. Tucker envió a Judd un mensaje de correo electrónico encriptado para advertírselo.

Preocupado, se estiró, se puso de pie y salió al pasillo hacia el pequeño centro de comunicaciones de Catapult, que era también centro de investigación de datos e informático. En la puerta lo recibió un rumor de voces y teclados y un ambiente de premura. Había una docena de ordenadores y de teléfonos seguros sobre mesas de trabajo dispuestas en hileras ordenadas. En la parte superior de las paredes había grandes pantallas de televisión sintonizadas con la CNN, MSNBC, FOX, BBC y Al Jazeera; pero los monitores también podían presentar imágenes clasificadas. En la zona de trabajo se veían los restos habituales de latas de refrescos, bolsas arrugadas de comida para llevar y cajas de
pizza
vacías, que lo impregnaban todo del olor salado y grasiento de la comida rápida.

Tucker se detuvo y observó a los que trabajaban allí, que estaban casi todos inclinados sobre sus teclados. Ninguno había cumplido los treinta. El número de aspirantes a ingresar en Langley se había multiplicado a partir del 11 de septiembre, y ahora la mitad de los miembros del personal eran de ingreso reciente. Le preocupaba la pérdida de experiencia y de la cultura propia de la institución; pero esas eran las consecuencias de los despidos o de la marcha de buenos agentes y analistas veteranos, que se había producido en la década de 1990 y en otra oleada en la década siguiente, durante el mandato de un director de la CIA negativo para la moral. Con todo, este nuevo grupo tenía dedicación y entusiasmo.

Entró en la sala y se reunió con Brandon Ohr y Michael Hawthorne, que estaban de pie con Debi Watson junto a la mesa de trabajo de esta. Debi era la jefa de informática. Daba la impresión de que los tres tenían veinticinco años de edad media, aunque en realidad tenían unos treinta. Tenían dedicación, talento e inteligencia.

—Ya veo cómo trabajáis —dijo Tucker aparentando seriedad. No era original, pero serviría para el caso.

Michael y Brandon estaban de vuelta esperando destino, después de largas estancias en el extranjero. Técnicamente, ninguno de los dos tenía por qué estar allí; pero es que Debi era soltera, una morenita guapa, de grandes ojos castaños y acento sureño. A Tucker le interesaba escuchar las excusas que le pudieran dar.

—Estoy en mi rato de descanso —se apresuró a decir Brandon. Tenía la cara cuadrada, apuesta, con un asomo de barba de estrella de cine.

—Yo tenía una duda que quería consultar con Debi —explicó Michael. Era alto, delgado, con hoyuelos en su rostro negro.

—Es verdad,
señó
—aseguró Debi a Tucker, con toda la plenitud de su acento de belleza sureña.

Tucker se quedó mirando a los hombres con seriedad, sin decir nada. Era su «mirada fulminante», como la llamaba Gloria.

Brandon fue el primero que captó la indirecta.

—Supongo que más me vale volver con el montón de papeles que tengo en mi escritorio —dijo; y se marchó tranquilamente. Por el camino, cerca del fondo de la sala, extrajo un bote de Pepsi Light de un pack de seis y se lo llevó.

—Gracias, Debi —le dijo Michael—. Mañana te volveré a consultar sobre ese refugiado de Trípoli al que tengo echado el ojo.

Dicho esto, se fue siguiendo los pasos de Brandon.

A Tucker le agradó observar que ninguno de los dos se había dejado intimidar del todo por él. Daban muestras de la fortaleza interior necesaria para aquel trabajo.

Debi se sentó tras su mesa de trabajo y se tiró de la falda corta para bajársela.

—Me disponía a enviarle un correo electrónico.

—¿Tienes respuestas para mí?

Había encomendado a Debi la tarea de localizar el rostro alterado de Charles Sherback y los dos números de teléfono anónimos de su móvil.

—No la que quiere oír. En ninguna de las bases de datos federales hay nada que concuerde con la cara de su hombre. Tampoco en las bases de datos estatales. Y no hay ninguna coincidencia positiva con la Interpol, ni con ninguno de nuestros amigos. Teniendo en cuenta que es estadounidense, cabría esperar que tuviera al menos una foto del carné de conducir. Es casi como si no existiera.

—¿Y los dos números de teléfono?

—Son de móviles desechables, pero eso ya lo sospechaba
usté
. Todavía no han tenido ninguna actividad. La NSA me avisaría inmediatamente.

Tucker, decepcionado, regresó a su despacho. En cuanto entró, sonó el teléfono de su mesa. Era Judd Ryder. Se dejó caer en su sillón y escuchó.

Judd le relató de lo que se habían enterado Eva y él en casa de Yitzhak Law y le contó el ataque que habían sufrido a manos de los Charbonier.

—Los Charbonier no podían saber de ninguna manera que íbamos para allá —concluyó Judd, preocupado—. Debéis de tener una filtración.

Judd, atónito, pensó rápidamente.

—En Catapult, solo hay una persona aparte de mí que conozca los detalles: la jefa, Cathy Doyle. ¿Y por tu parte?

—Solo estamos Eva y yo, y ella ha estado conmigo todo el tiempo. Siempre que me pongo en contacto contigo utilizo mi móvil seguro. Tanto para el teléfono como para el correo electrónico.

La tecnología de codificación del móvil no solo encriptaba la voz y los datos, sino que desordenaba las longitudes de onda por las que viajaban los mensajes, con lo que resultaban imposibles de descifrar.

Tucker soltó una maldición.

—Nos han pinchado de alguna manera. Hablaré con Cathy.

—Mira también lo que puedas descubrir acerca de los Charbonier y de su relación con la Biblioteca de Oro, y si se han dedicado a algo raro que pudiera estar relacionado con el terrorismo. Angelo dijo que era miembro del club de bibliófilos. Cuando le pregunté si mi padre lo había sido también, no me respondió.

Judd hablaba con voz tranquila, profesional; pero Tucker advirtió su emoción y su conflicto cuando habló de su padre y del club de bibliófilos.

—Por supuesto —dijo—. ¿Vais a Estambul?

—Sí. Vamos a tomar un vuelo comercial. Parece lo más seguro en estas circunstancias. Eva llamó para preparar la visita, pero el teléfono de Yakimovich está desconectado. Debe de haberse mudado una vez más. Pudo ponerse en contacto con dos antiguos amigos de Estambul, pero no saben dónde está ahora Yakimovich. Si pudieras localizarlo tú, sería de gran ayuda. Tardaremos unas horas en llegar allí.

—Veré lo que puedo hacer.

En cuanto Tucker hubo colgado, Judd llamó a un colega suyo con el que había trabajado durante la guerra fría. Era Faisal Tarig, que estaba ahora en la Policía de Estambul.

—Conozco a Andy Yakimovich —dijo Faisal—. Un tipo muy taimado. Normal, por otra parte, siendo como es mitad ruso y mitad turco. Quizá pueda localizarlo. ¿Sigues fumando esos marlboros tan varoniles?

—No, los dejé; ahora tomo agua mineral.

—Espero que no te hayas vuelto aburrido, viejo amigo. Pero puede que no, en vista de las cosas que me preguntas. Estaré en contacto.

—No digas a nadie que he llamado, ni la información que necesito.

Hubo un silencio.

—Entiendo.

Después de colgar, Tucker se quedó sentado un momento, pensando, y después se encaminó directamente al despacho de Cathy. Era un despacho grande, justo detrás de la mesa de recepción. Como jefa que era, tenía el mejor despacho. Daba a la calle, y las ventanas tenían vidrio especial que impedía ver desde fuera el interior o escuchar conversaciones con un desmodulador.

La puerta estaba abierta. Se asomó. En la pared, entre certificados de felicitación de la CIA, había fotos de familia. Tenía más fotos sobre el escritorio. En un tiesto crecía una planta verde, una especie de hiedra. Cathy estaba al teclado, mirando la pantalla de su ordenador, y tenía revuelto el pelo corto, con mechas rubias.

—Sé que estás ahí, Tucker. ¿Qué tienes en la cabeza? —dijo, sin haberlo mirado siquiera.

Él entró y cerró la puerta.

—¿Quién ha oído hablar de mi operación de la Biblioteca de Oro?

Mientras Tucker se sentaba, ella volvió la cabeza hacia él y frunció el ceño.

—¿Por qué lo preguntas?

Él le explicó lo de la filtración.

—No tiene explicación que los Charbonier estuvieran esperando a mi gente en casa de Yitzhak Law.

Ella se giró hacia su escritorio, quedando frente a él.

—Solo he hablado de Yitzhak Law a una persona: al director adjunto, en mi informe rutinario, hace cosa de un cuarto de hora. Demasiado tarde como para que la filtración procediera de nosotros.

—Hablaré con nuestra gente de informática. Supongo que es posible que alguien haya entrado en nuestro sistema. Pero, en tal caso, no saltó ninguna alarma. Desde ahora, todos los informes te los haré verbales.

Se quedaron callados. Cada día, miles de
hackers
aficionados y profesionales intentaban vulnerar los ordenadores gubernamentales de los Estados Unidos. En Langley no habían perdido datos importantes hasta la fecha, y Catapult, como otras unidades especializadas pequeñas, empleaba el mismo sistema de alta seguridad.

Cathy asintió con la cabeza.

—¿Alguna novedad sobre la Biblioteca de Oro?

—Ryder y Blake van camino de Estambul, siguiendo una buena pista —dijo Tucker—. En cuanto a mí, cuando pueda volver a casa me alegraré.

Al menos, estaba dedicando mucho trabajo a las misiones que dirigía.

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