La biblioteca de oro (26 page)

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Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
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Judd se rio.

—Tienes matrícula de honor en atormentar a los alumnos, profesor.

El profesor volvió la vista con una sonrisa en su rostro redondo. Siguieron en silencio, mientras el pasadizo subterráneo descendía abruptamente y el aire se volvía frío y húmedo. De las piedras de la parte superior descendían estalactitas espectrales, creadas por el rezumar del agua subterránea, rica en calcio. Después, tras una revuelta brusca del túnel, el ruido del agua corriente se multiplicó por cuatro… y les llegó una peste a podredumbre. Producía mareos por su intensidad, y contenía todos los olores horribles que había descrito Yitzhak.

A Judd le ardía la nariz.

—La Cloaca no puede estar muy lejos.

—No podemos entrar en la Cloaca —dijo Roberto, nervioso—. Volvamos atrás.

—Todavía no…

Pero, antes de haber podido terminar la frase, el profesor soltó un grito. Echó los brazos por encima de la cabeza, y los pies le salieron despedidos. Giró sobre sí mismo, intentando frenéticamente asirse a la pared irregular de tierra mientras los pies le caían al agua. Si la corriente era lo bastante rápida y profunda, podría arrastrarlo hasta la gran cloaca.

Eva asió al profesor del brazo antes de que Judd hubiera tenido tiempo de arrojarse a ayudarlo.

—Te tengo —le dijo.

La corriente se apoderó de las piernas del profesor. Se lo estaba llevando.

—Vuélvete hacia la orilla, Yitzhak —le ordenó Judd, asomándose por delante de Bash y de Roberto—. Intenta apoyar las rodillas en tierra firme.

—¡Tú puedes! —exclamó Eva, que tenía las manos blancas de la tensión. Se le hinchaban los músculos de la mandíbula con el esfuerzo de sujetar al profesor.

La calva de Yitzhak se cubrió de sudor mientras este se volvía lentamente, apartándose de la corriente para dar frente a Eva. La asió del brazo con la mano que tenía libre; encorvó la espalda y metió las caderas.

—Vamos. Vamos.

Eva estaba doblada casi en dos, con silueta forzada, mientras lo sujetaba con las dos manos.

Yitzhak soltó un gruñido y sacó del agua una rodilla, y después la otra. Siendo cada vez menor la profundidad de la corriente que lo arrastraba, Eva lo ayudó a subir centímetro a centímetro. Por fin, salió del todo. Estremeciéndose, puso los pies en la repisa estrecha, plantándose entre Eva y Roberto.

—¿Estás entero, Yitzhak? —le preguntó Roberto, dándole palmadas en el hombro y en la espalda.

Yitzhak se miró los pantalones, que ahora tenía pegados a las piernas. Le salía agua a raudales de los zapatos.

—Estoy vertiendo salud —dijo, con una sonrisa sobria—. Gracias, Eva.

—¿Por qué te has resbalado, Yitzhak? —le preguntó Judd—. Mira alrededor de tus pies. ¿Qué ves?

Hubo una pausa.

—Tienes razón. Aquí está la parte superior de un cráneo. No la había visto hasta ahora. Debía de estar oculta bajo el barro.

—¿Hay más cráneos? —preguntó Eva, deslizando el pie por la repisa para apartar el lodo.

—He encontrado otro —anunció el profesor.

—Yo también —dijo Eva.

El profesor dirigió la luz de su linterna al muro de la cueva, por encima de ellos, y lo fue recorriendo después de un lado a otro, bajando progresivamente, hasta que llegó al punto donde la pared llegaba a la orilla.

—Aquí hay una abertura pequeña —dijo. Se agachó y le dirigió la luz de la linterna.

—¿Qué hay allí? —preguntó Eva, poniéndose en cuclillas a su lado.

—No lo sé. Ayúdame a cavar, Eva.

—Lo haremos nosotros —les dijo Judd—. Vamos, Bash.

Los otros dos se adelantaron, y Bash se situó frente al agujero sentándose sobre los talones. Clavando la punta de su monopatín en la tierra húmeda, fue sacando paletadas a la repisa, donde Judd arrojaba la tierra a la corriente. Siguieron trabajando por turnos durante media hora, hasta que el agujero medía noventa centímetros de diámetro y formaba un túnel de sesenta centímetros de hondo. Subía hacia ellos un olor mohoso a cerrado.

Judd dirigió la luz de su linterna al pequeño pasadizo y gateó por él. Se puso de pie e inspiró vivamente mientras dirigía la luz a su alrededor. Había entrado en el mundo gris de los muertos. Las paredes, desde el suelo hasta el techo en cúpula, estaban cubiertas de calaveras blanqueadas por la edad, apiladas unas sobre otras.

Pasó al centro de la gran cripta y se volvió, sin dejar de iluminar con su linterna aquella escena sobrecogedora. Era como un carnaval macabro. Las calaveras formaban arcos que rodeaban los rincones y enmarcaban paredes de piedra en las que se habían pintado cruces y otros símbolos religiosos, ya desvaídos. Había esqueletos completos, vestidos de monjes, con hábitos pardos hechos jirones, echados en bancos de piedra como si esperaran la llamada para la oración.

—Dios mío —dijo Eva, respirando hondo al llegar a su lado—. Solo había visto un osario como este en una revista de historia.

—Es imposible saber lo que guardan los subterráneos de Roma —dijo el profesor, que llegó junto a ellos, sujetando a Roberto—. Pasadizos enterrados, letrinas, acueductos, catacumbas, puestos de bomberos, túneles de acceso…, y esto no es más que el comienzo. A mí me parece que esta cripta perteneció a la Orden de los Capuchinos. Eso significa que algunas osamentas podrían tener quinientos años de antigüedad.

—Debe de haber miles —juzgó Bash—. Pero ¿cómo diablos vamos a salir de aquí?

Por debajo de sus pantalones cortos, tenía las rodillas cubiertas de barro; pero por entonces todos estaban embarrados.

—Espero que por allí —dijo Judd, dirigiendo su linterna hacia el fondo de la sala, donde un alto arco de calaveras enmarcaba unos escalones de piedra desgastados que ascendían—. Roberto, ¿quieres que Bash te lleve en brazos?

—Subiré yo solo —dijo Roberto, apartándose de Yitzhak.

Judd asintió con la cabeza y fue en cabeza del grupo, entre montones de huesos y subiendo por unas escaleras de piedra en cuyas paredes estaban pintadas cruces y otros símbolos religiosos. Al doblar la esquina de un rellano, vieron en la pared, por encima de sus cabezas, pelvis humanas dispuestas en forma de alas de ángeles.

Judd se detuvo al oír a su espalda los jadeos de Roberto. Se volvió.

—Llévalo en brazos, Bash.

Antes de que Roberto hubiera tenido tiempo de protestar, Bash entregó a Eva su monopatín y tomó en brazos al hombrecillo.

—Los heridos en combate reciben tratamiento especial —dijo—. Oye, no tienes que pagar billete.

Roberto alzó la vista hacia el rostro del joven musculoso.

—No me quejo de mi suerte —dijo—. Gracias.

Llegaron por fin a la parte superior, donde les cerró el paso una puerta de hierro ornamentada. Judd miró entre las rejas. Al otro lado había otro hueco de escalera, esta vez de cemento moderno.

—Oigo ruido de tráfico —dijo Eva, emocionada.

Judd probó la puerta.

—Cerrada con llave, claro está.

Guardaron silencio, y Judd percibió el agotamiento general.

—Parece que últimamente estoy abriendo muchas cerraduras a tiros.

Dijo a los demás que se apartaran, enroscó en su Beretta el silenciador y disparó. Saltó polvo metálico por el aire inmóvil. Las paredes de piedra devolvieron el eco de la detonación.

Empujó la puerta y, tras abrirla, alzó la vista.

—Cielo azul —dijo.

—Aleluya —dijo Eva.

Siguieron ascendiendo, con Judd siempre en cabeza. Cuando llegó cerca de la salida superior, se detuvo y se asomó a mirar. Habían aparecido entre unas ruinas de columnas derribadas, losas de travertino y fragmentos de granito dispersos entre la tierra y los hierbajos que había entre dos edificios antiguos. Al fondo de aquella zona había otro edificio antiguo más. Las ruinas estaba separadas de la acera y de la calle por una cerca comercial de alambre.

Se volvió hacia los demás, que lo miraban con expectación desde más abajo, en las escaleras.

—No sé dónde estamos exactamente —dijo—. Al menos, es terreno abierto. Todos estamos sucios, pero lo que llamaría la atención de manera inconveniente sería la sangre. Lo digo por vosotros, Eva y Roberto.

Eva se quitó la chaqueta en unos instantes. Tenía limpia la camisa verde. Mientras daba la vuelta a la chaqueta y se la sujetaba a la cintura atando las mangas, Bash bajó a Roberto al suelo y le ayudó a ponerse de pie. Judd lo observó. Aunque estaba firme, tenía la piel ligeramente sonrosada; quizá estuviera febril. Ya no llevaba en el hombro el pañuelo, que habría perdido en alguna parte por el camino. Tenía la camisa blanca cubierta de sangre. Se la desabotonó con precaución.

—Bash, da a Roberto tu camiseta —decidió Judd.

Bash se quitó la chaqueta y se sacó por la cabeza la camiseta negra. Judd inspeccionó la herida de bala de Roberto, un corte oblicuo que le transcurría por la parte superior del hombro.

—Te recuperarás —le dijo—. Aunque seguramente te estará doliendo como un demonio.

—El dolor es lo de menos. Somos libres.

Roberto no se movió mientras Yitzhak le ponía la camiseta por la cabeza.

—Llévate al profesor y a Roberto —dijo Judd a Bash—. Eva y yo nos esperaremos a que os hayáis marchado. Para salir de aquí tendrás que romper una puerta de verja de alambre.

—Después de lo que hemos pasado… es pan comido —dijo Bash con una sonrisa.

—De modo que aquí os dejamos —dijo el profesor, sonriendo a Eva. Estaba mojado y desaliñado, pero le salía a relucir el carácter optimista—. Cuídate; y, aunque no entiendo nada de lo que ha pasado, gracias de todo corazón.

Abrazó a Eva, y después dio la mano a Judd.

—Hemos vivido una aventura. Espero que la próxima vez que nos veamos sea todo más aburrido.

Roberto besó a Eva en las dos mejillas.

—Tienes que seguir en contacto —le dijo.

—Lo haré —le prometió ella.

Por último, Judd conferenció con Bash.

—Los Charbonier no podían saber de ninguna manera que íbamos a la casa de Yitzhak —dijo Judd, escogiendo con cuidado las palabras—. Llamaré a nuestro amigo común y le pondré al día. Tenemos una filtración en alguna parte.

El joven espía asintió con la cabeza con seriedad, y se dieron la mano. Después, subió los escalones para salir a las ruinas, seguido de Roberto y de Yitzhak.

Eva llegó junto a Judd y subieron la escalera para poder ver cómo se acercaba a la cerca el trío. Bash miró a un lado y otro. Cuando no hubo nadie en la acera, rompió el candado de un golpe de su monopatín. Al poco, el joven alto y los dos hombres de mayor edad a los que custodiaba salieron por la puerta y se alejaron caminando.

—Tenemos que suponer que los de la Biblioteca de Oro ya se han enterado de quién eres tú también —dijo Eva a Judd—. De modo que no podemos usar tus tarjetas de crédito; y está claro que no podemos usar las mías. Y Estambul está muy lejos para ir a dedo.

—Llevo encima otro juego de documentos de identidad. Sacaré yo los billetes. Lo que me preocupa es si nos seguirán hasta Estambul.

CAPÍTULO
33

Mientras pasaban velozmente los rastros rojos de las luces traseras de los vehículos, Preston esperaba con impaciencia en el exterior de la terminal del aeropuerto internacional de Ciampino, el segundo en importancia de Roma. Lo había elegido porque estaba más próximo al corazón de la ciudad y, por tanto, era más eficiente. La eficiencia tenía ahora una importancia especial. El informe de su hombre en Roma había sido malo. Angelo y Odile Charbonier habían muerto a tiros, mientras que Judd Ryder, Eva Blake, Yitzhak Law y Roberto Cavaletti habían desaparecido. Miró su reloj, con pésimo humor. Las ocho de la tarde.

Cuando se detuvo ante él una larga furgoneta negra, abrió la puerta corredera lateral y pasó al interior. El vehículo se sumó al tráfico del aeropuerto, y él se puso en cuclillas en la parte trasera, junto a los cadáveres. Levantó la manta. Angelo Charbonier tenía cara de rabia en la muerte. Odile tenía la cabeza cubierta de sangre seca y esquirlas de hueso.

Avanzó gateando hasta el asiento individual que estaba detrás del conductor.

—Has tardado lo tuyo en llegar.

Iba al volante Nico Bustamante, hombre muy corpulento que todavía llevaba puesto su chándal gris. Soltó una maldición en italiano, y dijo después en inglés:

—¿Qué se esperaba? Ya le dije que aquello era un desastre y que teníamos que limpiarlo.

Vittorio, que iba en el asiento contiguo al del conductor, asintió con la cabeza. Esbelto, de complexión delgada pero fuerte, se había quitado la ropa de correr tricolor y se había puesto unos pantalones vaqueros y una camisa también vaquera.

—Vuelve a decirme exactamente lo que os encontrasteis —le ordenó Preston.

—Al
signore
y la
signora
Charbonier, asesinados los dos en la cocina —dijo Nico—. Registramos la casa. Allí no había nadie, y no encontramos ninguna salida oculta. Los objetivos no salieron por la puerta principal. Lo sé porque dejé apostados hombres en ambos extremos de la calle. Y tampoco salieron por la parte trasera: allí estábamos nosotros.

—Fue como si se hubieran evaporado en el mundo de las almas —dijo Vittorio, santiguándose.

Mientras se detenían en un semáforo, Preston preguntó:

—¿Y cuando limpiasteis la cocina?

—En la basura solo había los desechos normales… Lo digo porque sé que me lo va a preguntar usted. Lo único raro eran unas salpicaduras de sangre que estaban demasiado lejos del
signore
y de la
signora
para ser suyas.

—De modo que alguien más salió herido. Di a tu gente que comprueben a los vecinos, los hospitales y la Policía.

Nico sacó su teléfono móvil mientras salía con la furgoneta a la Via Appia Nuova, congestionada de tráfico.

Mientras Nico hacía la llamada, Preston preguntó a Vittorio:

—¿Qué se hace con los Charbonier?

—Está todo organizado. En Ostia Antica espera un yate alquilado a nombre de ellos.

Ostia Antica era el antiguo puerto de mar de Roma, donde el río Tíber desembocaba en el mar Tirreno. En la actualidad, la ciudad era poco más que una librería, un café, un minúsculo museo y algunas ruinas llenas de mosaicos; pero era un lugar apropiado para los Charbonier: en el anfiteatro de Ostia Antica se había estrenado hacía unos dos mil años la tragedia
Medea
, de Ovidio, de la que no se conservaba ninguna copia… salvo en la Biblioteca de Oro.

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