La biblia de los caidos (3 page)

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Authors: Fernando Trujillo

BOOK: La biblia de los caidos
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El abogado de Mario Tancredo nunca había visto una iglesia de aspecto tan lamentable. Asomaba entre dos edificios antiguos, mal conservados, que amenazaban con derrumbarse y sepultarla. La pequeña parroquia se encontraba en medio de una red de callejuelas, flanqueadas por aceras tan estrechas que casi obligaban a caminar con un pie sobre la calzada.

El abogado se abrochó el botón de la americana mientras se acercaba a la puerta. No le extrañaba haber tardado tanto en encontrarla. Ahora solo quería terminar su encargo y largarse de ese barrio decrépito.

La puerta chirrió y el abogado temió que se le viniera encima. La luz era insuficiente en el interior. Había muchas velas y demasiadas columnas en un espacio tan reducido. Las telarañas eran tan espesas que podían pasar por cortinas, y el aire parecía lleno de polvo. No le gustó el lugar.

Un cura pasó a su lado sin mirarle. Leía un grueso tomo mientras caminaba. El abogado imaginó que se trataba de la Biblia, una lectura ideal para perder el tiempo. Arrodillado frente al altar había otro sacerdote, escuálido y arrugado.

—Eh, tú, ven aquí. —Su voz retumbó ahuyentando el silencio y rebotando contra las sucias paredes de piedra. El cura alzó su rostro anguloso y le miró en respuesta a su llamada—. Sí, tú, quiero hablar contigo.

El sacerdote separó las manos con las que estaba rezando y se levantó. Tomó un cayado torcido, que le superaba en altura, y se apoyó en él para caminar. Al abogado le pareció que tardó más de una hora en recorrer los diez metros que les separaban.

—¿Qué deseas, hermano?

Su voz temblaba, titubeaba al formar las palabras, como si fuera una actividad a la que no estaba acostumbrada.

—He venido a elevar una plegaria —dijo el abogado.

—El Señor siempre escucha a sus fieles, hermano.

—Eso he oído —dijo sin disimular su cinismo—. Pero no es él quien quiero que me escuche, ya me entiendes. —La cara del cura no varió en absoluto—. Me han hablado de esta iglesia..., para casos especiales. Mi plegaria va acompañada de un donativo.

—Los donativos siempre se agradecen en estos momentos de necesidad.

Algo crujió. El abogado no supo si era la madera de aspecto podrido con que estaban hechos los bancos para los feligreses, si es que había alguno que acudiera a aquel antro, o los tristes muros que les rodeaban.

—Desde luego, necesidad hay —observó—. Pero no es ese tipo de donativo del que hablo. Este es mucho más generoso de lo habitual. Trabajo para Mario Tancredo. Él es quien me ha encargado elevar la plegaria. Sabes de quién hablo, ¿no?

El cura movió levemente la cabeza.

—El mundo exterior no es de nuestra incumbencia, hermano.

El abogado consideró haberse equivocado de iglesia. No podía creer que hubiera gente que no supiera quién era Mario Tancredo, sobre todo, personas relacionadas con el asunto que le había arrastrado hasta allí.

—Escúchame bien, cura. Estoy buscando una iglesia especial. Dicen que rezando en este lugar, él atiende las plegarias. Y no me refiero al Señor. Me han ordenado contratarle. Si no sabes de quién hablo, será que no estoy en el lugar correcto.

El cura asintió y dio unos pasos apoyándose en el cayado. El abogado le siguió hasta una cruz bastante grande esculpida en la pared, insuficientemente iluminada por dos velas. Estaba en un rincón algo apartado.

—Arrodíllate ahí, hermano, y reza tus oraciones. Espero que aquel que no tiene alma atienda tus ruegos.

Al abogado empezaba a cansarle el teatro religioso. Estaban realizando un negocio, un contrato. Al menos así lo veía él.

—¿El sobre te lo entrego a ti?

El cura negó con la cabeza. Señaló una repisa polvorienta al lado de la cruz.

—¿Cuánto tarda en venir ese tipo después de que rece la plegaria?

—No vendrá —contestó el cura—. Si tu caso le interesa, él se pondrá en contacto contigo. No hay modo de predecir sus acciones.

Al abogado no le gustó esa respuesta.

—Hay mucho dinero en este sobre. ¿Pretendes que suelte un par de oraciones y me marche sin ninguna garantía?

—Así es como funciona —dijo muy serio el cura.

El abogado reprimió un juramento. No, así no funcionaban los negocios. Dejar ahí el sobre sin más sería una estupidez. Sin embargo, Mario había sido muy explícito y él no cometería el error de enfadar a su jefe. En su opinión, algo había perturbado a Mario, algo que nublaba su juicio. Todo este asunto de los rezos y las supersticiones religiosas no era propio de un poderoso inversor internacional.

El cura se marchó caminando despacio.

Un maullido sobresaltó al abogado e interrumpió sus pensamientos.

—¡Largo de aquí, bicho!

Agitó la mano en el aire pero el gato no se apartó de la cruz. Se sentó y le miró con unos relucientes ojos verdes. Tenía el pelo negro, brillante.

El abogado se encogió de hombros.

—Qué demonios...

Y se arrodilló. Dejó el sobre en la repisa y recitó la plegaria al pie de la letra. Al fin y al cabo, su cometido era cumplir órdenes.

VERSÍCULO 2

Hay una magia indiscutible en saber qué nos deparará el futuro. Se aprecia en la particular sonrisa que ilumina el rostro de quienes descubren su porvenir.

Sara conocía muy bien esas sonrisas, pues eran sus palabras y su arte los que las causaban.

Las dos jóvenes que acababan de entrar no eran diferentes de la mayoría. Sus ojos brillaban con la misma expectación de todos los que acudían a su consulta. Independientemente de sus motivaciones personales, nunca faltaba ese destello de impaciencia, de querer saberlo todo cuanto antes.

La chica morena, la más alta y rellenita, dejó caer el telón que hacía las funciones de puerta y el bullicio de la feria quedó razonablemente amortiguado. Era imposible aislarse por completo de la atmósfera festiva que acompañaba a todas las ferias. Cada puesto tenía su propia música, los feriantes ofertaban sus atracciones o sus mercancías, y los visitantes cantaban, gritaban y reían. En resumidas cuentas, disfrutaban. Una feria silenciosa sería impensable, aburrida y sin ningún tipo de encanto.

Las dos chicas miraron con los ojos muy abiertos la infinidad de objetos que adornaban la tienda de Sara. Había frascos de diversos tamaños y formas, muñecos pequeños, multitud de libros en las estanterías y muchas figuras colgando del techo, casi todas de animales exóticos, como dragones. Observaron durante unos segundos la fiel representación del firmamento nocturno que estaba dibujada en el techo. La luz de la estancia era muy tenue, pero los planetas y las estrellas refulgían, mientras el aroma del incienso arropaba a las dos visitantes.

—Bienvenidas —dijo Sara.

—Hola —respondió la morena—. Veníamos a... consultar...

—Quiere saber si un chico está enamorado de ella —intervino su amiga.

La morena le dio un codazo.

—Ya veo —dijo Sara, divertida—. Sentaos y veremos qué se puede hacer.

Era una petición muy usual, y más tratándose de adolescentes. El amor suscitaba la mayoría de las consultas que recibía, y eso a Sara le encantaba. No se le ocurría una motivación mejor.

Por fortuna, prácticamente todos los que requerían sus servicios perseguían buenos fines. Resolver conflictos con amigos o familiares, conocer el desarrollo futuro de una enfermedad y su posible curación, cosas así, siempre lideradas por el amor y las cuestiones económicas. También había gente interesada en la vida después de la muerte, pero en general nadie albergaba malas intenciones. Solo en un par de ocasiones, Sara tuvo que negarse a atender la consulta. Se trataba de un hombre que buscaba el modo de dejar lisiado a su jefe, y de un chaval que quería castigar a su novia por haberle engañado con otro. Por lo visto tenían la idea de que Sara era una especie de experta en vudú.

Las dos chicas se sentaron frente a la mesa del centro de la tienda. Sara apartó una bola de cristal, y encendió una vela blanca, alargada y gruesa, que descansaba sobre un platillo cubierto de pétalos de rosas, cuarzos y monedas herrumbrosas. Un hilillo de humo ascendió retorciéndose y se fue esparciendo por las lonas que hacían las veces de paredes.

—¿De verdad puedes ver el futuro? —preguntó la enamorada.

—No siempre —contestó Sara manteniendo el misterio—. Es un arte complicado y requiere mucho esfuerzo. Decidme vuestros nombres.

—El mío, no —dijo la amiga—. Yo no creo en estas cosas. Solo la acompaño para que deje de darme la paliza.

—Yo soy Carolina y ella es Marta. Le da vergüenza admitir que esto le gusta tanto como a mí.

—De eso nada. Yo no quería venir, no lo olvides.

—Pero ya que habéis venido, puedo intentar ayudaros —dijo Sara—. Carolina, dame tu mano. Extiéndela con la palma hacia arriba. Eso es, así.

Sara estudió con atención las líneas que surcaban la joven palma de Carolina. Repasó cada trazo con mucho cuidado y se concentró...

—Veo dos chicos muy importantes para ti... —comenzó a decir Sara sin despegar los ojos de la mano de la chica—. Pero no sabría decir a cuál quieres más.

—Solo me gusta un chico —le corrigió Carolina con cierto escepticismo.

—Ya te dije que esto es un timo —le recordó Marta.

—Uno de los chicos es muy alto —continuó Sara sin prestar atención a sus protestas —. Habéis discutido hace poco. Fue una discusión muy fuerte, pero os queréis a pesar de ello... No te sientes bien por lo sucedido. La culpa te corroe por dentro.

—Ese es mi hermano. Nos peleamos la semana pasada. Me ensució mi mejor vestido antes de la fiesta y yo le destrocé su cazadora favorita. Es alucinante, ¿cómo lo has sabido?

—Porque tú se lo acabas de decir —gruñó Marta.

Sara obvió el comentario.

—El otro es bajito y ha sufrido un accidente recientemente. Estuvo en el hospital.

—Sí, ese es Jaime —dijo Carolina muy contenta —. ¿Cómo lo has sabido?

—Porque fuiste a verle —respondió Sara alzando la cabeza y mirándola a los ojos—. De modo que Jaime es la razón de tu visita.

Carolina asintió.

—¿Puedes ver si yo le gusto y si acabaremos juntos?

—Eso es ridículo —interrumpió Marta—. Nadie puede ver el futuro.

—¿Y qué hay de lo que acaba de adivinar? ¿Lo consideras suerte?

—No tengo ni idea, pero no me lo trago. Y eso era el pasado.

—Para responder a tu pregunta necesito algo que pertenezca a Jaime. Una prenda o...

—Tengo su libro de Matemáticas —dijo Carolina sacándolo del bolso y poniéndolo sobre la mesa. El humo de la vela iba ganando densidad poco a poco, impregnando el ambiente de una curiosa niebla—. ¿Bastará con eso?

—Ahora lo veremos.

Sara puso su mano derecha sobre el libro y cerró los ojos. Esperó unos segundos y entonces retiró la mano bruscamente.

—¿Qué has visto? —preguntó Carolina.

—A ese chico, Jaime —dijo Sara con un leve temblor en la voz.

—¿Por qué pones esa cara? ¿Hay algún problema? No me quiere, ¿verdad?

Sara tardó en responder.

—¿El accidente fue una caída..., desde un árbol?

Marta abrió mucho los ojos, visiblemente sorprendida. Carolina se puso nerviosa.

—Fue una caída, pero por una escalera. Se pondrá bien, ¿no? —dijo sin disimular su temor.

—Sí. Solo se rompió una pierna —la tranquilizó Sara.

Carolina respiró aliviada.

—Es impresionante lo que puedes ver. ¿Solo con tocar el libro has visto su pierna rota? Alucino. —Carolina le dio un codazo a su amiga lleno de entusiasmo—. ¿Qué hay de sus sentimientos? ¿Saldrá conmigo?

—¿Por qué no le preguntas a Sara por vuestros hijos? —dijo una voz grave con un deje de indiferencia.

Las tres se volvieron hacia una esquina. Una figura emergió de las sombras cortando el humo que flotaba en la estancia. Era un hombre alto y estilizado, que ocultaba su figura bajo una gabardina negra que le llegaba por debajo de las rodillas. Calzaba botas altas de cuero, oscuras y silenciosas. Tenía los ojos entrecerrados y expresión seria. Su rostro estaba limpio de arrugas, lo que le confería cierto aire de juventud, que contrastaba claramente con su cabello corto y plateado.

—¿Quién es ese? —preguntó Marta, perpleja.

—¿Ha estado ahí todo el rato? —quiso saber Carolina.

Sara se quedó momentáneamente paralizada por la sorpresa. Iba a decir algo pero el hombre se adelantó.

—No importa quién soy. ¿Por qué no le preguntas a Sara por el nombre de tus hijos con Jaime? —le preguntó a Carolina.

—¿Cómo? No entiendo...

—Si tanto confías en sus dotes de adivinación, ¿por qué no hacerlo? También podrías preguntarle también por tu boda. Así sabrás si se corresponde con la de tus sueños. Luego por la luna de miel y te ahorras darle vueltas a los posibles destinos. Ya puestos, pregúntale si Jaime te engañará con otra mujer alguna vez, y si Sara te dice que sí, puedes evitar casarte con él...

—Ella ha visto cosas que no podía saber... —protestó Carolina.

—Seguro que sí —dijo el hombre con el mismo tono neutro—. Podemos preguntarle por el siguiente número de la lotería y así todos tendremos la vida resuelta. ¿Qué te parece? No, espera. Eso no funcionará a menos que le traigamos una de las bolas que ruedan en esa jaula gigante para que la toque... ¡Qué lástima! No nos queda más remedio que seguir con nuestras vidas. Tendremos que aprender a tomar decisiones solitos y a pensar por nuestra cuenta.

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