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Authors: Ian Gibson

Tags: #Histórica, Intriga

La berlina de Prim (9 page)

BOOK: La berlina de Prim
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A renglón seguido venía la llamada a la fraternidad de los pueblos, inherente al credo federalista: «Una voz se oye por Europa, y esa voz clama: “¡Abajo todas las tiranías políticas, económicas, sociales y religiosas! ¡Paso franco a los Estados Unidos de Europa! ¡Viva la República Federal universal!”».

Clavado en su butaca, olvidado todo menos lo que tenía delante, Boyd siguió leyendo.

Las dos últimas páginas del número reproducían un extracto del
Diario de Sesiones
del día anterior donde se recogía la enconada discusión habida entre el presidente de la Cámara, Manuel Ruiz Zorrilla, y Paul Angulo. Durante la misma éste había expresado el infinito desdén que le inspiraban aquellas Cortes. Eran las vísperas de la votación de Amadeo, y Paul no estaba dispuesto a callar cuando ya se aproximaba el desenlace de la farsa en que para él se había convertido «La Gloriosa». «El gobierno que nos ha desgobernado hasta aquí no es más que una dictadura fatal, cubierta con la capa de constitucionalismo», había espetado. Y recurriendo ya a la amenaza: «El partido republicano organizará sus huestes, y quizás muy pronto el partido republicano os enseñará que también en el terreno de la fuerza estamos por delante de vosotros».

Patrick hojeó algunos de los números siguientes del diario. Paul era a todas luces un considerable político, orador y polemista. Un fanático, quizás, pero con notables tablas y, al parecer, una valentía y un arrojo nada comunes. Un revolucionario de verdad que se declaraba, públicamente, dispuesto a recurrir a la violencia en aras de sus convicciones, empezando con «la partida de la porra», que «los hombres de
El Combate
» —la frase volvía una y otra vez— juraban exterminar si los atacaban.

Al llegar al número correspondiente al 17 de noviembre de 1870 notó una cruz escrita a lápiz en la parte superior de la primera plana. Suponía que era de Machado Núñez. El día antes el Congreso había votado a Amadeo, y
El Combate
vomitaba odio, desdén y rabia contra Prim y su gobierno. Reproducía los nombres de los 191 diputados que habían apoyado la candidatura del italiano, y advertía que en su día serían juzgados «por el tribunal del pueblo».

Siguió hojeando. El 9 de diciembre el diario aseguraba: «La lucha decisiva está tan próxima que casi la tocamos». El 15 prometía que «la venganza no se hará esperar» e informaba que la redacción se acababa de mudar desde su sede en la plaza de los Mostenses a la calle de Relatores, número 13, principal, al lado de la plaza del Progreso, sin explicar el motivo del cambio. El 17 anunciaba que sonaba «la hora de la expiación» y reproducía un extracto de otro intercambio violento en el Congreso, el día antes, entre Paul Angulo y Ruiz Zorrilla.

Durante el mismo, Paul se había reafirmado en su denuncia de «la farsa indignante que aquí se representa». El presidente quiso saber a qué se refería al emplear la palabra farsa. «Al sistema parlamentario aquí seguido», había contestado, implacable.

Venía luego el número correspondiente al miércoles, 21 de diciembre. «Nos vamos aproximando a la fecha del asesinato de Prim —pensó Patrick con creciente excitación—. Veremos qué dice el hombre ahora.»

El Combate
incitaba ya de manera explícita a la lucha armada. En el artículo «Las promesas setembristas» —las promesas de los hombres de 1868—, Prim era calificado de traidor por insistir en imponer a España un miserable reyezuelo italiano «que la nación en masa rechaza». Reyezuelo que iba a llegar en cualquier momento. Para el articulista, el general es la misma encarnación de la corrupción; el gobierno ha gastado una fortuna indecente en la comisión de diputados enviados a Italia para entrevistarse con Amadeo; se va a conceder al rey una dotación del todo desmesurada; en el presupuesto de gastos se asigna una cuantiosa partida para el clero, como si no hubiera cambiado nada desde los tiempos del régimen oscurantista de Isabel II; se ha colocado un hilo telegráfico en el castillo que tiene Prim en los Montes de Toledo, operación costosísima para el erario público; incluso hay un proyecto para construir una línea de ferrocarril particular a otro cortijo suyo… y esto cuando el general y su entorno insisten en que trabajan «con mucha economía». Son todos, para
El Combate
, unos redomados enemigos del pueblo soberano, y si Amadeo llega al trono será una vergüenza para los españoles de buena ley.

En otra página Patrick se encontró, estupefacto, con un «acertijo» envenenado que preguntaba: «¿Quién es el personaje que será silbado en Barcelona, apedreado en Zaragoza y fusilado en Madrid, a menos que lo sea en otro punto antes de llegar?».

Iba, evidentemente, por Amadeo (quien, según se rumoreaba, desembarcaría en la capital catalana).

En el número del día siguiente, jueves 22 de diciembre, el libelo continuaba vertiendo su despecho contra Prim, el principal responsable de dos años de «crímenes, apostasía y farsas». El «pequeño dictador y sus cómplices», que habían elegido rey de España a un miserable duquecito extranjero, merecían ser barridos cuanto antes «por el huracán revolucionario, cuyos primeros rugidos parecen exhalarse del último rincón de la conciencia popular».

El objeto principal de tanto odio era una grotesca parodia del Prim a quien creía haber conocido Boyd en Londres y luego en Madrid. Al ir repasando las páginas de
El Combate
se preguntaba si se había equivocado en cuanto al general. Pero no, no podía ser. Paul Angulo cargaba fanáticamente las tintas.

El diario había tomado nota de que, día tras día,
La Igualdad
repetía incansablemente, refiriéndose a la inminente llegada de Amadeo: «No vendrá, no vendrá, no vendrá».
El Combate
no estaba de acuerdo en absoluto: «Sí, carísimo colega —discrepaba—, sí VENDRÁ pero NO VOLVERÁ. Esta España será para él la realización del castillo de Irás y no Volverás».

Era, otra vez, una explícita amenaza de muerte para el italiano, la mayor hazaña de cuyo padre, el rey Víctor Manuel II —en opinión del diario— había sido… ¡engendrar a veintiocho hijos bastardos!

El penúltimo número de
El Combate
, correspondiente al viernes 23 de diciembre de 1870, seguía en la misma línea, con aún más estridencia si cabía. Prim y los parásitos parlamentarios que le rodeaban habían cometido, al elegir a Amadeo, «el horrendo delito de lesa-nación». La Revolución contra ellos, inevitable, ya había empezado. Era aún débil, pero, aseguraba
El Combate
, «por uno de esos milagros de la ciencia de curar, el hierro, el acero, el metal y el plomo la robustecerán muy pronto, tan robustamente que no la conocerá ni la madre que la parió». Así las cosas, «al tiempo y un poquito de calma, no más que un poquito, que el VERDADERO
fiat lux
no se hará esperar muchos días».

«EL QUE NO ESTÁ CON NOSOTROS ESTÁ CONTRA NOSOTROS», iba terminando el artículo. Y por si acaso no quedaba claro, su autor concretaba a continuación la disyuntiva que a su juicio les tocaba ya a los españoles: «¡Con la libertad o con la reacción! ¡Con la patria vendida o con Prim que intenta venderla! ¡O leales a la nación o traidores! Elegid».

El último número de
El Combate
, el 54, llevaba la indicación «Madrid – Domingo 25 de diciembre de 1870». Tenía una sola hoja y constituía un vehemente manifiesto federalista dirigido al pueblo español.

«Cuando la violencia y la fuerza son las únicas armas de un gobierno usurpador —arrancaba—, los defensores de los derechos del hombre y de las libertades patrias deben cambiar la pluma por el fusil y repeler la fuerza con la fuerza.»

—Ya estamos —musitó Patrick—, ahora viene la guerra abierta.

Seguía una larga letanía de imprecaciones contra el «dictador» Prim y su gobierno, «que cínica e impúdicamente conculca la ley, pisotea el derecho, arrastra la libertad y barrena la Constitución». En tales circunstancias, ¿cuál era el deber de «los hombres de
El Combate
», que tenían declarada en sus columnas «guerra sin cuartel al traidor Prim, a sus Cortes Constituyentes, cómplices de un crimen nacional, y a ese dios terrenal asalariado, a ese tirano extranjero que se llama Amadeo, duque de Aosta»? Consistía primero, aquel deber, en suspender inmediatamente la publicación del diario, pues era obvio que iba a ser ya «de todo punto imposible», con la implantación del nuevo régimen, «continuar con la franqueza y valentía que hasta aquí». Y, segundo, en sublevarse en armas, «porque LA FUERZA NO SE REPELE CON LA PLUMA SINO CON LA FUERZA». Fiel al nombre de la publicación, incumbía ahora combatir el régimen fusil en mano.

Boyd resolvió que, como fuera, era imprescindible dar con Paul Angulo. Con el fanático republicano que había sido amigo íntimo de Prim en el exilio y que, llegado diciembre de 1870, culpándole de lesa patria, le odiaba mortalmente.

Echó luego una ojeada a los dos números de
La Igualdad
incluidos en la carpeta. No ocultaban su animadversión contra Prim ni su convicción de que la elección de Amadeo había sido un terrible error. Pero faltaban la retórica fanática del órgano de Paul Angulo, así como sus virulentas e insistentes llamadas a la resistencia armada. El segundo correspondía al 31 de diciembre de 1870. Acababa de llegar a la redacción la noticia de la muerte del general, que el diario lamentaba profundamente, con palabras adoloridas y nobles, a la vez que condenaba con execración a los miserables capaces de cometer tamaño crimen. No por nada era
La Igualdad
portavoz oficial del Partido Republicano Federal, liderado por hombres de la talla y la mesura de Pi y Margall y Castelar.

El día había resultado más fructífero de lo que Boyd hubiera podido imaginar. Ya tenía una pista nueva importante: Solís Campuzano, el ayudante del duque de Montpensier, encarcelado en relación con el crimen. En cuanto a Paul Angulo, sólo Dios sabía dónde estaba, pero McKinley y los chicos de
The People’s Word
lo encontrarían si fuera humanamente posible. ¿Y Montpensier? Como le había dicho Mac, no iba a ser nada fácil entrar en contacto con el duque, estuviera donde estuviese. Pero de alguna manera quizás habría que intentarlo en su momento.

Capítulo 12

A la mañana siguiente, mientras se dirigía hacia la Giralda con Machado hijo, Patrick, impresionado por su lectura de la tarde anterior, deseaba saber sobre todo si, a juicio de su nuevo amigo, José Paul Angulo había participado personalmente en el asesinato de Prim.

—Yo creo que sí —repuso Antonio—, creo que no se pueden tener dudas razonables al respecto. Según un amigo mío en Madrid, la viuda de Prim contaba que su marido reconoció la voz de Paul en la calle del Turco, gritando la orden de abrir fuego. Al parecer era inconfundible, muy fuerte, y a Paul le producía orgullo. Y, aunque supongo que iba disfrazado (a cara descubierta no iba a ir) cometería el error de gritar. Había colaborado íntimamente con Prim en 1868, no lo olvide, participaba con frecuencia en los debates del Congreso, y el general conocía perfectamente su voz, como no podía ser de otra manera. Además de hablar con la viuda, si puede conseguirlo (no sé dónde está ahora), usted debería conocer a otra persona que estuvo con el general hasta el final, Ricardo Muñiz, íntimo amigo suyo y diputado. Le podrá informar al respecto. Mi padre le conoce. Le pedirá que le reciba.

Patrick anotó el nombre en su cuaderno.

—Ahora bien, como decíamos ayer —prosiguió Machado Álvarez—, la gran incógnita es quién estaba detrás del atentado, quién lo exigió y quién lo pagó. Y quién encubrió luego a los que lo ejecutaron (que eran muchos, se dice que unos diez o quince) y logró que desaparecieran enseguida de la faz de la tierra. Esto en un país como España, donde la gente habla mucho. Todo ello costó necesariamente mucho dinero. Nosotros, ya lo sabe, creemos que Montpensier estuvo detrás. Pero demostrarlo les va a resultar muy difícil a los jueces. Sobre todo si fracasa la República.

Habían cruzado el patio de los Naranjos y ya emprendían la escalada del antiguo minarete.

—Son treinta y cuatro tramos de rampa —explicó Machado—, pero la pendiente es bastante suave.

Compensaban el esfuerzo las magníficas vistas que se iban abriendo de la ciudad, y que hacían imperativo un descanso en cada ventana. A Patrick le llamaban la atención sobre todo los patios de las casas, los secretos patios andaluces que apenas se perciben desde la calle. Eran, evidentemente, la clave arquitectónica de la vida íntima de los sevillanos, recintos frescos y frondosos donde guarecerse del inmisericorde sol de las tierras bajas en verano, y que a veces lucían un ciprés o una palmera.

No tardaron en llegar a la altura del techo de la catedral, un bosque de pináculos y florones góticos, cúpulas y linternas. Al contemplar, casi al alcance de la mano, una gárgola con grotesca cara de diablo, Patrick recordó al jorobado Quasimodo de Víctor Hugo, enamorado por más señas de una gitana andaluza. Era como si Nuestra Señora de Sevilla se hubiera transformado súbitamente, por arte de birlibirloque, en la de París, aunque el río que palpitaba al fondo, poblado de barcos, era indudablemente el Guadalquivir y no el Sena.

Machado y Boyd, muy a gusto juntos, acordaron en la novena o décima rampa de la subida que había llegado el momento de hablarse de tú.

Antonio, orgulloso de la Giralda, como buen sevillano que era, tenía varias sorpresas preparadas para el irlandés. Entre ellas la vista de la iglesia de Santa Ana, en Triana, el primer templo cristiano levantado en la ciudad después de la conquista.

—Mi mujer nació al lado —explicó una vez que Boyd la localizó con la ayuda de su telescopio de bolsillo—. Por ello le pusieron Ana. ¿Sabes —preguntó, con una sonrisa— quién era Santa Ana?

Patrick tuvo que reflexionar.

—La madre de la Virgen, ¿no?

—Sí, claro. En Andalucía hay quienes la llaman, con lógica implacable, «la Abuela de Dios». Porque, si la Virgen es la Madre de Dios, Santa Ana es su abuela. ¡Imagínate la influencia que tendría sobre Cristo!

—¡Pues nunca se me había ocurrido! —exclamó Patrick, riéndose.

—Lo que no sabes es cómo conocí a mi mujer. Te lo cuento porque tiene gracia. Un día, hace dos años, subieron hasta Sevilla, desde Sanlúcar, unos veinte o treinta delfines. ¡Te imaginas! Nunca se había visto una cosa parecida y la ciudad entera corrió al río a contemplar sus evoluciones y sus saltos. En medio del puente de Triana había una chica con su madre. Me pareció guapísima. Era Ana. Nos pusimos a comentar el espectáculo, y de repente, hablando con ella, intuí que había dado con el amor de mi vida. Y así resultó. Un milagro. Yo creo que aquellos delfines eran mensajeros de la diosa Venus, que les tenía afecto especial.

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