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Authors: Ian Gibson

Tags: #Histórica, Intriga

La berlina de Prim (6 page)

BOOK: La berlina de Prim
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Machado le señaló una butaca cerca de la ventana, fue hacia la larga mesa cubierta de libros y revistas y volvió con una caja de puros.

—Me los manda un primo que tengo en Guatemala —dijo, invitándole a que eligiera uno—. No soy hombre de muchos vicios, pero del tabaco no puedo prescindir.

Media hora después era como si llevasen años departiendo juntos.

—Cuando recibí su mensaje desde Gibraltar —dijo Machado— recordé mi última visita al Peñón, en 1868, justo antes de «La Gloriosa». Usted es ornitólogo y yo también. Hace veinte años publiqué un catálogo de las aves de la provincia de Sevilla, no sé si se lo dije o si se lo ha comentado nuestro común amigo Falkland. Pero sobre todo soy de flores, de plantas. La riqueza botánica de Gibraltar es asombrosa.

—Es cierto. Mi padre, es decir, quien creía yo entonces que era mi padre, el coronel O’Casey, era un botanista ferviente, apasionado. A veces le acompañaba en sus excursiones. Y mientras él iba en pos de alguna flor rara yo escrutaba el cielo buscando aves rapaces, que entonces me fascinaban.

—Conocí en la Roca, durante aquella visita, a algunos antropólogos británicos muy simpáticos y visitamos juntos una cueva con restos humanos prehistóricos. Después mantuvimos correspondencia e intercambiamos publicaciones. Admiro profundamente Inglaterra, pese al imperio que a usted, como buen irlandés, tanto le disgusta.

—Tiene razón usted —asintió Patrick—, me disgusta sobremanera. Pero reconozco también las virtudes del pueblo británico.

—En comparación con Inglaterra esta España nuestra de hoy es un manicomio, una casa de orates, de locos. Si va a escribir unos reportajes sobre lo que está pasando aquí, es lo primero que debe entender y tener en cuenta. ¡Un manicomio! ¡Nos hemos vuelto locos del todo!

Se repantigó en su butaca, momentáneamente abstraído. Un rayo de sol amarillento iluminaba las estanterías cargadas de libros y el retrato de una dama corpulenta, de aspecto risueño, que Boyd suponía la esposa del catedrático, Cipriana Álvarez Durán.

—Sé que me quiere preguntar muchas cosas, mi querido amigo —dijo luego Machado—. No hay prisa. Vayamos por partes.

—Hábleme primero, si no le importa —respondió Patrick sacando su librito de apuntes—, del inicio de la Revolución, de la llegada de Prim a Cádiz. Me interesa muchísimo. Algo me ha dicho en sus cartas pero oírlo de su boca será otra cosa.

Machado estuvo meditabundo unos instantes. Luego dijo:

—Nadie que no viviera aquellos días podrá apreciar nunca la emoción, el delirio que se apoderó de nosotros cuando nos llegó la noticia de que Prim y el almirante Topete estaban al frente de los rebeldes en Cádiz. Y que allí habían lanzado una proclama democrática titulada «España con honra». Fue el frenesí. Aquí en Sevilla nos sublevamos al día siguiente. Yo formaba parte de la Junta Revolucionaria. Sevilla tuvo el mérito de ser la segunda ciudad de España en romper las cadenas del despotismo. Luego, cuando nos enteramos de la derrota de las tropas de la reina en Alcolea, fue la apoteosis. Murió mucha gente, de ambos ejércitos. Un día habrá que colocar en el puente un monumento a todos los caídos. —El catedrático se volvió a sumergir en otro breve silencio. Luego siguió—: Sí, somos indudablemente un país de locos. Han pasado cinco años desde la Revolución y no hemos sabido consolidar el régimen de libertades. El asesinato de Prim fue una tragedia atroz, y el reinado de Amadeo, que sólo el general podría haber convertido en éxito, un desastre que acabó forzosamente en abdicación. Y ahora tenemos por fin la República y es otro fracaso. Aquí nadie quiere obedecer órdenes de nadie, nadie se pone de acuerdo con nadie, nadie escucha a nadie y siempre resulta imposible que se aúnen esfuerzos en aras del bien común. ¿El bien común, digo? Es un concepto desconocido. Nadie está dispuesto a sacrificar nada. Estoy desesperado, la verdad.

—Hombre, creo que usted exagera un poco, el país ha avanzado…

—No lo que debiera. En España, mi querido Patrick, sobran las ideas y falta la acción conjunta, concertada, tenaz. Luego, el español no dialoga, se niega a hacerlo. Para dialogar hay que escuchar al otro, dejarle hablar sin interrumpirle y luego retomar sosegadamente la palabra. Pero no, escuchar nos exaspera, somos expertos en monólogos. Aquí lo importante es opinar, con cuanto más ruido mejor. Levantamos mucho la voz, ¿no se ha fijado? Gritamos en vez de razonar tranquilamente, cómo se hace en Francia o en Inglaterra. En España nadie escucha, repito. Y el nivel de analfabetismo es altísimo. Siendo así, ¿cómo podemos tener paz, cómo podemos avanzar, como podemos construir la República? Además, con la Iglesia siempre en contra de todo progreso. ¡Y los carlistas! Hace falta una gigantesca labor cultural, es la única esperanza… pero el tiempo se nos va agotando.

—Es más o menos lo que me dijo el cónsul británico en Málaga —apostilló Patrick.

El catedrático se levantó, nervioso. El hombre de acción necesitaba moverse, si no, reventaba. Luego se sentó otra vez y se inclinó hacia su interlocutor.

—Aquí lo que hace falta, Patrick, es ciencia, ciencia, ciencia. Ciencia contra la incultura, ciencia contra el clero, ciencia contra quienes no quieren que España sea un país avanzado, moderno, libre, europeo. Contra quienes prefieren que el pueblo no piense, no razone. Contra quienes quieren seguir hasta la eternidad con sus privilegios de siempre. No le será difícil —añadió— imaginar la actitud de la Iglesia española ante las revelaciones de Darwin. Y ante quienes en la universidad, como yo, profesamos ahora sin interferencias el evolucionismo.

—En Inglaterra, la resistencia contra las teorías de Darwin también ha sido tremenda. La Iglesia anglicana no es el Vaticano, de acuerdo, pero tampoco se adapta fácilmente a los tiempos nuevos. De modo que no me cuesta ningún trabajo imaginar la reacción aquí.

—Para mí la lectura de
El origen de las especies
fue una de las experiencias cumbre de mi vida.

—¡Y para mí! —exclamó Boyd—. A menudo sigo hablando de Darwin con Falkland.

—Me afectó profundamente, me confirmó en la fe que ya tenía en las ciencias naturales. Darwin es un gigante, un gigante más peligroso para la Iglesia que Voltaire, Rousseau y todos los enciclopedistas juntos. Porque nos insta a cuestionar sus dogmas, a investigar, a pensar por nosotros mismos. Con aquel libro implacable en la calle los curas se quedaron huérfanos, de la noche a la mañana, de su Paraíso, de Adán y Eva, de la serpiente y del pecado original. Y sin embargo, el hecho de que su Dios optara por la vía evolucionista en vez de crear al hombre desde la nada no tiene por qué ser un problema tan grave. Si Dios es omnipotente, como dicen, puede hacer lo que le dé la real gana, ¿no?, y hasta organizar las cosas para que el hombre descienda de un mono.

Los dos hombres se rieron. Raras veces en su vida se había sentido Patrick tan a gusto hablando con otra persona.

—A mí me enviaron el libro desde Londres —dijo Machado—, y lo devoré enseguida, con la ayuda de un diccionario de vez en cuando, claro, porque mi inglés no es como mi francés, aunque me defiendo. Nunca olvidaré aquella lectura. Pero volviendo a «La Gloriosa», usted no puede tener ni idea de lo que fue la vida de este país antes, porque vino la primera vez después de la Revolución, ¿no?

—Sí, en marzo de 1870, cuando fui a Madrid a ver a Prim.

—El ambiente no tenía nada que ver entonces con el de antes. Pero nada. Había desaparecido como por magia el terror, y de repente se publicaban periódicos de todas las tendencias. Hay que recordar que durante los últimos años de «esa señora» (así llamábamos todos a Isabel) había en la corte una degradación, una corrupción y una superstición nunca vistas. Se lo aseguro. La reina nombraba ministros a dedo, los echaba, los reponía, regalaba títulos a sus amantes. Era público y notorio que el pobre Francisco de Asís de Borbón, su marido, era invertido, y que Isabel le había puesto mil veces los cuernos. Su única política era la de la alcoba y de la capilla privada.

—¡Y luego su camarilla! —exclamó Patrick—. ¡La gente que la rodeaba!

—¡Mala hija de mal padre, absolutamente dominada por aquel repelente cura Claret, con su vil manual para confesores, y por la no menos repugnante sor Patrocinio, la de las llagas y los vuelos nocturnos! ¡Consorcios ambos del diablo! Y como usted dice, su camarilla, todos atentos a sus propios intereses y nada más. Aquella España, ¡estoy hablando de hace sólo cinco años!, era, además, un inmenso presidio.

—Y con el libro como su enemigo número uno.

—Por supuesto. Aquí lo primero que hacen siempre los enemigos de la cultura y del pueblo es destruir libros.

Llamaron a la puerta y entró el mismo ujier de antes llevando una bandeja con refrescos. En el lapso de la conversación, Patrick se levantó para examinar el cuadro de la dama corpulenta.

—Es mi señora —explicó Machado—. Es un autorretrato, le encanta pintar cuando no está con sus menesteres de la casa. Y con sus investigaciones sobre la cultura popular, que es su pasión.

Luego fue, otra vez, el darle vueltas a la Revolución.

—El régimen de Isabel llegó a ser tan agobiante —siguió el catedrático— que era como si nada hubiera cambiado desde los peores tiempos de Fernando VII. De tal padre tal astilla. No se podía continuar así.

—Es decir, que la determinación de acabar sin más demora con el régimen estaba ya generalizada.

—Sí, absolutamente. Había que levantarse contra aquella tiranía, contra aquella vergüenza, que ya era intolerable, en eso estábamos de acuerdo todos los que amábamos la libertad y nos sentíamos herederos, de alguna manera, del espíritu de la Constitución de Cádiz, de Riego, de Torrijos… ¡de su padre! Los monárquicos moderados también estaban hartos de Isabel. Lo que ellos querían era una monarquía constitucional que garantizara las libertades fundamentales de los españoles.

—Y Prim, claro, encarnaba a aquellos moderados.

—Sí, sí. Prim no estaba en contra de la monarquía en sí, estaba en contra de Isabel II, a quien, con razón, consideraba un desastre para la institución monárquica, para España y para las relaciones de España con el mundo exterior. Prim era monárquico y había servido antes a Isabel, pero ya no aguantaba más. Y tenía dos cosas muy claras. Primero, que derrotada la reina no habría nunca más sobre el trono español un Borbón, por lo menos viviendo él. Y segundo, que no sería él quien decidiera sobre la forma de gobierno que nos rigiera a partir de entonces. No, decidirían los representantes del pueblo reunidos en unas Cortes Constituyentes.

—Y allí empezó el problema con Montpensier…

—Exactamente.

Machado Núñez se levantó otra vez, nervioso, y estuvo unos minutos contemplando el patio de la universidad desde la ventana. Luego se volvió a sentar y siguió explicando:

—Nuestro amado duque y vecino se desvivía por ser rey, por ser el rey Antonio María I de España. Creía tener más derecho que nadie a serlo: por haber puesto su fortuna al servicio de Prim y la Revolución, por ser hijo de un rey de Francia, aunque depuesto y exiliado, por haber reñido con su cuñada Isabel. Como usted sabe, está casado con su hermana.

—Sí, sí. Si no recuerdo mal, hubo un matrimonio doble el mismo día, acordado por Francia e Inglaterra: Isabel con el pobre Francisco de Asís de Borbón y Montpensier con la hermana de aquélla, María Luisa Fernanda.

—Así fue. Bueno, Montpensier quería ser rey de la nueva España y quería serlo ya, sin demora, enseguida. Y si Prim lo hubiera deseado, no me cabe la menor duda de que lo habría sentado en el trono nada más conseguida la victoria de Alcolea. Además, Montpensier era el candidato del almirante Topete. Y éste tenía mucho peso, mucho. Pero Prim dijo que no. Y era el gran hombre del momento, el general español más admirado aquí y fuera y quien más había trabajado a favor del derrocamiento de Isabel. Prim dijo «que no, que no, que en absoluto, ¡que no!», que lo primero que había que hacer era convocar Cortes Constituyentes y que los representantes del pueblo decidiesen el asunto con su voto. Y así se hizo. A mi juicio tenía toda la razón. Sólo así se podía proceder democráticamente.

—Sin duda —repuso Patrick—. Fue la decisión correcta.

—Acabaron vilmente con el hombre que podía haber salvado a España —siguió Machado—, el hombre que durante veintiséis meses puso freno a los violentos y trabajó por la creación de una monarquía constitucional, moderna, democrática, que hiciera posible el progreso de los españoles basado en la convivencia.

—Y todo vino abajo aquella nefasta noche de diciembre.

—Todo. Prim era popularísimo, el hombre más popular del país y el más poderoso. El hombre del siglo. No había nadie en España que no estuviera al tanto de su bravura en el campo de batalla, en África, en Tetuán. Gozaba de un prestigio extraordinario como militar y como político. Tenía dotes de mando únicos y era valiente, siempre en primera línea. Había salido ileso de muchas escaramuzas y decía que «la bala que a mí me mata no ha sido inventada». ¡Se creía invulnerable, el pobre! ¡Y sus soldados y oficiales también lo creían! ¡Y el pueblo! Solía decir, además: «España no es tierra de asesinos». Pero se equivocaba.

—Me imagino, sin embargo, que veía el peligro muy real de Montpensier —dijo Patrick.

—Claro. El duque se las daba de hombre de progreso, pero Prim sabía que lo que le movía sobre todo era una ambición mezquina y desmesurada. Creo sinceramente que Montpensier nunca le perdonó a Prim aquel plante. Y que juró vengarse.

—Y aquí lo tienen ustedes al lado.

—Sí, aquí y en Sanlúcar de Barrameda, donde también posee un palacio. Está ahora en Francia. Él no se mezcla para nada ni con el pueblo ni, por supuesto, con los que estamos luchando por la supervivencia de la República. Lo que él quiere es su fracaso.

—¿Usted cree, pues, que financió el asesinato?

—Sí, mi opinión es que mataron a Prim con la esperanza de que Amadeo, al enterarse de lo ocurrido, no saliera de Italia, y que Montpensier, quizás apoyado por otros, financió la operación con el propósito de provocar una sublevación y de acceder él mismo al trono como salvador de la nación. Pero no pudo ser, claro. Amadeo ya había embarcado en La Spezia. Además, consumado el atentado, Prim tuvo tiempo para cursar las órdenes necesarias. Y Topete, pese a ser gran amigo de Montpensier, fue a Cartagena a recibir al rey. La participación del duque en la trama criminal no se ha podido demostrar todavía, pero la justicia sigue trabajando. Si la República prevalece, todo se sabrá. Y si hay restauración borbónica, ¡nunca!

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