La aventura del tocador de señoras (34 page)

Read La aventura del tocador de señoras Online

Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor - Intriga - Policiaco

BOOK: La aventura del tocador de señoras
11.9Mb size Format: txt, pdf, ePub

Concluyó Ivet Pardalot su discurso y nos quedamos todos callados, meditando sus palabras. Arderiu se sirvió un whisky, lo apuró de un trago y finalmente se hizo eco del sentir general diciendo:

—Todo esto está muy bien, pero ¿puede alguien decirme quién mató a Pardalot? La intriga se complica cada vez más y, si quiere saber mi opinión, se está convirtiendo en un auténtico rollo. O nos dice quién mató a Pardalot o aprovechando que estamos cerca del Prat, me voy a hacer unos hoyos.

—Y yo a mi bufete —dijo el abogado señor Miscosillas.

—Y yo a desayunar —dijo Santi.

—Y yo a un mitin —dijo el señor alcalde.

—Y yo a un centro de acogida para señoritas descarriadas —dijo Ivet.

—Y yo a casa, a hacerle un fricandó a mi maridito, que se lo merece todo —dijo Reinona.

—Está bien —dije yo—, les complaceré con sumo gusto. A decir verdad, a mí también me gustaría acabar con este enredo y descansar un poco antes de abrir la peluquería. Pero para ello es preciso hacer comparecer al personaje central de esta trama. Les ruego, pues, señores, que vayan a buscar a Agustín Taberner, alias «el Gaucho», y lo traigan al salón, de grado o por fuerza.

*

Les indiqué que podían encontrar la silla de ruedas en el cuarto del piso superior del chalet, y al propio Agustín Taberner, alias «el Gaucho», en un rincón oscuro al pie de la escalera. Como la operación requería varios brazos y bastante esfuerzo, confiaron a Santi la vigilancia de las tres mujeres y de mi propia persona y salieron el señor alcalde, Arderiu y el abogado señor Miscosillas a cumplir la condición impuesta por mí para una satisfactoria solución del problema en general y de algunos de sus componentes en particular.

Aprovechando el descanso, propuse a Santi que guardara el arma o, al menos, que dejara de apuntarme con ella todo el rato, a lo que se negó él alegando que no pensaba rendir el arma mientras Ivet Pardalot siguiera empuñando la suya y menos aún guardarla sin recibir garantía de que otra u otras pistolas no serían esgrimidas allí mismo en un futuro próximo; que hasta el momento yo había demostrado la inocencia de todos los presentes, pero no la mía; y, por último, que él se limitaba a cumplir órdenes. Entonces propuse a Ivet Pardalot que volviera a dejar su revólver donde lo había encontrado y ella me respondió de un modo más conciso y claro con un gesto despectivo y un monosílabo.

Para entonces ya había vuelto el abogado señor Miscosillas con la silla de ruedas del inválido. Mientras esperábamos el regreso de los otros dos, referí, a instancias suyas, las peripecias de nuestra frustrada escapatoria, coincidiendo el final de mi relato con el regreso del señor alcalde y Arderiu, los cuales, presas de gran agitación, anunciaron a dúo que Agustín Taberner, alias «el Gaucho», no estaba donde yo decía haberlo dejado ni en ninguna otra parte de la casa.

—Si no hubiera visto su ausencia con mis propios ojos —concluyó Arderiu—, no habría creído lo que veían mis propios ojos.

—Salgamos al jardín —dijo el abogado señor Miscosillas—. Sin su silla de ruedas, que está aquí, un inválido no puede haber ido muy lejos.

—Un inválido tal vez no —dije—, pero sí Agustín Taberner, alias «el Gaucho». De la paliza que le propinaron quedó baldado, pero se repuso. Siguió fingiéndose inválido por conveniencia. Reinona e Ivet lo mantenían y lo cuidaban y, creyéndolo indefenso, guardaban celosamente el secreto de su escondrijo. Él, mientras tanto, viviendo a cuerpo de rey y a salvo de toda sospecha, reanudó sus actividades fraudulentas. Buen conocedor del funcionamiento interno de la empresa que él mismo había contribuido a fundar, se puso en contacto con la competencia y condujo a El Caco Español a la situación de bancarrota en que Ivet Pardalot lo encontró a su regreso de los Estados Unidos. Pero ni siquiera a ella se le ocurrió relacionar este descalabro con las actividades soterradas de un individuo que creía inválido y desaparecido de la circulación a todos los efectos. Una situación tan anómala, sin embargo, no podía durar eternamente. Las arcas de la empresa estaban exhaustas y cualquier suceso imprevisto podía poner al descubierto la maniobra y la identidad de su autor, incluida la operatividad de sus piernas. Este suceso imprevisto fue la sustracción por mí de los documentos comprometedores de las oficinas de El Caco Español. Posiblemente Ivet, en una de sus visitas a la residencia de Vilassar, le contó el plan a su padre. La perspectiva alarmó vivamente al Gaucho. La noche del crimen abandonó la residencia de Vilassar y, bien en tren bien en otro medio de transporte, fue a Barcelona y allí a las oficinas de El Caco Español con la intención de eliminar todo vestigio de sus continuadas expoliaciones. Pero llegó tarde, porque yo ya había pasado por allí y sustraído la carpeta azul. En el despacho de Pardalot, Pardalot sorprendió al Gaucho, discutieron, lucharon y finalmente Agustín Taberner, alias «el Gaucho», mató a Pardalot, tras lo cual regresó a la residencia de Vilassar, donde se sentía seguro. Poco después llegó Reinona a las oficinas de El Caco Español, a instancias de su hija Ivet, como ella misma nos ha contado hace un ratito. Tal vez sea cierto lo que nos ha dicho antes y le guiara la intención de matar a Pardalot. Seguramente llevaba consigo la Walter PPK calibre 7,65 que yo encontré en un cajón de su tocador y que, si no me equivoco, debe de llevar ahora mismo en el bolso por si se tercia usarla. En aquella ocasión de nada le sirvió: al llegar encontró a Pardalot cosido a tiros. Como no podía imaginar siquiera lo ocurrido, pues hacía inválido al inválido, temió que hubiera sido Ivet la mano criminal. Con tesón y maña hizo desaparecer las huellas dactilares de donde hubiera podido haberlas y a continuación borró del circuito cerrado de televisión la cinta de vídeo donde había quedado registrado mi habilidoso desvalijamiento. Conocía el mecanismo del circuito cerrado de televisión porque en el curso de sus frecuentes encuentros con Pardalot, en aquel mismo despacho, solían desconectar dicho circuito si en el devenir de la conversación la nostalgia de otros tiempos o una causa similar los impulsaba a echar un casquete en la mesa de juntas. Por este motivo, es decir, por haber sido borrada la cinta de vídeo, no vino la policía a buscarme como estaba previsto en el plan original y por este mismo motivo mi hazaña no salió a relucir cuando me llevaron preso por el robo del anillo. Dígame usted si no he acertado plenamente.

—Sí —dijo Reinona, a quien iba dirigida la última oración—, así fue punto por punto. Fui a ver a Pardalot, lo encontré muerto y borré la grabación. Y también es cierto que llevo en el bolso una Walter PPK calibre 7,65 cargada, arma excelente, ligera y precisa, que me regalaron cuando me casé y con la que te mataré si te empeñas en difamar a un pobre inválido como Agustín Taberner, alias «el Gaucho».

—Señora —dije yo viendo que para corroborar mis barruntos sacaba del bolso la Walter PPK calibre 7,65, le quitaba el seguro y me apuntaba con ella—, Agustín Taberner, alias «el Gaucho», le ha estado tomando el pelo desde el principio. Y no me refiero a su etapa de inválido, sino a mucho antes, cuando aún eran jóvenes los dos. Entonces pudo haberse casado con usted y no lo hizo. La dejó tirada con su hija en Londres. Seguro que ni un mal turrón por Navidad debía de enviarles. Y luego, ya ve, ha permitido sin el menor escrúpulo que usted vendiera sus joyas y, en general, las pasara canutas por un amor no correspondido. Y con respecto a Ivet, no digamos. Menudo padre le ha tocado a la pobre chica. Así ha salido ella. A las dos las ha sacrificado a sus mezquinos intereses. Este hombre no se merece ni su cariño ni su piedad. Es un malhechor, un canalla. Si esto no les importa, si lo dan todo por bien empleado, allá ustedes, pero a mí haga el favor de no apuntarme con esa pistola. Por un lado me apunta Santi y por el otro usted. Señora, así no se puede vivir. Yo no les he hecho nada malo. Sólo intentaba darles cuenta cabal de lo ocurrido la noche del crimen.

Este sensato razonamiento no hizo mella en los interpelados. Ellos me siguieron apuntando con renovada resolución y yo me quedé, como quien dice, entre dos fuegos potenciales. Así las cosas, dijo Ivet dirigiéndose a su madre y al resto de la concurrencia:

—Ahora que sabemos lo sucedido, ¿qué vamos a hacer? Si damos parte a la policía, a papaíto se le va a caer el pelo.

—Por otra parte —objetó el señor alcalde—, no podemos permitir que un crimen tan monstruoso quede impune. La seguridad ciudadana dentro y fuera del hogar es un
leitmotiv
de mi campaña.

—No olvide, señor alcalde —le recordó el abogado señor Miscosillas—, que si procesan a Agustín Taberner, alias «el Gaucho», pueden salir a relucir algunas menudencias que no les van a favorecer ni a usted ni a su partido.

—Ospa —dijo el señor alcalde.

—Señores —dijo Ivet Pardalot dando un puñetazo en la mesa—, esta discusión carece de sentido. Hemos averiguado quién mató a mi padre y, como ustedes comprenderán, yo no voy a pasar por alto este detalle. De los entresijos de la empresa no se han de preocupar: lo tengo todo bajo control. Es más, la empresa, como tal, ha dejado de existir hace unos meses. No se lo comuniqué antes para no darle un disgusto a mi padre, pero a ustedes me da lo mismo si les da un infarto. Todas las acciones de El Caco Español han sido donadas gratuitamente a una fundación que financia una ONG con sede en un banco de Singapur. Por descontado, los beneficios de esta sencilla transacción están en una cuenta a mi nombre. También me place informarles que, al día de la fecha, el capital de los restantes socios asciende a pesetas cero coma cero. Y el que proteste se va de cabeza a Can Brians.

—Horacio —dijo el señor alcalde—, me parece que entre todos nos han levantado la camisa. En fin, hágase como dice Ivet Pardalot y entreguemos al culpable a la justicia. Pero exijo que el arresto se lleve a cabo en mi circunscripción.

—El arresto —dijo una voz siniestra— no se hará en ninguna parte.

Nos volvimos al unísono hacia la puerta del salón, de donde procedía la voz, y vimos allí a Agustín Taberner, alias «el Gaucho», firme sobre sus dos piernas, como yo había diagnosticado, y con una metralleta de marca desconocida en las manos, lo que no entraba en el diagnóstico ni en las previsiones de nadie.

Dando una vez más ejemplo de intrepidez, el señor alcalde se adelantó al resto diciendo:

—¡Hombre, Agustín, me alegro de verte tan mejorado de tu dolencia!

Se levantó del sofá y fue hacia el recién llegado con los brazos abiertos, como si se dispusiera a estrecharlo en un abrazo fraternal, pero la actitud del Gaucho y un leve movimiento de la metralleta le hicieron reconsiderar su efusivo arranque. Aun así, siguió diciendo en tono de alegre camaradería:

—Pasa y siéntate, hombre, estás entre amigos. Y no hagas caso de lo que acabas de oír. Era un debate escolástico. Romanos contra cartagineses, como en el cole. Por lo demás, todo este asunto del asesinato a mí, en mi condición de alcalde, ni me va ni me viene.
Ich bin ein Berliner
. Si acaso, entiéndete con este pájaro, que lleva rato tratando de crearte mala fama.

—Vuelve al sofá, quédate quieto y no abras la boca —le respondió «el Gaucho». Luego, señalándome a mí con el breve cañón de la metralleta por si no tenía bastante con las dos pistolas, y torciendo la comisura de los labios en un gesto antipático, agregó—: En cuanto a ti, sabandija, tú te lo has buscado. Sin tu entrometimiento nadie habría descubierto mi secreto. Debería haberte eliminado antes. Pero saliste indemne de la bomba que puse en la peluquería y ya no me quedó dinero para más. Por las nubes se ha puesto el amonal de un tiempo a esta parte. Da lo mismo, lo que no pude hacer entonces, lo haré ahora. Sin embargo, matarte a ti no será suficiente. Te has ido de la mui y ahora todo el mundo sabe que yo maté a Pardalot. Por charlatán me obligas a cargarme a todos los aquí presentes, incluida mi propia parentela. Gracias a Dios tengo una metralleta y liquidaré el asunto en un decir Jesús. Sin duda os preguntaréis de dónde he sacado la metralleta. Y el vocabulario. No tiene complicación. Como no soy inválido, amañé la silla de ruedas y escondí la metralleta y las cananas donde los demás llevan la bacinica. Todo lo fabriqué yo mismo, con mis propias manos: esta arma mortífera y las balas, de una en una, con lo único que me ha sobrado todos estos años: tiempo y paciencia. A solas en la residencia, mientras los enfermos de verdad se pegaban la gran vida, yo planeaba mi venganza y fabricaba el instrumental para llevarla a cabo. Primero os arruiné y ahora voy a mataros, como maté a Pardalot.

—Agustín —le recriminó Reinona—, después de lo que la nena y yo hemos hecho por ti, no serás capaz…

—Ya lo creo —replicó el Gaucho—. Soy capaz de eso y de más. Te mataré como a los demás, porque estoy harto de ti y porque ya no me sirves de nada. Ivet me dijo que no te quedaban joyas por vender.

—No es verdad —dijo Reinona—, mi marido las ha ido reponiendo. Si tú quieres, y él da su permiso, podemos empezar de nuevo.

—Déjalo, mamá —dijo Ivet—, ha perdido el oremus. En la residencia ha debido de contraer un virus hospitalario.

—Santi —dijo el abogado señor Miscosillas—, haga algo, que para eso cobra tres sueldos.

—No, señor —repuso Santi—, cuatro. El señor Agustín Taberner, alias «el Gaucho», también me pasa una pasta.

—Pues te ha engatusado igual que a los otros —le dije—, porque fue él quien disparó contra ti desde el terrado de la casa de enfrente de mi apartamento. Sin duda quería deshacerse de un cómplice molesto que ya no le servía para sus diabólicos planes.

—Es verdad —rió el Gaucho con odiosas y execrables carcajadas—. Me he servido de todo el mundo. Todo lo he puesto al servicio de mi villanía. Soy más malo que la leche. Y ahora, basta ya. Falta poco para que amanezca y aún he de matar a mucha gente.

Y diciendo esto, enfiló hacia mí la metralleta y apretó el gatillo.

10

Como recordarán ustedes, al final del capítulo anterior estaba yo a punto de recibir una ráfaga de plomo, y sin duda se estarán preguntando, al inicio de éste, cuál era mi estado de ánimo en tan delicado trance, cuáles mis reflexiones y cuál el balance postrimero de mi azarosa existencia. A lo que responderé diciendo que, habiéndome encontrado anteriormente en circunstancias similares (por mi mala cabeza), tengo comprobado no ser dichas circunstancias las más propicias para pensar sandeces ni para andarse por las ramas. Claro está que en todos los casos aludidos, por lo que a mí concierne, el resultado final nunca fue el previsible (diñarla), quedando así el espíritu dividido entre el susto y la filosofía. Aclaro este punto para no parecer escéptico en la materia, pues todos sabemos hasta qué punto un instante se puede dividir en otros instantes más pequeños, en cada uno de los cuales caben mil ideas, recuerdos y emociones. Lo único que puedo asegurar es que en ninguna ocasión, ni siquiera en los más críticos bretes, he visto, conforme suele contarse, pasar ante mí mi vida entera como si fuera una película, lo que siempre es un alivio, porque bastante malo es de por sí morirse para encima morirse viendo cine español. Y esperando no haber defraudado a nadie con esta digresión, vuelvo al verídico relato de los acontecimientos en el punto exacto en que lo había dejado.

Other books

On the Yard by Malcolm Braly
Por sendas estrelladas by Fredric Brown
The Other Side of Sorrow by Peter Corris
Stay Beautiful by Trina M. Lee
Last Chance to See by Douglas Adams, Mark Carwardine
The Stars Can Wait by Jay Basu
The Hat Shop on the Corner by Marita Conlon-McKenna