Read La aventura del tocador de señoras Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #Humor - Intriga - Policiaco
—Poco es, en efecto —admití—, pero no está mal. Lo importante es que tenemos acceso a la casa a través de Raimundita.
—Perdone: el acceso lo tengo yo —atajó Magnolio—. Mi Raimundita no es un llavín. Claro que así vestido no parece usted un rival temible. ¿Para qué dice que se ha vestido?
—Aún no se lo he dicho —repliqué—, ni se lo voy a decir por ahora. Pero mi plan me exige abandonar la peluquería durante unas horas y había pensado que usted podría reemplazarme.
—¿Reemplazarle yo? —exclamó Magnolio—. ¡Amos, anda! Yo no sé nada de peluquería. Y los clientes no me conocen y no se pondrán en mis manos: tengo pinta de caníbal.
—No menosprecie su sex-appeal. Ya ve qué buenos resultados le ha dado con Raimundita.
Protestó un rato pero acabó cediendo como hacía siempre. Era un encanto de persona. Pensé que si yo fuera Raimundita no dudaría en casarme con él, tanto si él me lo proponía como si no. Pero el tiempo iba pasando y había mucho por hacer, de modo que postergué para mejor ocasión estas consideraciones y me limité a iniciar a Magnolio en los secretos del corte, el marcado y la
mise en plis
, dejando para más adelante otros trabajos de más fuste.
—Cuidado con las orejas —dije a modo de colofón—; siempre aparecen donde uno menos las espera. Y no se meta en camisa de once varas: si le lían con los tintes, écheles agua y dígales que vuelvan mañana. En la pared está la lista de precios, pero sólo son indicativos. Procure cobrar el doble y no acepte menos de la mitad. Las propinas son para usted.
—Y el sesenta por ciento de la recaudación.
—¿Está loco? El treinta y va que arde.
—Pongamos el
fifty-fifty
y no discutamos más.
—Está bien.
*
Por precaución decidí no devolver el paraguas (el cielo seguía cubierto) hasta el regreso y así provisto, pero sin desayunar, me dirigí a la Plaza de Cataluña y me situé frente a la boca de la estación subterránea de ferrocarril «Plaza de Cataluña» por la que la tarde anterior, conforme al relato de Magnolio, había entrado Ivet. Para evitar ser visto de ella cuando llegara, hice como que miraba con detenimiento (y persistencia) un escaparate de El Corte Inglés, cuya bruñida superficie me permitía vigilar por reflejo la boca de la estación (y por transparencia la mercancía) sin llamar la atención de los apresurados viajeros (al tren) que por aquélla apresuradamente entraban. La plaza estaba muy animada y también del almacén entraba y salía una febril muchedumbre adquisidora.
La espera se me hizo angustiosa. El té resulta ser diurético y yo, sin saberlo, me había bebido tres tazas colmadas en casa de Purines. Este problema, de suyo molesto, venía agravado en la ocasión por una vestimenta cuyo procedimiento me era ajeno y por la afluencia de turistas que, so pretexto de retratar tal o cual edificio, pretendían animar con una instantánea de mis frecuentes desahogos la insoportable vaciedad de sus álbumes de fotos. En estas escaramuzas andábamos cuando vi cruzar a Ivet la Ronda de San Pedro en dirección a la estación y a mí. Con la punta del paraguas me abrí paso y la seguí escaleras abajo, a corta distancia para no perderla y confiando en que el disfraz le impidiera reconocerme aunque me viese, pues soy de la opinión (aunque ellas lo nieguen) de que las mujeres, de los hombres, se fijan sobre todo en la ropa y en el pelo. Ivet, por lo demás, iba con prisa y sin recelo. De cuando en cuando echaba una ojeada a su reloj de pulsera y aceleraba el paso. Al pasar frente a un quiosco compró un periódico. Yo la seguía por la estación muy de cerca, sin prestar atención al cambio experimentado por aquel noble recinto, otrora museo de la cochambre y ahora rutilante centro de ocio, cultura y comunicaciones, provisto de una variada y aceitosa oferta gastronómica. Tan cerca de ella iba que estuvimos a pique de tropezar cuando se paró a comprar en la máquina expendedora un billete de ida y vuelta a Mataró. Mi peculio sólo alcanzaba para un billete de ida, provisto del cual, y siempre pisando los talones de Ivet, obtuve acceso al andén y luego al tren de cercanías allí puesto. Apenas hecho esto, se cerraron las puertas y arrancó el tren. Si no me agarro, me caigo.
A aquella hora el tren no iba lleno, si bien en el vagón al que subí no había ningún asiento libre ni nadie me cedió el suyo, a pesar del baño de sales, el vestuario y mi actitud recatada. Este detalle y el no haber recibido en todo el día ni un piropo me hicieron pensar que si de repente, por un capricho de los genes, me convirtiera en mujer, las cosas no me irían mejor, porque la vida no ofrece a nadie una segunda oportunidad y si la ofreciera, siendo los mismos que somos, no nos serviría para nada.
Y así, recostado contra la puerta y arrullado por esta filosofía, me quedé dormido mientras el tren circulaba por el subsuelo de la ciudad. Me despertó la luz del día al salir el tren del túnel. Ivet seguía en su asiento, enfrascada en la lectura del periódico. En el cristal vi transcurrir el paisaje sobre la transparencia de mi cara mustia. El tren circulaba junto a un muro corrido de unos dos metros de altura, totalmente cubierto de grafiti de colores. Detrás del muro se veían almacenes de ladrillo rojo, vacíos y desvencijados. Las paredes de estos almacenes también estaban cubiertas de grafiti. No había un palmo de pared sin grafiti. Ponderé con respeto la diligencia y constancia de una generación dedicada a pintarrajear todo el trayecto de Gibraltar a la frontera. En la suave cadena de montículos, bloques de viviendas destinados a la cría del pobrete violentaban el horizonte. En todas las ventanas había ropa tendida. Al cabo de un rato avistamos el mar. Como el cielo seguía opaco, en la playa no había nadie. Aparté la vista, porque el mar me deprime. La montaña también. En general me deprime el paisajismo. Todo lo que está a más de diez metros de distancia me produce desasosiego. Por suerte, al otro lado de la vía discurría la carretera y, más allá, la autopista. Con esto me distraje un poco. Los almacenes vacíos dejaron paso a desmontes y pilas de detritus. Luego fueron apareciendo urbanizaciones y centros comerciales entre espacios verdes. Unas veces había grandes bloques de apartamentos, todos iguales, otras veces, casitas bajas, también iguales, dispuestas en forma lineal o caprichosa, como si la organización general del territorio se hubiera ajustado a varios planes, todos distintos entre sí, todos malos y todos dejados a medio hacer. En los trozos no construidos, donde antes había habido huertos en bancales con higueras y almendros y una carretera sinuosa que subía por la ladera hasta llegar a una torre vigía o una ermita, ahora había césped, palmeras, pozuelos de alabastro y riegos de aspersión, en un intento de convertir aquel otrora honesto paraje suburbano en una California de segunda mano.
De esta apática contemplación me sacó inesperadamente Ivet, al levantarse, dirigirse a la puerta del vagón y salir por ella al parar el tren en una estación anterior a Mataró, denominada Vilassar. Tuve que brincar como una rana para que la puerta no se cerrara y el tren continuara viaje conmigo adentro, dejándola a ella atrás y afuera.
En la estación, abierta a la playa, cuyas arenas hollaba, soplaba un viento que de poco se me lleva la cofia de encaje. Me ajusté las cintillas y seguí a Ivet, que cruzaba la vía por un paso subterráneo alfombrado de arena y tapizado de salitre. Salimos al andén opuesto. Otro pasadizo de análogas características nos permitió cruzar la carretera sin parar el tráfico ni ser muertos por él.
Ivet caminaba por la acera de la carretera deteniéndose aquí y allá, como si, sabiendo adónde quería ir pero no cómo, buscara un punto de referencia u orientación. Al doblar la primera esquina se abría una plazuela inhóspita, expuesta al viento húmedo del mar, en un extremo de la cual había una fila de taxis con las puertas abiertas y los taxistas fuera charlando entre sí. Ivet subió al primer taxi, el cual partió al punto enfilando una calle perpendicular a la carretera que llevaba monte arriba. Como yo no tenía dinero para hacer seguir el taxi a otro taxi (conmigo adentro), hube de tomar nota mental de la matrícula, licencia y características del vehículo usado por Ivet y esperar a que volviera a la parada con o sin ella.
Mientras esperaba di una vuelta por la plazuela y sus inmediaciones. Había algunas casas nuevas y altas, junto a otras antiguas, de una sola planta. En éstas, donde a juzgar por algunos distintivos debía de haber habido antiguamente un herrero, un zapatero y un carpintero había ahora una agencia inmobiliaria, una tienda de
souvenires
y un barucho que llevaba por nombre El Carajillo Jovial. Como la actividad económica de la población estaba íntegramente consagrada a los meses de verano, ahora, fuera de temporada, todo parecía fruto de una grave equivocación.
En el barucho pregunté qué me darían por las doscientas pesetas a que ascendían mis posibles. Me dieron una bolsa de virutas de porex con sabor a gallinejas que me supieron a gloria. Salí de nuevo a la plazuela. El taxi de Ivet aún no había regresado. Un moro que regaba concienzudamente las plantas me dejó aplacar la sed bebiendo de la manguera. Luego me senté a la sombra de un árbol para resguardarme del viento húmedo y a ratos arenoso hasta que regresó el taxi que había llevado a Ivet. Entonces me acerqué al taxista, le pregunté de dónde venía y él me respondió que de la residencia. No pregunté más para no despertar sus recelos.
Eché a andar por la calle perpendicular a la carretera por donde había ido y vuelto el taxi y al primer peatón que se cruzó conmigo le pregunté cómo se iba a la residencia. Resultó ser un forastero tan despistado como yo. Los dos siguientes, también. Al final una señora me dijo que fuera subiendo por aquella calle o carretera secundaria, como ya hacía.
—En la primera curva encontrará el Instituto de Formación Profesional; usted siga. Luego encontrará la urbanización El Garrofer. Siga. Luego encontrará el Centro de Asistencia Primaria. Siga. Unos kilómetros más arriba encontrará la Piscina Municipal y el Complejo Deportivo. Siga un kilómetro más, siempre cuesta arriba, y ya verá la residencia.
Animado por esta perspectiva, agradecí a la señora su amabilidad y su exactitud y emprendí la ascensión a buen paso.
*
Por el apelativo que todos le aplicaban (la residencia) y por su privilegiada situación, en lo alto del cerro, rodeada de pinos y de buenas vistas, me había hecho a la idea de estar yendo a un hotel de lujo. Pero cuando sudoroso y derrengado me detuve frente a la cancela, después de una caminata de tres cuartos de hora, advertí que aquella ostentosa denominación encubría un triste asilo de ancianos.
Antes de que mis ojos se acostumbraran a la penumbra del hall percibí el olor, para mí tan familiar, de berzas hervidas, desinfectante a granel y heces fecales. Luego distinguí un mostrador vacío, una peana con una imagen policromada de Songoku y un orinal de loza olvidado en un rincón. Había contemplado una escenografía idéntica demasiados años seguidos y no estaba preparado para introducirme de nuevo en ella por propia voluntad, de modo que giré sobre mis talones y me dirigí a la puerta con el propósito de poner pies en polvorosa. De lo que me disuadió una voz proveniente de la zona más sombría del hall, que entre jovial e intimidatoria me preguntó:
—¿Buscas a alguien, querida?
Traté de improvisar una evasiva, pero sólo conseguí articular una especie de gorjeo. La persona que me interrogaba se hizo visible: era una enfermera con bata blanca, fonendo y porra. Por su edad, su forma de conducirse y sus bíceps supuse que sería la enfermera jefa. Al copioso sudor de la excursión se sumó otro frío e igual de pestilente.
—No te agobies, querida —añadió al advertir mi confusión—. Es natural sentir un poco de aprensión cuando se franquea este umbral por primera vez y quién sabe si por última vez, ¿verdad? Pero no hay motivo de alarma. Se cuentan tantas cosas de estas residencias…, ay, querida, y todas falsas, créeme, todas falsas… Huy, y qué vestidito tan precioso te han puesto tus familiares para dejarte aquí abandonada. ¿Sabes si ya han pasado por caja?
Me hizo unas mamolas y me pareció advertir que sus colmillos eran desmesuradamente largos, aunque es posible que fuera una ilusión óptica provocada por la incierta luz y la digestión de los pseudodoritos. Por si acaso, di un paso atrás. La enfermera siguió sonriendo.
—No pareces tener la edad mínima para… —dijo—. Claro que siempre podemos hacer una excepción.
—No estoy aquí por mí —conseguí decir.
—Oh, perdona, querida —rió la enfermera—. Un error humano harto comprensible: el vestuario, el comportamiento atrabiliario, los rasgos fisiognómicos, todo hacía pensar en una precoz demencia senil… En fin, dejemos eso y vayamos al grano. ¿Un familiar cercano? ¿Un ser muy querido a quien deseas proporcionar largos años de bienestar en alegre compañía? Sí, querida, sí. Todo es poco cuando una ama de veras y está harta de que se lo hagan todo encima, ¿verdad? Hombre viejo, retablo de duelos. ¿Tu marido, tal vez? Me lo imagino. No hace falta que me cuentes nada. Pobrecita, cuánto habrás sufrido estos últimos tiempos. O quizá desde antes, quizá desde la noche de bodas. Los hombres son unos animales, querida. Animales y además irracionales. Si no fuera por el cipote, ¿de qué servirían? Mi maestro siempre lo decía. No te cases, Maricruz, me decía; pero si te casas, no te cases nunca con un hombre. Mi maestro era un caballero y un gran médico; con un gran cipote. El doctor Sugrañes, psiquiatra eminente, especialista en rehabilitación de psicópatas con tendencias delictivas, hoy felizmente retirado, presidente vitalicio de la Fundación Sugrañes, de quien tuve la suerte de ser aventajada discípula. A lo mejor has oído hablar de él.
Hice una respetuosa genuflexión y luego, impostando la voz para imprimirle un timbre femenil y un ligero acento batueco dije:
—Disculpe la ignorancia de esta pobre rucia, pero una servidora no viene para una egresión, sino a visitar un pariente. El pobrecín ha extraviado los anales, pero conocer, conoce. Si me permite allegarme… Le traigo unos Kinder Sorpresa en las pedorreras, pero me paice que se me han fundido con las calores.
La enfermera jefa arrugó la nariz y apartó la vista de mí con patente desagrado.
—Vaya, para esto no hacía falta que me hicieras perder el tiempo —dijo señalando una puerta al fondo del hall—. Ve tú misma. A esta hora los encontrarás a todos revueltos en el jardín.
Una escalera y su correspondiente rampa conducían a un jardín sin árboles ni hierba, cubierto por un cañizo, donde una veintena de guiñapos de uno y otro sexo, unos de pie y otros sentados, todos demacrados, contrahechos y estupefactos, babeaban y retozaban. En una esquina, apartada del grupo, vi a Ivet en compañía de un inválido. Para poder observarla sin estorbo ni suspicacia elegí a un pobre hombre que dormía, en una tumbona atracada al muro, con un pijama a rayas y una gorra de papel hundida hasta los ojos. La suciedad del pijama y la concreción calcárea de sus mocos daban a entender que nadie desperdiciaba en él tiempo, dinero y cariño. Arrastré hasta su vera una silla de hierro cubierta de orín (y de orina), me senté y compuse una imagen bastante verosímil de la abnegación filial. Huelga decir que aquellas precauciones eran de todo punto innecesarias, porque allí nadie prestaba atención a nadie ni a nada, ni había enfermeras que velaran por los pacientes, ni Ivet tenía ojos para otra cosa que el ser demacrado en cuya compañía estaba. Un examen de éste me indicó que no se trataba en rigor de un anciano, sino de una persona de mediana edad gravemente enferma. Debía de haber sido en tiempos no lejanos hombre guapo y de buena planta, dos cualidades que ahora había trocado por un rostro consumido, de ojos afiebrados y piel amarillenta, y un cuerpo quebrantado, prisionero de una silla de ruedas. Su expresión parecía despierta, unas veces airada, otras, ansiosa. Escuchaba en silencio lo que le contaba Ivet y luego pronunciaba frases cortas. Al cabo de un rato dejó caer la cabeza sobre el esternón y prorrumpió en algo parecido a sollozos o suspiros. Ivet le reprendió. Parecía decirle: no te dejes vencer por el desaliento. O quizá: todavía no te dejes vencer por el desaliento. Pero también en sus ojos se intuía el brillo de las lágrimas. Por último los dos juntaron las cabezas y estuvieron cuchicheando unos minutos, al término de los cuales Ivet se despidió del inválido y se dirigió con paso vivo a la salida. El inválido la siguió con la mirada y cuando ella se volvió desde lo alto de las escaleras para dirigirle un saludo con la mano, alzó la voz para decir: