La Antorcha (44 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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Recogió al pequeño, que se apoyaba en su rodilla, y lo oprimió contra su corazón.

—¿Abandonar a tu hijo? ¿Y por qué tendrías que hacerlo? —preguntó Andrómaca que, en compañía de Creusa, se acercaba a la muralla justo a tiempo de oír las últimas palabras—. Ninguna mujer se sentiría capaz de abandonar al hijo que ha parido o, en caso contrario, no sería mejor que una prostituta.

—Me alegra oírte decirlo —dijo Helena—. Trataba de convencerme a mí misma de que mi obligación era volver con Menelao...

—Ni siquiera debes pensar en semejante cosa —declaró Andrómaca, abrazando a Helena—. Ahora nos perteneces y no permitiremos que vayas con los aqueos que están ahí abajo. Ni aunque Príamo, Paris y todos los hombres quisieran que fueses, y no lo quieren. Los dioses te han enviado a nosotros, y te protegeremos, ¿no es cierto, Creusa? —añadió, dirigiéndose a la otra mujer.

—La diosa te ha bendecido y no dejaremos que te vayas —dijo ésta.

Helena sonrió levemente.

—Es bueno escuchar esas palabras. Durante toda mi vida, los hombres se han mostrado amables conmigo, pero las mujeres nunca; es bueno poder consideraros como amigas.

—Eres demasiado bella para despertar simpatía entre las mujeres, pero llevas aquí dos años y, a diferencia de otras bellezas, no has hecho intento alguno de seducir a nuestros maridos —dijo Andrómaca.

—¿Por qué iba a hacer eso? Tengo un marido de más, ¿por qué habría de precisar a los vuestros? —preguntó Helena, bromeando—. No siento gran amor por Troya. Me gustaría ver más del mundo, pero las mujeres no pueden viajar.

Siempre que Casandra oía a cualquiera decir: Las mujeres no pueden... sentía deseos de demostrar lo contrario.

—Pero yo estoy a punto de emprender un viaje, por voluntad de mi dios, y puedes venir conmigo si lo deseas. Me sería grato contar con tu compañía.

—También a mí ir en la tuya; mas, lo repito, no puedo dejar a un niño tan pequeño —repuso Helena—. ¿A dónde vas y por qué?

—A Colquis, a ver a la reina Imandra y a adquirir conocimientos sobre las serpientes —dijo Casandra—. Hace una luna que las nuestras murieron o huyeron del templo. Y no quiero reemplazarlas hasta hallarme segura de que no fue por culpa de algo que hice o que dejé de hacer.

Les refirió lo sucedido, y Andrómaca mostró añoranza.

—Lleva mis mejores saludos a mi madre; y dile que estoy felizmente casada y que he tenido un hijo de Héctor.

—¿Por qué no vienes conmigo y la saludas tú misma? Tu hijo es ya lo bastante mayor para quedarse con Hécuba y con su padre.

—Me gustaría ir —dijo Andrómaca—. Si me lo hubieses dicho hace un mes... pero ahora estoy encinta. Quizás esta vez sea una hija que se convierta en guerrera de Troya.

—¿Una guerrera?

—¿Por qué no? Tú lo eres, Casandra, y antes que tú lo fue tu madre.

—¿No oíste lo que dijo Paris cuando quise acudir con mi arco a las murallas? —preguntó Casandra, disgustada—. Podría disparar ahora, y matar a Aquiles, y acabar con esta guerra sin que Helena tuviera que alejarse de nosotros. Pero eso no complacería a los hombres; ellos no quieren que acabe esta guerra.

—No —dijo Andrómaca—. Quieren ganarla. Héctor se ha reservado a Aquiles para sí, y nunca aceptará ningún otro modo de poner fin a los combates. ¿Puedes decirme cuándo sucederá eso y cuánto tiempo más hemos de seguir guerreando?

Casandra sonrió maliciosamente.

—Héctor me ha prohibido que profetice catástrofes —dijo—. Y créeme, nada tengo que decir.

—Quizá sea conveniente que viajes a Colquis —aventuró Helena—. Casandra, amiga mía, también los dioses me han hablado y nada me han dicho de ningún desastre.

—Entonces, tal vez sea que tus dioses dicen la verdad y los míos mienten —aceptó Casandra—. Nada me complacería tanto como regresar para enterarme de que Aquiles había muerto a manos de Héctor, y que todos los demás se habían alejado para siempre.

Pero no será así, no puede ser así...

Casandra creyó que, una vez tomada la decisión de viajar a Colquis, sólo tendría que obtener permiso de los sacerdotes y sacerdotisas superiores, recoger las ropas que deseara llevarse consigo, escoger a una persona que la acompañase (o tal vez dos) y ponerse en marcha.

Pero no resultó tan fácil: Se le recordó que existía un estado de guerra oficial entre los aqueos y Troya; por tanto, habían de hacerse los oportunos arreglos, mediante prolijos mensajes enviados de templo en templo, para que viajara bajo la Paz de Apolo, como mujer y sacerdotisa sin vinculación con ninguno de los bandos contendientes. Se le dio a entender que aquello encerraba una gran dificultad, puesto que se trataba de una hija de Príamo, estrechamente emparentada con los principales combatientes de la guerra. Mucho antes de que hubieran podido obtenerse los salvoconductos y permisos oficiales, Casandra estaba ya cansada de todo el asunto y arrepentida de haber tenido la idea de hacer el viaje. Al final hubo de formular un juramento sagrado por todos los dioses de los que había oído hablar, y por algunos cuya existencia ignoraba, de que no transmitiera mensaje de ninguno de los dos bandos en relación con la guerra; y, tras esto, se la declaró mensajera oficial de Apolo, autorizada para viajar donde quisiera.

Crises deseaba acompañarla, y Casandra sintió cierta compasión por él. Aún seguía lamentando la suerte de su hija en el campamento aqueo, y saber que Agamenón la había elegido como amante no mitigó su pena. Pero aunque Crises juró a Casandra que guardaría su virginidad como si se tratase de su propia hija, ella no confió en su juramento y se negó a admitir su compañía. Como era un sacerdote dé Apolo muy respetado, al principio pareció que no se permitiría a Casandra viajar sin que la escoltara. Pero finalmente recurrió a Caris y le dijo que estaba decidida a encanecer entre las murallas antes de dar un solo paso con aquel hombre y la cuestión quedó zanjada.

Entonces, Príamo quiso darle mensajes para sus numerosos amigos, establecidos a lo largo del camino que había de recorrer, y ella tuvo que jurar que se trataban de cuestiones familiares o religiosas sin relación alguna con la guerra. Era comprensible la razón de aquella exigencia, porque solía ocurrir que los viajeros bajo la inmunidad religiosa se aprovecharan de ésta para espiar en un bando o en otro. Y, por último, su madre se negó a dejarla partir sin las debidas damas de compañía; así que Casandra, que hubiese preferido viajar sola o con una compañera, preferiblemente una amazona como Pentesilea, tuvo que aceptar la presencia de las dos más ancianas y pacatas domésticas de Hécuba, Kara y Adrea, y prometer que en el camino compartiría el lecho con ellas.

¿Qué es lo que cree? se preguntó. Si deseara entregarme al libertinaje, ciertamente no tendría por qué ir al otro extremo del mundo y recurrir al duro suelo, tras cabalgar una /ornada, cuando sería más fácil en mi propia habitación.

Pero sabía que su madre era así y que nada podía hacer para cambiarla; por tanto, aceptó la elección de las acompañantes que había hecho Hécuba.

—Porque si me niego —le dijo a Filida, cuando al fin pareció que había superado todos los obstáculos y partiría al día siguiente—, pensaría que pretendo escapar a su vigilancia; y no se le ocurrirá otra razón para explicarlo, excepto que me propongo comportarme libertinamente. ¿Qué hay en las mujeres, Filida, que las induce a sospechar tales cosas de sus semejantes?

—La experiencia —contestó Filida, suspirando—. ¿Acaso no me dijiste que hacías vigilar a Criseida noche y día y que ni aun así hubieras podido certificar su inocencia?

Casandra sabía que era cierto, pero se irritó. Se acordó de Estrella cuando afirmaba que las mujeres de las ciudades eran tan lascivas que tenían que ser encerradas entre cuatro paredes.

Las mujeres, pensó, excepto las amazonas, pasan el tiempo sentadas y pensando a quien aman, sólo porgue no tienen otra cosa en qué ocupar sus mentes. Si contaran con un rebaño de ovejas o con una recua de caballos que cuidar, se hallarían mucho mejor. Pero eso no salvó a Enone de marchitarse en el sufrimiento, cuando Paris la abandonó.

Yació despierta buena parte de 1a. noche, meditando sobre la misteriosa emoción que transformaba a mujeres, por lo demás juiciosas, en estúpidas capaces tan sólo de pensar en los hombres que les habían inspirado amor.

Se había decidido que partiría al iniciarse el alba. Se levantó en cuanto empezó a clarear el cielo y tomó un poco de pan y una copa de vino aguado. Al principio había proyectado viajar en un caballo rápido, pero sus acompañantes eran demasiado viejas y sosegadas para tal cosa. Así que tuvo que optar por un tranquilo y viejo asno y hacer que llevaran en sillas de manos a las otras dos mujeres. Los porteadores y asistentes que casi podían considerarse guardianes, eran jóvenes sirvientes del templo de Apolo.

Confiaba en salir sin ser vista pero, cuando se aproximó a las puertas, vio que había reunido allí un pequeño grupo: Crises, Filida y varios más que deseaban decirle adiós.

Filida la abrazó, la besó y le deseó un viaje agradable y un regreso sin incidentes. Crises se adelantó y también la abrazó, aunque contra la voluntad de Casandra.

—Vuelve pronto con nosotros, sana y salva, querida —murmuró con los labios muy próximos a su oído—. Te echaré de menos más de lo que puedo expresarte. Dime que te acordarás de mí.

Casandra pensó: Te echaré de menos como de menos se echa un dolor de muelas, pero tuvo la cortesía de decir:

—Que los dioses te conserven con salud y te devuelvan a Criseida.

Mientras lo decía, se dio cuenta de que no le deseaba mal alguno, pero que le gustaría que hallase una esposa y dejara de acosarla. Luego arreó al asno y se marchó.

Antes de abandonar la costa tenían que pasar junto a las naves aqueas. Allí se pondría a prueba por vez primera la eficacia de la tregua de Apolo.

Ante el campamento surgió un centinela que — dio la alerta. Uno de los capitanes, perfectamente revestido de dorada armadura, se acercó a la comitiva.

—¿Quién pretende pasar? ¿Acaso el rey troyano que intenta huir de la ciudad y del asedio? —empezó a gritarles.

—No hay tal —replicaron los guardias—. La dama es una sacerdotisa de Apolo y viaja bajo su compromiso de paz.

—Ah, ¿sí? —dijo el capitán.

Y miró a Casandra a la cara de un modo tan directo e insolente que, por primera vez en su vida, comprendió la razón de la costumbre que imponía a las mujeres aqueas el uso de velos.

—¿Conque se trata de una sacerdotisa? ¿De Afrodita? Lo bastante hermosa para serlo.

—No, es una de las vírgenes consagradas al Señor del Sol —aclaró el jefe de la guardia—. Y está vedada a cualquier hombre.

—¿Así que es una virgen? ¡Qué despilfarro! —exclamó el capitán con pesar—. Pero haría falta un hombre más bravo que yo para enfrentarse con Apolo por una de sus vírgenes.

—¿Y qué bellezas se ocultan en esas sillas de manos? —preguntó, descorriendo las cortinas.

Casandra estaba ya cansada de ocultarse tras su guardia.

—Dos de las domésticas de mi madre —dijo—. Para cuidar de mí y garantizar que ningún hombre me ofenda.

—Están seguras conmigo y me atrevería a decir que con cualquier hombre —contestó el soldado, cerrando con presteza las cortinas.

—Siento que las damas no merezcan tu aprobación —declaro Casandra—, mas son, señor, para conveniencia mía y no para la tuya. Yo pertenezco a Apolo, no a ti, así que te ruego que me dejes pasar.

—¿A dónde vas? ¿Y qué asunto tiene Apolo fuera de su templo?

—Voy a Colquis —afirmó—. Y viajo en misión del dios. Busco a alguien que sepa lo bastante de serpientes para que las suyas estén debidamente atendidas en su templo. —¿Y una mujer como tú piensa ir sola tan lejos? Si fueses hija mía, no lo consentiría, pero supongo que el dios sabe que lo que a él pertenece se halla seguro en cualquier parte. Pasa, señora y que Apolo te guarde. Dame su bendición, te lo ruego —añadió, con gesto reverente.

Esto era lo último que hubiese podido esperar, pero extendió las manos en gesto de bendición.

—Que Apolo te bendiga y te guarde, señor —dijo. Después reanudó su camino.

Aún seguía viendo las cimas de las murallas de Troya; había olvidado lo lento que sería el viaje. Aquella noche, y varias más acamparon a la vista de la ciudad y despertaron contemplando el resplandor de los rayos del sol sobre el templo de Apolo. Recordó su viaje con las amazonas, y apenas podía creer que desde entonces hubiese permanecido prisionera tras las murallas de su ciudad. Troya, su hogar y su prisión, ¿volvería a verla?

En el largo período transcurrido desde el momento en que decidió hacer el viaje hasta que se puso en marcha, había tenido tiempo suficiente para hacer los preparativos y,
e
n consecuencia, había podido encargar que le hiciesen ¿os tiendas: una, ligera, de lino aceitado y otra de cuero, como las usadas por las amazonas en épocas de lluvia. Durante los primeros días, las temperaturas fueron agradables, bajo las estrellas, el interior de la tienda se hallaba bastante fresco. Sin embargo, las dos acompañantes, interpretando de forma literal las instrucciones de su madre, hacían que tendiera sus mantas entre las de ellas. Casandra, que siempre tuvo mal dormir, permanecía a veces despierta durante horas, sintiendo cómo se clavaba en sus caderas, a través de la estera de la tienda, cada piedra o cada prominencia del suelo, sin atreverse a cambiar de postura por temor a molestar a una u otra de sus acompañantes. Mas podía escuchar el viento y sentir la fría brisa de afuera y, al menos aquello, era diferente del viento inmutable de las alturas de Troya.

Día tras día, la pequeña caravana avanzaba con lentitud por la gran planicie. Se cruzaron con pocos viajeros en su camino, a excepción de una larga hilera de carretas que llevaban hierro hacia Troya. Cuando quienes la dirigían supieron que la ciudad estaba asediada, dudaron entre ir hacia el Norte, hasta Tracia, o regresar a Colquis.

—Porque los aqueos no trafican con metales —afirmó el jefe—. Prefieren su propia clase de armas, y lo más probable es que no nos dejen entrar en la ciudad. Entonces tendríamos que regresar sin haber sacado beneficio alguno de nuestros esfuerzos, y hasta es posible que los aqueos se apoderasen de toda la caravana.

Casandra consideró lo último como muy probable.

—¿Sabes quiénes de los aqueos están allí?

—Aquiles, hijo de Peleo; Agamenón, rey de Micenas y Menelao de Esparta, Odiseo...

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