La Antorcha (43 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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Desenvainó su espada.

—Aquí y ahora, Héctor —gritó—. Te arrebataré el reino de Troya. ¿Por qué perder el tiempo en una guerra?

Patroclo sujetó sus brazos y se esforzó por girarlos hacia la espalda.

—¡Tu anfitrión es sagrado! —le gritó.

Y Héctor dio unas pasos hacia adelante.

—Pelearía con él aquí y ahora si lo quiere —dijo—. Pero es huésped de mi padre.

—Llévatelo de aquí, Odiseo; lo recibí porque tú me lo pediste —intervino Príamo.

Odiseo se le acercó para abrazarlo:

—Perdóname, viejo amigo, que haya traído a tu palacio a este salvaje. Lo lamento con todo mi corazón —dijo.

—Hiciste lo que te pareció mejor para todos nosotros, Odiseo —afirmó Hécuba—. Con guerra o sin ella, siempre serás bienvenido aquí. Confío en que llegue un día en que puedas volver sin esconderte.

Él se inclinó y besó su mano.

—Hécuba —dijo—, que Hera sea testigo de que no te deseo más que bienes. Y si un día llega en que pueda hacerte un gran favor, ruego para que ella me muestre cómo he de proceder.

—Así lo quieran los dioses —contestó ella, sonriéndole con afecto.

Casandra sintió un temblor. Hubiera deseado gritarle algo a su madre, pero había pasado el momento. Odiseo se envolvió en su manto. Aquiles y Patroclo abandonaban ya apresuradamente la sala, seguidos por la mirada enfurecida de Héctor. Casandra se estremeció porque le pareció que la luz de las antorchas había adquirido el color de la sangre y que, como un halo sangriento, rodeaba los rubios cabellos de Aquiles.

Cuando los aqueos hubieran salido, Príamo hizo la señal a Casandra para que se acercase.

—Recibí a esos hombres —dijo con voz irritado—, porque tú me lo pediste. Ya no eres una amazona; no vuelvas nunca a tratar de hablar conmigo de tales materias.

Casandra inclinó la cabeza. Le pareció que de su padre emanaba el olor de la sangre y de la carroña, y que tanto él corno ella se hallaban sumergidos en sangre hasta los tobillos. ¿Cómo era posible que él no viese ni oliera la sangre? Además le había ordenado que no volviese a hablarle de la guerra.

Nunca. No mientras yo viva. Ni después.

Durante los días que siguieron, Casandra observó desde las alturas del templo la llegada de los soldados de Aquiles. Los llamaban mirmidones, hormigas, y desde aquella altura, eso le parecieron tan numerosos y oscuros como insectos que bulleran por la playa. Por el momento, sin embargo, no parecía que tuvieran intenciones de dirigirse hacia la ciudad sino que iban y venían por la llanura, corriendo y ejercitándose en maniobras militares. La figura de Aquiles resultaba claramente visible entre ellos, destacando no sólo por su manto purpúreo sino también por el color rubio plateado de su cabello y la arrogancia de su porte.

Pocos días después, bajó a visitar a su madre. Le preocupó ver que se habían acentuado las arrugas de su rostro. Cuando se aproximaba a las habitaciones de la reina, se extrañó al oír los gritos de una trifulca. No entendía las palabras pero percibió con claridad que salían de bocas de mujeres. Cuando llegaba junto al gran telar, situado en la sala principal, oyó el ruido de una fuerte bofetada y un grito ahogado. Luego la voz de Hécuba dijo:

—¡Jamás!

—Entonces, iré sin tu permiso —afirmó una voz joven—. Y sin tu bendición, señora.

Las mujeres callaron al reconocer a Casandra y se apartaron para dejarle paso. Parecía como si se hubiesen reunido todas las domésticas del palacio en torno de Hécuba, que llevaba un vestido viejo. Sus cabellos, en vez de estar peinados en su corona habitual, le caían en mechones lacios y grises. Una de las costureras, una muchacha cuyo nombre ignoraba Casandra aunque había admirado a menudo la pericia de sus trabajos, anunció:

—¡Aquí está la princesa! Es sacerdotisa y sabrá qué decirle.

Casandra penetró en el círculo de mujeres que, excepto por un murmullo o dos, guardaban silencio.

—¿Qué sucede, madre? —preguntó—. ¿Qué pasa aquí? Una joven, con la mejilla enrojecida por la bofetada, se levantó con gesto orgulloso para hablar. Era esbelta y bella, poseedora de sedosos cabellos de color castaño que le llegaban casi hasta la cintura, porque el incidente se había producido mientras se peinaba. Sus grandes ojos oscuros quedaban a la sombra de largas pestañas.

—El dios me ha hablado, y yo he elegido a mi señor —afirmó.

—Esta estúpida muchacha —explicó Hécuba—, esta niña necia, se ha empecinado... ¡Oh, casi me avergüenza decírtelo! Que una mujer sea capaz de degradarse hasta tal punto, de rebajarse hasta ese extremo... No es una doméstica ni una esclava sino una mujer de buena cuna, una de mis mejores bordadoras y siempre la he tratado como a una hija aquí en el palacio. No le faltaba de nada...

—Bien, dime qué ha hecho —demandó Casandra—. ¿Ha abierto las puertas de la ciudad para que entrasen los aqueos?

—No, aún no ha llegado a eso —reconoció Hécuba.

—Está loca —afirmó Creusa—. En el banquete de hace unos días puso sus ojos en Aquiles y, desde entonces, no habla de otra cosa: de lo fuerte que es, de su destreza con las armas, de lo bello que parece, si es que un hombre puede ser bello, y ahora se le ha metido en la cabeza la idea de bajar y ofrecerse...

—¿A los aqueos? —preguntó Casandra, consternada.

—No —repuso quedamente la muchacha, cuyos ojos relucían—. A mi señor Aquiles.

—Ni siquiera el rey Príamo te enviaría a él como esclava —afirmó Casandra.

—No puede ser esclavitud porque le amo —dijo la muchacha—. Desde la primera vez que puse los ojos en él supe que no podría existir para mí otro hombre en el mundo.

—Mi madre tiene razón. Has perdido el juicio —manifestó Casandra—. ¿No comprendes que es una bestia, que es un bruto? No piensa en nada más que en la guerra; sólo obtiene placer matando. Y desde luego en su vida no hay sitio para ninguna mujer, ni para el amor de una mujer. Si ama a alguien, es a Patroclo, su compañero de armas.

—Estás equivocada —dijo la mujer—. Me amará.

—Pues si así fuera, sería lo peor que podría acontecerte —afirmó Casandra—. Te aseguro que ese hombre está trastornado, que su mente se halla emponzoñada por un vehemente anhelo de muerte.

—No, reparé en que me miraba —dijo la joven—. ¿Cómo se te ocurre decir tal cosa? Es el hombre más apuesto que jamás crearon los dioses; semejante belleza debe significar también bondad. Sus ojos...

Con un estremecimiento, Casandra recordó a la mujer de la aldea de los centauros, con los tobillos atravesados por una cuerda y defendiendo su mutilación como un acto de amor. Era inútil razonar con alguien en semejante estado.

Sin embargo, debía intentarlo aunque sólo fuese porque las dos eran mujeres y por tanto hermanas.

—Tú... ¿Cómo te llamas? —empezó por decirle.

—Briseida —respondió Hécuba—. Es una tracia.

—Escúchame, Briseida —dijo Casandra—. ¿No puedes siquiera advertir que estás engañándote? Eso es un loco capricho que ha metido en tu cabeza algún demonio, no un dios. Has inventado un hombre en tus sueños y lo has llamado Aquiles. ¿Crees en verdad que si te dejásemos ir y llegases hasta los aqueos significarías para él algo más que una prostituta o que una esclava?

—No creo que pudiera amarlo tanto sin despertar algún amor a cambio —afirmó Briseida.

Creusa se adelantó y la sacudió.

—¡Escúchanos, loca! ¡Esa clase de amor no es más que la fantasía de una muchacha estúpida! Si deseas un varón, hablaré con mi padre y él dispondrá un matrimonio para ti. Aquí hay soldados y caudillos de todo el mundo. Y tu padre es un hombre respetado en su propio país; el mío te hallará un marido adecuado.

—Pero no deseo un marido adecuado —protestó Briseida—. Yo sólo deseo a Aquiles; le amo. Estás celosa porque el amor no llegó hasta ti de ese modo. De haber sido así, sabrías que no puedo hacer otra cosa. No hay nada en el mundo que me importe, a excepción de Aquiles. No puedo comer ni dormir pensando en él, en sus ojos, en sus manos...

El mismo tono de voz con que hablaba convenció a Casandra de que era inútil tratar de persuadir a aquella mujer.

—Dejadla sola —dijo, desesperanzada—. Ésta es una fiebre semejante a la de Paris por Helena, una maldición de su diosa del amor. Recobrará el sentido tan pronto como le haya hecho suyo, mas para entonces ya será demasiado tarde.

—Con tal de que sea mío, nada me importa lo que pueda sucederme después —dijo Briseida, y Hécuba enjugó las lágrimas de sus ojos.

—¡Pobre niña! —exclamó—. No puedo impedírtelo. Ve, si quieres, y paga las consecuencias de tu locura. Mandaré un recado a Príamo y te enviaremos en una litera con un mensaje que indique que eres un regalo para Aquiles y que si se digna aceptarte y no te arroja a la soldadesca para revelar su desdén por nuestros obsequios...

Por un instante la muchacha palideció, pero luego dijo: —Me querrá en cuanto vea lo que le quiero. Y si así fuere, tanto peor para ti, pensó Casandra. Pero se abstuvo de pronunciar en voz alta aquellas palabras.

Observó cómo las mujeres vestían y engalanaban a Briseida. Hécuba incluso le puso al cuello un collar de oro. Cuando estuvo dispuesta, Casandra casi la envidió, puesto que parecía completamente feliz.

Las mujeres sueñan con esa clase de amor. Y luego llega la cuerda que atraviesa los tobillos, la esclavitud, la degradación. Debería hallarme en su lugar, pensó Casandra. Aquiles me pidió y estoy segura de que me hubiera recibido conforme a mi rango. Luego, mientras durmiese, una daga en su cuello v quizás el final de esta guerra. El gran Aquiles vencido no por un héroe sino por una mujer, por su propia pasión, aunque ningún guerrero de Troya conseguiría derrotarlo.

¿Acaso está esa mujer cumpliendo mi propio destino? No. A veces los dioses pueden darnos lo que a otro pertenece, como a Paris la mujer de Menelao. Pero a nadie le es dado vivir el destino de otro.

Confío en que así sea. Lo creo. Porque, de no ser cierto, jamás sabría cómo soportar mi culpa.

Varios días después, Casandra volvió a bajar al palacio de Príamo y halló a Helena en el patio, observando el campamento aqueo. Su hijo Binomos jugaba cerca de ella y Casandra, contando mentalmente, calculó que Helena llevaba con ellos casi dos años. Ya resultaba difícil imaginar sin ella el recinto de las mujeres, o que hubo un tiempo en que no existía la guerra.

Hace tres años, pensó, yo cabalgaba con las amazonas. Y deseó hallarse de nuevo en la planicie, libre de la ciudad y de los muros de palacio.

¿Abandonaría el templo del Señor del Sol? Me ha olvidado. Ya no me habla. No soy más que otra mujer. Pero a quien quiero es a un dios, no a un hombre... Supongo que será mejor amar a un dios que a un hombre como Paris o como Aquiles...

Se acordó de Briseida y buscó con la mirada la tienda de Aquiles. Cerca de ella, pudo distinguir los paramentos de llamativos colores de la litera en la que Hécuba envió a la muchacha. Y junto a la entrada de la tienda reparó en la figura esbelta y erguida del guerrero y en la silueta más pequeña, envuelta en telas de colores vivos, de una mujer. ¿Briseida? Así que al menos no había desdeñado el regalo, no la había arrojado a la soldadesca. Casandra se preguntó si se sentiría feliz y satisfecha.

—Al menos tiene lo que más deseaba —dijo Helena, aproximándose al muro y señalando a la muchacha envuelta en velos de color azafranado—. Hay, pues, al menos una mujer en Troya que ha hecho lo que más anhelaba.

—Como tú. ¿No es cierto, Helena?

—No lo sé —contestó Helena—. Quiero a Paris... Al menos bajo la bendición de la diosa del amor, le quería. Pero cuando ella no está conmigo, no lo sé.

También ella sólo ama conforme a la voluntad de un dios... ¿Por qué se entrometen en nuestras vidas los dioses? ¿Es que no tienen bastante con sus reinos divinos y han de venir a mezclarse en las vidas de los hombres y de las mujeres mortales? Pero se limitó a preguntarle:

—¿Crees que atacarán hoy?

—Así lo deseo. Los hombres se aburren encerrados tras las murallas —dijo Helena—. Si los aqueos no nos atacan en uno o dos días, nuestros soldados saldrán y atacarán a los aqueos, simplemente para ocupar el tiempo. ¿Qué te sucede, Casandra? Te has puesto pálida.

—Se me ocurrió —contestó Casandra, hablando con dificultad—, que si esta guerra se prolonga mucho, ningún niño de Troya sobrevivirá para convertirse en guerrero.

—Bueno, yo preferiría que mis hijos fuesen cualquier otra cosa en lugar de esa —afirmó Helena—. Como Odiseo quizá, para que vivieran pacíficamente en su país natal y fueran jueces prudentes de su pueblo. ¿Qué desearías para tu hijo, Casandra, si lo tuvieses?

Jamás había pensado en eso.

—No lo sé —dijo—. Cualquier dedicación que le hiciese feliz. Guerrero, rey, sacerdote, labriego o pastor... Todo menos esclavo de los aqueos.

Helena se volvió hacia su hijo y le tendió los brazos. Él acudió corriendo hacia ellos.

—Antes de que éste naciera, aún yo tenía poder, y a menudo pensé en ejercerlo para detener esta guerra —dijo, pensativa—. Se me ocurrió entonces la posibilidad de bajar furtivamente hasta el campamento y buscar a Menelao. Creo que habría aceptado la idea de regresar a casa y cuando no hubiese más por lo que luchar, o al menos pretexto alguno para el combate, los aqueos habrían tenido que dar la vuelta y retornar a nuestras propias islas. Pero ahora ya no me aceptaría con el hijo de otro hombre en mis brazos.

—Déjalo aquí entonces. Su padre cuidará de él y yo también lo haré, si es eso lo que en verdad deseas.

Tras haber pronunciado estas palabras comprendió que Helena era casi la única persona en Troya con quien podía hablar en esos días. Su madre ya no la comprendía, ni tampoco sus hermanas. Echaría de menos a Helena si ésta regresara a tierras de Esparta.

Helena frunció el entrecejo, y luego preguntó: —¿Por qué tendría yo que renunciar a mi hijo sólo porque Menelao sea un estúpido? —Al cabo de un instante añadió—: A decir verdad, Casandra, y de no ser que te halles bajo el sortilegio de Afrodita, no existe mucha diferencia entre un hombre y otro, pero no es tan fácil prescindir de los hijos. No soy responsable de esta guerra y creo que Agamenón la habría iniciado tarde o temprano, independientemente de lo que yo hiciese o dejara de hacer. —Suspiró y apoyó su cabeza en el hombro de Casandra—. Hermana, no soy tan valiente como creía ser. Me sería posible, con un gran esfuerzo de voluntad, volver a Menelao e incluso dejar a Paris; pero no me siento capaz?, de abandonar a mi hijo.

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