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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (33 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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—Lo sé —admitió Petrov, a media voz—. Pero no fracasará. Lo hará él mismo.

C
APÍTULO X

—Es lo máximo que podemos conseguir, señor presidente —dijo el secretario de Estado, David Lawrence—. Personalmente, creo que Campbell ha hecho un buen trabajo en Castletown.

Reunidos ante la mesa del presidente, en el Salón Oval, estaban los secretarios de Estado, de Defensa y del Tesoro, además de Stanley Poklevski y Robert Benson, de la CIA. Al otro lado de los ventanales, el jardín era azotado por un viento frío. La nieve se había fundido, pero el primero de marzo había amanecido crudo y desagradable.

El presidente Matthews apoyó la mano sobre el grueso legajo que tenía delante y que era el proyecto de acuerdo elaborado en las conversaciones de Castletown.

—Mucho de esto es demasiado técnico para mí —confesó—, pero el informe del departamento de Defensa me ha impresionado. Así es como yo lo veo: si rechazamos esto, después de aceptarlo el Politburó soviético, no se reanudarán las negociaciones. En todo caso, el asunto de las entregas de cereales se convertirá en una cuestión académica en Rusia, dentro de tres meses. Entonces se estarán muriendo de hambre y Rudin caerá. Y Yefrem Vishnayev tendrá su guerra. ¿Estoy en lo cierto?

—La conclusión parece inevitable —asintió David Lawrence.

—¿Y qué hay del otro aspecto del asunto, de las concesiones que hacemos nosotros? —preguntó el presidente.

—El protocolo comercial secreto, en documento aparte —respondió el secretario del Tesoro—, nos obliga a vender cincuenta y cinco millones de toneladas de cereales diversos a precio de coste, y tecnología petrolera, de computadoras y de industrias de consumo, por valor de casi tres mil millones de dólares; tecnología que está fuertemente subsidiada. El coste total para los Estados Unidos se acercará a los tres mil millones de dólares. Por otra parte, las fuertes reducciones de armamentos nos permitirán compensar esto con los menores gastos para la defensa.

—Si los soviets cumplen sus compromisos —se apresuró a decir el secretario de Defensa.

—Pero si lo hacen, y hemos de creer que lo harán —replicó Lawrence—, no estarán en condiciones de lanzarse a una guerra convencional o nuclear táctica en Europa, al menos en cinco años, según calculan los propios expertos de usted.

El presidente Matthews sabía que su candidatura no figuraría en las elecciones presidenciales del mes de noviembre siguiente. Pero si podía abandonar el cargo en enero dejando asegurada la paz por un lustro, con la interrupción de la terrible carrera de armamentos de los años setenta, ocuparía un lugar entre los grandes presidentes de los Estados Unidos. Y esto era lo que más deseaba en esta primavera de 1983.

—Caballeros —dijo—, tenemos que aprobar este tratado en sus propios términos. David, informe a Moscú de que también nosotros aceptamos las cláusulas y proponemos que los negociadores vuelvan a reunirse en Castletown a fin de redactar el tratado oficial para su firma. Mientras tanto, permitiremos que los cereales sean cargados en los barcos, para que éstos puedan zarpar el mismo día de la firma. Eso es todo.

El 3 de marzo, Azamat Krim y su colaborador americanoucraniano cerraron el trato para la compra de una sólida y poderosa lancha. Era la clase de embarcación predilecta de los entusiastas pescadores de las costas inglesa y continental del mar del Norte: casco de acero, doce metros de eslora, resistente y de segunda mano. Estaba matriculada en Bélgica y la habían encontrado cerca de Ostende.

En la parte delantera tenía un camarote cuyo techo cubría el tercio anterior de la longitud de la lancha. Desde él se bajaba por una escalerilla al angosto lugar de descanso, donde había cuatro iteras, un diminuto lavabo y una cocinita de gas. Detrás de esto, la embarcación quedaba abierta a los elementos, y, debajo de la cubierta, funcionaba un poderoso motor capaz de llevarla a los caladeros del mar del Norte, en viaje de ida y vuelta.

Krim y su compañero la llevaron desde Ostende hasta Bankenberge, remontando la costa belga, la atracaron en el muelle de las embarcaciones de paseo, sin llamar la atención de nadie. En primavera acuden siempre muchos aficionados a la pesca a aquellas costas, con sus lanchas y sus aparejos. El americano decidió quedarse a bordo y trabajar en el motor. Krim volvió a Bruselas, donde se encontró con que Andrew Drake había convertido la mesa de la cocina en banco de trabajo y estaba profundamente absorto en sus propios preparativos.

El Freya cruzó por tercera vez el ecuador en su primer viaje, y el 7 de marzo entró en el canal de Mozambique, navegando rumbo Sur-Sudoeste, en dirección al cabo de Buena Esperanza. Aún seguía su línea de cien brazas, dejando ciento ochenta metros de agua clara debajo de su quilla, rumbo que lo alejaba mar adentro en relación con las principales rutas marítimas. No había avistado tierra desde la salida del golfo de Omán, pero, en la tarde del 7, pasó entre las islas Comores, al norte del canal de Mozambique. Los tripulantes, aprovechando el débil viento y la mar en calma para dar un paseo por la cubierta de proa o para haraganear junto a la piscina de la cubierta «C», pudieron ver la isla Gran Comore, con el pico de su boscosa montaña oculto entre las nubes y el humo de la maleza quemada en sus flancos flotando sobre las verdes aguas. Al anochecer, el cielo se cubrió de nubes grises y sopló un viento de borrasca. Delante del barco esperaba el mar agitado del Cabo y las últimas singladuras hacia el Norte, hacia Europa y el puerto de destino.

El día siguiente, Moscú contestó oficialmente la propuesta del presidente de los Estados Unidos, celebrando su aceptación de los términos del proyecto de tratado y conviniendo en que los principales negociadores de Castletown debían reunirse de nuevo para redactar el tratado definitivo, sin dejar de mantenerse en contacto con sus respectivos Gobiernos.

La mayor parte de la flota mercante soviética «Sovfracht», junto con otros muchos barcos ya fletados por la URSS, habían zarpado ya con rumbo a la costa oriental de América del Norte, para cargar el grano, de acuerdo con la invitación americana.

A Moscú, empezaban a llegar noticias de cantidades excesivas de carne en los mercados campesinos, indicadoras de que se estaba matando ganado en las granjas estatales y colectivas, en contra de las prohibiciones legales. Se agotaban las últimas reservas de alimentos, tanto para los animales como para los seres humanos.

En un mensaje particular al presidente Matthews, Maxim Rudin lamentaba decirle que, por razones de salud, no podría firmar personalmente el tratado en nombre de la Unión Soviética, a menos que la ceremonia se celebrase en Moscú; por consiguiente, le proponía que fuesen los ministros de Asuntos Exteriores quienes lo firmasen en Dublín, el 10 de abril.

En el Cabo soplaba un viento endiablado; el verano sudafricano había terminado, y los ventarrones de otoño subían zumbando del Antártico y se estrellaban contra la Table Mountain. El 12 de marzo, el Freya estaba en el centro de la corriente de Agulhas, avanzando hacia el Oeste sobre el mar verde y montañoso, recibiendo los vientos del Sudoeste sobre su costado.

Hacía un frío terrible en cubierta, pero nadie estaba allí. Detrás de los dobles cristales que resguardaban el puente, se hallaba el capitán Thor Larsen y sus dos oficiales de guardia, con el timonel, el radiotelegrafista y otros dos marinos todos ellos en mangas de camisa. Calientes, seguros, protegidos por el escudo de la insuperable tecnología del barco, contemplaban cómo las olas de doce metros, impulsadas por el vendaval del Sudoeste, se erguían a babor del Freya, permanecían un momento inmóviles y se estrellaban sobre la oscura y gigantesca cubierta y sobre los miles y miles de tubos y de válvulas, en un enorme torbellino de blanca espuma. Cuando estallaban las olas, sólo el castillo de proa era discernible, allá a lo lejos, como algo independiente. Al retirarse la derrotada espuma a través de los imbornales, el Freya se sacudía, y enterraba de nuevo su casco en otra montaña de agua. Treinta metros más abajo de donde se hallaban nuestros hombres, noventa mil caballos de fuerza empujaban un millón de toneladas de crudo unos cuantos metros, en dirección a Rotterdam. En lo alto, los albatros del Cabo giraban y se deslizaban, lanzando chillidos que no podían oírse desde detrás de la pared de plexiglás. Uno de los camareros sirvió el café.

Dos días después, el lunes 14, Adam Munro salió en su coche del patio de la sección comercial de la Embajada británica, torció bruscamente a la derecha, introduciéndose en la Kutuzovsky Prospekt, y se dirigió al centro de la ciudad. Su punto de destino era la sede principal de la Embajada, a la que había sido llamado por el jefe de la Cancillería. La llamada telefónica, desde luego intervenida por la KGB, había sido debida aparentemente a la necesidad de concretar algunos detalles sobre la visita de una delegación comercial que llegaría de Londres. En realidad significaba que le esperaba un mensaje en el cuarto de comunicaciones cifradas.

El cuarto de comunicaciones cifradas está en el sótano del edificio de la Embajada en el muelle de Maurice Thorez, y es una habitación segura, periódicamente «limpiada» por personas que no buscan polvo, sino micrófonos ocultos. Los operarios pertenecen al personal diplomático y son de absoluta confianza. Sin embargo, a veces llegan mensajes con una contraseña que indica que no pueden ni deben ser descifrados por las máquinas normales. La contraseña expresa que el mensaje debe entregarse a un operario particular, a un hombre que tiene derecho a saber, porque ello es necesario. Ocasionalmente, un mensaje para Adam Munro llevaba esta contraseña, y esto era lo que ocurría hoy. El operario en cuestión sabía cuál era el trabajo de Munro, porque necesitaba saberlo, si no por otra razón, por protegerle de los que no lo sabían.

Munro entró en el cuarto de comunicaciones cifradas, y el operario reparó en seguida en él. Se retiraron ambos a una pequeña dependencia contigua, donde el operario, hombre exacto y metódico, que usaba gafas bifocales, se sacó una llave del cinturón para abrir una máquina particular de descifrado. Depositó en ella el mensaje de Londres, y la máquina escupió la traducción. El operario no prestó atención y desvió la mirada al apartarse Munro.

Munro leyó el mensaje y sonrió. Se lo aprendió de memoria en unos segundos y lo introdujo en un aparato, que redujo el fino papel a fragmentos apenas mayores que granos de polvo. Dio las gracias al operario y se marchó, con el corazón rebosante de alegría. Barry Ferndale le había informado de que, estando a punto de firmarse el tratado rusoamericano, el Ruiseñor sería discreta, pero calurosamente recibido, si salía de la costa de Rumania, cerca de Constanza, en la semana del 16 al 23 de abril. Añadía detalles sobre el punto exacto en que sería recogido, y pedía a Munro que consultase con el Ruiseñor y confirmase su aceptación y conformidad.

Después de recibir el mensaje personal de Maxim Rudin, el presidente Matthews había observado a David Lawrence:

—Toda vez que esto es más que un simple acuerdo de limitación de armas, supongo que debemos llamarlo tratado. Y, como parece que se firmará en Dublín, la Historia lo llamará, sin duda, el Tratado de Dublín.

Lawrence había consultado al Gobierno de la República de Irlanda, el cual respondió, con no disimulada satisfacción, que les complacería mucho que la ceremonia oficial de la firma, entre David Lawrence, por los Estados Unidos, y Dmitri Rykov, por la URSS, se celebrase en Saint Patrick's Hall, Dublin Castle, el día 10 de abril.

Por consiguiente, el 16 de marzo, el presidente Matthews contestó a Maxim Rudin, aceptando aquel lugar y aquella fecha.

En los montes de los alrededores de Ingolstadt (Baviera) hay dos canteras bastante importantes. Durante la noche del 18 de marzo, el vigilante de una de ellas fue atacado y amordazado por cuatro enmascarados al menos uno de los cuales llevaba una pistola, según dijo más tarde el vigilante a la Policía. Aquellos hombres, que parecían saber muy bien lo que buscaban, entraron en el almacén de la dinamita empleando las llaves del vigilante nocturno y se llevaron 250 kilos de TNT y varios detonadores eléctricos. Se habían marchado mucho antes del amanecer, y como el día siguiente era sábado, el atado vigilante no fue descubierto y liberado hasta cerca del mediodía. Subsiguientemente, la Policía realizó intensas investigaciones, y, en vista de que los ladrones conocían bien la cantera, las centró principalmente en los que habían trabajado en ella. Investigaron, sobre todo, a los extremistas de izquierda, y por ello el nombre de Klimchuk, que había trabajado tres años atrás en la cantera, no llamó particularmente la atención, ya que se presumía era de origen polaco. En realidad, Klimchuk es un apellido ucraniano. La noche de aquel mismo sábado, los dos coches que traían los explosivos llegaron de nuevo a Bruselas, después de cruzar la frontera germano-belga por la carretera de Aquisgrán-Lieja. No les detuvieron, porque el tráfico de fin de semana era particularmente denso.

La noche del 20, el Freya había dejado muy atrás la costa del Senegal, habiendo llevado muy buena marcha desde el Cabo, gracias a los vientos del Sudeste y a una corriente favorable. A diferencia del norte de Europa, había ya mucha gente que aprovechaba los días de fiesta para bañarse en las playas de las islas Canarias.

El Freya navegaba muy al oeste de aquellas islas, pero, poco después del amanecer del día 21, los oficiales que estaban en el puente pudieron distinguir el pico volcánico del Teide, en Tenerife, la primera tierra que veían desde que se habían alejado de la abrupta costa de la provincia del Cabo. Al perderse de vista las montañas de Canarias, supieron que, salvo la posibilidad de percibir la cima de Madeira, lo primero que verían serían los faros que les avisarían la necesidad de apartarse de las peligrosas costas de Mayo y Donegal.

Adam Munro había esperado con impaciencia toda una semana para ver a la mujer que amaba, ya que no podía llegar hasta ella antes de su encuentro convenido para el lunes, 21. Se habían citado de nuevo en la Exposición de Logros Económicos, cuyas 238 hectáreas de parques y campos llegaban hasta el gran Jardín Botánico de la Academia de Ciencias de la URSS. Aquí, en una resguardada almáciga al aire libre, ella le estaba esperando, minutos antes del mediodía. Por temor a ser sorprendido por algún transeúnte, se abstuvo de besarla como hubiese deseado.

En cambio, le contó con reprimido entusiasmo, las noticias que había recibido de Londres. Valentina no cabía en sí de gozo.

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