Read La abuela Lola Online

Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (20 page)

BOOK: La abuela Lola
5.6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Tu padre se va a quedar en otro lugar durante algún tiempo, pero vendrá los martes y los fines de semana a veros a ti y a Jennifer, así que no tienes que preocuparte por eso.

—¿Por qué se va a quedar en otro lugar? ¡Pero si él vive aquí! —protestó Sebastian, deslizándose hasta sentarse en el borde de la silla, dominado por el pánico.

—Sí, eso es cierto —dijo ella asintiendo de nuevo, tomándose su tiempo para encontrar las palabras que comunicarían aquellas difíciles noticias de la manera menos triste posible—. Pero tu padre y yo hemos pensado que lo más recomendable es que nos separemos una temporada para que podamos… —otro gesto de asentimiento—, para que podamos aclarar las cosas.

—¿Vais a divorciaros? —preguntó Sebastian, con el corazón en un puño.

Con las manos cruzadas tranquilamente sobre el regazo, su madre le contestó:

—Todavía no hemos decidido nada.

—Pero entonces, ¿por qué papá no puede dormir en el salón? De todos modos, se queda dormido allí la mayor parte de las noches…

—Porque, a veces, los adultos necesitamos darnos tiempo y espacio para aclarar las cosas. —Se inclinó hacia delante, cogió entre sus manos heladas las de su hijo y las presionó, y Sebastian se estremeció—. Quiero que sepas que absolutamente nada de esto es por culpa tuya. E independientemente de lo que suceda, Jen y tú vais a estar bien. Tu padre y yo siempre os querremos. Eso no va a cambiar nunca.

Sebastian se echó hacia atrás en la silla. Deseaba desesperadamente creer lo que su madre le estaba diciendo, que nada de aquello era culpa suya, que todo iba a salir bien, pero no podía olvidar la pelea que había oído entre ellos la noche anterior. Y la tristeza en los ojos de su madre en aquel momento confirmó lo que él más temía: que el problema entre sus padres y en su familia no tenía arreglo. Le hubiera hecho un millón de preguntas sobre dónde se iba a quedar su padre y exactamente cuánto tiempo y espacio necesitaban los adultos para aclarar las cosas. Sin embargo, de repente se sintió muy cansado y sin aliento, y lo único que deseó fue irse arriba y meterse en la cama.

—Ya sé que esto tiene que resultar muy desazonador para ti, Sebastian, pero todavía tenemos que hablar sobre lo que ha pasado hoy —le dijo Gloria, irguiéndose y adoptando su habitual confianza materna—. Esta mañana me prometiste que ibas a quedarte a las actividades extraescolares y no has ido.

—¡También he ido! —le respondió Sebastian, alterando su tono de voz para igualarlo al de ella—. Pero después me he marchado a casa de la abuela Lola. No me dijiste que no pudiera ir a verla.

—Quería que te quedaras en el colegio hasta que yo hubiera terminado de trabajar y pretendía recogerte allí y no en casa de tu abuela. Tú sabías que era eso lo que yo quería decir, ¿verdad?

Sebastian asintió abatido.

—¿Y entonces, por qué me volviste a desobedecer? —le preguntó.

—Traté de obedecerte, mamá. De verdad que lo intenté, pero quería ver a la abuela y… —Miró a su madre a los ojos y comprendió que deseaba escuchar algo que le permitiera perdonarle y dejar el asunto en paz. Igual que él, ella no deseaba nada más que subir las escaleras, meterse en su habitación e irse a dormir para que aquel difícil día por fin se terminara. Y de repente, se le ocurrió qué decir—. Y… y está ese chico que va a las actividades extraescolares que se porta mal conmigo.

Gloria aguzó los oídos.

—¿Quién es ese niño? ¿Te está haciendo daño?

Sebastian negó con la cabeza. La verdad era que Keith jamás le había pegado, ni siquiera había intentado ponerle la mano encima. Pero casi lo habría preferido.

—¿Y entonces por qué se porta mal contigo? —le preguntó Gloria.

—Me obliga a hacer ruidos de animales y me llama niño mono.

Gloria hizo una mueca, sin entender exactamente lo que su hijo le estaba contando.

—No lo entiendo. ¿Cómo te obliga a hacer ruidos de animales?

—No lo sé —respondió Sebastian, retorciéndose las manos—. Pues él me dice que los haga, y yo los hago.

—¿Y haces algo más?

Sebastian asintió avergonzado.

—A veces tengo que bailar —murmuró rápidamente—. Me hace sentir el niño más tonto del mundo, mamá, y no quiero ir a las actividades extraescolares con él nunca más.

—Entonces, tú y yo tenemos que hablar con tu profesora sobre este asunto.

A Sebastian se le cayó el alma a los pies. Lo último que deseaba en el mundo era que la señorita Ashworth se enterara de lo estúpido que era. Eso haría que su humillación fuera aún más insoportable.

—¡No, por favor, no le cuentes esto a la señorita Ashworth, mamá! ¡Por favor, no se lo cuentes!

—¿Por qué no, Sebastian? Tu profesora debería estar al corriente de lo que pasa entre sus alumnos.

—Porque no arreglará nada, lo único que hará será empeorar las cosas. Por favor, mamá, yo puedo arreglármelas.

—¿Y cómo pretendes arreglártelas exactamente? —le preguntó su madre.

Sebastian apartó la mirada de ella sintiéndose repentinamente indignado. ¿Qué es lo que diría ella si él le preguntara algo similar? «¿Qué vas a hacer con papá? ¿Cómo pretendes arreglártelas con esta situación?»

Sin embargo, el niño permaneció en silencio.

—Estoy esperando —le instó Gloria—. Si no quieres que hable con la señorita Ashworth, vas a tener que convencerme de que eres capaz de arreglártelas.

—Voy a ignorarle —le respondió Sebastian, recordando que ese era el típico consejo que solía darse para tratar con matones—. Y voy a mantenerme lo más lejos que pueda de él; por eso sería mejor si fuera a casa de la abuela Lola después de clase.

Tras discutirlo durante un rato más, Gloria aceptó que el mejor plan de momento era permitir que Sebastian fuera a casa de su abuela hasta que encontraran otra solución. Por muy preocupada que estuviera por la situación con Lola, no podía soportar la idea de que su niñito experimentara estrés o incomodidad a manos de un abusón. De momento, él dejaría de hacer aquellos ruidos de animales, y la avisaría si la situación persistía o empeoraba.

—Si te tumbas en el suelo, la gente te pisoteará —le advirtió Gloria a su hijo—. Tienes que levantarte y mantener la cabeza bien alta. ¿Entiendes lo que te digo, Sebastian? Nadie puede hacer eso por ti; es algo que tú tienes que aprender por ti mismo.

Una vez que su madre le dio permiso para marcharse a su habitación, Sebastian subió las escaleras arrastrando los pies y se fue directamente a la cama. Se sentía abrumado y exhausto, y solo pensar en que su padre no dormiría esa noche bajo el mismo techo que su familia disipaba totalmente la alegría que había sentido esa tarde en casa de su abuela. Su único consuelo era que su madre había decidido no castigarle por desobedecerla por segunda vez. Quizá comprendía que la situación en la que se encontraban ya era suficiente castigo. Sí, a juzgar por la desventurada expresión de sus fatigados ojos, sabía que eso era lo que su madre pensaba.

Sebastian se tumbó en la cama y escuchó el viento que soplaba entre las ramas de los árboles y que arañaba suavemente los vidrios de las ventanas. A veces, por la noche, oía a las ardillas correteando por las ramas y refugiándose entre las hojas. Aquella noche hacía mucho viento, por lo que no lograba oírlas, pero se imaginó una familia de ardillas acurrucada en algún lugar cálido y seco justo encima de su propia cabeza. Estaba casi dormido cuando su hermana entró en el cuarto sigilosamente.

—Sebastian, ¿estás despierto? —le preguntó Jennifer en un susurro irritantemente alto.

—Más o menos —contestó él, guiñando los ojos hacia la luz que entraba por la puerta abierta.

Jennifer se puso en cuclillas junto a su cama.

—¿Te ha contado mamá lo que ha pasado?

Él asintió con gesto hosco.

—No me lo puedo creer. Mamá y papá se han separado, así sin más, de un día para otro.

Sebastian levantó la cabeza de la almohada, totalmente despierto ya.

—Mamá dice que todavía no han decidido nada.

Jennifer puso los ojos en blanco.

—Sí, claro, eso mismo me ha dicho a mí, pero así es como empieza la cosa. Créeme, lo sé. Prácticamente todos los padres de mis amigos están divorciados y ahora nosotros vamos a ser exactamente igual que ellos. Detesto ser como todo el mundo.

Sebastian trató de encontrar algo positivo que decir, pero el agotamiento pudo con él y dejó caer la cabeza sobre la almohada.

—¿Es verdad? —preguntó Jennifer—. ¿Es cierto que la abuela Lola se ha teñido el pelo de color rojo chillón?

Sebastian asintió. Le resultaba curioso que entonces ya no le pareciera tan extraño. Quizá en un par de días ni siquiera le llamaría a atención.

—Creen que se está volviendo loca, igual que cuando murió el abuelo Ramiro. Temen que vaya a provocar otro incendio.

Sebastian miró fijamente a su hermana con enormes ojos redondos como platos.

—Aquel incendio fue un accidente. La abuela Lola estaba cocinando frijoles, se quedó dormida y se olvidó de apagar el fuego.

—Eso es lo que le cuenta a todo el mundo, pero, en realidad, nadie la cree. Ella quería morirse en aquel incendio, Sebastian. Deseaba morirse para poder estar con el abuelo Ramiro.

En el momento en que aquellas palabras salieron por su boca, Jennifer recordó que sus padres siempre procuraban no compartir aquella sospecha con Sebastian, pero ahora que todo estaba desmoronándose, parecía importar más bien poco.

Sebastian no podía creerse una cosa así de su abuela. Sin previo aviso, se sintió totalmente desprotegido hasta los huesos y comenzó a tiritar aunque le cubrían dos mantas bien gruesas.

—La van a mandar a una residencia de ancianos, ¿no te lo ha dicho mamá? —le dijo Jennifer.

Sebastian lo había supuesto a partir de las conversaciones telefónicas que su madre había mantenido antes y tenía toda la intención de advertir de ello a su abuela en la primera oportunidad que tuviera.

—Pues no irá —masculló.

Ahora que habían intercambiado toda la información básica, Sebastian esperaba que su hermana se marchara a su habitación y le dejara descansar. Ya había escuchado suficientes cosas por un día, puede que por una vida entera. Se sorprendió al enterarse de lo que había pasado con la abuela Lola, pero, tras unos minutos, decidió que Jennifer debía de estar equivocada. Sebastian conocía a su abuela mejor que nadie y estaba bastante seguro de que jamás habría iniciado un incendio a propósito. Cuando llegó a esa conclusión, dejó de temblar.

Por mucho que deseara que su hermana se marchara, Jennifer se quedó donde estaba, balanceándose adelante y atrás sobre sus talones, perdida en sus pensamientos. Era obvio que no tenía ni la menor intención de marcharse.

—Eh, hombrecito, ¿quieres que te lea un cuento esta noche? —le preguntó.

Sebastian no deseaba otra cosa que irse a dormir, pero comprendió que, en aquella ocasión, era Jennifer la que no quería quedarse sola.

—Claro, por supuesto —le dijo, alargando la mano para encender la luz.

Jennifer encontró un libro sobre el sistema solar en la estantería de Sebastian y le alborotó el pelo cariñosamente, cosa que no había hecho en años.

—Pase lo que pase, tú y yo estamos juntos, ¿de acuerdo, hombrecito?

—Vale —le respondió él frotándose los ojos.

Aquellas atenciones por parte de su hermana eran algo extraño y poco habitual, e independientemente de lo que las hubiera provocado, estaba dispuesto a disfrutarlas.

—Y no tienes que preocuparte por que yo vaya a casarme, porque nunca haré una cosa tan estúpida como esa. Probablemente me iré al Tíbet y me haré monja budista o algo así, y tú puedes hacerte monje. De hecho —añadió Jennifer, tomándose un instante para contemplar la dulce carita y los ojos enternecedores de su hermano—, seguramente serías un monje excelente.

—¿Y si, en lugar de eso, nos fuéramos a Puerto Rico? La abuela Lola dice que es un lugar muy bonito, donde los niños pueden jugar en la selva durante todo el día y subirse a los árboles y cosas así. Y hay un lugar especial arriba, en la cima de la montaña, en el que parece que estés en el borde del cielo, y en las ocasiones especiales comen cabras.

—Eso suena un poco asqueroso —comentó ella haciendo una mueca.

—Eso mismo pensé yo, pero la abuela dice que es delicioso y que nosotros provenimos de una larga estirpe de comedores de cabras.

Resultaba extraordinariamente consolador hablar sobre algo que no tuviera que ver con sus problemas familiares, y Sebastian se sintió bastante contento de haber dejado que Jennifer se quedara.

Le hizo hueco en la cama junto a él y, aunque estaba demasiado cansado como para prestar mucha atención a lo que su hermana le leía sobre que los planetas orbitaban alrededor del Sol a diferentes velocidades y en distintos ángulos, le gustó el tono monótono y relajante de su voz. El olor del papel y la tinta que le daba en la cara cuando Jennifer pasaba las páginas resultaba aún más tranquilizador que el sonido de las ardillas correteando afuera. Se sintió seguro y satisfecho de momento, así que cerró los ojos y se quedó profundamente dormido apoyándose en el hombro de su hermana.

Capítulo 13

Cuando Sebastian llegó al
bungalow
de su abuela la tarde siguiente, se encontró con que la situación era más o menos la misma que el día anterior, excepto porque todo estaba aún más desordenado. Claramente, Lola había vuelto a salir de compras, pero no se había molestado en colocar lo que había comprado en su excursión del día anterior. El sofá y todas las superficies de las sillas y la mesa se hallaban cubiertas de más cajas, bolsas y papel de embalar. A Sebastian le recordó las fotografías que había visto tras un terremoto, cuando todo se derrumbaba sobre el suelo en desordenados montones de desechos.

Lola se encontraba en la cocina, concentrada en preparar algo en la encimera. Su cabello rojizo le cubría parcialmente los ojos, pero cuando levantó la mirada y vio a su nieto de pie en mitad de la habitación, le dedicó una sonrisa cálida y cordial.

—¿Qué estás preparando hoy, abuela? —le preguntó olfateando el aire, aunque aquella vez no olía a nada.

—Me alegra informarte de que tú y yo, los dos, vamos a elaborar algo tan básico como el aire y el agua, e igual de esencial para la vida —le contestó ella.

El niño frunció el entrecejo. Aire y agua no eran cosas que sonaran precisamente apetecibles.

—Pero antes de que empecemos —le dijo su abuela—, tengo que contarte la historia que se esconde detrás de este plato y, cuando la conozcas, te proporcionará un extra que no puede describirse, solo degustarse.

BOOK: La abuela Lola
5.6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Case of the Velvet Claws by Erle Stanley Gardner
All Things Beautiful by Cathy Maxwell
Ventriloquists by David Mathew
Mrs. Pargeter's Plot by Simon Brett
Oslo Overtures by Marion Ueckermann
A Reign of Steel by Morgan Rice
The Life She Wants by Robyn Carr