Komarr (46 page)

Read Komarr Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

BOOK: Komarr
8.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

El aparato estaba aún en su plataforma flotante, pero estaba conectado al suelo por más cables que antes; Soudha supervisaba la conexión de uno de esos cables al puñado de conversores situados en la base del cuerno. Un hombre al que ella no reconoció trabajaba en la cabina de control. Siguiendo sus indicaciones, Cappell dibujó con tiza unas líneas en el suelo, cerca del aparato. Cuando terminó, consultó con Soudha. Éste agarró el mando a distancia de la plataforma, dio un paso atrás, y con exquisito cuidado empezó a levantar el cuerno, lo hizo avanzar hasta que casi tocó la pared exterior, y lo depositó en línea con las marcas de tiza. El cuerno se quedó casi a ras con la gran compuerta. ¿Se estaban preparando para cargarlo en una nave, llevarlo al exterior y así apuntar al agujero de gusano? ¿O podían usarlo desde aquí mismo?

Ekaterin sacó del bolsillo su mapa cúbico. La señora Radovas se enderezó, alarmada, apuntó con el aturdidor, vio lo que era y se retiró inquieta, pero no le quitó el mapa. Ekaterin comprobó la situación de los muelles y compuertas de Transportes Puerto Sur; la compañía había contratado tres bodegas seguidas, y Ekaterin no estaba segura de en cuál de ellas se encontraba. La proyección vid tridimensional no proporcionaba ninguna orientación externa, pero le pareció que estaban en el mismo lado de la estación que el agujero de gusano, lo que bien podría poner esta compuerta en línea con él.
No creo que quede mucho tiempo
.

Además de la rampa por la que había entrado y la puerta del cuarto de baño, parecía haber otras dos salidas estancas. Una era claramente una compuerta de personal que daba al exterior, cerca del punto de atraque de los cargueros. La otra se encontraba en una sección donde debían hallarse las oficinas, si ésta era en efecto la bodega central de las tres. Ekaterin trazó mentalmente una ruta hasta el pasillo público más cercano. Varios komarreses habían entrado y salido por esa puerta; quizá todos acampaban aquí. En cualquier caso, parecía más transitada que la puerta por la que ella había entrado. Pero estaba más cerca. La cabina de control era un callejón sin salida.

Ekaterin miró a la otra viuda. Era extraño pensar que sus distintos caminos domésticos habían acabado por traerlas al mismo lugar. La señora Radovas parecía cansada.
Esto ha sido una pesadilla para todos
.

—¿Cómo imaginan que van a salir de ésta? —le preguntó Ekaterin con curiosidad.
¿Nos llevarán con ustedes?
Sin duda los komarreses tendrían que hacerlo.

Los labios de la señora Radovas se estrecharon.

—No lo habíamos planeado. Hasta que llegaron ustedes dos. Casi lo siento. Antes era más sencillo. Colapsar el agujero de gusano y morir. Ahora todo son posibilidades, distracciones y preocupaciones otra vez.

—¿Preocupaciones? ¿Peor que esperar morir?

—Dejo tres hijos en Komarr. Si estuviera muerta, SegImp no tendría ningún motivo para… molestarlos.

Rehenes en todas partes, ciertamente.

—Además —dijo la señora Radovas—, yo voté por eso. No podría hacer menos que mi marido.

—¿Ustedes
votaron
? ¿Para decidir qué? ¿Y cómo se dividen las proporciones de voto estilo komarrés en una revuelta? Habrían tenido que llevarse a todo el mundo por delante… si todos los que saben algo quedan con vida para ser interrogados con pentarrápida, se habría descubierto el pastel.

—Soudha, Foscol, Cappell y mi marido eran considerados los accionistas principales. Decidieron que yo había heredado las acciones de mi marido. Las opciones eran bastante sencillas: rendirse, huir, o combatir hasta el final. Votamos tres a uno.

—¿Sí? ¿Quién votó en contra?

Ella vaciló.

—Soudha.

—Qué extraño. Ahora es su ingeniero jefe… ¿no les preocupa eso?

—Soudha no tiene hijos —dijo la señora Radovas lentamente—. Quería esperar y probarlo de nuevo más tarde, como si hubiera un más tarde. Si no golpeamos ahora, SegImp tomará como rehenes a todos nuestros parientes dentro de poco. Pero si cerramos el agujero de gusano y morimos, no quedará ninguno para que SegImp los amenace. Mis hijos estarán a salvo, aunque nunca los vuelva a ver —sus ojos eran agudos y sinceros.

—¿Qué hay de todos los barrayareses de Komarr y Sergyar que nunca volverán a ver a sus familias? Aislados, sin conocer su destino… —
el mío, por ejemplo
—. Será igual que si estuvieran muertos. La Era del Aislamiento volverá —tembló horrorizada ante la cascada de imágenes de horror y pesar.

—Entonces alégrese de estar en el lado bueno del agujero de gusano —replicó la señora Radovas. Al sentir la fría mirada de Ekaterin, se retractó un poco—. No volverá a ser como su antigua Era del Aislamiento. Ahora tienen una base industrial planetaria plenamente desarrollada, y una población mucho más grande, que ha experimentado cien años de renovación genética. Hay muchos otros mundos que apenas mantienen contacto galáctico, y les va bien.

La profesora abrió un poco los ojos.

—Creo que están subestimando el impacto psicológico.

—Lo que los barrayareses hagan entre sí no es responsabilidad mía —dijo la señora Radovas—. Mientras no vuelvan a hacernos daño a nosotros.

—¿Cómo… cómo esperan morir? —preguntó Ekaterin—. ¿Tomando veneno juntos? ¿Saliendo por una compuerta?
¿Y nos matarán primero?

—Espero que los barrayareses se encarguen de esos detalles, cuando descubran lo sucedido —dijo la señora Radovas—. Foscol y Cappell piensan que escaparemos, después, o que se nos permitirá rendirnos. Yo creo que se repetirá de nuevo la Masacre de Solsticio. Incluso tenemos ahora a nuestro propio Vorkosigan. No tengo miedo —vaciló, como si reflexionara sobre sus valientes palabras—. O, en cualquier caso, estoy demasiado cansada para seguir preocupándome.

Ekaterin podía entenderlo. Como no quería dar la razón a la komarresa, guardó silencio y contempló sin ver la bodega de carga.

Fríamente, sin pasión, reflexionó sobre su propio miedo. El corazón le latía con fuerza, sí, tenía un nudo en el estómago y respiraba con demasiada rapidez. Sin embargo esta gente no la asustaba, en el fondo, tanto como pensaba que debería hacerlo.

Una vez, poco después de que uno de los incómodos ataques de celos de Tien hubiera regresado a la fantasía de la que procedía, él le aseguró que había arrojado desde un puente su disruptor neural una noche (algo que poseía de manera ilegal porque no tenía permiso del señor de su Distrito), deshaciéndose de él para siempre. Ella ni siquiera sabía que tenía uno. Estos komarreses estaban desesperados, y en su desesperación eran peligrosos. Pero ella había dormido junto a cosas que la asustaban más que Soudha y todos sus amigos. Qué extraña me siento.

En el folklore de Barrayar había un relato sobre un mutante al que no se podía dar muerte, porque escondía su corazón en una caja en una isla secreta lejos de su fortaleza. Naturalmente, el joven héroe Vor descubrió el secreto gracias a la doncella cautiva que tenía el mutante, robó el corazón y el pobre mutante tuvo el mal final de costumbre. Tal vez el miedo no la paralizaba porque Nikki era su corazón ya estaba a salvo lejos de allí. O tal vez era porque, por primera vez en su vida, era dueña de sí misma.

A unos metros de distancia, Soudha se dirigió de nuevo al aparato, apuntó con el mando a distancia la plataforma flotante, y ajustó su posición poco a poco. Cappell preguntó algo desde el otro lado de la bodega, y Soudha dejó el mando a distancia en el borde de la plataforma, se acercó a uno de los cables de energía y lo examinó con atención hasta localizar el interruptor que preocupaba a Cappell. Discutieron sobre alguna conexión. Cappell le hizo a gritos una pregunta al hombre que estaba dentro de la cabina, y éste sacudió la cabeza y salió a reunirse con ellos.

Si me lo pienso, perderé la oportunidad. Si lo pienso, incluso mi corazón mutante me fallará
.

¿Tenía derecho a correr tanto riesgo? Ése era el miedo real, sí, y la estremecía hasta lo más hondo. Ésta no era una tarea para ella. Era una tarea para SegImp, la policía, el ejército, un héroe Vor, cualquiera menos ella.
Pero no están aquí
. Pero, oh, si lo intentaba y fracasaba, fracasaría para toda Barrayar, para todo el futuro. ¿Y quién cuidaría de Nikki, si perdía a sus dos padres en poco menos de una semana? Lo más seguro era esperar a que un varón competente la rescatara.

Como Tien, ¿no?

—¿Te sientes un poco mejor ya, tía Vorthys? —preguntó Ekaterin—. ¿Has dejado de tiritar?

Se levantó, y se inclinó hacia su tía dando la espalda a la señora Radovas, fingiendo arroparla mejor, cuando en realidad estaba aflojando las mantas. La señora Radovas era más baja que Ekaterin, más delgada y veinticinco años mayor. «Ahora», le silabeó Ekaterin a la profesora.

Moviéndose deprisa pero sin brusquedad, se volvió, avanzó hacia la señora Radovas y arrojó la manta sobre la cabeza de la mujer cuando ésta se ponía en pie de un salto. La silla se desplomó hacia atrás. Otros dos pasos y pudo sujetar a la mujer por los brazos. El rayo del aturdidor zumbó a sus pies, y el nimbo hizo que las piernas de Ekaterin cosquillearan. Obligó a Radovas a ponerse en pie y la sacudió. El aturdidor cayó al suelo, y Ekaterin lo dirigió de una patada hacia su tía, quien trataba de levantarse del jergón. Ekaterin empujó con todas sus fuerzas a la komarresa, todavía envuelta en la manta, se volvió y corrió hacia la plataforma flotante.

Agarró el mando a distancia y se volvió hacia la cabina de control, corriendo, sintiendo la suave superficie de la cubierta bajo sus pies descalzos. El hombre que estaba en la puerta gritó y se dirigió hacia ella. Ekaterin no miró atrás.

Se encaminó hacia el rincón y subió los dos escalones que conducían a la cabina de un salto. Pulsó frenéticamente el control de la puerta, que tardó una eternidad en cerrarse; Cappell casi la alcanzó antes de que pudiera, después de dos temblorosos intentos, activar el cierre. El hombre golpeó la puerta y empezó a aporrearla.

Ella no miró atrás, no se atrevió a mirar atrás para ver qué le sucedía a la profesora. En cambio, alzó el mando a distancia y apuntó a través del cristal hacia la plataforma flotante. Los controles incluían seis botones y un pomo de cuatro direcciones. Ella nunca había sido buena con este tipo de coordinación. Por fortuna, no necesitaba ser sutil.

Al tercer intento encontró el botón de subida. Demasiado despacio, la plataforma empezó a alzarse del suelo. Quizás había algún tipo de sensor para mantenerla nivelada; las primeras cuatro combinaciones que intentó no consiguieron nada. Por fin, pudo conseguir que el aparato empezara a rotar. Chocó contra los pasillos colgantes de arriba, provocando desagradables ruidos rechinantes. Bien. Los cables de energía chasquearon y se sacudieron; el extraño encargado apenas consiguió esquivar las chispas. Soudha gritaba, tratando de saltar contra la pared de cristal. Ella apenas podía oírlo. El cristal, después de todo, podía soportar el vacío. Soudha se apartó y la apuntó con un aturdidor. El rayo rebotó inofensivo en la ventana.

Por fin, ella pudo conseguir que el programa sensor apareciera en la pantallita del mando. Canceló las instrucciones en marcha, y entonces la plataforma se volvió más dócil. Logró que girara casi ciento ochenta grados, de abajo arriba. Entonces desconectó la energía.

Fue sólo una caída de cuatro metros. Ekaterin no tenía idea de qué material estaba hecho el enorme cuerno. Esperaba tener que intentarlo un par de veces, para provocar algún tipo de daño que Soudha no pudiera reparar a lo largo del día, lo que haría que en el ferry las echaran de menos a ella y a su tía. En cambio, la campana estalló… como una maceta.

El estampido sacudió la bodega. Trozos grandes y pequeños se esparcieron por la cubierta como metralla. Un pedazo irregular pasó a pocos centímetros de la cabeza de Soudha y chocó contra el cristal de la cabina; Ekaterin se agachó involuntariamente. Pero el cristal resistió. Sorprendente material. Se alegró de que el cuerno no estuviera hecho con ese cristal. Soltó una carcajada, fruto de la desesperación. Quería destruir un centenar de aparatos. Conectó de nuevo la energía de la plataforma y dejó caer los restos unas cuantas veces más.
¡La Doncella del Lago contraataca!

La profesora estaba sentada en el suelo, junto a la pared opuesta. No corría, ni siquiera trataba de huir. La señora Radovas estaba en pie y había recuperado su aturdidor. El matemático Cappell golpeaba la cabina de la puerta con una llave de tuerca de un metro de largo que había encontrado en alguna parte. Arozzi, con el rostro ensangrentado por un trozo de metralla del cuerno, le disuadió antes de que la inutilizara del todo; Soudha llegó corriendo con un puñado de herramientas electrónicas, y Arozzi y él desaparecieron bajo la ventanilla de la puerta. Sonidos extraños penetraron a través de la cerradura, aún más siniestros que los frenéticos golpes de Cappell.

Ekaterin tomó aire y miró alrededor. No podía vaciar el aire de la bodega de carga, porque su tía estaba allí también. Allí, allí estaba la comuconsola. ¿Tendría que haber acudido a ella primero? No, estaba haciendo las cosas en el orden adecuado. No importaba lo mala que fuera la respuesta de SegImp, no importaba lo incompetente o desproporcionado de sus tácticas, no podrían perder a Barrayar ahora.

—¡Emergencia! —jadeó Ekaterin cuando la placavid se activó—. Me llamo Ekaterin Vorsoisson…

Tuvo que detenerse, ya que el sistema automatizado trató de dirigirla al sistema de ayuda para los viajeros. Rechazó Objetos Perdidos, seleccionó Seguridad, y empezó de nuevo, sin saber si había contactado ya con algún humano, y rezando para que todo quedara grabado.

—Me llamo Ekaterin Vorsoisson. El Lord Auditor Vorthys es mi tío. Estoy prisionera, junto con mi tía, de unos terroristas komarreses en los muelles de carga de Transportes Puerto Sur. Ahora mismo estoy en la cabina de control de una bodega de carga, pero están abriendo la puerta.

Miró por encima del hombro. Soudha había vencido al cerrojo: la puerta estanca, doblada ya por los golpes de Cappell, gimió y se negó a replegarse en su carril. Soudha y Arozzi la empujaron con el hombro, gruñendo, y la abrieron poco a poco.

—Díganle a lord Vorkosigan… díganle a SegImp…

Entonces Soudha atravesó la puerta, maldiciendo, seguido por Cappell, que aún sujetaba su herramienta. Riendo histéricamente, las lágrimas corriéndole por las mejillas, Ekaterin se volvió para enfrentarse a su destino.

Other books

Shadow Traffic by Richard Burgin
The Isle of Devils HOLY WAR by R. C. Farrington, Jason Farrington
Cybele's Secret by Juliet Marillier
Breeds by Keith C Blackmore
Wyoming Lawman by Victoria Bylin
A Navy SEAL's Surprise Baby by Laura Marie Altom
Big Shot by Joanna Wayne