Komarr (45 page)

Read Komarr Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

BOOK: Komarr
8.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sí. Miles no sabía adónde iban a ir los komarreses, si no estaban ya allí. ¿A un sitio civil… o militar? No. La estación de tránsito civil que servía de salto a Barrayar.

Acabas de enviar a Ekaterin allí. Ella está ahí ahora
.

Y también la profesora, y varios miles de personas inocentes, se recordó. Combatió el pánico, para llevar su cadena de pensamientos hasta el final. Soudha podría tener algún tipo de chanchullo preparado en la estación, emplazado allí con meses o años de antelación. Planearía colocar su nuevo aparato, apuntar con él al agujero de gusano, sacar energía de… ¿dónde? Si era de la estación, alguien podría darse cuenta. Si la montaban en una nave (y tenía que haber ido en algún tipo de nave para llegar allí) podrían sacar energía de ella. Pero era improbable que el control de tráfico y los militares barrayareses toleraran que ninguna nave se acercara al agujero de gusano sin un plan de vuelo aprobado, del cual era mejor no desviarse.

¿Nave o estación? No tenía datos suficientes para decidir. Pero si Soudha no había modificado seriamente su aparato, el complot que empezó siendo un plan incruento para colapsar el agujero de gusano podría acabar en el caos sangriento de un desastre importante en la estación de tránsito. Miles había visto desastres espaciales de diversos tipos. No quería ver otro.

Podía imaginar una docena de situaciones distintas a partir de los datos que tenía a mano, pero sólo éste no le permitía tiempo ni espacio para equivocarse.
Adelante
. Se dirigió a la comuconsola segura y llamó al Cuartel General de SegImp en Solsticio.

—Aquí el Lord Auditor Vorkosigan. Póngame con el general Rathjens, inmediatamente. Es una emergencia.

Vorthys alzó la mirada de su trabajo.

—¿Qué pasa?

—Acabo de descubrir que si hay alguna acción prevista, será en la estación de tránsito junto al punto de salto a Barrayar.

—Pero Miles… ¡Soudha no será tan loco para intentarlo otra vez, después de su desastre inicial!

—No me fío en absoluto de Soudha. ¿Tiene usted noticias de Ekaterin o de su esposa?

—Sí, Ekaterin envió un mensaje cuando tú saliste a por tus, ah, suministros. Ya había llegado al hotel y se disponía a reunirse con la profesora.

—¿Dejó algún número?

—Sí, está en la comuconsola…

El rostro del general Rathjens apareció sobre la placavid.

—¿Lord Auditor?

—General. Tengo nuevos datos que sugieren que nuestros komarreses fugitivos están o se dirigen hacia la Estación de Tránsito de Barrayar. Quiero un barrido de máxima penetración por parte de SegImp para buscarlos por toda la estación y en todo el tráfico que entre y salga, comenzando lo más rápido posible. Quiero un transporte correo de SegImp para mí mismo en cuanto pueda localizar uno. Cuando todo esté en marcha, quiero enviar un mensaje personal por tensorrayo a, hum —hizo una rápida búsqueda—, este número.

—Sí, Milord Auditor —dijo solamente Rathjens, aunque alzó las cejas—. Me encargaré personalmente de esos detalles.

—Soy consciente de ello. Gracias.

El rostro de Rathjens desapareció; en unos instantes, el enlace de tensorrayo parpadeó anunciando que estaba preparado.

—Ekaterin —Miles habló rápidamente, concentrándose en el receptorvid, como si con eso pudiera acelerar el mensaje—. Usted y la profesora suban a bordo del primer transporte que puedan, hacia cualquier destino local… la órbita de Komarr, una de las otras estaciones, donde sea. Ya las recogeremos más tarde y las llevaremos a casa. Pero salgan de la estación de inmediato.

Vaciló antes de desconectar; no, éste no era el momento ni el lugar para declarar «te quiero», no importaba qué peligros imaginaba que la estaban acechando. Para cuando llegara su mensaje, ella ya habría regresado al hotel con la profesora.

—Tenga cuidado. Vorkosigan fuera.

—¿Crees que debería acompañarte? —dijo Vorthys vacilante, mientras Miles se levantaba para marcharse.

—No. Creo que debería quedarse aquí y descubrir qué demonios pasa cuando alguien trata de desconectar ese aparato infernal. Y cuando lo haga, por favor, envíeme las instrucciones por tensorrayo.

Vorthys asintió. Miles les dirigió a todos el saludo propio de los analistas de SegImp, que era un vago agitar de una mano delante de la frente, se dio la vuelta, y se encaminó hacia la puerta.

19

Ekaterin vio tristemente cómo el retrete sónico se tragaba sus zapatos sin eructar siquiera.

—Mereció la pena intentarlo, querida —dijo la tía Vorthys, al ver su expresión.

—Hay demasiados sistemas de seguridad en esta estación espacial —dijo Ekaterin—. Este truco le funcionó a Nikki, en el viaje hacia aquí. Qué jaleo se formó. La azafata de la nave se enfadó con nosotros.

—Apuesto a que mis nietos podrían conseguirlo —reconoció la profesora—. Es una lástima que no nos acompañen unos cuantos niños de nueve años.

—Sí —suspiró Ekaterin. Y no. El hecho de que Nikki estuviera a salvo en Komarr era una fuente de alegría liberadora en algún lugar secreto de su mente. Pero tenía que haber algún medio de sabotear un lavabo sónico, algo que encendiera una luz de alarma en algún puesto de control y provocara una investigación. Cómo convertir un lavabo sónico en un arma era algo que no entraba en la especialidad de Ekaterin. Vorkosigan probablemente sabría cómo hacerlo, reflexionó amargamente. Típico de los hombres, estar tonteando a su lado durante días y luego a un cuarto de sistema solar de distancia cuando realmente los necesitabas. Por enésima vez palpó las paredes, probó la puerta, repasó sus ropas. Prácticamente el único material inflamable que había en la habitación era el cabello de las mujeres. Provocar un incendio en la habitación donde estaba encerrada no le parecía a Ekaterin muy recomendable, aunque era un posible último recurso. Metió las manos en el hueco de la pared y les dio la vuelta, dejando que el limpiador sónico las lavara, y la luz UV eliminara los gérmenes para que el ventilador, presumiblemente, se encargara de llevarse sus pequeños cadáveres. Sacó las manos. Los ingenieros podían jurar que el sistema era más eficaz, pero nunca le hacía sentirse tan limpia y fresca como el anticuado uso del agua. ¿Y cómo ibas a poner el culito de un bebé en esta cosa? Contempló el sanitario.

—Si tuviéramos algún tipo de herramienta, podríamos hacer algo con esto.

—Tenía mi cuchillo de Vorfemme —dijo la profesora tristemente—. Era el mejor.

—¿Tenías?

—En la vaina de mi bota. La bota que tiré, creo.

—Oh.

—¿No llevas el tuyo?

—No en Komarr. Intentaba ser moderna —hizo una mueca—. Me pregunto sobre el mensaje cultural del cuchillo de Vorfemme. Quiero decir que sí, que te hace sentir mejor estar armada entre campesinos, pero nunca tan bien armada como los hombres con dos espadas. ¿Tenían los lores Vor miedo de que sus esposas se les echaran encima?

—Recordando a mi abuela, es posible —dijo la profesora.

—Hum. Y mi tía-abuela Vorvayne —Ekaterin suspiró, y miró con tristeza a su tía.

La profesora estaba apoyada en la pared sosteniéndose con una mano, todavía muy pálida y temblorosa.

—Si has acabado con los intentos de sabotaje, me gustaría volver a sentarme.

—Sí, por supuesto. Fue una estupidez de todas formas.

La profesora se hundió agradecida en el único asiento del diminuto lavabo, y Ekaterin ocupó su puesto contra la pared.

—Lamento tanto haberte arrastrado a esto. Si no hubieras estado conmigo… Una de nosotras debe escapar.

—Si tienes tu oportunidad, Ekaterin, aprovéchala. No me esperes.

—Eso seguiría dejando un rehén en manos de Soudha.

—No creo que eso sea ahora mismo el tema más importante. No si los komarreses decían la verdad al referirse a lo que puede hacer ese feo aparato.

Ekaterin frotó los pies descalzos contra la cubierta gris lisa del cuarto de baño.

—¿Crees que los nuestros nos sacrificarán, si llega el momento? —preguntó en voz baja.

—¿Por eso? Sí —dijo la profesora—. O en cualquier caso… deberían hacerlo. ¿Saben el profesor, el Lord Auditor Vorkosigan y SegImp lo que han construido los komarreses?

—No, al menos ayer. Es decir, sabían que Soudha había construido algo… creo que casi habían conseguido reconstruir los planos.

—Entonces lo sabrán —dijo la profesora firmemente. Y con un poco menos de firmeza, añadió—: Tarde o temprano…

—Espero que no piensen que debemos sacrificarnos, como en la Tragedia de la Doncella del Lago.

—Bueno, a ella la sacrificó su hermano, según demandaba la tradición —dijo la profesora—. Me pregunto si su muerte fue tan voluntaria como él aseguró más tarde.

Ekaterin reflexionó tristemente sobre la vieja leyenda barrayaresa. Según decía la historia, la ciudad de Vorkosigan Surleau, en el Lago Largo, sufría el asedio de las fuerzas de Hazelbright. Los leales vasallos del Conde ausente, un oficial Vor y su hermana, habían resistido hasta el final. Antes del último asalto, la Doncella del Lago ofreció su pálido cuello a la espada de su hermano antes que caer en manos de los soldados enemigos. A la mañana siguiente, el asedio fue levantado inesperadamente gracias a una añagaza de su prometido (uno de los antepasados lejanos de su Auditor Vorkosigan, ahora que lo pensaba, el que luego sería el famoso general conde Selig), quien hizo retirarse rápidamente al enemigo ante el falso rumor de otro ataque. Pero fue, claro, demasiado tarde para la Doncella del Lago. Obras de teatro, poemas y canciones se dedicaron luego a la pena de los dos hombres; Ekaterin había memorizado uno de los poemas más cortos para recitarlos en la escuela, cuando era niña.

—Siempre me he preguntado —dijo—, si el ataque hubiera realmente tenido lugar al día siguiente, y si todo el pillaje y los saqueos se hubieran producido según lo previsto, si no habrían dicho: «oh, bien hecho».

—Probablemente —dijo la tía Vorthys, con una mueca.

—Quiero volver a casa. Pero no quiero volver a la Antigua Barrayar —observó Ekaterin después de un rato.

—Ni yo tampoco, querida. Es maravilloso y dramático leer esas cosas. Mientras sea sólo leer, claro.

—Conozco a muchachas que se pirran por eso. Les gusta disfrazarse y fingir que son damas Vor de antaño, rescatadas por románticos jóvenes Vor. Por algún motivo nunca juegan
a morir de parto, o a morir vomitando por la disentería roja, o a tejer hasta que te quedas ciega y lisiada por la artritis y te envenenas con los tintes, o al infanticidio
.

»Bueno, a veces mueren románticamente de enfermedad, pero de algún modo siempre es una enfermedad que te vuelve interesantemente pálida, y todo el mundo lo lamenta, y no implica perder el control del esfínter.

—Llevo treinta años enseñando historia. No se puede llegar a todas, aunque lo intentamos. La próxima vez, envíamelas a mi clase.

Ekaterin sonrió, sombría.

—Me encantaría hacerlo.

Guardaron silencio durante un rato. Ekaterin contempló la pared mientras su tía cerraba los ojos. Ekaterin la observó, cada vez más preocupada. Luego miró hacia la puerta.

—¿Crees que podrías fingir estar mucho más enferma de lo que realmente estás? —dijo por fin.

—Oh —dijo la tía Vorthys, sin abrir los ojos—, eso no sería nada difícil.

Con lo cual Ekaterin dedujo que ya estaba fingiendo sentirse mucho menos enferma de lo que realmente estaba. La náusea del salto parecía haberla golpeado con mucha fuerza esta vez. ¿Se debía aquel rostro ceniciento por la fatiga al cansancio del viaje? Un aturdidor podía ser inesperadamente letal para un corazón débil. ¿Había algún motivo además del asombro para que su tía no hubiera intentado debatirse o gritar ante las amenazas de Arozzi?

—Bueno… ¿y cómo está tu corazón últimamente? —preguntó Ekaterin, como sin darle importancia.

La tía Vorthys abrió los ojos. Tras un momento, se encogió de hombros.

—Así así, querida. Estoy en la lista de espera para uno nuevo.

—Creía que ahora era fácil cultivar nuevos órganos.

—Sí, pero los equipos de trasplante quirúrgico no lo son tanto. Mi caso no es tan urgente. Después de los problemas que tuvo una amiga, he decidido que prefiero esperar a que uno de los equipos más reputados tenga un momento disponible.

—Comprendo —Ekaterin vaciló—. He estado pensando. Encerradas aquí no podemos hacer nada. Si conseguimos que alguien se acerque a la puerta, se me ha ocurrido que podríamos intentar fingir que te encuentras muy enferma, y así forzarlos a que nos saquen de aquí. Después de eso… ¿quién sabe? No puede ser peor que esto. Todo lo que tendrías que hacer es tambalearte y gemir de manera convincente.

—Estoy dispuesta —dijo la tía Vorthys.

—Muy bien.

Ekaterin se puso a golpear la puerta con todas sus fuerzas, llamando urgentemente a los komarreses por su nombre. Después de unos diez minutos, el cerrojo chasqueó, la puerta se abrió y la señora Radovas se asomó desde una distancia prudencial. Arozzi estaba tras ella, con el aturdidor en la mano.

—¿Qué? —exigió.

—Mi tía está enferma —dijo Ekaterin—. No puede dejar de temblar, y la piel se le está poniendo a parches. Creo que puede sufrir una conmoción por el mareo del salto, y el mal estado de su corazón y todo este estrés. Necesita un lugar cálido donde tumbarse, y una bebida caliente, al menos. Tal vez un médico.

—No podemos traer a ningún médico ahora —la señora Radovas miró con preocupación a la profesora—. Pero supongo que podríamos encargarnos de lo demás.

—A algunos de nosotros no nos importaría recuperar el cuarto de baño —murmuró Arozzi—. Es una lata tener que desfilar por todo el pasillo hasta el servicio público más cercano.

—No hay ningún otro lugar seguro donde encerrarlas —le dijo la señora Radovas.

—Pues ponlas en medio de la habitación y vigílalas. Ya las volveremos a encerrar más tarde. Una está enferma, la otra tiene que cuidarla, ¿qué pueden hacer? Lo único que nos faltaría es que la anciana se nos muriera.

—Veré qué puedo hacer —le dijo la señora Radovas a Ekaterin, y volvió a cerrar la puerta.

Regresó poco después, para escoltar a las dos barrayaresas hasta un jergón y una silla plegable que habían emplazado en el centro de la bodega, lo más lejos posible de las alarmas de emergencia. Ekaterin y la señora Radovas llevaron a la tambaleante profesora hasta el jergón, la ayudaron a tenderse y la taparon. Tras dejar a Arozzi de vigilancia, la señora Radovas se marchó y volvió con una humeante taza de té; Arozzi le entregó entonces el aturdidor y regresó a su trabajo. La señora Radovas acercó otra silla plegable y se sentó a unos metros de sus cautivas, prudente. Ekaterin sostuvo a su tía mientras bebía el té, parpadeaba agradecida y se volvía a acostar con un gemido. Ekaterin hizo como que palpaba la frente de la profesora, y frotó sus manos heladas, con cara de estar muy preocupada. Acarició el cabello gris, y empezó a mirar de reojo la bodega de carga que apenas había visto antes.

Other books

Brazen by Armstrong, Kelley
The Solitude of Emperors by David Davidar
Ascension by Kelley Armstrong
The Methuselah Gene by Jonathan Lowe
All I Want Is You by Ms. Neicy
Hell House by Brenda Hampton
Ghost's Dilemma by Morwen Navarre
A Gift to Last by Debbie Macomber