También descubrió que se sentía atraído por las cosas horribles que había en las estrechas tiendas en las que se metieron. Durante varios minutos, deliberó sobre la compra de lo que, según decían, era una auténtica reproducción de una lámpara del siglo XX, fabricada en Jackson's Whole. Consistía en un frasco de vidrio sellado en el que flotaban dos líquidos que no se mezclaban y que subían y bajaban lentamente debido a las corrientes de convección.
—Parecen glóbulos rojos flotando en plasma —opinó Vorkosigan, contemplando fascinado las burbujas.
—Pero, ¿como regalo de bodas? —se atragantó ella, medio divertida, medio escandalizada—. ¿Qué clase de mensaje interpretaría la gente?
—Haría reír a Gregor —replicó él—. No es un regalo como los que suele recibir. Pero tiene razón, el regalo de bodas adecuado tiene que ser… adecuado. Público y político, no personal.
Con un suspiro de pesar, devolvió la lámpara a su estante. Un momento después, volvió a cambiar de opinión, la compró e hizo que se la enviaran.
—Le compraré otro regalo para la boda. Éste puede ser para su cumpleaños.
Después de eso, dejó que Ekaterin lo condujera a la zona más sofisticada del distrito, con tiendas que mostraban joyas bien presentadas e iluminadas, y obras de arte y antigüedades, junto con discretos modistos de los que, pensó ella, debían enviar lacayos a su tía. Él pareció encontrar esta zona mucho menos interesante que el baratillo galáctico que había unas cuantas calles y niveles más allá, pues la animación desapareció de su cara hasta que le llamó la atención el escaparate de un joyero.
Diminutos modelos planetarios, del tamaño de la yema de su pulgar, giraban en una graviburbuja contra un fondo negro. Varias de las pequeñas esferas se mostraban a través de distintos grados de ampliación, con lo que demostraban que eran réplicas perfectas de los mundos que representaban, hasta un metro de escala. No sólo ríos, montañas y mares, sino también ciudades, carreteras y presas se mostraban con colores realistas. Aún más, la iluminación de cada planeta se movía a lo largo del paisaje en miniatura en tiempo real respecto al ciclo planetario en cuestión; las ciudades iluminaban la zona de noche como joyas vivientes. Podían colgarse en pares como zarcillos, o colocarse en colgantes o brazaletes. Estaban disponibles la mayoría de los planetas del nexo del agujero de gusano, incluyendo la Colonia Beta y una Tierra que incluía como opción su famosa Luna orbitando a un palmo, aunque cómo ese grupo podía colgarse del cuerpo de nadie no quedaba enteramente claro. Los precios, que Vorkosigan ni siquiera miró, eran alarmantes.
—Eso está bastante bien —murmuró satisfecho, mientras contemplaba fascinado el pequeño Barrayar—. Me pregunto cómo lo hacen. Sé que con la tecnología…
—Parecen más juguetes que joyas, pero tengo que admitir que son sorprendentes.
—Oh, sí, un típico tecnojuguete: en círculos reducidos este año, en todas partes el año que viene, en ninguna parte después, hasta que lo vuelvan a poner de moda los anticuarios. Con todo… sería divertido hacer un grupo imperial: Barrayar, Komarr y Sergyar. No conozco a ninguna mujer con tres orejas… dos zarcillos y un colgante, quizás, aunque entonces aparecería el problema sociopolítico de cómo colocar los mundos.
—Podría ponerlos los tres en un collar.
—Cierto, o… Creo que a mi madre le gustará Sergyar. O la Colonia Beta… no, eso la haría sentir añoranza. Sergyar, sí, muy a propósito. Y tenemos la Feria de Invierno, y se acercan los cumpleaños…, veamos, mamá, Laisa, Delia, tía Alys, las hermanas de Delia, Drou… Tal vez debería pedir una docena de juegos, y un par de repuesto.
—Esto… —dijo Ekaterin, reflexionando sobre este estallido de eficiencia—, ¿se conocen todas esas mujeres?
¿Era alguna de ellas su amante? Sin duda que no la mencionaría en el mismo saco que su tía y su madre. ¿O sería que él las pretendía? Pero… ¿a todas ellas?
—Oh, claro.
—¿De verdad cree que debería comprarles el mismo regalo a todas?
—¿No? —preguntó él, dubitativo—. Pero… todas me conocen…
Al final, se contuvo y sólo compró dos juegos de pendientes, cada uno con un Barrayar y un Komarr, para las esposas de los dos matrimonios mixtos. Añadió un Segyar en una hermosa cadenita para su madre. En el último momento, adquirió otro Barrayar, pero no dijo para qué mujer de su larga lista. Los paquetes de los diminutos planetas fueron envueltos para regalo.
Sintiéndose un poco abrumada por el bazar komarrés, Ekaterin lo llevó a conocer uno de sus parques favoritos. Se encontraba en el límite del distrito de las Compuertas, y contenía uno de los lagos más grandes y con paisaje más natural de Serifosa. Ekaterin planeaba mentalmente hacer una parada para tomar café y pastas, después de que recorrieran el lago por el camino de la orilla.
Se detuvieron en una barandilla sobre un pequeño acantilado, desde donde podían contemplar algunas de las torres más altas de Serifosa, al otro lado del lago. El espejo solar roto se veía perfectamente en lo alto, a través de la cúpula transparente del parque, produciendo chispitas oscuras sobre las ondulaciones del lago. Voces alegres canturreaban felices en el agua: familias que jugaban en una playa artificialmente natural.
—Es muy bonito —dijo Ekaterin—, pero el coste de mantenimiento es enorme. Los bosques urbanos son una especialidad aquí. Todo está creado meticulosamente: los árboles, las rocas, las hierbas, todo.
—El mundo en una caja —murmuró Vorkosigan, contemplando el reflejo del agua—. Sólo hace falta montarlo.
—Algunos serifosanos ven en su sistema de parques una promesa para el futuro, ecología en el banco —continuó ella—, pero sospecho que otros no conocen la diferencia entre sus pequeños parques y los bosques de verdad. A veces me pregunto si, para cuando la atmósfera sea respirable, los bisnietos de los komarreses serán todos agorafóbicos y no se atreverán a salir.
—Un montón de betanos pensaban así. La última vez que estuve allí…
Su frase fue interrumpida por un súbito estallido. Ekaterin dio un respingo, hasta que identificó el ruido como el de la carga que caía de una mag-grúa que trabajaba en alguna construcción, o reconstrucción, más allá de los árboles. Pero Vorkosigan saltó y se volvió como un gato; el paquete que tenía en la mano derecha salió volando, la empujó tras él con la izquierda y sacó un aturdidor que Ekaterin ni siquiera sabía que llevaba, antes de que también él identificara la fuente del estampido. Inhaló profundamente, se ruborizó y se aclaró la garganta.
—Lo siento —dijo al ver su expresión espantada—. Creo que he reaccionado de manera un tanto exagerada. —Aunque los dos examinaron subrepticiamente la cúpula, ésta permanecía plácidamente intacta—. De todas formas, un aturdidor es un arma bastante inútil contra cosas que estallan de esa manera.
Y volvió a guardárselo en el bolsillo.
—Se le han caído los planetas —dijo ella, buscando alrededor el paquete blanco. No se veía por ninguna parte.
Él se asomó por la barandilla.
—Maldición.
Ella siguió su mirada. El paquete había rebotado en el paseo y había caído a un metro de distancia, en el acantilado, y había quedado colgando de las hojas de una planta espinosa que se alzaba sobre el agua.
—Creo que puedo alcanzarlo…
Saltó la barandilla, sin hacer caso del cartel que advertía PELIGRO: NO SALGA DEL SENDERO, se tiró al suelo y se acercó al borde antes de que ella pudiera decir:
Pero su traje nuevo
… Ella sospechaba que Vorkosigan no era un hombre que lavara su propia ropa normalmente. Los gruesos dedos del hombre no alcanzaron el premio que buscaban. Ella tuvo la visión de un Auditor Imperial, su invitado, cayendo de cabeza al estanque. ¿Podrían acusarla de traición? El acantilado apenas tenía cuatro metros de altura: ¿qué profundidad tendría el agua?
—Mis brazos son más largos —ofreció ella, yendo tras él.
Temporalmente derrotado, él se sentó.
—Podemos buscar un palo. O mejor aún, llamar a un lacayo con un palo —miró vacilante su comunicador de muñeca.
—Creo —dijo ella— que llamar a SegImp para esto sería excederse un poco.
Se tumbó boca abajo y extendió la mano como había hecho él. —Muy bien, creo que puedo…
Sus dedos tampoco alcanzaron el paquete, pero por muy poco. Se arrastró hacia delante, sintiendo el precario equilibrio de la pendiente. Estiró la mano…
El borde de arena compacta se hundió bajo su peso, y ella empezó a deslizarse hacia delante. Soltó un gritito; al intentar retroceder, su soporte cedió por completo. Uno de sus brazos fue agarrado fuertemente, pero el resto de su cuerpo resbaló mientras el suelo cedía bajo ella, y se encontró colgando absurdamente con los pies sobre el estanque. Cuando agitó el otro brazo, también lo agarraron, y al alzar la cabeza ella vio el rostro de Vorkosigan. Estaba tendido en la pendiente, sujetándola por las muñecas, con los dientes apretados y los ojos grises encendidos.
—¡Suélteme, idiota! —chilló ella.
La expresión del rostro de él era extraña, salvajemente exultante.
—Nunca —Jadeó—, nunca más.
Sus botines estaban enganchados… en nada, advirtió ella, mientras él empezaba a resbalar inexorablemente tras ella. Pero no aflojó la presa. La expresión exaltada de su rostro cambió al darse cuenta. Las leyes de la física se impusieron a los esfuerzos heroicos en un par de segundos; tierra, guijarros, vegetación, y dos cuerpos barrayareses golpearon el agua helada más o menos simultáneamente.
Resultó que el agua tenía algo más de un metro de profundidad. El fondo estaba cubierto de fango. Ella se puso en pie, un zapato perdido quién sabía dónde, escupió y se apartó el pelo de los ojos mientras buscaba frenéticamente a Vorkosigan. Lord Vorkosigan. El agua le llegaba a la cintura: a él no debería cubrirle la cabeza. Tampoco veía sus pies salir agitándose como muñones por ninguna parte. ¿Sabría nadar?
Él apareció junto a ella, escupiendo agua fangosa, y se frotó los ojos para aclarar su visión. Su hermoso traje estaba empapado, y una planta acuática le colgaba de una oreja. La apartó de un manotazo. Localizó a Ekaterin, extendió una mano hacia ella y luego se detuvo.
—Oh —dijo Ekaterin débilmente—. Rayos.
Hubo una pausa antes de que lord Vorkosigan hablara.
—Señora Vorsoisson —dijo él suavemente por fin—, ¿no se le ha ocurrido que tal vez sea usted un poco demasiado educada?
Ella no pudo impedirlo: se echó a reír. Se cubrió la boca con la mano, y esperó temerosa una explosión de ira masculina.
No se produjo ninguna; él simplemente le sonrió. Buscó alrededor hasta que divisó su paquete, que colgaba burlón en lo alto.
—Ja. Ahora al menos la gravedad está de nuestra parte.
Chapoteó hasta colocarse debajo de los restos de la cornisa, desapareció de nuevo en el agua, y salió con dos piedras. Las tiró contra la planta de espinas y consiguió soltar el paquete; luego lo pilló con una mano cuando caía, antes de que golpeara el agua. Sonrió otra vez, volvió chapoteando junto a ella y le ofreció su otro brazo como si fueran a entrar juntos en la recepción de alguna embajada.
—Señora, ¿quiere chapotear conmigo?
Su humor era irresistible; ella colocó la mano sobre su manga.
—Será un placer, milord.
Ekaterin dejó la disimulada búsqueda de su zapato perdido. Se dirigieron hacia la orilla, con la mayor dignidad serenamente burlona que Ekaterin hubiera experimentado jamás. Con el paquete entre los dientes, él se adelantó, agarró un fino tronco para apoyarse, y la ayudó a salir del barro con el aire de un mayordomo que ayuda a su dama a salir del compartimiento trasero de su vehículo de tierra. Para intenso alivio de Ekaterin, nadie parecía haber visto el espectáculo. ¿Podría salvarlos la autoridad imperial de Vorkosigan de ser detenidos por nadar en una zona prohibida?
—¿No está molesto por el accidente? —preguntó ella, temerosa, mientras regresaban al sendero, aún incapaz de creer en su buena fortuna a la vista de su extraña reacción. Un deportista que pasaba corriendo los miró, se dio la vuelta y trató de acercárseles, pero Vorkosigan le indicó con una mano que continuara.
Se colocó el paquete con los planetas bajo el brazo.
—Señora Vorsoisson, confíe en lo que le digo. Las granadas de aguja son accidentes. Eso fue sólo una divertida inconveniencia.
Pero entonces su sonrisa desapareció, su rostro se tensó y su respiración se volvió entrecortada.
—Debería añadir —dijo rápidamente—, que últimamente soy víctima de ataques ocasionales. Me desmayo y tengo convulsiones. Duran unos cinco minutos, luego desaparecen, y me despierto y no pasa nada. Si se produce uno, no se asuste.
—¿Va a sufrir un ataque ahora? —preguntó ella, llena de pánico.
—De pronto me siento un poco raro —admitió él. Había un banco cerca, en el sendero. —Venga, siéntese…
Ella lo condujo hasta allí. Vorkosigan se sentó bruscamente, y se llevó las manos a la cabeza.
Empezaba a tiritar de frío, igual que ella, pero sus estertores eran largos y profundos y recorrían todo su corto cuerpo. ¿Era un ataque que empezaba? Ella lo miró, aterrada.
Después de un par de minutos, la respiración entrecortada se estabilizó. Se frotó la cara, con fuerza, y alzó la cabeza. Estaba muy pálido, casi gris. Su sonrisa, cuando se volvió hacia ella, era tan falsa que ella casi habría preferido que frunciera el ceño.
—Lo siento. No había hecho nada parecido desde hace algún tiempo, al menos no en estado consciente. Lo siento.
—¿Era un ataque?
—No, no. Falsa alarma. De hecho fue, hum, un flashback de combate. Especialmente vívido. Lo siento, no suelo… No he hecho… No hago cosas así, de veras.
Su habla era dispersa y vacilante, algo completamente raro en él, y no pudo tranquilizarla.
—¿Voy a buscar ayuda? —ella estaba segura de que necesitaba llevarlo a un sitio más cálido, lo más pronto posible. Parecía que sufría una conmoción.
—Ja. No. Mundos demasiado tarde. No, de veras. Me pondré bien en un par de minutos. Sólo necesito pensar un momento —la miró de reojo—. Me ha paralizado un recuerdo, por el que le doy las gracias.
Ella cerró los puños sobre su regazo.
—Deje de hablar en galimatías o deje de hablar del todo —dijo bruscamente.
Él levantó la barbilla, y su sonrisa se hizo un poco más auténtica.
—Sí, se merece usted una explicación. Si la quiere. Le advierto que es un poco desagradable.