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Authors: Marqués de Sade

Justine (40 page)

BOOK: Justine
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Saint-Florent salió. Nada igualaba mi perplejidad; había tan poca concordancia entre las frases de aquel hombre, el carácter que yo le conocía, y su comporta miento actual, que temí una nueva trampa; pero dignaos juzgarme, señora: ¿podía titubear en la cruel posición en que me hallaba?, ¿no debía agarrar apresuradamente cuanto tuviera la apariencia de una ayuda? Así que me decidí a seguir a los que vinieran a buscarme: si tenía que prostituirme, me defendería lo mejor posible; ¿que me llevaban a la muerte? ¡Bienvenida!: por lo menos, no sería ignominiosa, y me liberaría de todos los males. Suenan las ocho, aparece el carcelero; tiemblo.

–Sígueme; vengo de parte de los señores de Saint-Florent y de Cardoville; procura aprovechar, como es debido, el favor que el cielo te ofrece. Aquí tenemos a muchos que desearían una gracia semejante y que jamás la conseguirán.

Me arreglo lo mejor que puedo, sigo al carcelero que me entrega en manos de dos grandes truhanes cuyo feroz aspecto reduplica mi miedo. No dicen una sola palabra: el simón avanza, y bajamos en una vasta mansión que reconozco inmediatamente como la de Saint-Florent. La soledad en que todo parece estar no hace más que incrementar mi temor. Mientras tanto, mis guías me cogen del brazo, y subimos al cuarto piso, a unos pequeños aposentos que me parecieron tan decorados como misteriosos. A medida que avanzábamos, todas las puertas se cerraban detrás de nosotros, y así llegamos a un salón en el que no descubrí ninguna ventana: allí se encontraban Saint–Florent y el hombre que me dijo ser el señor de Cardoville, de quien dependía mi caso. Este personaje grueso y rechoncho, con una cara sombría y feroz, podía tener unos cincuenta años. Aunque estuviera en bata, era fácil ver que era un magistrado. Todo él desprendía un gran aspecto de severidad; me impresionó. ¡Cruel injusticia de la Providencia, es posible, por tanto, que el crimen asuste a la virtud! Los dos hombres que me habían traído, y que distinguía mejor a la luz de las velas que iluminaban aquella habitación, no tenían más de veinticinco o treinta años. El primero, que se llamaba La Rose, era un buen mozo moreno, con las proporciones de un Hércules: me pareció el mayor; el menor tenía unos rasgos más afeminados, unos bellísimos cabellos castaños y unos enormes ojos negros; medía por lo menos cinco pies y seis pulgadas, digno de un pintor, y la piel más hermosa del mundo: le llamaban Julien. A Saint–Florent, ya lo conocéis: tanta rudeza en las facciones como en el carácter, y sin embargo no era mal parecido.

–¿Todo está cerrado? –dijo Saint-Florent a Julien.

–Sí, señor –contestó el joven–: por orden vuestra hemos dado permiso a vuestros hombres, y el portero, que es el único que vigila, sabe que no tiene que abrir a nadie.

Estas pocas palabras me pusieron al corriente de todo, me estremecí; pero ¿qué podía hacer con cuatro hombres delante de mí?

–Sentaos ahí, amigos míos –dijo Cardoville, besando a los dos jóvenes–. Os utilizaremos cuando sea necesario.

–Thérèse –dijo entonces Saint-Florent mostrándome a Cardoville–, éste es tu juez, el hombre del que dependes. Hemos razonado sobre tu caso, pero parece que tus crímenes son de tal índole que el arreglo es muy difícil.

–Tiene cuarenta y dos testigos en contra –dijo Cardoville sentado sobre las rodillas de Julien, besándolo en la boca, y permitiendo a sus dedos los manoseos más inmodestos sobre el joven–; ¡hace mucho tiempo que no hemos condenado a muerte a nadie cuyos crímenes estén mejor comprobados!

–¿Yo, crímenes comprobados?

–Comprobados o no –dijo Cardoville levantándose y acercándose descaradamente a hablarme bajo la nariz–, serás quemada, p..., si con una entera resignación, con una obediencia ciega, no te prestas inmediatamente a todo lo que queramos exigir de ti.

–Más horrores –exclamé–; ¡de acuerdo! ¡Sólo cediendo a las infamias podrá triunfar la inocencia de las trampas que le tienden los malvados!

–Eso es natural –replicó Saint-Florent ; es preciso que el más débil ceda a los deseos del más fuerte, y si no que sea víctima de su maldad: ésta es tu historia, Thérèse, obedece pues.

Y al mismo tiempo el libertino me arremangó ágilmente las faldas. Yo retrocedí, lo rechacé con horror, pero mi gesto me hizo caer en los brazos de Cardoville que, aprisionando mis manos, me expuso indefensa, a partir de aquel momento, a los atentados de su compañero... Cortaron los lazos de mis faldas, desgarraron mi corsé, mi chal, mi camisa, y en un instante me hallé bajo las miradas de aquellos monstruos tan desnuda como si acabara de llegar al mundo.

–¿Resistencia? –se decían entre sí mientras procedían a desnudarme–... ¿Resistencia?... ¿Esta ramera cree que puede resistírsenos?

Y no había prenda de ropa arrancada que no fuera seguida de algunos golpes.

Así que estuve en el estado que querían, sentados los dos en unos sillones cimbrados y que, al juntarse, encerraban, en el espacio vacío, al desdichado individuo colocado allí, me examinaron a sus anchas: mientras uno observaba la parte delantera, el otro escrutaba el trasero; después se cambiaban una y otra vez. Así fui inspeccionada, manoseada, besada durante más de media hora, sin que a lo largo de este examen olvidaran ningún episodio lúbrico, y, a juzgar por los preliminares, creí ver que los dos tenían más o menos las mismas fantasías.

–¡Qué! –dijo Saint–Florent a su amigo–. ¿No te había dicho que tenía un hermoso culo?

–¡Sí, pardiez! Su trasero es sublime –dijo el magistrado mientras lo besaba–. He visto muy pocos lomos tan bien torneados. ¡Qué duro, qué fresco!... ¿Cómo es posible con una vida tan agobiada?

–Es que jamás se ha entregado por voluntad propia. Ya te lo he dicho, ¡nada tan divertido como las aventuras de esta joven! Para poseerla siempre han te nido que violarla (y entonces hunde sus cinco dedos juntos en el peristilo del templo del Amor), pero la han poseído... es una lástima, porque es excesivamente ancho para mí. Acostumbrado a las primicias, jamás podría conformarme con eso.

A continuación, dándome la vuelta, realizó la misma ceremonia con mi trasero, al que encontró el mismo inconveniente.

–¡Bien! –dijo Cardoville–, ya sabes el secreto. –Así la utilizaré –contestó Saint–Florent–, y tú, que no necesitas el mismo recurso, tú, que te contentas con una actividad ficticia que, por dolorosa que resulte para una mujer, perfecciona, sin embargo, en amplia medida el goce, confio en que la poseerás después de mí. –Eso está bien –dijo Cardoville–, mientras te miro, me ocuparé de esos preludios que tanto endulzan mi voluptuosidad: haré de mujer con Julien y La Rose, mientras tu masculinizarás a Thérèse, y supongo que lo uno vale por lo otro.

–Mil veces mejor sin duda; ¡estoy tan harto de las mujeres!... ¿Supones que me sería posible gozar de esas rameras sin los episodios que nos aguijonean tanto a los dos?

Habiéndome mostrado con estas palabras que el estado de los dos impúdicos exigía placeres más sólidos, se levantaron y me hicieron poner de pie sobre un amplio sillón, con los codos apoyados en el respaldo del asiento, las rodillas sobre los brazos, y todo el trasero totalmente inclinado hacia ellos. Tan pronto como me coloqué así se quitaron los calzones, se arremangaron la camisa, y quedaron así, a excepción de los zapatos, totalmente desnudos de cintura abajo; se mostraron en ese estado a mis ojos, se pasearon una y otra vez delante de mí intentando enseñar su culo, y afirmando que lo que yo podía ofrecerles era algo muy diferente. Los dos estaban efectivamente hechos como mujeres en esta parte: Cardoville, sobre todo, ofrecía su blancura y su corte, su elegancia y su gordura. Se masturbaron un instante delante de mí, pero sin eyaculación. Cardoville parecía normal, pero Saint-Florent era un monstruo. Me estremecí cuando pensé que éste era el dardo que me había inmolado. ¡Oh, cielo santo! ¿Cómo un hombre de estas dimensiones necesitaba primicias? ¿Lo que dirigía tales fantasías podía ser otra cosa que la ferocidad? ¡Pero qué nuevas armas iban, ay, a presentárseme! Julien y La Rose, a quienes todo eso excitaba claramente, avanzan con la pica en la mano... ¡Oh, señora! Nunca nada semejante había manchado todavía mi vista, y pese a cuales hayan sido mis descripciones anteriores esto superaba todo lo que yo haya podido describir, de la misma manera que el águila imperiosa domina sobre la paloma. Los dos disolutos no tardaron en apoderarse de aquellos dardos amenazadores; los acarician, los masturban, se los acercan a la boca, y el combate se vuelve de pronto más serio. Saint Florent se agacha sobre el sillón en que me encuentro, de modo que mis nalgas abiertas se hallan exactamente a la altura de su boca; las besa, su lengua se introduce en uno y otro templo. Cardoville goza de él, ofreciéndose a su vez a los placeres de La Rose cuyo espantoso miembro se engulle inmediatamente en el reducto que le presentan, Julien, colocado debajo de Saint–Florent, lo excita con su boca agarrando sus caderas, y acompasándolas a las sacudidas de Cardoville que, tratando a su amigo a golpes, no le abandona sin que el incienso haya humedecido el santuario. Nada igualaba los delirios de Cardoville una vez que la crisis se apoderaba de sus sentidos: abandonándose con blandura al que le sirve de esposo, pero empujando con fuerza al individuo que le sirve de mujer, el insigne libertino, con unos estertores semejantes a los de un hombre que agoniza, pronunciaba entonces unas blasfemias espantosas. Saint–Florent, por su parte, se contuvo, y el cuadro se descompuso sin que él hubiera aportado nada.

–En verdad –dijo Cardoville a su amigo–, me sigues dando tanto placer como cuando sólo tenías quince años... No cabe duda –prosiguió volviéndose y besan do a La Rose– de que este guapo mozo sabe excitarme bien... ¿No me has encontrado hoy muy ancho, querido ángel?... ¿Creerás, Saint–Florent, que es la trigésimo sexta vez que lo hago hoy?... A la fuerza tenía que salir. Para ti, querido amigo –continuó ese hombre abominable colocándose en la boca de Julien, con la nariz pegada a mi trasero y el suyo ofrecido a Saint Florent–, para ti la treinta y siete.

Saint-Florent disfrutó de Cardoville, La Rose disfrutó de Saint–Florent, y éste, al cabo de una breve carrera, quema con su amigo el mismo incienso que había recibido. Si bien el éxtasis de Saint–Florent era más concentrado, no por ello era menos vivo, menos ruidoso, menos criminal que el de Cardoville; uno exclamaba a gritos todo lo que se le ocurría, el otro contenía sus arrebatos sin que por ello fueran menos activos; seleccionaba sus palabras, pero con ello eran aún más sucias y más impuras: en una palabra, el extravío y la rabia parecían ser las características del delirio del primero; la maldad y la ferocidad se encontraban descritas en el otro.

–Vamos, Thérèse, reanímanos –dijo Cardoville–; ya ves que las antorchas están apagadas, hay que encenderlas de nuevo.

Mientras Julien se disponía a disfrutar de Cardoville, y La Rose de Saint–Florent, los dos libertinos, agachados sobre mí, debían alternativamente colocar en mi boca sus dardos embotados; cuando yo se lo chupaba a uno, tenía que sacudir y masturbar con mis manos al otro, después con el licor espiritoso que me habían dado debía humedecer el miembro mismo y todas las partes contiguas; pero no debía limitarme únicamente a chupar, era preciso que mi lengua girara en torno a los glandes, y que mis dientes los mordisquearan al mismo tiempo que mis labios los apretaban. Mientras tanto nuestros dos pacientes eran vigorosamente sacudidos; Julien y La Rose se alternaban, a fin de multiplicar las sensaciones producidas por la frecuencia de las entradas y de las salidas. Cuando dos o tres homenajes se hubieron finalmente derramado en aquellos templos impuros, descubrí alguna consistencia: Cardoville, aunque de mayor edad, fue el primero en anunciarla; una bofetada con toda la fuerza de sus manos en una de mis tetas fue la recompensa. Saint–Florent le siguió de cerca; una de mis orejas casi arrancada fue el premio de mis esfuerzos. Se repusieron, y poco después me advirtieron de que me preparara a ser tratada como me merecía. A partir del espantoso lenguaje de los libertinos, vi claramente que las vejaciones iban a caer sobre mí. Implorarles en el estado en que acababan de ponerse uno y otro sólo habría servido para excitarlos más: así que me colocaron, desnuda como estaba, en medio de un círculo que formaron los cuatro sentados alrededor de mí. Yo estaba obligada a pasar delante de cada uno de ellos y recibir la penitencia que se le antojara ordenarme; los jóvenes no fueron más compasivos que los viejos, pero Cardoville se distinguió sobre todo por unas bromas refinadas a las que Saint–Florent, pese a lo cruel que era, le costó acercarse.

Un poco de reposo siguió a tan crueles orgías; me dejaron respirar por unos instantes; yo estaba molida pero, cosa que me sorprendió, curaron mis heridas en menos tiempo del que habían empleado en hacerlas; no quedó de ellas ni la más mínima huella. Las lubricidades continuaron.

Había instantes en que todos esos cuerpos parecían formar sólo uno, y en los que Saint-Florent, amante y querida, recibía con abundancia lo que el impotente Cardoville sólo prestaba con parsimonia. Al momento siguiente, sin actuar ya, pero ofreciéndose en todas las posiciones, tanto su boca como su culo servían de altares a espantosos homenajes. Cardoville no puede soportar tantos cuadros libertinos. Viendo a su amigo completamente en ristre, acude a ofrecerse a su lujuria: Saint-Florent disfruta de él; yo afilo las flechas, las acerco a los lugares donde deben hundirse, y mis nalgas expuestas sirven de perspectiva a la lubricidad de unos, y de comodín a la crueldad de los otros. Al fin nuestros dos libertinos, remansados por el esfuerzo que tienen que reparar, salen de allí sin ninguna pérdida, y en un estado que me asusta más que nunca.

Vamos, La Rose –dijo Saint–Florent–, coge a esta bribona y estréchamela.

Yo no comprendía esta expresión: una cruel experiencia me descubrió pronto su sentido. La Rose me cogió, me coloca las caderas sobre un banquillo que no tiene ni un pie de diámetro; allí, sin otro punto de apoyo, mis piernas caen de un lado, y mi cabeza y mis brazos del otro. Fijan mis cuatro miembros en el suelo con la mayor separación posible; el verdugo que debe estrechar los accesos se arma con una larga aguja en cuya punta hay un hilo encerado, y sin preocuparse por la sangre que derramará, ni por los dolores que me ocasionará, el monstruo, frente a los dos amigos divertidos por ese espectáculo, cierra, mediante una costura, la entrada del templo del Amor. Así que ha terminado, me da la vuelta, mi vientre se apoya en el banquillo; mis miembros cuelgan, los fijan de igual manera, y el indecente altar de Sodoma se atranca del mismo modo. No os menciono mis dolores, señora, tendréis que imaginároslos; estuve a punto de desmayarme.

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