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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Justicia uniforme (30 page)

BOOK: Justicia uniforme
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Una parte de él deseaba oír la voz de Vianello en la puerta, para poder explayarse diciéndole cómo les habían burlado. Pero comprendió que no serviría de nada, y se alegró de que el inspector no le hubiera seguido. Su propia precipitación en ir a hablar con Cappellini había dado tiempo a los Filippi para urdir su farsa; no sólo urdirla sino pulirla y agregarle todos los ingredientes necesarios para apelar al sentimentalismo del oyente. No habían ahorrado los tópicos. Cosas de chicos. Es mayor mi vergüenza que mi culpa. Oh, evitemos nuevos sufrimientos a la pobre madre del muchacho.

Brunetti se revolvió y dio un puntapié a la puerta, pero ni el ruido ni la sacudida que sintió en la espalda cambiaron nada. Aceptó el hecho de que cualquier cosa que pudiera hacer tendría el mismo efecto: de nada serviría rebelarse ni sufrir.

Miró el reloj y descubrió que durante el interrogatorio había perdido la noción del tiempo, aunque la oscuridad exterior hubiera tenido que orientarle. No había dado órdenes, pero no se podía retener a Filippi, y Vianello debía de haberle dejado marchar. Deseaba desesperadamente no ver a ninguno de ellos al salir, y se obligó a permanecer allí, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la puerta, durante cinco minutos más, y entonces bajó.

La cobardía le hizo evitar la oficina de los agentes, aunque vio luz en la puerta cuando bajaba la escalera sin hacer ruido. Al salir, torció hacia la derecha y fue hasta la
Riva
a tomar un
vaporetto,
en busca de la distracción que ofrecería el numeroso pasaje que viajaba a esa hora.

Salía uno cuando él llegó al
imbarcadero
y, mientras esperaba el siguiente, tuvo diez minutos para contemplar a la gente que iba llegando, venecianos la mayoría, a juzgar por el aspecto. Cuando vino la embarcación, subió a bordo, cruzó al otro lado y se quedó junto a la borda, de espaldas a la magnificencia de la ciudad.

Al llegar al apartamento, se paró en la puerta, esperando que dentro estuviera aguardándole, por lo menos, un residuo de humanidad. ¿Y si se encontrase allí con un hijo como Paolo? ¿Cómo felicitarse de un hijo semejante sin haberlo educado antes con el propio ejemplo? Abrió la puerta y entró en casa.

—… No os compro un
telefonino
porque esos artilugios están creando una raza de zánganos repipis; os daría aún más motivos de distracción —oyó decir a Paola, y sonrió interiormente por el inhumano rigor con que negaba los caprichos a sus hijos.

La voz de su mujer venía de la cocina, pero Brunetti se fue directamente pasillo abajo, al estudio de Paola. Él sabía que, habituada como estaba a espiar los pasos de sus hijos cuando volvían a casa, le habría oído entrar y no tardaría en ir en su busca.

Y fue, y hablaron. Mejor dicho, habló él y ella escuchó. Al cabo de mucho rato, cuando se lo hubo explicado todo y expuesto las opciones que tenía, le preguntó:

—¿Y bien?

—Los muertos ya no sufren —dijo ella tan sólo, una respuesta que al principio lo desconcertó, pero, conociendo el método de razonamiento de su mujer, reflexionó, meditó su respuesta y al fin preguntó:

—¿Y los vivos, sí?

Ella asintió.

—Filippi y su padre —dijo él—. Que merecen sufrir. Y Moro y su esposa.

—Y la hija, y la madre —agregó Paola—. Que no lo merecen.

—¿Así pues, es cuestión de números? —preguntó él sobriamente.

Ella agitó una mano, rechazando la idea.

—No, no; en absoluto. Me parece que hay que tomar en consideración no sólo el número de personas a las que afectará la decisión sino el bien que pueda hacer.

—Cualquiera que sea la decisión, no hará bien a nadie —insistió él.

—¿Y cuál hará menos daño?

—Él está muerto —dijo Brunetti—; sea cual fuere el veredicto oficial, eso no cambiará.

—No se trata del veredicto oficial, Guido.

—¿De qué si no?

—De lo que tú vayas a decirles. —Por la entonación que dio a sus palabras hizo que pareciera evidente. Él se había resistido a aceptarlo, casi había conseguido no pensar en ello, pero en el preciso instante en que esas palabras salían de los labios de su esposa, comprendió que eso era lo único que importaba. —¿Te refieres a lo que hizo Filippi?

—Un hombre tiene derecho a saber quién mató a su hijo.

—Haces que parezca muy simple. Como sacado de la Biblia.

—La Biblia no dice eso, que yo sepa. Pero es simple. Y es verdad. —Su tono era de completa seguridad.

—¿Y si entonces él hiciera algo?

—¿Como qué? ¿Matar a Filippi? ¿O al padre?

Brunetti asintió.

—Por lo que sé de él y lo que me has contado, dudo que sea de esa clase de personas. —Antes de que él pudiera decir que eso nunca se sabe, agregó—: Claro que nunca se sabe.

Una vez más, Brunetti tuvo la extraña sensación de estar a la deriva en el tiempo. Miró el reloj y descubrió con sorpresa que eran casi las diez.

—¿Han cenado los chicos?

—Los envié a tomar una pizza cuando te oí llegar.

Mientras le refería lo sucedido durante la entrevista con los Filippi y su abogado, él había ido hundiéndose en el sofá hasta quedar con la cabeza apoyada en uno de los almohadones.

—Me parece que tengo hambre —dijo.

—Sí —dijo Paola—; yo también. Quédate aquí mientras preparo un poco de pasta. —Se levantó y fue hacia la puerta—. ¿Qué vas a hacer? —preguntó.

—Tendré que hablar con él —dijo Brunetti.

Así lo hizo, al día siguiente, a las cuatro de la tarde, la hora elegida por el
dottor
Moro, que había insistido en ir a la
questura
en lugar de recibir a Brunetti en su casa. El médico llegó con rigurosa puntualidad, y Brunetti se levantó cuando un agente de uniforme introdujo en su despacho al visitante. El comisario dio la vuelta a la mesa y tendió la mano. Los dos hombres intercambiaron tensas frases de cortesía y, tan pronto como se hubo sentado, Moro preguntó:

—¿Qué desea, comisario? —Su voz era llana y serena, desprovista de curiosidad y de interés. Los hechos le habían despojado de estos sentimientos.

Brunetti, que se había retirado detrás de la mesa, más por costumbre que por cualquier otra razón, empezó diciendo:

—Hay varias cosas que creo que debería usted saber,
dottore.
—Hizo una pausa, esperando que el doctor respondiera, quizá con sarcasmo o quizá con indignación. Pero Moro no dijo nada—. Se trata de hechos relacionados con la muerte de su hijo que creo… —empezó Brunetti, y se interrumpió. Miró a la pared situada detrás de Moro y volvió a empezar—: He descubierto cosas que deseo poner en su conocimiento.

—¿Por qué?

—Porque pueden ayudarle a decidir.

—¿Decidir qué? —preguntó Moro con cansancio.

—Cómo actuar.

Moro ladeó el cuerpo y puso una pierna encima de la otra.

—No sé de qué me habla, comisario. No creo poder tomar decisión alguna, ahora.

—Sobre su hijo, quizá.

Brunetti vio brillar algo en los ojos de Moro.

—Ninguna decisión que yo tome puede afectar a mi hijo —dijo sin tratar de disimular la cólera. Y, para remachar el significado de sus palabras, agregó—: Él está muerto.

Brunetti sintió que el peso del argumento de Moro lo abrumaba, desvió la mirada un momento, volvió a mirar al médico y dijo:

—Dispongo de nueva información y creo que debe usted saber de qué se trata. —Sin dar a Moro ocasión de hacer un comentario, prosiguió—: Paolo Filippi, alumno de la academia, ha declarado que su hijo murió a consecuencia de un accidente y que, para evitarles la vergüenza a él y a usted, simuló que se había suicidado.

Brunetti esperaba que ahora Moro preguntara si un suicidio no era también una vergüenza, pero el médico dijo:

—Nada que hiciera mi hijo podría avergonzarme.

—Él dice que su hijo murió a consecuencia de cierta actividad homosexual. —Brunetti se quedó esperando la reacción de su interlocutor.

—A pesar de ser médico, no sé qué significa eso —dijo Moro.

—Que su hijo murió al tratar de incrementar el placer sexual por la casi estrangulación.

—Asfixia autoerótica —dijo Moro con clínica objetividad.

Brunetti asintió.

—¿Por qué había de avergonzarme eso? —dijo el doctor serenamente.

Después de un largo silencio, comprendiendo que Moro no le incitaría a hablar, Brunetti dijo:

—No creo que eso sea verdad. Pienso que Paolo Filippi mató a su hijo porque su padre le había convencido de que Ernesto era un espía o un traidor. Fue su influencia, quizá su instigación, lo que indujo a su hijo a hacer lo que hizo.

Moro seguía sin decir nada, aunque sus ojos se habían agrandado, de la sorpresa.

Frente al silencio del otro, Brunetti sólo pudo decir:

—Yo quería que supiera la historia que Filippi contará si seguimos adelante con el caso.

—¿Y qué decisión es esa que quiere usted que yo tome, comisario?

—Si quiere que acusemos a Filippi de homicidio involuntario.

Moro miró de hito en hito a Brunetti antes de contestar:

—Comisario, si usted cree que él mató a Ernesto, homicidio involuntario no sería una acusación muy grave, ¿no le parece? —Sin darle tiempo de responder, Moro agregó—: Además, esa decisión debe tomarla usted, no yo. —Su voz era tan fría como su expresión.

—Yo quería darle la oportunidad de elegir —dijo Brunetti con una voz que a él le parecía serena.

—¿Para no tener que decidir usted?

Brunetti bajó la cabeza, pero convirtió el movimiento en una señal afirmativa.

—En parte, sí; pero también en atención a usted y su familia.

—¿Para evitarnos la vergüenza? —preguntó Moro, cargando de énfasis la última palabra.

—No —respondió Brunetti, agotado por el desdén de Moro—. Para evitarles un peligro.

—¿Qué peligro? —preguntó Moro como si realmente sintiera curiosidad.

—El peligro que les amenazaría si el caso llegara a los tribunales.

—No entiendo.

—Porque tendría que presentarse como prueba el informe que usted retiró, o, por lo menos, usted tendría que prestar declaración en cuanto a su existencia y contenido. A fin de justificar la conducta de Filippi y la ira de su padre. O el miedo, o lo que fuera.

Moro se puso una mano en la frente, con un ademán que a Brunetti se le antojó artificial.

—¿Mi informe? —preguntó al fin.

—Sí; sobre los suministros al ejército.

Moro retiró la mano.

—No hay tal informe, comisario. Por lo menos, sobre los suministros al ejército, ni lo que ellos puedan imaginar que yo hubiera preparado. Aquello lo abandoné cuando dispararon contra mi esposa.

Asombró a Brunetti que Moro hablara con aquella naturalidad, como si fuera del dominio público que a su mujer le habían disparado deliberadamente.

—Empecé a investigar sus gastos y adonde iba el dinero tan pronto como fui nombrado para la comisión. Adonde iba el dinero estaba claro: su arrogancia los hace unos contables muy chapuceros, y era fácil seguirles el rastro, incluso para un médico. Pero entonces dispararon contra mi esposa.

—Lo dice como si el hecho no admitiera duda —dijo Brunetti.

Moro lo miró fijamente y dijo con frialdad:

—No la admite. Ya me habían llamado por teléfono antes de que ella llegara al hospital. Y yo accedí a abandonar mi investigación. Entonces se me sugirió que me retirara de la política. Y yo obedecí, comisario. Me retiré.

—¿Usted sabía que ellos le habían disparado? —preguntó Brunetti, aunque no tenía idea de quiénes eran «ellos», por lo menos, una idea lo bastante concreta como para asociarla a un nombre determinado.

—Desde luego —dijo Moro, y volvía a haber sarcasmo en su voz—. Hasta ahí había llegado en mi investigación.

—Pero entonces, ¿por qué se separó de su esposa? —preguntó Brunetti.

—Para asegurarme de que la dejaban en paz.

—¿Y su hija? —preguntó Brunetti con repentina curiosidad.

—En lugar seguro —dijo Moro por toda respuesta.

—Entonces, ¿por qué poner a su hijo en la academia? —preguntó Brunetti, pero en el momento de decirlo se le ocurrió que tal vez Moro pensara que la mejor protección para su hijo fuera exponerlo a la vista de todos. Los que atentaron contra su esposa se lo pensarían dos veces antes de dar lugar a una mala publicidad para la academia, o quizá creyó poder burlarlos.

La cara de Moro tuvo un movimiento que acaso un día pudiera haber sido una sonrisa.

—Es que no pude impedirlo, comisario. Ése fue el mayor fracaso de mi vida, que Ernesto quisiera ser soldado. Pero desde niño no deseó otra cosa. Y no pude quitárselo de la cabeza.

—Pero, ¿por qué tenían que matarlo? —preguntó Brunetti.

Cuando respondió Moro, a Brunetti le pareció que sentía alivio por poder hablar de aquello por fin.

—Porque son unos estúpidos, y no creyeron que fuera tan fácil detenerme. Que soy un cobarde y no me resistiría. —Se quedó un rato pensativo y agregó—: O quizá Ernesto fuera menos cobarde que yo. Él sabía que un día yo pensé hacer un informe, y quizá les amenazó con él.

Aunque el despacho estaba frío, Brunetti vio gotas de sudor que resbalaban por las sienes y la barbilla de Moro, que las enjugó con el dorso de la mano. Entonces dijo:

—Nunca lo sabré.

Los dos hombres permanecieron mucho rato en silencio, sin moverse; sólo Moro, de vez en cuando, trataba de enjugar el sudor. Cuando al fin su cara volvió a estar seca, Brunetti preguntó:

—¿Qué quiere que haga,
dottore?

Moro levantó la cara y miró a Brunetti con unos ojos que, durante la media hora última, se habían entristecido aún más.

—¿Quiere que yo decida por usted?

—No; no es eso. O no es sólo eso. Deseo que usted decida por usted. Y por su familia.

—¿Y usted hará lo que yo diga? —preguntó Moro.

—Sí.

—¿Sin consideración por la ley ni la justicia? —Puso énfasis en la última palabra, un énfasis muy ácido.

—Sí.

—¿Por que? ¿Es que no le interesa la justicia? —Ahora el enojo de Moro era palpable.

Brunetti no tenía paciencia para eso, ya no.

—Aquí no hay justicia,
dottore
—dijo, y se asustó al advertir que no sólo se refería a aquel hombre y su familia, sino a la ciudad y al país, y a sus vidas.

—Pues vamos a dejarlo —dijo Moro, exhausto—. Y dejémoslo también a él.

Todo lo que de noble había en Brunetti le instaba a decir algo que consolara a aquel hombre, pero, por más que buscaba, no encontraba palabras. Pensó en la hija de Moro y en la suya propia. Pensó en su propio hijo, en el hijo de Filippi, y en el de Moro. Y entonces acudieron las palabras:

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